martes, 8 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 7






Mientras Paula colocaba sus cosas en la habitación de invitados, él se conectó a Internet. Estaba decidido a abordar el asunto como si se tratara de una misión: profesionalmente, sin ninguna implicación emocional.


Acababa de encontrar una página muy buena que explicaba por qué no había que utilizar polvos de talco cuando se oyó un fuerte golpe en el piso superior, seguido de un grito.


–¿Paula? ¿Estás bien?


El silencio fue la única respuesta y Pedro soltó el iPad para subir las escaleras a la carrera.


La encontró casi enterrada bajo un montón de ropa.


–Menos mal que las perchas son de plástico. De lo contrario te habrías sacado un ojo.


–Preferiría menos comentarios y más ayuda –ella asomó la cabeza bajo unos vaqueros.


–Pues no sé… –Pedro no pudo resistirse a hacerle una foto con el móvil–. Creo que podríamos sentarnos aquí un rato a disfrutar del momento.


–Eres un bruto –Paula empujó el montón de ropa e intentó levantarse del suelo.


–Pero un bruto muy guapo –bromeó él mientras le ofrecía sus manos para ayudarla.


La única respuesta fue una mirada asesina.


–¿De dónde has sacado tanta ropa? Siempre pensé que era Melisa la víctima de la moda.


–¿Has visto el tamaño de su armario? Créeme, esto no es nada.


–Supongo que la mayoría de los invitados no traerá tanta ropa como tú –Pedro agarró toda la que pudo y la dejó sobre la cama–. Por eso el perchero no ha resistido.


Durante un fugaz instante reapareció la vieja Paula, que le sacó la lengua. Sucedió tan deprisa que Pedro no estuvo seguro de que hubiera ocurrido realmente.


Miró a Paula. La miró realmente.


Y se descubrió encantado con lo que veía. Incluso con los largos cabellos más revueltos de lo habitual y las mejillas arreboladas, había algo en esa mujer que lo atraía. Los vaqueros y la camisa también ayudaban. Esa mujer tenía curvas justo donde había que tenerlas.


–¿Qué pasa? –preguntó ella con las manos apoyadas en las caderas.


–¿Eh?


–Me estás mirando –Paula se atusó los cabellos–. ¿Me cuelga el sujetador de la cabeza?


–¿No puede un hombre apreciar una bonita vista? –Pedro rio.


A las diez de la noche Paula seguía dándole vueltas a las palabras de Pedro. Al mencionar la «bonita vista», ella se encontraba frente al ventanal que dominaba el valle.


 ¿Hablaba de ella o del paisaje?


No. Frotó con energía una mancha de grasa. Desde que se habían conocido, Melisa había sido la única chica para él. Ni el divorcio, ni siquiera su muerte, podían borrar algo así.


Siguiendo el código no escrito entre hermanas, Pedro siempre le pertenecería a Melisa. Paula era demasiado orgullosa para desear a un hombre que la había situado en segundo lugar.


–No esperaba verte aquí –una voz familiar la sacó de su ensimismamiento.


–Lo mismo podría decir yo –Paula rodeó la barra del bar para abrazar a su padre–. ¿Por qué no estás con mamá? –el rostro del hombre evidenciaba el sufrimiento que vivía la familia.


–No ha descansado bien desde… –el padre de Paula se interrumpió–. Llamé al doctor Amesbury para que le administrara un sedante y por fin se ha quedado dormida.


–¿Y tú qué? No es que niegue los beneficios terapéuticos de un trago de whisky, papá, pero ¿no deberías haberte tomado algo tú también?


–Puede que tenga un aspecto horrible –él sacudió una mano en el aire–, pero estoy bien. Debo permanecer fuerte por tu madre. Ya estaba bastante destrozada por lo de tu hermana, pero ver cómo le quitaban a las niñas… –sacudió la cabeza–. Le ha roto el corazón.


–¿Sugieres que siga los pasos de Pedro y renuncie a la custodia? –preguntó Paula.


–No, a no ser que sea eso lo que tú quieres. Tu madre piensa que puede encargarse ella sola de todo, pero al ver lo agotada que se quedó esta tarde, sé que no podría volver a criar a un bebé.


Paula le sirvió a su padre una copa de su whisky preferido.


–Creo que ella no se da cuenta, pero tu hermana sí lo hizo, de que si asumiera el trabajo de criar a esas niñas, se perdería la alegría de ser su abuela –el hombre bebió un sorbo–. Tú y yo hemos tenido la suerte de disfrutar de ambas en la vida, y hay una diferencia.


Paula asintió. Su abuela materna había fallecido dos años antes y siempre recordaría su amor y cómo la habían malcriado descaradamente esos amorosos brazos.


–Dicho lo cual, si no te ves capaz de hacerlo sola, puedes instalarte en casa.


–Estoy bien, papá –seguramente algún día sería verdad. De momento, lo único que podía hacer era honrar la memoria de su hermana–. Espero que mamá no esté enfadada conmigo.


–Lo que está es enfadada con el mundo –su padre apuró la copa–. Dale tiempo. Ya se hará a ello.


***

Paula cerró el bar a las dos de la mañana. Cuando llegó a casa de Melisa eran las dos y media.


¿Alguna vez sentiría esa enorme casa como su hogar?


Acababa de poner un pie en el porche cuando Pedro abrió la puerta.


–Hola.


–¡Hola! ¿Aún levantado? –Paula pasó a su lado y se dejó envolver por el masculino aroma de la loción de afeitar que llevaba usando desde el instituto. A esas horas sus
defensas estaban muy bajas y el pasado común despertaba una calidez que había creído desaparecida para siempre.


–No podía dormirme hasta saber que habías vuelto sana y salva –él se encogió de hombros.


–Gracias.


Pedro cerró la puerta con llave, aunque en Conifer prácticamente no había delincuencia.


–¿Tienes hambre? –Pedro le colgó el abrigo–. He preparado unos macarrones con queso.


–¡Qué rico! –bromeó ella–. No sabía que te hubieras vuelto todo un gourmet.


–Si lo dices porque suspendí economía doméstica, ni siquiera debería haber estado en esa clase –solo en Alaska podría suceder que el profesor de ebanistería se diera de baja por culpa del ataque de un oso–. Si me hubiera dejado más tiempo, esa tarta habría estado deliciosa.


–Sí, claro –Paula sonrió ante la expresión de un rostro que había cambiado, pero que a sus ojos seguía igual–. Tú no dejes de decírtelo. Uno de estos días puede que se haga realidad.


–Pues la próxima vez que te vayas a trabajar voy a preparar una tarta y tendrás que tragarte tus palabras –Pedro sacó un recipiente de la nevera y lo introdujo en el microondas.


–¿La vas a preparar partiendo de los ingredientes?


–¿Hay alguna otra forma de hacerlo?


–Claro. Hay mezclas ya preparadas. Y luego está la pastelería de Anne.


–¿Por qué sigues siendo como un grano en el trasero después de tantos años? –él sonrió.


–Modera ese lenguaje –lo reprendió Paula–. No olvides que hay niños delante.


El timbre del microondas sonó y Paula se sentó frente a la isla mientras Pedro le servía la cena. Lo que faltaba de sabor se vio compensado por la compañía. Había olvidado lo divertido que era pasar un buen rato simplemente bromeando con Pedro.


–Ahora en serio –él sacó una cerveza de la nevera y se unió a ella–. ¿Cómo estás?


–Estoy bien. No te equivoques, la adaptación va a ser dura, pero podré con ella. ¿Y tú qué? Esta noche has sido tú quien sacó la pajita más corta. ¿Cómo están mis adorables sobrinas?


–Vanesa ha sido un amor –de nuevo Pedro le dedicó esa sonrisa–, pero te juro que Viviana me ataca los nervios. Durante el baño me salpicó los ojos de jabón y estoy seguro de que intentó ahogar mi móvil deliberadamente.


–Entiendo –Paula era la única que seguía sonriendo–. ¿Y todo eso lo ha hecho un bebé que apenas es capaz de darse la vuelta en la cuna?


–No permitas que esa fingida inocencia te engañe –él tomó un trago–. Es dura de roer. Dentro de muy poco la pillarás fumando detrás de la leñera.


–Pues, si la memoria no me falla, fuisteis Melisa y tú a quienes pillaron en ese trance.


–Nadie pudo demostrar que fuimos nosotros quienes se fumaron esas colillas –Pedro le guiñó un ojo antes de arrojar la botella a la basura para el reciclaje–. ¿Preparada para irte a la cama?


–Debería estarlo, pero estoy demasiado despierta. ¿Te apetece ver una película?


–Me parece mejor plan que otra noche en el sofá –él bostezó.


–Hay otra cama.


–Sí –Pedro frunció el ceño–, pero tiene más fantasmas que el cementerio local.









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