miércoles, 9 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 10







–Buenos, días, dormilonas –por una vez, Pedro se había despertado antes de que las niñas aullaran pidiendo el servicio de habitaciones. Vanesa seguía durmiendo. Pero en cuanto lo vio, Viviana empezó a lloriquear.


–No empieces, pequeñaja –Pedro la tomó en brazos–. Ha sido una noche muy larga.


La sonrisa del bebé lo dejó sin respiración.


–¿Te parece divertido? –acunándola, él le hizo cosquillas en la barriguita.


Por mucho que se repetía que era inmune a los encantos de las gemelas, temía que, si continuaba así, la nueva hornada de chicas Chaves también le romperían el corazón.


–Hola –Paula bostezó junto a la puerta de la habitación–. Quería levantarme antes que tú.


–Estoy acostumbrado a madrugar aunque no haya dormido –Pedro seguía arrancando sonrisas a la niña–. Cuidar bebés no es nada comparado con desactivar artefactos nucleares.


–Ojalá tuviera la misma confianza que tú –ella suspiró.


–Ya le pillarás el truco.


–¿No era eso lo que te decía yo a ti? –Paula inclinó la cabeza.


El corto camisón se le pegaba en los lugares adecuados y dejaba al descubierto algunas zonas que al soldado le encantaría explorar. ¿Desde cuándo había empezado a ser tan sexy?


–¿Qué quieres que te diga? –él asintió–. La marina me enseñó a aprender deprisa.


–No te des tantos humos, soldado –dijo ella sentándose en la mecedora–. Domino lo básico: pañales, biberones, baños. Lo que me asusta es compaginarlo con mi trabajo.


–Pensaba que tu madre te iba a ayudar.


–Yo también, pero de repente parece haberse rajado. Tengo la sensación de que me culpa por el testamento de Melisa. Es una locura.


–¿Y qué hay de los padres de Alex? –insistió Pedro mientras le cambiaba el pañal a Viviana.


–Volvieron a Miami, no se puede contar con ellos –Paula sacó a Vanesa de la cuna y le besó la regordeta mejilla–. Todo el jaleo que montaron tus abuelos al saber que me haría cargo de vosotras y ¿dónde están ahora?


–¿Te gustaría ver a tus padres esta tarde? Quizás resulte más sencillo si yo te acompaño.


–¿Tenemos que hacerlo?


–No. Me pareció buena idea –Pedro se acercó a ella con Viviana en brazos–. Te la cambio.


Pedro sintió el roce de los brazos de Paula contra su piel y, al instante, deseó otro beso.


–¿Te apetece hacer algo?


–Quería consultarte algo –ella regresó a la mecedora con Viviana.


–Dispara.


–La semana pasada, Clementina nos invitó a una fiesta de Halloween.


–Estupendo. Me encanta Halloween.


–A mí también –Paula frunció el ceño–, pero necesitaremos una canguro y…


–Estoy seguro de que Fer y mi padre nos echarían una mano.


–Cleme también me recordó la fiesta de Wharf-o-Ween. Yo suelo poner un puesto infantil.


–Un momento –bufó él–. ¿Hablas de tequila para niños o algo así?


–Ya sé que suena raro –ella le sacó la lengua–, pero dado que todos los comerciantes del muelle participan, ¿por qué no el bar Paula’s? Y para tu información, no se sirve alcohol.


–Entiendo, pero ¿qué querías consultarme? –Pedro hizo un movimiento excesivamente brusco para el gusto de Vanesa que estalló en llanto–. Ya está, ya está –la calmó.


–Da igual. Deberíamos darles de comer.


–¿No podemos hacer las dos cosas a la vez?


Paula lo intentó, pero en cuanto Viviana oyó llorar a su hermana, se unió a ella. Y ninguna se calmó hasta que sus bocas estuvieron demasiado ocupadas con sendos biberones.


–Eso sí que ha sido intenso –Pedro suspiró en cuanto se instalaron en el sofá–. Si son así de exigentes de bebés, no quiero ni pensar en su adolescencia.


De inmediato lamentó haber hablado. Los ojos de Paula volvían a estar llenos de lágrimas.


–Fueron buenos tiempos –ella sonrió–. En cualquier caso, lo que quería preguntarte era si no te parece inapropiado por nuestra parte llevar a las niñas al festival.


–Si las gemelas fueran más mayores –contestó Pedro tras reflexionar un instante–, les dejarías decidir. Siendo tan pequeñas, la decisión es tuya.


–Y eso me lleva de nuevo a la misma pregunta. ¿Wharf-o-Ween o una tranquila velada en casa?


–Quizás sea cosa mía, pero me encantaría salir de esta casa un rato.



****

A Paula le dolía el costado de tanto reír.


Los grandes almacenes de Conifer, Shamrock’s Emporium, disponían de una pequeña, aunque divertida, colección de máscaras, disfraces y maquillaje de Halloween. Pedro colocó una gigantesca máscara de Hulk sobre la cabeza de Viviana que, lejos de asustarse, empezó a reír.


–¡Para! –suplicó Paula al sentirse observada por los clientes–. Nos van a echar.


Vanesa miró la cabeza verde de su hermana y estalló en llanto.


Paula sintió que su corazón se derretía cuando Pedro tomó al bebé en brazos y la acunó.


–Lo siento, no quería asustarte.


Viviana seguía riendo.


–¿Qué te parece un halo de angelito? –Pedro colocó una diadema sobre la asustada niña.


–Espera –Paula sacó el móvil del bolso–. Tengo que hacerle una foto.


En ese mismo instante apareció Sofia que, al ver a los felices cuatro, se dio media vuelta.


–Sofia, espera –Paula corrió tras una de las mayores chismosas de la ciudad.


–¿Cómo has podido? –Sofia se volvió hacia ella–. El pobre Alex y tu hermana apenas se han enfriado en sus tumbas, ¿y así les mostráis vuestro respeto?


–Sofia –Pedro les alcanzó–, no es que sea asunto tuyo, pero lo mejor que podemos hacer por las dos niñas es proporcionarles constante amor y apoyo, y quizás incluso un poco de diversión.


–¿Y qué sabes tú de la pena, Pedro Alfonso? –espetó Sofia–. No es ningún secreto que Melisa te abandonó. La pobre acababa de perder a su hijo y tú…


–No sigas –ordenó él con voz peligrosamente baja, una que Paula jamás le había oído y que le asustó mucho–. No te atrevas a excusar lo inexcusable. Si mi esposa necesitaba consuelo, debería haber acudido a mí, no a Alex. Y te recuerdo que yo también perdí a mi madre siendo un crío –concluyó con la mandíbula encajada.


Sofia jugueteó con el marcador de precios antes de correr al almacén.


–Siento mucho que te dijera esas cosas horribles –Paula lo abrazó por detrás, movida por el instinto. Ya no se trataba del fornido SEAL, era de nuevo el chico que había conocido.
La madre de Pedro había fallecido de cáncer cuando el niño contaba cuatro años. Paula no recordaba el entierro, pero sí lo sucedido después. Al preguntarle si quería jugar a los cochecitos con ella, le había contestado que no podía. 


Sus mejores coches se habían ido.


–¿Adónde? –había preguntado ella.


–Al cielo, con mi mamá.


Pedro había metido sus coches preferidos en el ataúd de su madre.


–Nunca me gustó esa mujer –Paula siguió consolando a su amigo–. En la boda de Alex y Melisa me preguntó si quería su echarpe para cubrir mi indecente vestido de tirantes.


–¡Bromeas!


Pedro rio y dejó a Vanesa en el cochecito antes de abrazar a Paula y besarle la cabeza. El abrazo se prolongó hasta que ambos se sintieron transportados a un lugar más profundo y significativo que el de la amistad.


–Gracias –susurró él.


–No he hecho nada.


–Claro que sí. Cuando esta maldita ciudad me dio la espalda, tú siempre estuviste a mi lado. Y sigues estándolo. Y ahora… –Pedro suspiró–. Ojalá pudiera estar yo al tuyo.



*****

–¿Qué crees que quiso decir? –preguntó Clementina–. ¿Será su forma de declararte su amor?


–No digas tonterías –Paula llenó dos jarras de cerveza para un par de clientes habituales.


–Cosas más raras se han visto –señaló la otra joven.


–Y Bigfoot podría secuestrarme de camino a casa. Siento haberte dicho nada.


–¿Te he contado alguna vez cuando Bigfoot vino a mi casa? 


–Rufus Pendleton, uno de los clientes habituales, pidió otra cerveza.


–Solo unas diez veces, querido –Clementina se inclinó sobre la barra para besarle la mejilla.


Paula se había sentido tan horrorizada ante la crueldad de Sofia que había necesitado contárselo a su amiga. Pero en esos momentos comprendía que debería haber mantenido la boca cerrada. Lo que Paula había interpretado como un momento dulce, la casamentera de Cleme lo había visto como lanzarse de cabeza a un apasionado romance.


«¿Y qué dices de ese espectacular beso?».


¿Acaso no había sido significativo? Pero esa información la guardó para sí.


–¿Qué has decidido sobre mi fiesta y la de Wharf-o-Ween? –Clementina se sirvió tres cerezas.


–¿No habíamos hablado de no comernos las cerezas? –Paula le dio un manotazo–. Y sí, pondremos el puesto de siempre, pero añadiendo una foto de Alex y mi hermana. Creo que será bonito recordar que hay que vivir el momento, porque nunca se sabe cuándo será el último.



****

Dado que Trevor se había ofrecido voluntario para cubrir el último turno, Paula aprovechó para visitar a sus padres.


–¿Hola? –llamó. La casa parecía una tumba.


La cocina estaba vacía y en el garaje no había ni rastro de la camioneta de su padre.


El último lugar que Paula inspeccionó fue el dormitorio principal. Y allí encontró a Ana, acurrucada sobre la cama, los ojos muy abiertos.


–¿Mamá? ¿Estás bien?


–¿A ti qué te parece?


–Hoy ha hecho un buen día –ella se sentó en el borde de la cama–. ¿Quieres ver la puesta de sol? Quizás te haga sentir mejor.


–No te molestes en fingir que eres inocente.


–¿A qué te refieres? –preguntó ella, sobresaltada por la ira de su madre.


–Sofia me contó tus planes de hacer vida normal en Halloween. Toda la ciudad habla de tu comportamiento aborrecible y claramente escandaloso. No creas que Sofia no me contó lo que hicisteis Pedro y tú en la tienda.


–Cielo santo. Lo único que hicimos fue comprar algunos artículos de Halloween para las niñas.


–A mí no me lo pareció. Recuerdo la carta de tu hermana, cómo hizo de casamentera. Sé que hay algo más y que te pegas a Pedro como si fuera tu novio. Él siempre le pertenecerá a tu hermana. Apuesto a que te encanta esa enorme casa también, ¿verdad? ¿Y el coche nuevo? Melisa tenía todo lo que tú deseabas y ahora que está muerta…


El horror de las palabras de su madre hizo que Paula se cubriera la boca con las manos.


–Deberías avergonzarte –Ana se sentó en la cama–. Eres aborrecible.


–No te reconozco –con voz temblorosa, Paula salió del dormitorio.


–¡Corre! –gritó su madre–. Pero corre directamente a la iglesia a rezar por el pecado de desear la muerte de tu hermana.


Y Paula corrió, pero hacia la cordura.


Corrió directamente hacia Pedro, al parecer el único amigo que tenía.



******


A la mañana siguiente, Paula fregaba los platos del desayuno cuando sonó el teléfono.


–¿Quién es? –Pedro tomaba una taza de café mientras hojeaba el periódico.


–Mamá –Paula frunció el ceño–. Seguramente estará mejor.


–¿Fuiste a la iglesia tal y como te dije que hicieras? –fue el saludo de Ana.


–Déjalo ya. Has perdido a una hija. ¿De verdad quieres perder a la otra?


Unos sollozos llegaron desde el otro lado de la línea.


–Mamá –continuó Paula, en parte asustada, en parte insegura sobre cómo proceder–, creo que papá debería llevarte al hospital. No te comportas de un modo racional.


–Tú eres la que…


Incapaz de oír más a su madre, ella colgó el teléfono y se volvió hacia Pedro.


–¿Crees que es demasiado pronto para una cerveza?


–Eso no suena nada bien –Pedro soltó el periódico.


–Aparte de que mi madre bordea la locura, está el problemilla de que odio vivir en una pecera.


–¿Qué pasó?


–Al parecer, Cleme abrió su bocaza y habló de la participación del bar en el festival. Sofia ya le había contado a mamá lo escandaloso que había sido nuestro comportamiento en Shamrock’s y ahora todo el mundo habla de la irrespetuosa hermana. Y a mi madre se le ha metido en la cabeza que me alegro de vivir la vida de Melisa –Paula se secó las lágrimas con papel de cocina–. ¿Cómo pudo decirme algo así? ¿Cómo pudo ser tan cruel?


–Ven aquí –Pedro le ofreció un abrazo y ella se hundió en la deliciosa sensación–. Estoy seguro de que no lo dijo en serio. Era su dolor el que hablaba.


–Aun así –ella sollozaba contra su pecho.


–Tranquila –él le acarició la cabeza, inundándola de calor–. Todo saldrá bien.


¿En serio? Porque, a juzgar por cómo se sentía en brazos del exmarido de su hermana, no pudo evitar temer que parte de las acusaciones de su madre pudieran ser ciertas.



*****


–¿Qué les pasa? –una hora más tarde, recién duchada y aún avergonzada por la escena con Pedro, Paula entró en el cuarto de las aullantes niñas.


–Encontré este CD de nanas –sentado en el suelo con las gemelas en brazos, Pedro se encogió de hombros–. Pensé que les gustaría, pero en cuanto empezó a sonar se pusieron histéricas. ¿Crees que Melisa se lo ponía a menudo y se están preguntando por qué no está aquí?


–No me sorprendería –Paula apagó la música. Se unió al trío en el suelo y tomó a Viviana–. Lo siento, chiquitina. Sé que echas de menos a tus padres.


Al levantar la vista, descubrió a Pedro acunando a Vanesa.


En pocos minutos se hizo el silencio.


–Me pregunto cuántas más bombas de recuerdos habrá por ahí, listas para estallar.


–¿Puedo hacer algo por ti? Ha sido una mañana asquerosa.


–¿Eso crees? –ella rio, aunque no consiguió disimular lo dolida que seguía estando por las palabras de su madre.


–Vamos. Algo habrá que pueda hacer para que mis tres chicas sonrían.


¿Sus chicas? Paula se hundió en la peligrosamente atractiva mirada mientras se recordaba que no debía ver nada más que amistad en ella. Ese hombre se marcharía en una semana y, al igual que la casa perfecta y las niñas perfectas, no le pertenecía. Jamás le pertenecería.


–Vamos –insistió él–. Tiene que haber algo muy egoísta que desees.


–De acuerdo –ella sonrió–, si viviera en un universo idílico, disfrutaría con una pedicura y brownies.


–Hecho.


–¿En serio? –Paula enarcó las cejas–. ¿Y cómo vas a hacerlo realidad?


–En primer lugar –dejó a Vanesa en el suelo el tiempo justo para ponerse en pie y volver a tomarla en sus brazos–. Vamos a bajar a ese cine del sótano a ver alguna película cursi de chicas.


–Preferiría ver una de acción y aventuras.


–O eso –Pedro besó a Vanesa en la cabeza despertando unos irracionales celos en Paula–. Después voy a preparar unos brownies con la mezcla que compré en el supermercado.


Ella frunció el ceño, aunque no demasiado.


–Y mientras los brownies se hornean, voy a pintarte las uñas de esos preciosos dedos de los pies.


–¿Qué sabes tú de lacas de uñas?


–Puede que lo tenga un poco oxidado –él se puso serio–, pero cuando mi madre estaba enferma, siempre me pedía que le pintara las uñas de color rojo. Y yo me sentía orgulloso de arrancarle una sonrisa –incluso en la penumbra de la habitación de las niñas se veía el brillo en los ojos de Pedro–. ¿Me permitirás hacer lo mismo por ti?


Paula asintió con un nudo en la garganta.












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