sábado, 26 de diciembre de 2015
UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 22
Las dos semanas siguientes fueron un absoluto infierno para Paula, obligada, tal como le había prometido Pedro, a ir a la galería y verlo a diario mientras se ocupaban de los últimos detalles de la exposición.
Y no porque Pedro hubiera intentado en ningún momento revivir los momentos de intimidad vividos en su apartamento aquella noche. Oh, no, él se había planteado una tortura más sutil aprovechando toda oportunidad que le surgía para tocarla haciendo que pareciera algo accidental, sin decir ni una palabra ni dar ninguna muestra de la atracción que crepitaba y ardía entre los dos cada vez que estaban juntos.
No tardó en darse cuenta de que Pedro estaba dispuesto a torturarla ¡y cómo lo estaba logrando!
Según pasaban los días llegó al punto de temblar cada vez que se acercaba a la Galería Arcángel pensando si ese sería el día en el que Pedro la besaría, la acariciaría antes de que se volviera loca de deseo. Estaba embriagada por su seductor aroma masculino, cautivada por los músculos de sus hombros y de su espalda cuando se quitaba la chaqueta y la corbata, y por el oscuro vello que le asomaba por el cuello de la camisa cada vez que se desabrochaba un par de botones cuando no estaban en público. Había ansiado enroscar los dedos en ese brillante y sedoso vello, acariciar su firme espalda, el suave cabello de su nuca.
Ya solo faltaba un día para la exposición, solo unas horas más de tortura, se dijo la última mañana de camino a la galería. Pero, por desgracia, al llegar a la sala fue consciente de que esas serían las veinticuatro horas más difíciles de las últimas dos semanas.
Se quedó sin aliento y palideció al ver a los tres hombres que charlaban tranquilamente porque allí, junto a Pedro, estaban sus dos hermanos, Miguel y Rafael. Dos hombres que no tenían ningún motivo para sentir la más mínima simpatía por ella.
viernes, 25 de diciembre de 2015
UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 21
Pasa, Paula. Serviré unas copas de vino –le dijo Pedro cuando ella se quedó vacilante en la puerta del salón de su piso. Había sentido un gran alivio antes, cuando Paula por fin había accedido a que se vieran una vez saliera de trabajar a las diez.
Había perdido peso, como pudo comprobar cuando ella entró en el salón y sus pantalones negros no se le ceñían a las piernas tanto como una semana antes; además, la clavícula se le marcaba mucho bajo el cuello de la camisa negra y esos ojos grises parecían enormes en la palidez de su rostro. ¿Era eso indicación de que le estaba costando tanto como a él luchar contra la atracción existente entre los dos? Eso esperaba, porque había vivido una auténtica tortura sin verla esa última semana.
Su expresión se suavizó cuando Paula se sentó en uno de los sillones de piel marrón.
–¿Una noche ajetreada? –le preguntó mientras servía dos copas de pinot grigio.
–Mucho –respondió antes de dar un sorbo–. Tienes un piso muy bonito –añadió ante la decoración obviamente masculina y las originales obras de arte que cubrían las paredes.
–No es solo mío, pero no te preocupes, Paula. Miguel y Rafael no están en Londres ahora –añadió al ver su expresión de alarma–. Miguel está en París y Rafael está en Nueva York.
–Son unos nombres preciosos.
–La casa familiar que tenemos en Berkshire se llama El descanso del arcángel, y te aseguro que he oído todo tipo de bromas y chistes al respecto.
Ella esbozó una sonrisa que se disipó de inmediato.
–Pedro, solo he venido porque estoy de acuerdo en que tenemos que solucionar esta situación de una vez por todas y seguir adelante con… ¿Qué estás haciendo? –le gritó al ver que había dejado la copa en la mesa y se había arrodillado ante ella para descalzarla.
–Quitándote las deportivas, obviamente.
–¿Por qué?
–Supongo que te dolerán los pies de estar todo el día trabajando.
–Sí.
Pedro asintió.
–Pues entonces ahora mismo agradecerías mucho un masaje.
–¿Un masaje? ¡Pedro, para! –intentó apartarse cuando él comenzó a masajearle un pie con delicadeza–. ¡Pedro! –su protesta resultó menos convincente ahora y dejó escapar un pequeño suspiro de placer cuando sus dedos siguieron descargando de tensión sus cansados músculos.
–¿Bien?
–¡Oh, sí! –echó la cabeza atrás contra la silla y cerró los ojos.
Tenía unos pies diminutos y elegantes, y las uñas pintadas de un rojo brillante y desafiante.
Paula sabía que debía detener a Pedro, que el hecho de que estuviera arrodillado a sus pies ya era bastante íntimo como para que también estuviera dándole un masaje.
Debería detenerlo, pero no podía… Porque no quería; estaba disfrutando demasiado como para querer que parara.
Jamás había pensado que sus pies fueran una zona erógena, pero sin duda lo eran y la calidez que emanaba de las manos de Pedro estaba moviéndose hacia otras partes de su cuerpo; los pezones se le estaban endureciendo y un calor ya familiar se estaba instalando entre sus muslos.
–Deberías plantearte dedicarte a esto profesionalmente –murmuró con los ojos cerrados–. ¡Podrías ganar una fortuna!
Pedro se rio.
–Ya tengo una fortuna. Y además, los únicos pies que tengo interés en masajear son los tuyos.
Paula abrió un ojo; el corazón comenzó a palpitarle con fuerza cuando Pedro la miró y esos ojos marrones volvieron a resultarte tan adictivos como el chocolate. Una adicción a la que, de nuevo, le estaba costando resistirse.
–Creo que ya es suficiente, gracias –apartó los pies antes de subir las piernas al sillón, bien lejos de las caricias de Pedro. Se le aceleró el pulso cuando él no hizo intención de levantarse del suelo–. Se está haciendo tarde, Pedro. Tengo que irme pronto.
–¿Le contaste a tu madre que nos hemos vuelto a ver?
–¿Que si…? –abrió los ojos de par en par–. ¡Claro que no! –protestó con impaciencia.
–¿Por qué no?
–No seas tonto, Pedro –le contestó feliz de que ya no la estuviera tocando porque, de ser así, habría visto que estaba temblando–. Mi madre nunca supo lo que pasó hace cinco años. Nunca… nunca le conté nada a nadie sobre la noche que me llevaste a casa desde la galería.
–La noche que te besé.
–Me sorprende que lo recuerdes.
–Fue demasiado memorable como para olvidarlo –le aseguró.
–Pues yo lo dudo.
Pedro le dirigió una ardiente mirada.
–El momento no fue el mejor, y las circunstancias imposibles, pero incluso así quise hacer mucho más que solo besarte.
–¿Sí? –su confesión la dejó totalmente aturdida.
–Me sentía atraído por ti entonces, y me siento atraído por ti ahora.
–Hace cinco años era una adolescente regordeta, patosa y gafotas –mientras que él había sido un hombre esbelto y sofisticado con el mismo físico imponente que seguía robándole el aliento.
–Y ahora eres esbelta y elegante, y supongo que llevas lentes de contacto.
–Menos cuando pinto, que prefiero ponerme las gafas que me devolviste la semana pasada.
–Y hace cinco años no eras regordeta, Paula, eras voluptuosa –le aseguró con vehemencia–. Y tus ojos eran igual de preciosos e increíbles detrás de esas gafas como lo son esta noche.
–Nos estamos desviando del tema, Pedro.
–¿Y cuál es?
–Que solo imaginarme el dolor que le causaría a mi madre al contarle que nos hemos visto y que existe esta atracción entre nosotros es la razón por la que esto no puede continuar.
–Pero no puedes saber cómo va a reaccionar tu madre.
–Sé realista, Pedro, e intenta imaginar cómo sería la conversación: «Ah, por cierto mamá, ¿a que no adivinas con quién estuve a punto de acostarme hace unas noches? Con Pedro Alfonso. ¿Qué cosa tan rara, verdad?».
Pedro respiró hondo antes de levantarse y dar un sorbo de vino sabiendo que Paula buscaba una pelea porque, probablemente, era el único modo de ponerle fin a esa situación. Pero no estaba dispuesto a dársela, no iba a ponerle las cosas fáciles después de la semana de incertidumbre que había tenido que soportar.
–No nos acostamos, Paula, aunque estuvimos muy cerca, pero no hubo nada de «raro» en nada de lo que hicimos.
Su rubor se intensificó al mirarlo.
–¿No vas a intentar ponerte en mi lugar, verdad?
–No estoy dispuesto a dejarte marchar solo porque creas que tu madre podría reaccionar mal si se enterara de lo nuestro.
–¿Y si me alejo porque soy yo la que está reaccionando mal ante la idea de que estemos juntos?
–¿Y es así?
–¡Sí!
–¿Por qué?
–Sé que eres un hombre inteligente… –le dijo exasperada.
–Gracias –contestó él secamente.
–Y como inteligente que eres, debes saber que esta situación es imposible. ¡Por el amor de Dios! Mi padre fue a la cárcel por intentar timaros a tu familia y a ti –añadió con impaciencia.
–Soy bien consciente de lo que pasó hace cinco años.
–Pues entonces tú también tendrás tus preocupaciones al respecto. ¿O es que estás diciendo que no te supone ningún problema el hecho de que sea la hija de William Harper?
–Por supuesto que me supone un problema. Como poco, resulta inconveniente…
–¡Inconveniente! –repitió ella incrédula.
–Porque el pasado está afectando al modo en que ves lo nuestro ahora.
Aún seguía hundida por lo sucedido en el pasado, pero después de haber hablado con su madre la semana anterior creía que su padre, decidido a ignorar el consejo que le había dado Pedro de marcharse con su cuadro, había preferido informar a la prensa haciendo que la situación se descontrolara. Y todo eso hacía que cambiara la percepción que tenía de lo sucedido. Había venerado a su padre de niña y lo había adorado por el hombre que creía que era, pero ahora que era adulta se veía forzada a aceptar que había estado muy lejos de ser el padre y el marido perfectos.
Y, sí, Pedro había tenido que ver con el hecho de que lo encarcelaran, pero todo lo había provocado su padre. No eran ni el pasado ni la implicación de Pedro en lo sucedido lo que hacía que ahora su relación fuera imposible; era lo que Paula sentía por él.
Cinco años atrás había estado prendada de él, completamente cautivada por el atractivo Pedro Alfonso, pero desde que lo había vuelto a ver y habían compartido aquel momento de intimidad, se había dado cuenta de que no había sido un encaprichamiento lo que había sentido entonces. Se había enamorado de él, seguía amándolo, y era la razón por la que no le había interesado ningún otro hombre; ¡porque ninguno podía igualarse a él!
Pero era un amor en vano, y no solo por el pasado, sino porque Pedro, aún soltero a sus treinta y tres años, no era de los que se enamoraban y, mucho menos, para siempre.
Oh, sí, se sentía atraído por ella, la deseaba, pero eso era todo lo que sentía, y lo único que le servía a Paula para evitar seguir enamorándose más y más era el escudo que
representaba lo sucedido en el pasado.
–No tengo nada que opinar sobre lo nuestro –dijo levantándose.
–Eso no…
–Y tampoco me parece una buena idea que volvamos a quedarnos solos. Me has pedido que habláramos, y eso hemos hecho. Te he dicho exactamente lo que pienso. Y si algo de lo que he dicho te hace cambiar de opinión sobre incluirme en la exposición, ¡que así sea! –añadió con actitud desafiante.
Pedro la miró con frustración, sabiendo que lo estaba ignorando deliberadamente, pero no sabía cómo derribar ese muro que había alzado para alejarlo de su lado, algo ya revelador de por sí a pesar de no saber hasta qué punto.
–No cambiaré de opinión, Paula. Sobre nada.
–¿Qué significa eso?
–Significa que no me conoces muy bien si crees que algo de lo que has dicho me va a alejar de ti –respondió con una sonrisa burlona–. Significa que durante las dos semanas que quedan para la exposición voy a pedirte que vengas a la galería al menos una vez al día, y te reunirás conmigo, no con Eric. Significa, Paula, que puedes intentar alejarte de mí, de la atracción que existe entre los dos, pero durante las próximas dos semanas no te voy a permitir que me ignores.
–¿Por qué estás haciendo esto? –le preguntó con los ojos cubiertos de lágrimas.
–¿Por qué crees que lo estoy haciendo? –respondió, odiando ser el causante de esas lágrimas, pero odiando más todavía la idea de rendirse.
–¿Probablemente porque eres el arrogante Pedro Alfonso? ¿Porque un Alfonso nunca acepta un «no» por respuesta? ¡O posiblemente porque disfrutas torturándome!
–Buen intento, Paula, pero ya te he advertido que no vas a conseguir nada insultándome.
–Yo no…
–Sí, claro que sí, Paula. Y sí, soy arrogante, lo suficiente como para no aceptar un «no» de la mujer que sé que me desea tanto como yo a ella. Puede que tus labios estén diciendo que no, pero el resto de tu cuerpo, y en especial tus pezones excitados –deliberadamente posó la mirada en ellos, marcados contra la camisa de algodón–, sin duda dicen «sí, por favor».
Paula se cruzó de brazos a la vez que por dentro reconocía que era cierto; estaba excitada por el placer que le habían producido los masajes de Pedro un momento antes, pero también porque parecía estar en un estado constante de excitación siempre que estaba cerca de él. No tenía más que mirar esos sensuales ojos, esos labios esculpidos y ese cuerpo absolutamente masculino para que todo su cuerpo se excitara, y ahora Pedro estaba ordenándole que durante las dos semanas que faltaban para la exposición pasara a diario por la galería.
–En este momento no me gustas mucho, Pedro.
Él sonrió, cruzando con depredadores pasos la distancia que los separaba.
–Si esto significa que no te gusto, que continúe así por mucho tiempo –dijo a la vez que ella retrocedió hasta toparse con una pared–. Creo que podría hacerme adicto a tu forma de odiarme –posó las manos sobre la pared, a ambos lados de su cabeza, la miró y la besó.
Tras vacilar brevemente, Paula suspiró, lo rodeó por los hombros y recibió el beso con otro cargado de deseo en el que no hubo espacio para la delicadeza. Mientras sus dedos se enredaban entre el oscuro cabello de su nunca, sus lenguas se entrelazaban y ella curvaba el cuerpo hacia él.
¡Esa suavidad de sus pechos contra los duros músculos del torso de Pedro, esos muslos arqueándose mientras su vientre ejercía presión contra su erección, esa excitación cada vez más latente mientras sus muslos se rozaban…!
Pedro apartó la boca para besarle el cuello y los pechos, y gimió de frustración cuando su camisa le impidió continuar; una barrera que derribó fácilmente agarrando ambos lados y tirando de ellos haciendo que varios botones salieran volando. Se la quitó y la dejó caer al suelo.
–Oh, sí –exclamó al posar la mirada sobre la cremosidad de sus pechos visibles por encima de un sujetador de encaje rojo–. Voy a lamer tus pechos… –le dijo mirándola fijamente mientras se lo desabrochaba y lo tiraba al suelo–, y voy a seguir lamiéndolos y mordisqueándolos… –añadió al poner las manos sobre esos senos coronados por unos inflamados pezones color fresa– hasta que vuelva a verte retorcerte de placer.
–No, Pedro…
–Sí, Paula –le dijo con la mirada y las mejillas encendidas–. Lo deseas tanto como yo.
Y así era, sí, sin duda. Ansiaba sentir los labios y las manos de Pedro sobre ella otra vez, y esa increíble y abrumadora sensación de dejarse arrastrar por él hasta el clímax.
–Son míos, Paula –dijo apretándole los pechos–. ¿Lo entiendes? Son míos. ¡Para que pueda lamerlos y darte placer! ¡Y no pienso dejarte salir de aquí hasta que te lo haya demostrado!
Parecía como si el hecho de que Paula hubiera estado negando que existía una relación entre ellos lo hubiera empujado a desprenderse de su comportamiento más civilizado, y ahora se veía invadido por una pérdida de control absoluta. Algo que también se estaba desatando en el interior de Paula, que sintió un intenso calor entre los muslos cuando Pedro agachó la cabeza y succionó un pezón a la vez que el otro lo acariciaba con los dedos.
No dejaba de succionar uno y acariciar y apretar el otro, generando tanto cierto dolor como deseo; un deseo que latía entre sus muslos y que le hizo gemir y arquear la espalda, empujando los pechos más todavía hacia la boca de Pedro, que presionaba su muslo rítmicamente contra el vértice de los muslos de Paula.
–¿Pedro? –le preguntó a modo de protesta cuando él le soltó un pecho para mirarla.
–Mírame mientras te llevo al límite del placer. ¡No, Paula! –dijo al verla desviar la mirada–. ¿Quieres que pare? ¡Mírame ahora, Paula, y dime que quieres que pare! –cuando ella giró lentamente la cabeza, añadió–: Dime que pare y lo haré.
–No… no puedo. ¡No pares, Pedro! –dijo dirigiéndolo hacia sus pechos–. ¡Por favor, no!
–Esta vez, mírame –le respondió él suavemente acariciando con su cálido aliento un pezón inflamado y humedecido–. Quiero mirarte a los ojos cuando llegues al clímax –sacó la lengua y, sin dejar de mirarla mientras lo succionaba, le desabrochó los vaqueros y se los bajó.
Por mucho que lo hubiera intentado, Paula no podría haber apartado la mirada; su placer iba en aumento y descontrolándose ante el erotismo que le produjo ver a Pedro separando los labios para tomar su pezón y deslizar las manos hacia sus braguitas de encaje rojo.
Una y otra vez esos dedos la acariciaron, se hundieron en la humedad de su sexo, nunca sin llegar a ejercer la presión que ella tanto ansiaba sobre ese punto de placer.
–Por favor, Pedro –dijo jadeante al no poder soportar más la tortura–. ¡Oh, sí! –exclamó aferrándose a sus hombros y alzando los muslos instintivamente cuando, por fin, esos dedos rozaron ligeramente ese inflamado punto–. ¡Más fuerte! ¡Más fuerte! –gritó invadida por un placer cada vez más intenso según él iba aumentando la presión y la velocidad de sus caricias.
–Déjate llevar, Paula –la animó él hablando contra la cremosidad de su pecho–. Hazlo para mí –a la vez que posó la boca sobre su pezón, acarició con presión ese punto de placer y lo sintió palpitar entre sus dedos mientras ella jadeaba y se veía asaltada por los escalofríos de un orgasmo que él se decidió a prolongar y mantener al máximo.
–¡Oh, oh, oh! –echó la cabeza suavemente sobre el hombro de Pedro mientras seguía temblando de placer.
Pedro la abrazó contra su pecho; tenía la respiración tan entrecortada como ella.
–Y esto, mi preciosa Paula, es por lo que me niego a alejarme de ti. De nosotros. Por mucho que me lo supliques.
Paula quería suplicarle, pero no para que se alejara, sino para que siguiera haciéndole el amor. ¡Una y otra vez! Y esa, precisamente, era la razón por la que ella sí que tenía que alejarse.
UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 20
Pedro no estaba disfrutando ni con la conversación ni con el hecho de estar molestando a Paula, pero esa última semana sin saber de ella lo había frustrado hasta la desesperación.
Y solo verla ahí sentada, sola en una esquina de la cafetería, ver la delicadeza de sus mejillas, sus largas pestañas y ese sedoso pelo, había bastado para hacerle perder el aliento y causarle una erección… De hecho, ¡llevaba la mayor parte de la semana en ese estado de excitación!
Por todo ello no estaba de humor para aceptar otro rechazo de Paula.
–¿A qué hora terminas esta noche?
–Pedro…
–Podemos tener esta conversación o en mi apartamento, o aquí y ahora.
–Estoy cansada, Pedro–dijo sacudiendo la cabeza.
–¿Y crees que yo no?
–No lo entiendo.
–No es que haya dormido como un bebé esta última semana mientras esperaba a que tomaras una decisión sobre nosotros.
–No existe un «nosotros».
–Oh, sí, Paula, claro que existe un «nosotros».
–¿Es que el hecho de que no me haya molestado en contactar contigo desde mi regreso no te indica lo que pienso sobre lo que pasó entre los dos?
–Solo me dice que eres una cobarde, nada más.
–Es la segunda vez que me llamas «cobarde» y no me gusta.
–Pues entonces demuestra que no lo eres quedando conmigo cuando hayas terminado aquí.
–No somos niños jugando a retarnos, Pedro.
–No somos niños y punto, y precisamente por eso deberías dejar de comportarte como tal. No pienso ir a ninguna parte, así que si creías que iba a hacer como si lo de la semana pasada no hubiese sucedido nunca, estabas muy equivocada. Porque sucedió, Paula, así que acéptalo.
Paula llevaba aceptándolo desde la semana anterior, aceptando que no podía resistirse a él, que había perdido el control en su despacho, que Pedro había sido el que había frenado y había impedido que terminaran haciendo el amor, porque ella no había sido capaz de hacerlo. Aceptando que solo le hacía falta mirarlo para saber que lo deseaba.
–Pues hacerlo habría sido lo más cortés, dadas las circunstancias.
–Que me insultes no va a hacer que me levante y me vaya de aquí, Paula. La última semana he estado haciéndome miles de preguntas, y ha sido un infierno –se pasó una mano por la cabeza.
Ella lo miró y, al ver las ojeras que ensombrecían sus ojos, se dio cuenta de que la última semana había sido tan difícil para él como lo había sido para ella.
–¿Por qué no aceptas sin más que no puedo hacer esto, Pedro?
–Porque ninguno de los dos sabe aún qué es esto, y no estoy dispuesto a que te rindas hasta que lo descubramos.
–¿No es suficiente con que los dos sepamos que el pasado hace que sea imposible?
–Me niego a aceptarlo –intentó agarrarle la mano de nuevo.
–¡Pues tiene que aceptarlo! ¡Los dos tenemos que hacerlo!
–¿Has hablado con tu madre?
–¿Sobre ti?
–Está claro que no sobre mí. ¿Pero al menos le pediste que te confirmara lo que te conté?
–¿Y qué si lo hice? Saber qué o quién fue mi padre y lo que hizo no cambia nada, Pedro.
–Supone que podamos dejar el pasado donde le corresponde, ¡en el pasado! No se puede cambiar ni rehacer, porque es lo que es, pero si… si nos deseamos lo suficiente, deberíamos poder hablar de ello. Y yo sí te deseo, Paula, y el temblor de tu mano cuando te toco basta para decirme que tú también me deseas todavía. En este momento eso es lo único que me importa.
–¿Y qué pasará más adelante? ¿Qué pasará cuando el deseo se haya ido, Pedro? –le preguntó con lágrimas en los ojos–. ¿Qué pasará entonces?
–¿Quién dice que eso vaya a pasar?
–Yo lo digo.
–Pues ya nos ocuparemos de eso cuando llegue el momento –le dijo con firmeza–. Por ahora solo quiero que estemos juntos y esperemos a ver adónde nos lleva todo esto.
¿Crees que podemos hacerlo? –le preguntó mientras le acariciaba la mano y la miraba intensamente.
¿Podían hacerlo? Esa última semana también había sido un infierno para Paula, no había dejado de desearlo ni de recordar esa noche en su despacho. No había podido olvidar cómo ambos habían respondido el uno al otro, aun sabiendo quiénes eran, antes de que sus sentimientos de culpa la hubieran obligado a negar ese deseo que aún sentía por él.
Un deseo que Pedro le devolvía y que se negaba a ignorar.
Se negaba a permitir que ella lo ignorara.
¿Podrían tener una relación durante el tiempo que duraran esos sentimientos e ignorar, sin más, el dolor del pasado? ¿Podría hacerlo ella?
UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 19
Paula se había quedado totalmente desconcertada con la llegada de Pedro a la cafetería y con su aspecto, que la había dejado sin aliento: un polo color crema, unos vaqueros desteñidos de cintura baja y el pelo cayéndole sobre la frente.
¡Cuánto deseaba a ese hombre!
Más aún que una semana antes, tuvo que admitir por mucho que le doliera. La intimidad que habían compartido había cambiado para siempre lo que pensaba y lo que sentía por él.
–No has pasado por la galería desde que volviste –le dijo Pedro con tono acusador.
Ella se encogió de hombros.
–He hablado con Eric varias veces por teléfono y le he explicado que no podía ir a la galería porque estaba muy ocupada en el trabajo.
–Ya me lo ha dicho.
–Entonces no entiendo por qué estás aquí.
Pedro se inclinó hacia delante y le agarró las manos, pero Paula se apartó instintivamente e intentó soltarse. Sin embargo, él no iba a darle esa libertad.
–Estoy aquí para que podamos tener la conversación que no terminamos hace una semana.
–Pedro… –le dijo con tono suplicante.
–Paula, no intentes ignorarme ni ignorar lo que pasó entre los dos porque no lo voy a permitir.
Ella volvió a tirar de las manos, pero fracasó una vez más en su intento de liberarse.
–No sé qué quieres decir…
–¡Y una mierda que no lo sabes!
–Estás montando una escena, Pedro –dijo sonrojada.
Varias personas sentadas en las mesas cercanas se habían girado.
–No estaríamos teniendo esta conversación si no hubieras sido una cobarde al no pasar por la galería.
–Ya te he dicho que he estado muy ocupada en la cafetería desde que volví…
–¿Demasiado como para no poder telefonear a tu amante?
–¡Pedro! –lo advirtió con vehemencia apartando las manos–. Tú no eres mi amante.
–Lo soy más de lo que lo ha sido ningún hombre.
¡Cuánto lamentaba habérselo dicho!
jueves, 24 de diciembre de 2015
UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 18
–¿Lo pasaste bien en Gales la semana pasada? –le preguntó Pedro viendo cómo palidecía.
Paula levantó la mirada lentamente de la revista que estaba leyendo en una mesa de la cafetería durante su rato de descanso.
Pedro sabía que Paula ya debía llevar cuatro días en Londres, pero no había pasado por la galería y sospechaba que él era el motivo. Además, el hecho de que su inesperada pregunta la hubiera hecho palidecer parecía confirmar esa sospecha.
Agarró una silla, se sentó y dejó su taza de café sobre la mesa.
–¿Va todo bien en casa?
–Sí, muy bien, gracias –respondió después de tragar saliva.
–Me alegro –se recostó contra el respaldo y estiró las piernas mientras seguía mirándola.
La veía frágil bajo su crítica mirada; estaba pálida y había perdido peso desde la última vez que la había visto.
Además, tenía ojeras, parecía que no había estado durmiendo bien.
¿Estaría tan angustiada como él por las cosas que le había dicho? ¿Había hablado con su madre, tal como la había aconsejado, o seguía considerándolo culpable de lo sucedido en el pasado?
Su determinación a encontrar respuestas lo había llevado hasta la cafetería.
La última semana había sido un infierno; los tres primeros días los había pasado preguntándose si hablaría con su madre y, de ser así, qué decisión tomaría sobre los dos.
Después, los cuatro días posteriores a su fecha de regreso, los había pasado dando por hecho que había decidido alejarlo de su vida. Y esa era una decisión que le resultaba inaceptable.
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