martes, 8 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 8





Pedro despertó varias horas después en el cine del sótano. 


De la planta superior llegaban unos gritos desesperados.


A su izquierda, Paula estaba muerta, roncando suavemente.


Levantándose de un salto, Pedro corrió hasta el salón donde el sol entraba a raudales. Sobre el mostrador de la cocina estaba el monitor que debería haber bajado al sótano.


Sintiéndose lo peor del mundo en cuidado infantil, corrió escaleras arriba.


–Os pido perdón, señoritas.


Tomó primero a Vanesa y luego a Viviana. La primera se calmó enseguida con unos suspiros cargados de reproches, pero no hubo manera de consolar a Viviana.


Tras cambiarles rápidamente el pañal, Pedro bajó al salón con su tropa y las dejó en el parque mientras preparaba los biberones. Minutos después, se sentó en el sofá con las gemelas.


–Lo siento muchísimo –volvió a disculparse–. Un error de novato que jamás volverá a repetirse.


La acerada mirada azul de Viviana le advirtió que mejor sería que no se repitiera.


El hecho de olvidar algo tan básico como el monitor, reforzó a Pedro en su convicción de que lo suyo no era cuidar niños, sobre todo los de Melisa y Alex.


Aunque Paula insistía en estar preparada, él dudaba seriamente que fuera más capaz que él. A los tres minutos de empezar la película se había quedado dormida como un tronco.


Durante unos minutos la había observado mientras se preguntaba cómo iba a ocuparse del bar y de su nueva familia.


Siempre había sido una de las personas más fuertes que había conocido jamás, pero en ese momento se le antojaba vulnerable. Casi frágil. Estaba pálida y las mejillas aún conservaban la huella de las lágrimas.


Un sentimiento de culpa lo asaltó por dejarla sola con las niñas. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer? El matrimonio de Melisa y Alex, que él consideraba una traición, le había cambiado. Le había robado lo que hubiera de tierno en su corazón, sustituyéndolo por puro acero.


Le había convertido en un soldado.


*****


–Soy de lo peor –se lamentó Paula mientras empujaba el carro de la compra con la princesa Viviana . Vanesa iba en brazos de Pedro–. Deberías haberme despertado.


–Déjalo ya –insistió él mientras elegía cinco botes de la fórmula láctea–. Los dos la fastidiamos. Yo soy tan culpable como tú. Pero, aparte de la mirada asesina de Viviana, no pasó nada.


–Sí, pero ¿y si hubiera entrado un ladrón o se hubiera incendiado la casa? –ella echó varios paquetes de pañales al carro–. Ya sabes a qué me refiero.


–El caso es que hubo suerte y las niñas están bien. Aprendimos la lección –llegaron a la sección de cereales–. ¿Sigues siendo una fanática de los Cap’n Crunch?


–Los adoro –Paula miró con nostalgia un paquete–, pero mis caderas no tanto.


–¿Qué les pasa a tus caderas?


¿En serio? ¿Iba a obligarle a explicar lo obvio? Siempre había sido de hueso ancho, pero últimamente el peso había empezado a convertirse en un problema.


–¿Se olvidó papá de decirme que te operaron o algo así?


–¿Te apetece algo en especial? –Paula se contuvo de decir algo que fuera a lamentar después.


–¡Oye! –Pedro la agarró del brazo–. Háblame, Pau. ¿A qué viene esta repentina frialdad?


Al contacto con la mano de Pedro, Paula sintió renacer en ella el viejo deseo que creía bien enterrado. Las lágrimas le ardían en los ojos. Sus amigos le repetían lo fuerte, divertida y trabajadora que era, pero nadie le había dicho jamás que fuera guapa, o que el vestido le quedaba muy bien, tal y como habían hecho constantemente con su hermana. Daría lo que fuera para que Pedro la mirara siquiera una vez como solía mirar a Melisa.


–¿Qué he hecho? ¿Tiene esto algo que ver con lo mucho que echas de menos a tu hermana?


Ella se soltó y continuó hacia el pasillo siguiente.


Desgraciadamente, Pedro corría más que ella. En un segundo estuvo frente al carrito.


–No vas a ninguna parte hasta que me lo expliques. Si estamos condenados a vivir juntos durante las siguientes tres semanas, comportémonos como personas civilizadas.


¿Condenados? Eso no le hacía sentir mejor.


–Por última vez, ¿qué tienen que ver tus caderas con nuestro viejo amigo el cereal?


–Estoy gorda. Ya está. Ya lo he dicho. ¿Satisfecho?


–¿Bromeas? –al menos Pedro tuvo el detalle de aparentar perplejidad.


–¿Podemos dejarlo ya? –las lágrimas le nublaban la visión.


–Lo primero es lo primero. Solo para que me aclare. ¿Gorda? Tú no estás gorda, por el amor de Dios. Eres una mujer voluptuosa y preciosa. Melisa solía estar siempre a dieta y me ponía enfermo. Si yo fuera a quedarme, les diría a Vanesa y a Vivi que son preciosas tal y como son.


«Pero no vas a quedarte». Las palabras quedaron retenidas en la garganta de Paula. Durante un incómodo instante, no supo qué hacer. Y entonces Pedro la miró fijamente a
los ojos.


Al fin apartó la mirada, para dirigirse a los cereales azucarados que devoraban de pequeños. Arrojó dos paquetes al carro antes de volverse hacia ella.


–Tú no estás gorda.








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