miércoles, 9 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 10







–Buenos, días, dormilonas –por una vez, Pedro se había despertado antes de que las niñas aullaran pidiendo el servicio de habitaciones. Vanesa seguía durmiendo. Pero en cuanto lo vio, Viviana empezó a lloriquear.


–No empieces, pequeñaja –Pedro la tomó en brazos–. Ha sido una noche muy larga.


La sonrisa del bebé lo dejó sin respiración.


–¿Te parece divertido? –acunándola, él le hizo cosquillas en la barriguita.


Por mucho que se repetía que era inmune a los encantos de las gemelas, temía que, si continuaba así, la nueva hornada de chicas Chaves también le romperían el corazón.


–Hola –Paula bostezó junto a la puerta de la habitación–. Quería levantarme antes que tú.


–Estoy acostumbrado a madrugar aunque no haya dormido –Pedro seguía arrancando sonrisas a la niña–. Cuidar bebés no es nada comparado con desactivar artefactos nucleares.


–Ojalá tuviera la misma confianza que tú –ella suspiró.


–Ya le pillarás el truco.


–¿No era eso lo que te decía yo a ti? –Paula inclinó la cabeza.


El corto camisón se le pegaba en los lugares adecuados y dejaba al descubierto algunas zonas que al soldado le encantaría explorar. ¿Desde cuándo había empezado a ser tan sexy?


–¿Qué quieres que te diga? –él asintió–. La marina me enseñó a aprender deprisa.


–No te des tantos humos, soldado –dijo ella sentándose en la mecedora–. Domino lo básico: pañales, biberones, baños. Lo que me asusta es compaginarlo con mi trabajo.


–Pensaba que tu madre te iba a ayudar.


–Yo también, pero de repente parece haberse rajado. Tengo la sensación de que me culpa por el testamento de Melisa. Es una locura.


–¿Y qué hay de los padres de Alex? –insistió Pedro mientras le cambiaba el pañal a Viviana.


–Volvieron a Miami, no se puede contar con ellos –Paula sacó a Vanesa de la cuna y le besó la regordeta mejilla–. Todo el jaleo que montaron tus abuelos al saber que me haría cargo de vosotras y ¿dónde están ahora?


–¿Te gustaría ver a tus padres esta tarde? Quizás resulte más sencillo si yo te acompaño.


–¿Tenemos que hacerlo?


–No. Me pareció buena idea –Pedro se acercó a ella con Viviana en brazos–. Te la cambio.


Pedro sintió el roce de los brazos de Paula contra su piel y, al instante, deseó otro beso.


–¿Te apetece hacer algo?


–Quería consultarte algo –ella regresó a la mecedora con Viviana.


–Dispara.


–La semana pasada, Clementina nos invitó a una fiesta de Halloween.


–Estupendo. Me encanta Halloween.


–A mí también –Paula frunció el ceño–, pero necesitaremos una canguro y…


–Estoy seguro de que Fer y mi padre nos echarían una mano.


–Cleme también me recordó la fiesta de Wharf-o-Ween. Yo suelo poner un puesto infantil.


–Un momento –bufó él–. ¿Hablas de tequila para niños o algo así?


–Ya sé que suena raro –ella le sacó la lengua–, pero dado que todos los comerciantes del muelle participan, ¿por qué no el bar Paula’s? Y para tu información, no se sirve alcohol.


–Entiendo, pero ¿qué querías consultarme? –Pedro hizo un movimiento excesivamente brusco para el gusto de Vanesa que estalló en llanto–. Ya está, ya está –la calmó.


–Da igual. Deberíamos darles de comer.


–¿No podemos hacer las dos cosas a la vez?


Paula lo intentó, pero en cuanto Viviana oyó llorar a su hermana, se unió a ella. Y ninguna se calmó hasta que sus bocas estuvieron demasiado ocupadas con sendos biberones.


–Eso sí que ha sido intenso –Pedro suspiró en cuanto se instalaron en el sofá–. Si son así de exigentes de bebés, no quiero ni pensar en su adolescencia.


De inmediato lamentó haber hablado. Los ojos de Paula volvían a estar llenos de lágrimas.


–Fueron buenos tiempos –ella sonrió–. En cualquier caso, lo que quería preguntarte era si no te parece inapropiado por nuestra parte llevar a las niñas al festival.


–Si las gemelas fueran más mayores –contestó Pedro tras reflexionar un instante–, les dejarías decidir. Siendo tan pequeñas, la decisión es tuya.


–Y eso me lleva de nuevo a la misma pregunta. ¿Wharf-o-Ween o una tranquila velada en casa?


–Quizás sea cosa mía, pero me encantaría salir de esta casa un rato.



****

A Paula le dolía el costado de tanto reír.


Los grandes almacenes de Conifer, Shamrock’s Emporium, disponían de una pequeña, aunque divertida, colección de máscaras, disfraces y maquillaje de Halloween. Pedro colocó una gigantesca máscara de Hulk sobre la cabeza de Viviana que, lejos de asustarse, empezó a reír.


–¡Para! –suplicó Paula al sentirse observada por los clientes–. Nos van a echar.


Vanesa miró la cabeza verde de su hermana y estalló en llanto.


Paula sintió que su corazón se derretía cuando Pedro tomó al bebé en brazos y la acunó.


–Lo siento, no quería asustarte.


Viviana seguía riendo.


–¿Qué te parece un halo de angelito? –Pedro colocó una diadema sobre la asustada niña.


–Espera –Paula sacó el móvil del bolso–. Tengo que hacerle una foto.


En ese mismo instante apareció Sofia que, al ver a los felices cuatro, se dio media vuelta.


–Sofia, espera –Paula corrió tras una de las mayores chismosas de la ciudad.


–¿Cómo has podido? –Sofia se volvió hacia ella–. El pobre Alex y tu hermana apenas se han enfriado en sus tumbas, ¿y así les mostráis vuestro respeto?


–Sofia –Pedro les alcanzó–, no es que sea asunto tuyo, pero lo mejor que podemos hacer por las dos niñas es proporcionarles constante amor y apoyo, y quizás incluso un poco de diversión.


–¿Y qué sabes tú de la pena, Pedro Alfonso? –espetó Sofia–. No es ningún secreto que Melisa te abandonó. La pobre acababa de perder a su hijo y tú…


–No sigas –ordenó él con voz peligrosamente baja, una que Paula jamás le había oído y que le asustó mucho–. No te atrevas a excusar lo inexcusable. Si mi esposa necesitaba consuelo, debería haber acudido a mí, no a Alex. Y te recuerdo que yo también perdí a mi madre siendo un crío –concluyó con la mandíbula encajada.


Sofia jugueteó con el marcador de precios antes de correr al almacén.


–Siento mucho que te dijera esas cosas horribles –Paula lo abrazó por detrás, movida por el instinto. Ya no se trataba del fornido SEAL, era de nuevo el chico que había conocido.
La madre de Pedro había fallecido de cáncer cuando el niño contaba cuatro años. Paula no recordaba el entierro, pero sí lo sucedido después. Al preguntarle si quería jugar a los cochecitos con ella, le había contestado que no podía. 


Sus mejores coches se habían ido.


–¿Adónde? –había preguntado ella.


–Al cielo, con mi mamá.


Pedro había metido sus coches preferidos en el ataúd de su madre.


–Nunca me gustó esa mujer –Paula siguió consolando a su amigo–. En la boda de Alex y Melisa me preguntó si quería su echarpe para cubrir mi indecente vestido de tirantes.


–¡Bromeas!


Pedro rio y dejó a Vanesa en el cochecito antes de abrazar a Paula y besarle la cabeza. El abrazo se prolongó hasta que ambos se sintieron transportados a un lugar más profundo y significativo que el de la amistad.


–Gracias –susurró él.


–No he hecho nada.


–Claro que sí. Cuando esta maldita ciudad me dio la espalda, tú siempre estuviste a mi lado. Y sigues estándolo. Y ahora… –Pedro suspiró–. Ojalá pudiera estar yo al tuyo.



*****

–¿Qué crees que quiso decir? –preguntó Clementina–. ¿Será su forma de declararte su amor?


–No digas tonterías –Paula llenó dos jarras de cerveza para un par de clientes habituales.


–Cosas más raras se han visto –señaló la otra joven.


–Y Bigfoot podría secuestrarme de camino a casa. Siento haberte dicho nada.


–¿Te he contado alguna vez cuando Bigfoot vino a mi casa? 


–Rufus Pendleton, uno de los clientes habituales, pidió otra cerveza.


–Solo unas diez veces, querido –Clementina se inclinó sobre la barra para besarle la mejilla.


Paula se había sentido tan horrorizada ante la crueldad de Sofia que había necesitado contárselo a su amiga. Pero en esos momentos comprendía que debería haber mantenido la boca cerrada. Lo que Paula había interpretado como un momento dulce, la casamentera de Cleme lo había visto como lanzarse de cabeza a un apasionado romance.


«¿Y qué dices de ese espectacular beso?».


¿Acaso no había sido significativo? Pero esa información la guardó para sí.


–¿Qué has decidido sobre mi fiesta y la de Wharf-o-Ween? –Clementina se sirvió tres cerezas.


–¿No habíamos hablado de no comernos las cerezas? –Paula le dio un manotazo–. Y sí, pondremos el puesto de siempre, pero añadiendo una foto de Alex y mi hermana. Creo que será bonito recordar que hay que vivir el momento, porque nunca se sabe cuándo será el último.



****

Dado que Trevor se había ofrecido voluntario para cubrir el último turno, Paula aprovechó para visitar a sus padres.


–¿Hola? –llamó. La casa parecía una tumba.


La cocina estaba vacía y en el garaje no había ni rastro de la camioneta de su padre.


El último lugar que Paula inspeccionó fue el dormitorio principal. Y allí encontró a Ana, acurrucada sobre la cama, los ojos muy abiertos.


–¿Mamá? ¿Estás bien?


–¿A ti qué te parece?


–Hoy ha hecho un buen día –ella se sentó en el borde de la cama–. ¿Quieres ver la puesta de sol? Quizás te haga sentir mejor.


–No te molestes en fingir que eres inocente.


–¿A qué te refieres? –preguntó ella, sobresaltada por la ira de su madre.


–Sofia me contó tus planes de hacer vida normal en Halloween. Toda la ciudad habla de tu comportamiento aborrecible y claramente escandaloso. No creas que Sofia no me contó lo que hicisteis Pedro y tú en la tienda.


–Cielo santo. Lo único que hicimos fue comprar algunos artículos de Halloween para las niñas.


–A mí no me lo pareció. Recuerdo la carta de tu hermana, cómo hizo de casamentera. Sé que hay algo más y que te pegas a Pedro como si fuera tu novio. Él siempre le pertenecerá a tu hermana. Apuesto a que te encanta esa enorme casa también, ¿verdad? ¿Y el coche nuevo? Melisa tenía todo lo que tú deseabas y ahora que está muerta…


El horror de las palabras de su madre hizo que Paula se cubriera la boca con las manos.


–Deberías avergonzarte –Ana se sentó en la cama–. Eres aborrecible.


–No te reconozco –con voz temblorosa, Paula salió del dormitorio.


–¡Corre! –gritó su madre–. Pero corre directamente a la iglesia a rezar por el pecado de desear la muerte de tu hermana.


Y Paula corrió, pero hacia la cordura.


Corrió directamente hacia Pedro, al parecer el único amigo que tenía.



******


A la mañana siguiente, Paula fregaba los platos del desayuno cuando sonó el teléfono.


–¿Quién es? –Pedro tomaba una taza de café mientras hojeaba el periódico.


–Mamá –Paula frunció el ceño–. Seguramente estará mejor.


–¿Fuiste a la iglesia tal y como te dije que hicieras? –fue el saludo de Ana.


–Déjalo ya. Has perdido a una hija. ¿De verdad quieres perder a la otra?


Unos sollozos llegaron desde el otro lado de la línea.


–Mamá –continuó Paula, en parte asustada, en parte insegura sobre cómo proceder–, creo que papá debería llevarte al hospital. No te comportas de un modo racional.


–Tú eres la que…


Incapaz de oír más a su madre, ella colgó el teléfono y se volvió hacia Pedro.


–¿Crees que es demasiado pronto para una cerveza?


–Eso no suena nada bien –Pedro soltó el periódico.


–Aparte de que mi madre bordea la locura, está el problemilla de que odio vivir en una pecera.


–¿Qué pasó?


–Al parecer, Cleme abrió su bocaza y habló de la participación del bar en el festival. Sofia ya le había contado a mamá lo escandaloso que había sido nuestro comportamiento en Shamrock’s y ahora todo el mundo habla de la irrespetuosa hermana. Y a mi madre se le ha metido en la cabeza que me alegro de vivir la vida de Melisa –Paula se secó las lágrimas con papel de cocina–. ¿Cómo pudo decirme algo así? ¿Cómo pudo ser tan cruel?


–Ven aquí –Pedro le ofreció un abrazo y ella se hundió en la deliciosa sensación–. Estoy seguro de que no lo dijo en serio. Era su dolor el que hablaba.


–Aun así –ella sollozaba contra su pecho.


–Tranquila –él le acarició la cabeza, inundándola de calor–. Todo saldrá bien.


¿En serio? Porque, a juzgar por cómo se sentía en brazos del exmarido de su hermana, no pudo evitar temer que parte de las acusaciones de su madre pudieran ser ciertas.



*****


–¿Qué les pasa? –una hora más tarde, recién duchada y aún avergonzada por la escena con Pedro, Paula entró en el cuarto de las aullantes niñas.


–Encontré este CD de nanas –sentado en el suelo con las gemelas en brazos, Pedro se encogió de hombros–. Pensé que les gustaría, pero en cuanto empezó a sonar se pusieron histéricas. ¿Crees que Melisa se lo ponía a menudo y se están preguntando por qué no está aquí?


–No me sorprendería –Paula apagó la música. Se unió al trío en el suelo y tomó a Viviana–. Lo siento, chiquitina. Sé que echas de menos a tus padres.


Al levantar la vista, descubrió a Pedro acunando a Vanesa.


En pocos minutos se hizo el silencio.


–Me pregunto cuántas más bombas de recuerdos habrá por ahí, listas para estallar.


–¿Puedo hacer algo por ti? Ha sido una mañana asquerosa.


–¿Eso crees? –ella rio, aunque no consiguió disimular lo dolida que seguía estando por las palabras de su madre.


–Vamos. Algo habrá que pueda hacer para que mis tres chicas sonrían.


¿Sus chicas? Paula se hundió en la peligrosamente atractiva mirada mientras se recordaba que no debía ver nada más que amistad en ella. Ese hombre se marcharía en una semana y, al igual que la casa perfecta y las niñas perfectas, no le pertenecía. Jamás le pertenecería.


–Vamos –insistió él–. Tiene que haber algo muy egoísta que desees.


–De acuerdo –ella sonrió–, si viviera en un universo idílico, disfrutaría con una pedicura y brownies.


–Hecho.


–¿En serio? –Paula enarcó las cejas–. ¿Y cómo vas a hacerlo realidad?


–En primer lugar –dejó a Vanesa en el suelo el tiempo justo para ponerse en pie y volver a tomarla en sus brazos–. Vamos a bajar a ese cine del sótano a ver alguna película cursi de chicas.


–Preferiría ver una de acción y aventuras.


–O eso –Pedro besó a Vanesa en la cabeza despertando unos irracionales celos en Paula–. Después voy a preparar unos brownies con la mezcla que compré en el supermercado.


Ella frunció el ceño, aunque no demasiado.


–Y mientras los brownies se hornean, voy a pintarte las uñas de esos preciosos dedos de los pies.


–¿Qué sabes tú de lacas de uñas?


–Puede que lo tenga un poco oxidado –él se puso serio–, pero cuando mi madre estaba enferma, siempre me pedía que le pintara las uñas de color rojo. Y yo me sentía orgulloso de arrancarle una sonrisa –incluso en la penumbra de la habitación de las niñas se veía el brillo en los ojos de Pedro–. ¿Me permitirás hacer lo mismo por ti?


Paula asintió con un nudo en la garganta.












martes, 8 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 9






–¿Te importaría dejar de mirar esa cosa? –el padre de Pedro dejó caer el hacha con fuerza sobre el tronco, acercándose peligrosamente al monitor que descansaba sobre la barandilla del porche.


La temperatura bajaba con rapidez y un gélido viento aullaba entre los pinos. Se avecinaba otra tormenta de nieve y las reservas de leña no aguantarían el invierno.


–Fer sabe todo lo necesario sobre el cuidado de bebés –insistió el hombre.


Paula estaba en el bar y Ana no estaba en condiciones de cuidar a las niñas, de modo que Fer se había ofrecido voluntaria.


–¿Y eso?


–¿Recuerdas hace unos años que tuvo un cachorrito? Pues Rascal se convirtió en todo un perro.


–Papá, incluso yo sé que hay mucha diferencia entre criar a un perro y a un niño.


–Fer es una buena mujer –el hombre se secó el sudor–. Las crías podrían estar en peores manos.


–¿Y desde cuándo vosotros dos os lleváis tan bien?


–¿A qué te refieres? –¿era rubor lo que había asomado a las mejillas de su padre?


–Ya sabes… –Pedro guiñó un ojo–. Creo que le gustas.


–¿Fer y yo? –Javier rio–. Nuestra relación es complicada. Por cierto, los chicos de la cafetería hablan de que Paula y tú podríais terminar juntos. Lo cual sería vergonzoso. Paula con el marido de su hermana muerta.


–Que hablen todo lo que quieran –Pedro tomó un leño del montón–, aunque se han olvidado de mencionar que Melisa era mi ex, y que me esperan en la base dentro de tres semanas. Además, ya tuve bastante con una Chaves.


–Supongo que tienes razón –gruñó su padre.


–¿Estás de acuerdo conmigo?


–No me gusta hablar mal de los muertos, pero Melisa te lo hizo pasar muy mal. Y Alex también. Aun así –el hombre se interrumpió–. Supongo que, si alguna vez voy a tener nietos, tarde o temprano tendrás que volver a las andadas.


–Si fuera tan sencillo –Pedro dio un respingo–. ¿Desde cuándo te apetece ser abuelo?


–Me estoy haciendo viejo. Y, por cierto, tú también –Javier reanudó la tarea–. Por mi experiencia, te diré que hacerse viejo solo no es nada bueno.


–Entonces, ¿por qué no te buscas una buena mujer? Así me dejarás tranquilo


–Javier, cielo –Fer asomó la cabeza por la puerta–. ¿Qué te apetece cenar, tacos o chile?


–¿Cielo? –Pedro sonrió a su padre–. Yo en tu lugar me lo tomaría como una señal.



****


–¿Y qué le sucede? –preguntó Paula a su padre, preocupada por el estado de su madre.


–No estoy seguro.


–¿Qué síntomas tiene?


–Estoy bastante seguro de que no es más que cansancio.


–Pero a ella le encanta quedarse con las niñas –insistió Paula–. Quiero hablar con ella.


–Preferiría que no lo hicieras –su padre bloqueó el paso al pasillo.


–Ahora sí que estoy asustada. ¿Qué está pasando?


–Lo está pasando muy mal con todo esto. Los dos lo estamos pasando muy mal.


–Por «todo esto», ¿te refieres a lo que le sucedió a Melisa o al testamento?


–Déjalo estar –su padre suspiró y sacudió la cabeza.


–De acuerdo –Paula estaba harta de llorar, pero el nudo de la garganta, que ya le resultaba más que familiar, le dificultaba la respiración.


Aunque lo último que quería era distanciarse de sus padres cuando más los necesitaba, Paula cedió a los deseos de su padre y los dejó solos a los dos.



*****

–Ha sido muy amable por parte de Fer y tu padre acercarse a echar una mano –Paula le pasó a Pedro el último plato para secar.


Viviana y Vanesa jugaban en el parque. Por una vez estaban tranquilas.


–Mientras Fer cuidaba de las gemelas, papá y yo cortamos un montón de leña.


–Gracias –el dolor del rechazo de su padre seguía doliendo, y aunque Paula había controlado sus emociones durante la cena con Javier y Fer, se sentía peligrosamente cerca de derrumbarse–. Agradezco tu ayuda. Organizaré un nuevo horario en el bar mientras estés por aquí.


–Claro. Te echaré una mano en lo que pueda.


Aunque las palabras eran amables, a Paula no le pasó desapercibida la tensión. A pesar del tiempo transcurrido, tenía la sensación de conocerlo mejor que nadie, aparte de Melisa. Y esos hombros estaban demasiado cuadrados para estar relajados, y la mandíbula demasiado encajada.


Terminaron de fregar y secar los platos y, mientras Paula limpiaba la encimera, Pedro quitaba las migas de los mantelitos que Fer había dispuesto sobre la mesa.


–Escucha –Paula ya no podía soportar la tensión–, sobre lo de esta mañana en la tienda, yo…


–Déjalo. No debería haberme metido –Pedro se acercó peligrosamente a ella–. Pero lo dije en serio. Pau, eres una mujer preciosa. Algún día harás muy feliz a algún afortunado.


«¿A ti no?».


Lo que él no sabía, y no debía saber jamás, era que por muchos chicos con los que hubiera salido, ninguno había significado tanto para ella como Pedro. Melisa sí lo había sabido y Paula seguía furiosa por el numerito de casamentera. Antes de perder a su hermana, su tragedia había consistido en amar a un hombre que jamás podría tener. Qué irónico que, incluso sin Melisa formando parte de la ecuación, Pedro siguiera siendo igual de inaccesible.


Sin saber cuánto más podría soportar, se cubrió el rostro con las manos.


–¿Paula? –Pedro le propinó un suave codazo, un gesto repetido miles de veces siendo críos–. Conozco esa mirada. ¿Qué sucede? No te he preguntado cómo está tu madre.


–No está nada bien, y mi padre tampoco –ella retorció la bayeta–. Papá no quiso entrar en detalles, pero creo que mamá sigue alterada por el testamento.


–Lo siento –él la abrazó. Un abrazo de amigo, como los tantas veces compartidos.


Su fuerza, calor, su mera presencia significaba más para ella de lo que jamás sabría Pedro. Tenía que recomponerse. El dolor la estaba destrozando emocionalmente.


–Dentro de unos meses, cuando estés instalada en tu nueva rutina, todo irá mejor.


–Espero que tengas razón –Paula apoyó el rostro contra el fuerte torso.


Permanecieron abrazados largo rato, los cuerpos tan pegados que se volvieron uno. Paula se permitió la libertad de dejarle ser el fuerte, porque estaba harta de mantener la compostura cuando lo que de verdad deseaba era desmoronarse.


Ella contempló los deliciosos labios. ¿Cuántas veces había soñado con abrazarlo así? ¿Con ser abrazada así por él? Se había sentido mortificada al ver sus más íntimos secretos plasmados en la carta de Melisa. Qué vergonzoso, pero, al mismo tiempo, qué liberador. Pues, si ya tenía todas las cartas sobre la mesa, ¿qué podía perder si se ponía de puntillas y besaba fugazmente esos labios? Al principio no estuvo segura de haberlo hecho, pero Pedro gruñó, hundió una mano bajo sus cabellos y, de repente, lo que solo había pretendido ser un simple gesto se convirtió en algo muy complicado. Pedro la besó, hundiendo la lengua dentro de su boca.


–¡Dios mío! –tan rápido como había comenzado, el beso terminó–. Lo siento. Eso no debería haber sucedido.


–No, lo siento yo –Paula se llevó las manos a los electrizados labios–. No volverá a suceder.


–Por supuesto. No debería haber sucedido nunca.


–Estoy de acuerdo.


Durante un interminable minuto permanecieron inmóviles. 


Tanto mejor, dado que Paula no sabía qué hacer. Acababa de besar al exmarido de su hermana muerta. No podía caer más bajo.


–Cambiando de tema –Pedro se dirigió al otro extremo de la cocina–. ¿Sabías que a los seis meses el cerebro de un bebé tiene la mitad del tamaño del de un adulto?


Paula se limitó a mirarlo. No estaba de humor para charlas sobre bebés.



****


–Pareces una muerta viviente.


–Yo también te quiero –saludó Paula a Clementina la noche siguiente al entrar en el bar.


–Lo siento, pero ¿duermes lo suficiente?


La única respuesta fue una amarga carcajada.


–Espera, déjame adivinar. Pedro no te está ayudando con los bebés.


–Vuelve a intentarlo. Resulta que es una niñera SEAL. Cuando las gemelas duermen, investiga en Internet sobre los cuidados infantiles. Lo asimila todo y se dedica el resto del tiempo a presumir de lo que sabe, haciéndome sentir culpable porque yo no lo sé.


–Anímate –Clementina tomó el bolso para marcharse–. En unas pocas semanas, Pedro se habrá ido y, con suerte, no volverás a saber nada de él.


–Supongo que tienes razón –lo que Paula no podía compartir con su amiga era que la marcha de Pedro era gran parte de su problema. Ya había adoptado el papel de cuidador principal de las niñas. Casi era capaz de cambiar los pañales con una mano y conseguía darles el biberón a las dos al mismo tiempo. Ese tipo era como un pulpo de alto rendimiento.


–El sábado que viene doy una fiesta de Halloween –Clementina sacó los guantes del bolso–. ¿Querréis venir Pedro y tú?


–Gracias, pero me temo que Pedro se sentiría incómodo con los viejos amigos. Y mi madre está muy rara y no sé si querrá cuidar de las niñas. Además, yo debería estar aquí. Ya sabes que los días de fiesta esto es una locura.


–Y por eso Trevor y Rose se han ofrecido a cubrir tu turno. Vamos –ella propinó un codazo a Paula–. Será divertido.


–Lo pensaré.


–Al menos llevarás a las niñas al Wharf-o-Ween.


Paula había olvidado la fiesta de Halloween que se celebraba en el muelle todos los años.


–No lo sé –ella suspiró–. Tendríamos que conseguir disfraces y ¿qué pasa si la gente empieza a hablar? ¿No es muy pronto para que las niñas empiecen a ir a fiestas tras la muerte de su madre?


–¿Y qué si hablan? Puede que Melisa esté muerta, pero si dejó a sus hijas a tu cargo fue para que tuvieran una vida. La pregunta que debes hacerte es: ¿qué querría ella que hicieras?



*****


Pasó una semana.


Pedro hubiera querido borrar la melancolía que se había adueñado de Paula, pero parecían haberse sumido en un ritmo de orquestada evitación, al menos por parte de ella.


Cada vez que intentaba hablar con ella de algo que no fuera el tiempo, se escapaba a su habitación. Y dada la necesidad que tenía de aclarar algunas cosas, eso le volvía loco. 


Comparado con su trabajo habitual, cuidar de las gemelas apenas suponía esfuerzo físico. Lo que le agotaba era tener que hacerlo solo. Cierto que su padre y Fer aparecían de vez en cuando, pero, aparte de ellos, estaba solo.


Y si además pensaba en ese beso, estaba perdido del todo. 


Apenas era capaz de estar cerca de ella sin tocarla.


Y por eso el martes a la una de la madrugada, cuando Paula regresó a casa, prácticamente la asaltó al abrir la puerta, al menos verbalmente. Físicamente, mantuvo las manos quietas.


–Ya era hora. ¿No tienes empleados sin hijos que puedan ocuparse del último turno?


–Tal vez no estés familiarizado con este negocio –ella lo miró perpleja–, pero no es nada bueno que gaste más en sueldos de lo que gano.


–Ya sabes a qué me refiero –él regresó al salón, al artículo que había estado leyendo sobre el fuerte sentido del olfato de los bebés–. Si tienes hambre, he conseguido preparar una chuleta de cerdo bastante decente. Te lo he dejado en la nevera.


–Gracias.


Lo estaba intentando. ¿Por qué no podía ella hacer lo mismo?


Quizás fuera un gesto infantil, pero Pedro ni siquiera la miró mientras ella trasteaba en la cocina. ¿Por qué se comportaba como si estuviera enfadada con él? ¿Qué le había hecho, aparte de facilitarle la existencia?


No le había ayudado a quitarse el abrigo. No solo por falta de cortesía, también temía lo que pudiera desatar ese simple gesto de tocarla.


En cuanto sonó el timbre del microondas, Paula se llevó el plato a la isla, dándole la espalda.


¿Iba a quedarse allí sentada, comiendo sin pronunciar una palabra?


–¿Tan repulsivo te resulto que ni siquiera te dignas a mirarme mientras te comes lo que he preparado? –Pedro se colocó frente a ella.


Durante unos interminables segundos, ella lo miró fijamente antes de echarse a reír.


–Lo siento, pero pareces una esposa.


–Me alegra que te resulte gracioso. Me gustaría verte aquí, cuidando de dos bebés. Me estoy volviendo loco.


–Se nota –asintió ella sin dejar de reír–. Lo siento. No he ayudado gran cosa por aquí.


–No me importa hacer la colada ni provocar pequeños eructos, pero necesito una amiga. En mi unidad hay muchos tipos que tienen hijos y no paran de hablar de lo estupendo que es. Quizás soy demasiado frío, pero, por monísimas que sean Vivi y Vane, cada vez que las miro solo veo lo que sus padres me hicieron. Amaba a Melisa. Y Alex era como un hermano para mí –golpeó la encimera con los puños–. Volver a casa ha removido toda la mierda que creía enterrada.


Paula lo entendía perfectamente, pues en su caso lo que se había removido eran los sentimientos que albergaba por él. 


Se moría por tomar sus manos y besarlas hasta hacer desaparecer su ira.


–Cuanto más tiempo paso con esas niñas, más me doy cuenta de que esto no es ninguna broma. Pero ¿cómo puedo amarlas cuando su llegada al mundo no me trajo más que dolor? Nada, salvo la pérdida de mi madre, me ha dolido tanto como la traición de Melisa y Alex.


–Bueno –Paula suspiró y apartó el plato a medio terminar–. Por suerte para ti, no estarás mucho tiempo aquí. Y aunque no tengo derecho a ello, una parte de mí se vuelve loca al pensar que te vas a ir. No me malinterpretes, entiendo que no puedas dejar la marina así sin más, pero estoy sufriendo. Sé que mis padres terminarán por ceder, pero mientras tanto va a ser muy duro tener que criar a esas dos niñas yo sola.


–Durante las siguientes dos semanas no tendrás que hacerlo. ¿Qué te parece si te ayudo a elaborar un horario de cuidados infantiles y tú me ayudas a olvidarme de tu hermana?


–Trato hecho –Paula le ofreció una mano.


Cuando las palmas de ambos se juntaron, ella sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo hasta instalarse en su estómago. ¿Durante cuánto tiempo había deseado que fueran más que amigos? ¿Durante cuánto tiempo recordaría las dos semanas que les quedaban? Cuando Pedro se marchara, podría ser para siempre.


–¿Estás bien? –preguntó él sin soltarle la mano.


–Sí, estoy bien –la voz de Paula se quebró de emoción y deseo por lo que no podría ser.


–No tienes buen aspecto. Es decir –con la otra mano él enjugó las lágrimas que últimamente siempre rodaban por sus mejillas–, estás tan guapa como siempre, pero ¿qué puedo hacer para que no parezcas siempre tan triste?


¿Qué podía hacer? Todo.


Abrazarla, besarla, no marcharse nunca. Sin embargo, las probabilidades de que eso sucediera eran tan remotas como de que brotara una palmera en su jardín. Tenía que olvidarse de una vez por todas de las fantasías infantiles y continuar con su vida.


¿Y el beso? ¡Eso sí que tenía que olvidarlo!









UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 8





Pedro despertó varias horas después en el cine del sótano. 


De la planta superior llegaban unos gritos desesperados.


A su izquierda, Paula estaba muerta, roncando suavemente.


Levantándose de un salto, Pedro corrió hasta el salón donde el sol entraba a raudales. Sobre el mostrador de la cocina estaba el monitor que debería haber bajado al sótano.


Sintiéndose lo peor del mundo en cuidado infantil, corrió escaleras arriba.


–Os pido perdón, señoritas.


Tomó primero a Vanesa y luego a Viviana. La primera se calmó enseguida con unos suspiros cargados de reproches, pero no hubo manera de consolar a Viviana.


Tras cambiarles rápidamente el pañal, Pedro bajó al salón con su tropa y las dejó en el parque mientras preparaba los biberones. Minutos después, se sentó en el sofá con las gemelas.


–Lo siento muchísimo –volvió a disculparse–. Un error de novato que jamás volverá a repetirse.


La acerada mirada azul de Viviana le advirtió que mejor sería que no se repitiera.


El hecho de olvidar algo tan básico como el monitor, reforzó a Pedro en su convicción de que lo suyo no era cuidar niños, sobre todo los de Melisa y Alex.


Aunque Paula insistía en estar preparada, él dudaba seriamente que fuera más capaz que él. A los tres minutos de empezar la película se había quedado dormida como un tronco.


Durante unos minutos la había observado mientras se preguntaba cómo iba a ocuparse del bar y de su nueva familia.


Siempre había sido una de las personas más fuertes que había conocido jamás, pero en ese momento se le antojaba vulnerable. Casi frágil. Estaba pálida y las mejillas aún conservaban la huella de las lágrimas.


Un sentimiento de culpa lo asaltó por dejarla sola con las niñas. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer? El matrimonio de Melisa y Alex, que él consideraba una traición, le había cambiado. Le había robado lo que hubiera de tierno en su corazón, sustituyéndolo por puro acero.


Le había convertido en un soldado.


*****


–Soy de lo peor –se lamentó Paula mientras empujaba el carro de la compra con la princesa Viviana . Vanesa iba en brazos de Pedro–. Deberías haberme despertado.


–Déjalo ya –insistió él mientras elegía cinco botes de la fórmula láctea–. Los dos la fastidiamos. Yo soy tan culpable como tú. Pero, aparte de la mirada asesina de Viviana, no pasó nada.


–Sí, pero ¿y si hubiera entrado un ladrón o se hubiera incendiado la casa? –ella echó varios paquetes de pañales al carro–. Ya sabes a qué me refiero.


–El caso es que hubo suerte y las niñas están bien. Aprendimos la lección –llegaron a la sección de cereales–. ¿Sigues siendo una fanática de los Cap’n Crunch?


–Los adoro –Paula miró con nostalgia un paquete–, pero mis caderas no tanto.


–¿Qué les pasa a tus caderas?


¿En serio? ¿Iba a obligarle a explicar lo obvio? Siempre había sido de hueso ancho, pero últimamente el peso había empezado a convertirse en un problema.


–¿Se olvidó papá de decirme que te operaron o algo así?


–¿Te apetece algo en especial? –Paula se contuvo de decir algo que fuera a lamentar después.


–¡Oye! –Pedro la agarró del brazo–. Háblame, Pau. ¿A qué viene esta repentina frialdad?


Al contacto con la mano de Pedro, Paula sintió renacer en ella el viejo deseo que creía bien enterrado. Las lágrimas le ardían en los ojos. Sus amigos le repetían lo fuerte, divertida y trabajadora que era, pero nadie le había dicho jamás que fuera guapa, o que el vestido le quedaba muy bien, tal y como habían hecho constantemente con su hermana. Daría lo que fuera para que Pedro la mirara siquiera una vez como solía mirar a Melisa.


–¿Qué he hecho? ¿Tiene esto algo que ver con lo mucho que echas de menos a tu hermana?


Ella se soltó y continuó hacia el pasillo siguiente.


Desgraciadamente, Pedro corría más que ella. En un segundo estuvo frente al carrito.


–No vas a ninguna parte hasta que me lo expliques. Si estamos condenados a vivir juntos durante las siguientes tres semanas, comportémonos como personas civilizadas.


¿Condenados? Eso no le hacía sentir mejor.


–Por última vez, ¿qué tienen que ver tus caderas con nuestro viejo amigo el cereal?


–Estoy gorda. Ya está. Ya lo he dicho. ¿Satisfecho?


–¿Bromeas? –al menos Pedro tuvo el detalle de aparentar perplejidad.


–¿Podemos dejarlo ya? –las lágrimas le nublaban la visión.


–Lo primero es lo primero. Solo para que me aclare. ¿Gorda? Tú no estás gorda, por el amor de Dios. Eres una mujer voluptuosa y preciosa. Melisa solía estar siempre a dieta y me ponía enfermo. Si yo fuera a quedarme, les diría a Vanesa y a Vivi que son preciosas tal y como son.


«Pero no vas a quedarte». Las palabras quedaron retenidas en la garganta de Paula. Durante un incómodo instante, no supo qué hacer. Y entonces Pedro la miró fijamente a
los ojos.


Al fin apartó la mirada, para dirigirse a los cereales azucarados que devoraban de pequeños. Arrojó dos paquetes al carro antes de volverse hacia ella.


–Tú no estás gorda.