Pedro despertó varias horas después en el cine del sótano.
De la planta superior llegaban unos gritos desesperados.
A su izquierda, Paula estaba muerta, roncando suavemente.
Levantándose de un salto, Pedro corrió hasta el salón donde el sol entraba a raudales. Sobre el mostrador de la cocina estaba el monitor que debería haber bajado al sótano.
Sintiéndose lo peor del mundo en cuidado infantil, corrió escaleras arriba.
–Os pido perdón, señoritas.
Tomó primero a Vanesa y luego a Viviana. La primera se calmó enseguida con unos suspiros cargados de reproches, pero no hubo manera de consolar a Viviana.
Tras cambiarles rápidamente el pañal, Pedro bajó al salón con su tropa y las dejó en el parque mientras preparaba los biberones. Minutos después, se sentó en el sofá con las gemelas.
–Lo siento muchísimo –volvió a disculparse–. Un error de novato que jamás volverá a repetirse.
La acerada mirada azul de Viviana le advirtió que mejor sería que no se repitiera.
El hecho de olvidar algo tan básico como el monitor, reforzó a Pedro en su convicción de que lo suyo no era cuidar niños, sobre todo los de Melisa y Alex.
Aunque Paula insistía en estar preparada, él dudaba seriamente que fuera más capaz que él. A los tres minutos de empezar la película se había quedado dormida como un tronco.
Durante unos minutos la había observado mientras se preguntaba cómo iba a ocuparse del bar y de su nueva familia.
Siempre había sido una de las personas más fuertes que había conocido jamás, pero en ese momento se le antojaba vulnerable. Casi frágil. Estaba pálida y las mejillas aún conservaban la huella de las lágrimas.
Un sentimiento de culpa lo asaltó por dejarla sola con las niñas. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer? El matrimonio de Melisa y Alex, que él consideraba una traición, le había cambiado. Le había robado lo que hubiera de tierno en su corazón, sustituyéndolo por puro acero.
Le había convertido en un soldado.
*****
–Soy de lo peor –se lamentó Paula mientras empujaba el carro de la compra con la princesa Viviana . Vanesa iba en brazos de Pedro–. Deberías haberme despertado.
–Déjalo ya –insistió él mientras elegía cinco botes de la fórmula láctea–. Los dos la fastidiamos. Yo soy tan culpable como tú. Pero, aparte de la mirada asesina de Viviana, no pasó nada.
–Sí, pero ¿y si hubiera entrado un ladrón o se hubiera incendiado la casa? –ella echó varios paquetes de pañales al carro–. Ya sabes a qué me refiero.
–El caso es que hubo suerte y las niñas están bien. Aprendimos la lección –llegaron a la sección de cereales–. ¿Sigues siendo una fanática de los Cap’n Crunch?
–Los adoro –Paula miró con nostalgia un paquete–, pero mis caderas no tanto.
–¿Qué les pasa a tus caderas?
¿En serio? ¿Iba a obligarle a explicar lo obvio? Siempre había sido de hueso ancho, pero últimamente el peso había empezado a convertirse en un problema.
–¿Se olvidó papá de decirme que te operaron o algo así?
–¿Te apetece algo en especial? –Paula se contuvo de decir algo que fuera a lamentar después.
–¡Oye! –Pedro la agarró del brazo–. Háblame, Pau. ¿A qué viene esta repentina frialdad?
Al contacto con la mano de Pedro, Paula sintió renacer en ella el viejo deseo que creía bien enterrado. Las lágrimas le ardían en los ojos. Sus amigos le repetían lo fuerte, divertida y trabajadora que era, pero nadie le había dicho jamás que fuera guapa, o que el vestido le quedaba muy bien, tal y como habían hecho constantemente con su hermana. Daría lo que fuera para que Pedro la mirara siquiera una vez como solía mirar a Melisa.
–¿Qué he hecho? ¿Tiene esto algo que ver con lo mucho que echas de menos a tu hermana?
Ella se soltó y continuó hacia el pasillo siguiente.
Desgraciadamente, Pedro corría más que ella. En un segundo estuvo frente al carrito.
–No vas a ninguna parte hasta que me lo expliques. Si estamos condenados a vivir juntos durante las siguientes tres semanas, comportémonos como personas civilizadas.
¿Condenados? Eso no le hacía sentir mejor.
–Por última vez, ¿qué tienen que ver tus caderas con nuestro viejo amigo el cereal?
–Estoy gorda. Ya está. Ya lo he dicho. ¿Satisfecho?
–¿Bromeas? –al menos Pedro tuvo el detalle de aparentar perplejidad.
–¿Podemos dejarlo ya? –las lágrimas le nublaban la visión.
–Lo primero es lo primero. Solo para que me aclare. ¿Gorda? Tú no estás gorda, por el amor de Dios. Eres una mujer voluptuosa y preciosa. Melisa solía estar siempre a dieta y me ponía enfermo. Si yo fuera a quedarme, les diría a Vanesa y a Vivi que son preciosas tal y como son.
«Pero no vas a quedarte». Las palabras quedaron retenidas en la garganta de Paula. Durante un incómodo instante, no supo qué hacer. Y entonces Pedro la miró fijamente a
los ojos.
Al fin apartó la mirada, para dirigirse a los cereales azucarados que devoraban de pequeños. Arrojó dos paquetes al carro antes de volverse hacia ella.
–Tú no estás gorda.
Mientras Paula colocaba sus cosas en la habitación de invitados, él se conectó a Internet. Estaba decidido a abordar el asunto como si se tratara de una misión: profesionalmente, sin ninguna implicación emocional.
Acababa de encontrar una página muy buena que explicaba por qué no había que utilizar polvos de talco cuando se oyó un fuerte golpe en el piso superior, seguido de un grito.
–¿Paula? ¿Estás bien?
El silencio fue la única respuesta y Pedro soltó el iPad para subir las escaleras a la carrera.
La encontró casi enterrada bajo un montón de ropa.
–Menos mal que las perchas son de plástico. De lo contrario te habrías sacado un ojo.
–Preferiría menos comentarios y más ayuda –ella asomó la cabeza bajo unos vaqueros.
–Pues no sé… –Pedro no pudo resistirse a hacerle una foto con el móvil–. Creo que podríamos sentarnos aquí un rato a disfrutar del momento.
–Eres un bruto –Paula empujó el montón de ropa e intentó levantarse del suelo.
–Pero un bruto muy guapo –bromeó él mientras le ofrecía sus manos para ayudarla.
La única respuesta fue una mirada asesina.
–¿De dónde has sacado tanta ropa? Siempre pensé que era Melisa la víctima de la moda.
–¿Has visto el tamaño de su armario? Créeme, esto no es nada.
–Supongo que la mayoría de los invitados no traerá tanta ropa como tú –Pedro agarró toda la que pudo y la dejó sobre la cama–. Por eso el perchero no ha resistido.
Durante un fugaz instante reapareció la vieja Paula, que le sacó la lengua. Sucedió tan deprisa que Pedro no estuvo seguro de que hubiera ocurrido realmente.
Miró a Paula. La miró realmente.
Y se descubrió encantado con lo que veía. Incluso con los largos cabellos más revueltos de lo habitual y las mejillas arreboladas, había algo en esa mujer que lo atraía. Los vaqueros y la camisa también ayudaban. Esa mujer tenía curvas justo donde había que tenerlas.
–¿Qué pasa? –preguntó ella con las manos apoyadas en las caderas.
–¿Eh?
–Me estás mirando –Paula se atusó los cabellos–. ¿Me cuelga el sujetador de la cabeza?
–¿No puede un hombre apreciar una bonita vista? –Pedro rio.
A las diez de la noche Paula seguía dándole vueltas a las palabras de Pedro. Al mencionar la «bonita vista», ella se encontraba frente al ventanal que dominaba el valle.
¿Hablaba de ella o del paisaje?
No. Frotó con energía una mancha de grasa. Desde que se habían conocido, Melisa había sido la única chica para él. Ni el divorcio, ni siquiera su muerte, podían borrar algo así.
Siguiendo el código no escrito entre hermanas, Pedro siempre le pertenecería a Melisa. Paula era demasiado orgullosa para desear a un hombre que la había situado en segundo lugar.
–No esperaba verte aquí –una voz familiar la sacó de su ensimismamiento.
–Lo mismo podría decir yo –Paula rodeó la barra del bar para abrazar a su padre–. ¿Por qué no estás con mamá? –el rostro del hombre evidenciaba el sufrimiento que vivía la familia.
–No ha descansado bien desde… –el padre de Paula se interrumpió–. Llamé al doctor Amesbury para que le administrara un sedante y por fin se ha quedado dormida.
–¿Y tú qué? No es que niegue los beneficios terapéuticos de un trago de whisky, papá, pero ¿no deberías haberte tomado algo tú también?
–Puede que tenga un aspecto horrible –él sacudió una mano en el aire–, pero estoy bien. Debo permanecer fuerte por tu madre. Ya estaba bastante destrozada por lo de tu hermana, pero ver cómo le quitaban a las niñas… –sacudió la cabeza–. Le ha roto el corazón.
–¿Sugieres que siga los pasos de Pedro y renuncie a la custodia? –preguntó Paula.
–No, a no ser que sea eso lo que tú quieres. Tu madre piensa que puede encargarse ella sola de todo, pero al ver lo agotada que se quedó esta tarde, sé que no podría volver a criar a un bebé.
Paula le sirvió a su padre una copa de su whisky preferido.
–Creo que ella no se da cuenta, pero tu hermana sí lo hizo, de que si asumiera el trabajo de criar a esas niñas, se perdería la alegría de ser su abuela –el hombre bebió un sorbo–. Tú y yo hemos tenido la suerte de disfrutar de ambas en la vida, y hay una diferencia.
Paula asintió. Su abuela materna había fallecido dos años antes y siempre recordaría su amor y cómo la habían malcriado descaradamente esos amorosos brazos.
–Dicho lo cual, si no te ves capaz de hacerlo sola, puedes instalarte en casa.
–Estoy bien, papá –seguramente algún día sería verdad. De momento, lo único que podía hacer era honrar la memoria de su hermana–. Espero que mamá no esté enfadada conmigo.
–Lo que está es enfadada con el mundo –su padre apuró la copa–. Dale tiempo. Ya se hará a ello.
***
Paula cerró el bar a las dos de la mañana. Cuando llegó a casa de Melisa eran las dos y media.
¿Alguna vez sentiría esa enorme casa como su hogar?
Acababa de poner un pie en el porche cuando Pedro abrió la puerta.
–Hola.
–¡Hola! ¿Aún levantado? –Paula pasó a su lado y se dejó envolver por el masculino aroma de la loción de afeitar que llevaba usando desde el instituto. A esas horas sus
defensas estaban muy bajas y el pasado común despertaba una calidez que había creído desaparecida para siempre.
–No podía dormirme hasta saber que habías vuelto sana y salva –él se encogió de hombros.
–Gracias.
Pedro cerró la puerta con llave, aunque en Conifer prácticamente no había delincuencia.
–¿Tienes hambre? –Pedro le colgó el abrigo–. He preparado unos macarrones con queso.
–¡Qué rico! –bromeó ella–. No sabía que te hubieras vuelto todo un gourmet.
–Si lo dices porque suspendí economía doméstica, ni siquiera debería haber estado en esa clase –solo en Alaska podría suceder que el profesor de ebanistería se diera de baja por culpa del ataque de un oso–. Si me hubiera dejado más tiempo, esa tarta habría estado deliciosa.
–Sí, claro –Paula sonrió ante la expresión de un rostro que había cambiado, pero que a sus ojos seguía igual–. Tú no dejes de decírtelo. Uno de estos días puede que se haga realidad.
–Pues la próxima vez que te vayas a trabajar voy a preparar una tarta y tendrás que tragarte tus palabras –Pedro sacó un recipiente de la nevera y lo introdujo en el microondas.
–¿La vas a preparar partiendo de los ingredientes?
–¿Hay alguna otra forma de hacerlo?
–Claro. Hay mezclas ya preparadas. Y luego está la pastelería de Anne.
–¿Por qué sigues siendo como un grano en el trasero después de tantos años? –él sonrió.
–Modera ese lenguaje –lo reprendió Paula–. No olvides que hay niños delante.
El timbre del microondas sonó y Paula se sentó frente a la isla mientras Pedro le servía la cena. Lo que faltaba de sabor se vio compensado por la compañía. Había olvidado lo divertido que era pasar un buen rato simplemente bromeando con Pedro.
–Ahora en serio –él sacó una cerveza de la nevera y se unió a ella–. ¿Cómo estás?
–Estoy bien. No te equivoques, la adaptación va a ser dura, pero podré con ella. ¿Y tú qué? Esta noche has sido tú quien sacó la pajita más corta. ¿Cómo están mis adorables sobrinas?
–Vanesa ha sido un amor –de nuevo Pedro le dedicó esa sonrisa–, pero te juro que Viviana me ataca los nervios. Durante el baño me salpicó los ojos de jabón y estoy seguro de que intentó ahogar mi móvil deliberadamente.
–Entiendo –Paula era la única que seguía sonriendo–. ¿Y todo eso lo ha hecho un bebé que apenas es capaz de darse la vuelta en la cuna?
–No permitas que esa fingida inocencia te engañe –él tomó un trago–. Es dura de roer. Dentro de muy poco la pillarás fumando detrás de la leñera.
–Pues, si la memoria no me falla, fuisteis Melisa y tú a quienes pillaron en ese trance.
–Nadie pudo demostrar que fuimos nosotros quienes se fumaron esas colillas –Pedro le guiñó un ojo antes de arrojar la botella a la basura para el reciclaje–. ¿Preparada para irte a la cama?
–Debería estarlo, pero estoy demasiado despierta. ¿Te apetece ver una película?
–Me parece mejor plan que otra noche en el sofá –él bostezó.
–Hay otra cama.
–Sí –Pedro frunció el ceño–, pero tiene más fantasmas que el cementerio local.
–¿Cuánto tiempo vas a estar enfadada conmigo? –preguntó Pedro mientras elegían una cajas del cuarto de herramientas del padre de Paula.
–Para siempre –ella ni siquiera podía mirarlo a la cara.
Tras cargar el coche con las ocho toneladas de cosas que necesitarían las niñas, se habían dirigido a casa de Ana.
Paula apenas había pronunciado tres palabras.
Y cuando Benton había telefoneado para informarles de que pasarían tres semanas antes de que el juez de Valdez pudiera recibir a Pedro, los ánimos no mejoraron precisamente.
–Escúchame –insistió Pedro–. Yo no hacía más que constatar lo evidente. Lo que haces por Melisa es muy noble, pero también excesivo. ¿Qué hizo tu hermana por ti? Melisa era receptora. Tomó de ti y de mí.
–Cállate –las lágrimas rodaron por el rostro de Paula y Pedro se sintió al instante avergonzado–. ¿Qué te ha pasado? No te recuerdo siendo tan cruel.
–¿Cruel? –Pedro no pudo reprimir una carcajada–. ¿Hay limitaciones a mi derecho a pensar mal de la mujer que, básicamente, arruinó mi vida?
–Deja de ser tan dramático. Todo aquello sucedió hace años.
–Eso es –él añadió una caja al montón que habían apartado–, como cuando Melisa destrozó su coche y, en lugar de obligarla a ahorrar para uno nuevo, tus padres le dieron el tuyo. O como cuando tú conseguiste el papel de Julieta en la obra del colegio, pero Melisa habló con la profesora de teatro para que se lo diera a ella porque yo hacía de Romeo y estábamos saliendo y así se venderían más entradas.
–Me niego a esto –Paula desvió la mirada–. Melisa está muerta. Hiciera lo que hiciera entonces, ya es historia. Sus bebés necesitan una madre. Mi madre y la de Alex
tienen buena intención, pero tú, más que nadie, deberías saber lo que es criarse sin una madre.
–Deja mi pasado fuera de esto –espetó Pedro.
–Ya estoy harta de esta discusión –ella alzó la barbilla.
La mirada cargada de determinación le recordó a Pedro épocas mejores. Una determinación que les condujo a escalar montañas y a pescar en lugares de los que él juraba que jamás encontrarían el camino de regreso. Paula había sido una de sus mejores amigas, pero eso había cambiado, y le entristecía. Ya había perdido a Melisa, no quería perder a su hermana.
–Lo siento –se disculpó él–. Entiendo que mi comentario te haya enfadado, pero, reconócelo, no estás más preparada para ser madre que yo padre. Solo intentaba ofrecerte una salida.
–Eso es –Paula se enjugó las lágrimas–. No quiero una salida. Estamos hablando de mis sobrinas, no de un par de caniches. Si Melisa creyó que yo podía con ello, entonces puedo.
–De acuerdo. Entiendo tu punto de vista –¿siempre había sido una mujer tan hermosa?
La ira intensificaba el color de sus mejillas. Y en ese instante, Pedro estuvo convencido de que podría criar a las gemelas ella sola. Aunque ojalá no tuviera que hacerlo sola. Pero ¿estaba dispuesto a dejar el ejército y quedarse en Conifer para ayudarla?
No. Claro que no.
****
–Venga ya, Cleme, céntrate –Paula sacudió a su amiga–. ¿Puedes sustituirme esta noche?
–Recuerdo que Pedro era bastante atractivo, pero…
–Calla –Paula le propinó un codazo mientras Pedro cargaba con varias cajas–. No es para tanto.
–Y eso lo dice la chica que babeó por él toda su vida, hasta que se casó con su hermana.
–¿Podríamos hablar de esto en otro momento? –Paula cerró los ojos.
–Escucha, entiendo que tienes que estar pasándolo mal, pero Melisa lo abandonó hace mucho.
–Déjalo ya.
–Está soltero. Tú estás soltera. Los bebés se duermen temprano y tienes un montón de tiempo…
–¡Cállate! –Paula se sonrojó cuando los cinco clientes del bar se volvieron hacia ella–. No seas ridícula –continuó en voz baja–. ¿Puedes sustituirme esta noche o no?
–Lo siento, pero Dougie tiene un catarro muy feo. En cuanto termine aquí me voy a urgencias.
–¿Cómo está Joey? –Doug tenía tres años y Joey cinco.
–De momento está bien.
–Espero que se ponga bien pronto –Paula optó por trabajar ella. Alejarse de Pedro una noche le haría bien.
–Ya están todas las cajas –Pedro apareció en ese momento–. ¿Preparada para irnos?
–Sí –asintió Paula–, pero tengo que volver más tarde.
–¿Cómo estás, Cleme? –Pedro frunció el ceño antes de saludar a la camarera.
–Bien, gracias –Clementine se sonrojó violentamente–. He oído que te va bien –continuó ella mientras jugueteaba con sus cabellos–. Te hemos echado de menos.
–Gracias –él se encogió de hombros–. Sienta bien volver. Ojalá fuera en otras circunstancias.
–Lo comprendo –asintió Clementina–. Todos estamos muy alterados.
«¿En serio, Cleme?». Lo único que parecía alterarla era la distancia que la separaba de Pedro.
–Bueno… –Paula agarró a Pedro del brazo y tiró de él hacia la puerta–. Me gustaría sacar mis cosas de las cajas antes de recoger a las niñas.
En la calle les recibió un brillante sol, aunque el viento del norte revolvió los cabellos de Paula.
–Espera –Pedro se detuvo para observarla–. Te pareces al primo Itt, de esa serie…
–¿La familia Adams? –durante años habían visto esa serie a la salida del colegio.
–Eso es –él reanudó la marcha–. Me encantaba la serie.
–A mí también –y no solo por la serie en sí. Melisa la odiaba, y por tanto solían verla Pedro y ella solos ante el televisor y las Oreo.
–¿Quieres que conduzca yo? –preguntó Pedro al llegar al SUV de Paula.
–¿Por qué?
–Pareces cansada. Y mientras metías tus cosas en las cajas, te he visto llorar.
–Estoy bien –Paula se sentó al volante–. Es más, teniendo en cuenta que acabo de perder a mi hermana, creo que no lo estoy haciendo nada mal.
–Excelente apreciación –asintió él sentado a su lado–. Aparentas ser muy fuerte, Pau, pero te conozco y sé que solo es una pose. Pareces a punto de derrumbarte.
–Gracias por los ánimos, pero no me conoces, solías conocerme.