martes, 8 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 9






–¿Te importaría dejar de mirar esa cosa? –el padre de Pedro dejó caer el hacha con fuerza sobre el tronco, acercándose peligrosamente al monitor que descansaba sobre la barandilla del porche.


La temperatura bajaba con rapidez y un gélido viento aullaba entre los pinos. Se avecinaba otra tormenta de nieve y las reservas de leña no aguantarían el invierno.


–Fer sabe todo lo necesario sobre el cuidado de bebés –insistió el hombre.


Paula estaba en el bar y Ana no estaba en condiciones de cuidar a las niñas, de modo que Fer se había ofrecido voluntaria.


–¿Y eso?


–¿Recuerdas hace unos años que tuvo un cachorrito? Pues Rascal se convirtió en todo un perro.


–Papá, incluso yo sé que hay mucha diferencia entre criar a un perro y a un niño.


–Fer es una buena mujer –el hombre se secó el sudor–. Las crías podrían estar en peores manos.


–¿Y desde cuándo vosotros dos os lleváis tan bien?


–¿A qué te refieres? –¿era rubor lo que había asomado a las mejillas de su padre?


–Ya sabes… –Pedro guiñó un ojo–. Creo que le gustas.


–¿Fer y yo? –Javier rio–. Nuestra relación es complicada. Por cierto, los chicos de la cafetería hablan de que Paula y tú podríais terminar juntos. Lo cual sería vergonzoso. Paula con el marido de su hermana muerta.


–Que hablen todo lo que quieran –Pedro tomó un leño del montón–, aunque se han olvidado de mencionar que Melisa era mi ex, y que me esperan en la base dentro de tres semanas. Además, ya tuve bastante con una Chaves.


–Supongo que tienes razón –gruñó su padre.


–¿Estás de acuerdo conmigo?


–No me gusta hablar mal de los muertos, pero Melisa te lo hizo pasar muy mal. Y Alex también. Aun así –el hombre se interrumpió–. Supongo que, si alguna vez voy a tener nietos, tarde o temprano tendrás que volver a las andadas.


–Si fuera tan sencillo –Pedro dio un respingo–. ¿Desde cuándo te apetece ser abuelo?


–Me estoy haciendo viejo. Y, por cierto, tú también –Javier reanudó la tarea–. Por mi experiencia, te diré que hacerse viejo solo no es nada bueno.


–Entonces, ¿por qué no te buscas una buena mujer? Así me dejarás tranquilo


–Javier, cielo –Fer asomó la cabeza por la puerta–. ¿Qué te apetece cenar, tacos o chile?


–¿Cielo? –Pedro sonrió a su padre–. Yo en tu lugar me lo tomaría como una señal.



****


–¿Y qué le sucede? –preguntó Paula a su padre, preocupada por el estado de su madre.


–No estoy seguro.


–¿Qué síntomas tiene?


–Estoy bastante seguro de que no es más que cansancio.


–Pero a ella le encanta quedarse con las niñas –insistió Paula–. Quiero hablar con ella.


–Preferiría que no lo hicieras –su padre bloqueó el paso al pasillo.


–Ahora sí que estoy asustada. ¿Qué está pasando?


–Lo está pasando muy mal con todo esto. Los dos lo estamos pasando muy mal.


–Por «todo esto», ¿te refieres a lo que le sucedió a Melisa o al testamento?


–Déjalo estar –su padre suspiró y sacudió la cabeza.


–De acuerdo –Paula estaba harta de llorar, pero el nudo de la garganta, que ya le resultaba más que familiar, le dificultaba la respiración.


Aunque lo último que quería era distanciarse de sus padres cuando más los necesitaba, Paula cedió a los deseos de su padre y los dejó solos a los dos.



*****

–Ha sido muy amable por parte de Fer y tu padre acercarse a echar una mano –Paula le pasó a Pedro el último plato para secar.


Viviana y Vanesa jugaban en el parque. Por una vez estaban tranquilas.


–Mientras Fer cuidaba de las gemelas, papá y yo cortamos un montón de leña.


–Gracias –el dolor del rechazo de su padre seguía doliendo, y aunque Paula había controlado sus emociones durante la cena con Javier y Fer, se sentía peligrosamente cerca de derrumbarse–. Agradezco tu ayuda. Organizaré un nuevo horario en el bar mientras estés por aquí.


–Claro. Te echaré una mano en lo que pueda.


Aunque las palabras eran amables, a Paula no le pasó desapercibida la tensión. A pesar del tiempo transcurrido, tenía la sensación de conocerlo mejor que nadie, aparte de Melisa. Y esos hombros estaban demasiado cuadrados para estar relajados, y la mandíbula demasiado encajada.


Terminaron de fregar y secar los platos y, mientras Paula limpiaba la encimera, Pedro quitaba las migas de los mantelitos que Fer había dispuesto sobre la mesa.


–Escucha –Paula ya no podía soportar la tensión–, sobre lo de esta mañana en la tienda, yo…


–Déjalo. No debería haberme metido –Pedro se acercó peligrosamente a ella–. Pero lo dije en serio. Pau, eres una mujer preciosa. Algún día harás muy feliz a algún afortunado.


«¿A ti no?».


Lo que él no sabía, y no debía saber jamás, era que por muchos chicos con los que hubiera salido, ninguno había significado tanto para ella como Pedro. Melisa sí lo había sabido y Paula seguía furiosa por el numerito de casamentera. Antes de perder a su hermana, su tragedia había consistido en amar a un hombre que jamás podría tener. Qué irónico que, incluso sin Melisa formando parte de la ecuación, Pedro siguiera siendo igual de inaccesible.


Sin saber cuánto más podría soportar, se cubrió el rostro con las manos.


–¿Paula? –Pedro le propinó un suave codazo, un gesto repetido miles de veces siendo críos–. Conozco esa mirada. ¿Qué sucede? No te he preguntado cómo está tu madre.


–No está nada bien, y mi padre tampoco –ella retorció la bayeta–. Papá no quiso entrar en detalles, pero creo que mamá sigue alterada por el testamento.


–Lo siento –él la abrazó. Un abrazo de amigo, como los tantas veces compartidos.


Su fuerza, calor, su mera presencia significaba más para ella de lo que jamás sabría Pedro. Tenía que recomponerse. El dolor la estaba destrozando emocionalmente.


–Dentro de unos meses, cuando estés instalada en tu nueva rutina, todo irá mejor.


–Espero que tengas razón –Paula apoyó el rostro contra el fuerte torso.


Permanecieron abrazados largo rato, los cuerpos tan pegados que se volvieron uno. Paula se permitió la libertad de dejarle ser el fuerte, porque estaba harta de mantener la compostura cuando lo que de verdad deseaba era desmoronarse.


Ella contempló los deliciosos labios. ¿Cuántas veces había soñado con abrazarlo así? ¿Con ser abrazada así por él? Se había sentido mortificada al ver sus más íntimos secretos plasmados en la carta de Melisa. Qué vergonzoso, pero, al mismo tiempo, qué liberador. Pues, si ya tenía todas las cartas sobre la mesa, ¿qué podía perder si se ponía de puntillas y besaba fugazmente esos labios? Al principio no estuvo segura de haberlo hecho, pero Pedro gruñó, hundió una mano bajo sus cabellos y, de repente, lo que solo había pretendido ser un simple gesto se convirtió en algo muy complicado. Pedro la besó, hundiendo la lengua dentro de su boca.


–¡Dios mío! –tan rápido como había comenzado, el beso terminó–. Lo siento. Eso no debería haber sucedido.


–No, lo siento yo –Paula se llevó las manos a los electrizados labios–. No volverá a suceder.


–Por supuesto. No debería haber sucedido nunca.


–Estoy de acuerdo.


Durante un interminable minuto permanecieron inmóviles. 


Tanto mejor, dado que Paula no sabía qué hacer. Acababa de besar al exmarido de su hermana muerta. No podía caer más bajo.


–Cambiando de tema –Pedro se dirigió al otro extremo de la cocina–. ¿Sabías que a los seis meses el cerebro de un bebé tiene la mitad del tamaño del de un adulto?


Paula se limitó a mirarlo. No estaba de humor para charlas sobre bebés.



****


–Pareces una muerta viviente.


–Yo también te quiero –saludó Paula a Clementina la noche siguiente al entrar en el bar.


–Lo siento, pero ¿duermes lo suficiente?


La única respuesta fue una amarga carcajada.


–Espera, déjame adivinar. Pedro no te está ayudando con los bebés.


–Vuelve a intentarlo. Resulta que es una niñera SEAL. Cuando las gemelas duermen, investiga en Internet sobre los cuidados infantiles. Lo asimila todo y se dedica el resto del tiempo a presumir de lo que sabe, haciéndome sentir culpable porque yo no lo sé.


–Anímate –Clementina tomó el bolso para marcharse–. En unas pocas semanas, Pedro se habrá ido y, con suerte, no volverás a saber nada de él.


–Supongo que tienes razón –lo que Paula no podía compartir con su amiga era que la marcha de Pedro era gran parte de su problema. Ya había adoptado el papel de cuidador principal de las niñas. Casi era capaz de cambiar los pañales con una mano y conseguía darles el biberón a las dos al mismo tiempo. Ese tipo era como un pulpo de alto rendimiento.


–El sábado que viene doy una fiesta de Halloween –Clementina sacó los guantes del bolso–. ¿Querréis venir Pedro y tú?


–Gracias, pero me temo que Pedro se sentiría incómodo con los viejos amigos. Y mi madre está muy rara y no sé si querrá cuidar de las niñas. Además, yo debería estar aquí. Ya sabes que los días de fiesta esto es una locura.


–Y por eso Trevor y Rose se han ofrecido a cubrir tu turno. Vamos –ella propinó un codazo a Paula–. Será divertido.


–Lo pensaré.


–Al menos llevarás a las niñas al Wharf-o-Ween.


Paula había olvidado la fiesta de Halloween que se celebraba en el muelle todos los años.


–No lo sé –ella suspiró–. Tendríamos que conseguir disfraces y ¿qué pasa si la gente empieza a hablar? ¿No es muy pronto para que las niñas empiecen a ir a fiestas tras la muerte de su madre?


–¿Y qué si hablan? Puede que Melisa esté muerta, pero si dejó a sus hijas a tu cargo fue para que tuvieran una vida. La pregunta que debes hacerte es: ¿qué querría ella que hicieras?



*****


Pasó una semana.


Pedro hubiera querido borrar la melancolía que se había adueñado de Paula, pero parecían haberse sumido en un ritmo de orquestada evitación, al menos por parte de ella.


Cada vez que intentaba hablar con ella de algo que no fuera el tiempo, se escapaba a su habitación. Y dada la necesidad que tenía de aclarar algunas cosas, eso le volvía loco. 


Comparado con su trabajo habitual, cuidar de las gemelas apenas suponía esfuerzo físico. Lo que le agotaba era tener que hacerlo solo. Cierto que su padre y Fer aparecían de vez en cuando, pero, aparte de ellos, estaba solo.


Y si además pensaba en ese beso, estaba perdido del todo. 


Apenas era capaz de estar cerca de ella sin tocarla.


Y por eso el martes a la una de la madrugada, cuando Paula regresó a casa, prácticamente la asaltó al abrir la puerta, al menos verbalmente. Físicamente, mantuvo las manos quietas.


–Ya era hora. ¿No tienes empleados sin hijos que puedan ocuparse del último turno?


–Tal vez no estés familiarizado con este negocio –ella lo miró perpleja–, pero no es nada bueno que gaste más en sueldos de lo que gano.


–Ya sabes a qué me refiero –él regresó al salón, al artículo que había estado leyendo sobre el fuerte sentido del olfato de los bebés–. Si tienes hambre, he conseguido preparar una chuleta de cerdo bastante decente. Te lo he dejado en la nevera.


–Gracias.


Lo estaba intentando. ¿Por qué no podía ella hacer lo mismo?


Quizás fuera un gesto infantil, pero Pedro ni siquiera la miró mientras ella trasteaba en la cocina. ¿Por qué se comportaba como si estuviera enfadada con él? ¿Qué le había hecho, aparte de facilitarle la existencia?


No le había ayudado a quitarse el abrigo. No solo por falta de cortesía, también temía lo que pudiera desatar ese simple gesto de tocarla.


En cuanto sonó el timbre del microondas, Paula se llevó el plato a la isla, dándole la espalda.


¿Iba a quedarse allí sentada, comiendo sin pronunciar una palabra?


–¿Tan repulsivo te resulto que ni siquiera te dignas a mirarme mientras te comes lo que he preparado? –Pedro se colocó frente a ella.


Durante unos interminables segundos, ella lo miró fijamente antes de echarse a reír.


–Lo siento, pero pareces una esposa.


–Me alegra que te resulte gracioso. Me gustaría verte aquí, cuidando de dos bebés. Me estoy volviendo loco.


–Se nota –asintió ella sin dejar de reír–. Lo siento. No he ayudado gran cosa por aquí.


–No me importa hacer la colada ni provocar pequeños eructos, pero necesito una amiga. En mi unidad hay muchos tipos que tienen hijos y no paran de hablar de lo estupendo que es. Quizás soy demasiado frío, pero, por monísimas que sean Vivi y Vane, cada vez que las miro solo veo lo que sus padres me hicieron. Amaba a Melisa. Y Alex era como un hermano para mí –golpeó la encimera con los puños–. Volver a casa ha removido toda la mierda que creía enterrada.


Paula lo entendía perfectamente, pues en su caso lo que se había removido eran los sentimientos que albergaba por él. 


Se moría por tomar sus manos y besarlas hasta hacer desaparecer su ira.


–Cuanto más tiempo paso con esas niñas, más me doy cuenta de que esto no es ninguna broma. Pero ¿cómo puedo amarlas cuando su llegada al mundo no me trajo más que dolor? Nada, salvo la pérdida de mi madre, me ha dolido tanto como la traición de Melisa y Alex.


–Bueno –Paula suspiró y apartó el plato a medio terminar–. Por suerte para ti, no estarás mucho tiempo aquí. Y aunque no tengo derecho a ello, una parte de mí se vuelve loca al pensar que te vas a ir. No me malinterpretes, entiendo que no puedas dejar la marina así sin más, pero estoy sufriendo. Sé que mis padres terminarán por ceder, pero mientras tanto va a ser muy duro tener que criar a esas dos niñas yo sola.


–Durante las siguientes dos semanas no tendrás que hacerlo. ¿Qué te parece si te ayudo a elaborar un horario de cuidados infantiles y tú me ayudas a olvidarme de tu hermana?


–Trato hecho –Paula le ofreció una mano.


Cuando las palmas de ambos se juntaron, ella sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo hasta instalarse en su estómago. ¿Durante cuánto tiempo había deseado que fueran más que amigos? ¿Durante cuánto tiempo recordaría las dos semanas que les quedaban? Cuando Pedro se marchara, podría ser para siempre.


–¿Estás bien? –preguntó él sin soltarle la mano.


–Sí, estoy bien –la voz de Paula se quebró de emoción y deseo por lo que no podría ser.


–No tienes buen aspecto. Es decir –con la otra mano él enjugó las lágrimas que últimamente siempre rodaban por sus mejillas–, estás tan guapa como siempre, pero ¿qué puedo hacer para que no parezcas siempre tan triste?


¿Qué podía hacer? Todo.


Abrazarla, besarla, no marcharse nunca. Sin embargo, las probabilidades de que eso sucediera eran tan remotas como de que brotara una palmera en su jardín. Tenía que olvidarse de una vez por todas de las fantasías infantiles y continuar con su vida.


¿Y el beso? ¡Eso sí que tenía que olvidarlo!









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