martes, 8 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 7






Mientras Paula colocaba sus cosas en la habitación de invitados, él se conectó a Internet. Estaba decidido a abordar el asunto como si se tratara de una misión: profesionalmente, sin ninguna implicación emocional.


Acababa de encontrar una página muy buena que explicaba por qué no había que utilizar polvos de talco cuando se oyó un fuerte golpe en el piso superior, seguido de un grito.


–¿Paula? ¿Estás bien?


El silencio fue la única respuesta y Pedro soltó el iPad para subir las escaleras a la carrera.


La encontró casi enterrada bajo un montón de ropa.


–Menos mal que las perchas son de plástico. De lo contrario te habrías sacado un ojo.


–Preferiría menos comentarios y más ayuda –ella asomó la cabeza bajo unos vaqueros.


–Pues no sé… –Pedro no pudo resistirse a hacerle una foto con el móvil–. Creo que podríamos sentarnos aquí un rato a disfrutar del momento.


–Eres un bruto –Paula empujó el montón de ropa e intentó levantarse del suelo.


–Pero un bruto muy guapo –bromeó él mientras le ofrecía sus manos para ayudarla.


La única respuesta fue una mirada asesina.


–¿De dónde has sacado tanta ropa? Siempre pensé que era Melisa la víctima de la moda.


–¿Has visto el tamaño de su armario? Créeme, esto no es nada.


–Supongo que la mayoría de los invitados no traerá tanta ropa como tú –Pedro agarró toda la que pudo y la dejó sobre la cama–. Por eso el perchero no ha resistido.


Durante un fugaz instante reapareció la vieja Paula, que le sacó la lengua. Sucedió tan deprisa que Pedro no estuvo seguro de que hubiera ocurrido realmente.


Miró a Paula. La miró realmente.


Y se descubrió encantado con lo que veía. Incluso con los largos cabellos más revueltos de lo habitual y las mejillas arreboladas, había algo en esa mujer que lo atraía. Los vaqueros y la camisa también ayudaban. Esa mujer tenía curvas justo donde había que tenerlas.


–¿Qué pasa? –preguntó ella con las manos apoyadas en las caderas.


–¿Eh?


–Me estás mirando –Paula se atusó los cabellos–. ¿Me cuelga el sujetador de la cabeza?


–¿No puede un hombre apreciar una bonita vista? –Pedro rio.


A las diez de la noche Paula seguía dándole vueltas a las palabras de Pedro. Al mencionar la «bonita vista», ella se encontraba frente al ventanal que dominaba el valle.


 ¿Hablaba de ella o del paisaje?


No. Frotó con energía una mancha de grasa. Desde que se habían conocido, Melisa había sido la única chica para él. Ni el divorcio, ni siquiera su muerte, podían borrar algo así.


Siguiendo el código no escrito entre hermanas, Pedro siempre le pertenecería a Melisa. Paula era demasiado orgullosa para desear a un hombre que la había situado en segundo lugar.


–No esperaba verte aquí –una voz familiar la sacó de su ensimismamiento.


–Lo mismo podría decir yo –Paula rodeó la barra del bar para abrazar a su padre–. ¿Por qué no estás con mamá? –el rostro del hombre evidenciaba el sufrimiento que vivía la familia.


–No ha descansado bien desde… –el padre de Paula se interrumpió–. Llamé al doctor Amesbury para que le administrara un sedante y por fin se ha quedado dormida.


–¿Y tú qué? No es que niegue los beneficios terapéuticos de un trago de whisky, papá, pero ¿no deberías haberte tomado algo tú también?


–Puede que tenga un aspecto horrible –él sacudió una mano en el aire–, pero estoy bien. Debo permanecer fuerte por tu madre. Ya estaba bastante destrozada por lo de tu hermana, pero ver cómo le quitaban a las niñas… –sacudió la cabeza–. Le ha roto el corazón.


–¿Sugieres que siga los pasos de Pedro y renuncie a la custodia? –preguntó Paula.


–No, a no ser que sea eso lo que tú quieres. Tu madre piensa que puede encargarse ella sola de todo, pero al ver lo agotada que se quedó esta tarde, sé que no podría volver a criar a un bebé.


Paula le sirvió a su padre una copa de su whisky preferido.


–Creo que ella no se da cuenta, pero tu hermana sí lo hizo, de que si asumiera el trabajo de criar a esas niñas, se perdería la alegría de ser su abuela –el hombre bebió un sorbo–. Tú y yo hemos tenido la suerte de disfrutar de ambas en la vida, y hay una diferencia.


Paula asintió. Su abuela materna había fallecido dos años antes y siempre recordaría su amor y cómo la habían malcriado descaradamente esos amorosos brazos.


–Dicho lo cual, si no te ves capaz de hacerlo sola, puedes instalarte en casa.


–Estoy bien, papá –seguramente algún día sería verdad. De momento, lo único que podía hacer era honrar la memoria de su hermana–. Espero que mamá no esté enfadada conmigo.


–Lo que está es enfadada con el mundo –su padre apuró la copa–. Dale tiempo. Ya se hará a ello.


***

Paula cerró el bar a las dos de la mañana. Cuando llegó a casa de Melisa eran las dos y media.


¿Alguna vez sentiría esa enorme casa como su hogar?


Acababa de poner un pie en el porche cuando Pedro abrió la puerta.


–Hola.


–¡Hola! ¿Aún levantado? –Paula pasó a su lado y se dejó envolver por el masculino aroma de la loción de afeitar que llevaba usando desde el instituto. A esas horas sus
defensas estaban muy bajas y el pasado común despertaba una calidez que había creído desaparecida para siempre.


–No podía dormirme hasta saber que habías vuelto sana y salva –él se encogió de hombros.


–Gracias.


Pedro cerró la puerta con llave, aunque en Conifer prácticamente no había delincuencia.


–¿Tienes hambre? –Pedro le colgó el abrigo–. He preparado unos macarrones con queso.


–¡Qué rico! –bromeó ella–. No sabía que te hubieras vuelto todo un gourmet.


–Si lo dices porque suspendí economía doméstica, ni siquiera debería haber estado en esa clase –solo en Alaska podría suceder que el profesor de ebanistería se diera de baja por culpa del ataque de un oso–. Si me hubiera dejado más tiempo, esa tarta habría estado deliciosa.


–Sí, claro –Paula sonrió ante la expresión de un rostro que había cambiado, pero que a sus ojos seguía igual–. Tú no dejes de decírtelo. Uno de estos días puede que se haga realidad.


–Pues la próxima vez que te vayas a trabajar voy a preparar una tarta y tendrás que tragarte tus palabras –Pedro sacó un recipiente de la nevera y lo introdujo en el microondas.


–¿La vas a preparar partiendo de los ingredientes?


–¿Hay alguna otra forma de hacerlo?


–Claro. Hay mezclas ya preparadas. Y luego está la pastelería de Anne.


–¿Por qué sigues siendo como un grano en el trasero después de tantos años? –él sonrió.


–Modera ese lenguaje –lo reprendió Paula–. No olvides que hay niños delante.


El timbre del microondas sonó y Paula se sentó frente a la isla mientras Pedro le servía la cena. Lo que faltaba de sabor se vio compensado por la compañía. Había olvidado lo divertido que era pasar un buen rato simplemente bromeando con Pedro.


–Ahora en serio –él sacó una cerveza de la nevera y se unió a ella–. ¿Cómo estás?


–Estoy bien. No te equivoques, la adaptación va a ser dura, pero podré con ella. ¿Y tú qué? Esta noche has sido tú quien sacó la pajita más corta. ¿Cómo están mis adorables sobrinas?


–Vanesa ha sido un amor –de nuevo Pedro le dedicó esa sonrisa–, pero te juro que Viviana me ataca los nervios. Durante el baño me salpicó los ojos de jabón y estoy seguro de que intentó ahogar mi móvil deliberadamente.


–Entiendo –Paula era la única que seguía sonriendo–. ¿Y todo eso lo ha hecho un bebé que apenas es capaz de darse la vuelta en la cuna?


–No permitas que esa fingida inocencia te engañe –él tomó un trago–. Es dura de roer. Dentro de muy poco la pillarás fumando detrás de la leñera.


–Pues, si la memoria no me falla, fuisteis Melisa y tú a quienes pillaron en ese trance.


–Nadie pudo demostrar que fuimos nosotros quienes se fumaron esas colillas –Pedro le guiñó un ojo antes de arrojar la botella a la basura para el reciclaje–. ¿Preparada para irte a la cama?


–Debería estarlo, pero estoy demasiado despierta. ¿Te apetece ver una película?


–Me parece mejor plan que otra noche en el sofá –él bostezó.


–Hay otra cama.


–Sí –Pedro frunció el ceño–, pero tiene más fantasmas que el cementerio local.









lunes, 7 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 6






–¿Cuánto tiempo vas a estar enfadada conmigo? –preguntó Pedro mientras elegían una cajas del cuarto de herramientas del padre de Paula.


–Para siempre –ella ni siquiera podía mirarlo a la cara.


Tras cargar el coche con las ocho toneladas de cosas que necesitarían las niñas, se habían dirigido a casa de Ana. 


Paula apenas había pronunciado tres palabras.


Y cuando Benton había telefoneado para informarles de que pasarían tres semanas antes de que el juez de Valdez pudiera recibir a Pedro, los ánimos no mejoraron precisamente.


–Escúchame –insistió Pedro–. Yo no hacía más que constatar lo evidente. Lo que haces por Melisa es muy noble, pero también excesivo. ¿Qué hizo tu hermana por ti? Melisa era receptora. Tomó de ti y de mí.


–Cállate –las lágrimas rodaron por el rostro de Paula y Pedro se sintió al instante avergonzado–. ¿Qué te ha pasado? No te recuerdo siendo tan cruel.


–¿Cruel? –Pedro no pudo reprimir una carcajada–. ¿Hay limitaciones a mi derecho a pensar mal de la mujer que, básicamente, arruinó mi vida?


–Deja de ser tan dramático. Todo aquello sucedió hace años.


–Eso es –él añadió una caja al montón que habían apartado–, como cuando Melisa destrozó su coche y, en lugar de obligarla a ahorrar para uno nuevo, tus padres le dieron el tuyo. O como cuando tú conseguiste el papel de Julieta en la obra del colegio, pero Melisa habló con la profesora de teatro para que se lo diera a ella porque yo hacía de Romeo y estábamos saliendo y así se venderían más entradas.


–Me niego a esto –Paula desvió la mirada–. Melisa está muerta. Hiciera lo que hiciera entonces, ya es historia. Sus bebés necesitan una madre. Mi madre y la de Alex
tienen buena intención, pero tú, más que nadie, deberías saber lo que es criarse sin una madre.


–Deja mi pasado fuera de esto –espetó Pedro.


–Ya estoy harta de esta discusión –ella alzó la barbilla.


La mirada cargada de determinación le recordó a Pedro épocas mejores. Una determinación que les condujo a escalar montañas y a pescar en lugares de los que él juraba que jamás encontrarían el camino de regreso. Paula había sido una de sus mejores amigas, pero eso había cambiado, y le entristecía. Ya había perdido a Melisa, no quería perder a su hermana.


–Lo siento –se disculpó él–. Entiendo que mi comentario te haya enfadado, pero, reconócelo, no estás más preparada para ser madre que yo padre. Solo intentaba ofrecerte una salida.


–Eso es –Paula se enjugó las lágrimas–. No quiero una salida. Estamos hablando de mis sobrinas, no de un par de caniches. Si Melisa creyó que yo podía con ello, entonces puedo.


–De acuerdo. Entiendo tu punto de vista –¿siempre había sido una mujer tan hermosa?


La ira intensificaba el color de sus mejillas. Y en ese instante, Pedro estuvo convencido de que podría criar a las gemelas ella sola. Aunque ojalá no tuviera que hacerlo sola. Pero ¿estaba dispuesto a dejar el ejército y quedarse en Conifer para ayudarla?


No. Claro que no.


****


–Venga ya, Cleme, céntrate –Paula sacudió a su amiga–. ¿Puedes sustituirme esta noche?


–Recuerdo que Pedro era bastante atractivo, pero…


–Calla –Paula le propinó un codazo mientras Pedro cargaba con varias cajas–. No es para tanto.


–Y eso lo dice la chica que babeó por él toda su vida, hasta que se casó con su hermana.


–¿Podríamos hablar de esto en otro momento? –Paula cerró los ojos.


–Escucha, entiendo que tienes que estar pasándolo mal, pero Melisa lo abandonó hace mucho.


–Déjalo ya.


–Está soltero. Tú estás soltera. Los bebés se duermen temprano y tienes un montón de tiempo…


–¡Cállate! –Paula se sonrojó cuando los cinco clientes del bar se volvieron hacia ella–. No seas ridícula –continuó en voz baja–. ¿Puedes sustituirme esta noche o no?


–Lo siento, pero Dougie tiene un catarro muy feo. En cuanto termine aquí me voy a urgencias.


–¿Cómo está Joey? –Doug tenía tres años y Joey cinco.


–De momento está bien.


–Espero que se ponga bien pronto –Paula optó por trabajar ella. Alejarse de Pedro una noche le haría bien.


–Ya están todas las cajas –Pedro apareció en ese momento–. ¿Preparada para irnos?


–Sí –asintió Paula–, pero tengo que volver más tarde.


–¿Cómo estás, Cleme? –Pedro frunció el ceño antes de saludar a la camarera.


–Bien, gracias –Clementine se sonrojó violentamente–. He oído que te va bien –continuó ella mientras jugueteaba con sus cabellos–. Te hemos echado de menos.


–Gracias –él se encogió de hombros–. Sienta bien volver. Ojalá fuera en otras circunstancias.


–Lo comprendo –asintió Clementina–. Todos estamos muy alterados.


«¿En serio, Cleme?». Lo único que parecía alterarla era la distancia que la separaba de Pedro.


–Bueno… –Paula agarró a Pedro del brazo y tiró de él hacia la puerta–. Me gustaría sacar mis cosas de las cajas antes de recoger a las niñas.


En la calle les recibió un brillante sol, aunque el viento del norte revolvió los cabellos de Paula.


–Espera –Pedro se detuvo para observarla–. Te pareces al primo Itt, de esa serie…


–¿La familia Adams? –durante años habían visto esa serie a la salida del colegio.


–Eso es –él reanudó la marcha–. Me encantaba la serie.


–A mí también –y no solo por la serie en sí. Melisa la odiaba, y por tanto solían verla Pedro y ella solos ante el televisor y las Oreo.


–¿Quieres que conduzca yo? –preguntó Pedro al llegar al SUV de Paula.


–¿Por qué?


–Pareces cansada. Y mientras metías tus cosas en las cajas, te he visto llorar.


–Estoy bien –Paula se sentó al volante–. Es más, teniendo en cuenta que acabo de perder a mi hermana, creo que no lo estoy haciendo nada mal.


–Excelente apreciación –asintió él sentado a su lado–. Aparentas ser muy fuerte, Pau, pero te conozco y sé que solo es una pose. Pareces a punto de derrumbarte.


–Gracias por los ánimos, pero no me conoces, solías conocerme.






UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 5






–Gracias por traerme mis cosas, papá, y gracias, Fer, por conducir –la visión del macuto y el iPad no podía ser más bienvenida en esa casa extraña para él.


El padre de Pedro respondió con un gruñido y Fer agitando una mano en el aire, contenta de tener una oportunidad para husmear en la cocina.


–¿Dónde guardaba Melisa el café?


–No sabría decírtelo.


–En un momento como este hace falta un café. ¿No preparó Paula café? Y también pastas, donuts. Al menos debería haberte ofrecido un paquete de Oreo.


–En defensa de Paula, diré que no esperaba recibir a nadie –Pedro se esforzó por no sonreír–. Seguro que su madre tiene mucha comida sobrante. Si os apetece acercaros un rato…


–¡Señor! –Fer inspeccionó la cafetera eléctrica de Melisa–. Remilgada y claramente pretenciosa. Eso es lo que es. Si yo fuera tú, arrojaría esta cosa a la basura y compraría una buena cafetera de filtro.


–Veré lo que puedo hacer –lo que no le explicó a Fer era que a él le parecía bastante práctica.


Había descubierto que la tecnología existía en el mundo de las cafeteras cuando Patricia, la prometida de su amigo Heath, la había incluido en la lista de bodas. La maldita máquina también había resultado ser cara. Pensar en sus compañeros SEAL le recordó que debía llamar y explicar por qué no estaría de regreso en la base según lo programado.


–¿Ya has terminado? –Javier se unió a ellos–. Empieza mi programa.


–Por el amor de Dios, Javi –Fer frunció el ceño– ¿no has oído hablar del video con grabadora?


–¿Y tú no has oído que el gobierno utiliza esos trastos para espiarnos?


–Supongo que ahora es cuando me cuentas que sentarme demasiado cerca de la pantalla me dejará ciega –la mujer puso los ojos en blanco.


–A juzgar por tu ropa –Javier se encogió de hombros–, también deberías apartar tu mecedora.


–Por el amor de Dios –Pedro le ofreció a Fer el abrigo para que se lo pusiera sobre el jersey naranja chillón–. Buscad un hotel y dejadme en paz.


–No me acostaría con tu padre aunque estuviera bañado en oro.


–Gracias por la evocadora imagen –Pedro se estremeció–. Y gracias por venir, pero ahora tengo que cuidar de dos bebés. Papá, toma las llaves. Gracias por dejarme la camioneta.


–De nada, pero ¿qué vas a conducir ahora?


–Supongo que el Hummer de Alex.


–Hablando de pretencioso –bufó Fer–. No quiero hablar mal de los muertos, pero jamás me gustó ese coche. Ni siquiera es un coche. Más bien un tanque.


–Pues no pareció disgustarte mucho el pasado invierno cuando sacaste esos rizos de Shirley Temple por el techo solar durante la cabalgata de Navidad –espetó Javier.


–Calla la boca, vejestorio. Lo que te pasa es que estás celoso porque nadie te lo pidió a ti.


Pedro se presionó las sienes y contó hasta diez. Fer y su padre siempre estaban a la gresca, pero había olvidado hasta qué punto. Al menos podrían irse cada uno en su coche.


Después de diez minutos de discusiones, al fin se marcharon. Sin embargo, Pedro no se sintió realmente en paz. Se sentía culpable por no estar más triste por la muerte de Melisa y Alex, confuso por la logística del cuidado de dos bebés, herido por ser tratado como un paria por dos familias a las que había amado, de las que había formado parte.


Menos mal que tenía a Paula.


Aunque le hubiera dejado temporalmente a cargo de todo, no estaba solo. Estaría de regreso antes de que las niñas despertaran, y esa convicción le sirvió de consuelo.


Pedro arrojó un par de leños al fuego antes de encender el iPad para descubrir que casi no le quedaba batería. Buscó el cargador en el macuto, pero el cable no llegaba al enchufe.


En busca de un alargador, se dirigió al sótano. Su primera incursión se había detenido en la caldera. Pero en la segunda visita descubrió la sala para fiestas con la que Alex y él habían soñado de adolescentes. Un bar totalmente equipado con grifos de cerveza se situaba junto a una nevera para botellas de vino. Y sobre la barra, dos jarras de cerveza sucias.


Sobre la mesa de billar descansaban las bolas desperdigadas.


A su alrededor, multitud de globos rojos decoraban la estancia. ¿Qué habían estado celebrando?


Por el rabillo del ojo vio a Paula reflejada en la pared de espejo tras la barra del bar.


–Impresionante, ¿verdad? –ella deslizó una mano sobre la mesa de póquer cubierta de cartas y fichas–. Casi tan bonito como mi bar en el puerto, aunque yo tengo más de un televisor –señaló el aparato colgado de la pared, casi la mitad de grande que su camioneta de Virginia.


–Si me permites preguntar –Pedro le dio una patada a un globo–. ¿Qué estaban celebrando?


–¿Te acuerdas de Craig Lovett, de tu clase?


Él asintió.


–Era su cumpleaños –Paula tomó las jarras sucias de cerveza y las fregó tras la barra del bar–. Me sorprende que Melisa lo dejara así todo. La limpieza era, prácticamente, su única afición.


–Qué divertido –él golpeó otro globo–. ¿Quieres que los recoja?


–Claro, gracias.


La actitud fría de Paula lo sacaba de quicio. Una parte de él quería que las cosas volvieran a ser como siempre entre ellos.Paula había sido su amiga, su apoyo. Eran capaces de hablar de cualquier cosa, desde deportes hasta política, o el mismísimo infierno.


Pero ya no estaba tan seguro de que fuera así.


Su nuevo aspecto, más refinado y curvilíneo, lo desconcertaba. No solo había cambiado físicamente, también parecía tener más confianza en sí misma. El porte erguido, los cabellos sueltos y ligeramente revueltos. Incluso le atraía el aroma que desprendía. Ya no era una mezcla de sudor y chicle, sino una compleja frescura que recordaba a pino y hielo.


–Aquí tienes una bolsa de basura –Paula se la sujetó abierta–. ¿Qué pasa?


–No sé qué quieres decir –contestó él centrado en la tarea de recoger los globos.


–Estás tenso, como en el instituto cuando temíais que una chica se fuera a acercar a vosotros.


–Estoy cansado –Pedro sacudió la cabeza.


Cansado de toda la situación. Si Melisa y Alex no hubieran muerto, estaría sano y salvo en Virginia, o mejor aún, de misión en alguna parte, ocupado las veinticuatro horas de los siete días de la semana. Las mujeres y los niños estaban tan lejos de su radar que bien podrían tratarse de formas alienígenas.


–Yo también. Espero que tras una buena noche de sueño todo parezca menos agobiante.


Pedro sentía que debería decir algo, pero ¿qué decir cuando el pánico lo consumía? El juez lo iba a liberar de las ataduras, pero Paula tendría esa obligación de por vida. Inconcebible.


–Sí, por las mañanas todo parece siempre mejor.


****

Paula despertó al nada melódico grito de sus sobrinas. Salió corriendo de la habitación de invitados y prácticamente chocó con Pedro, que subía las escaleras a la carrera.


–Creía que habías dicho que todo parecía mejor por las mañanas –ella frunció el ceño.


–Supongo que me equivoqué. Tú agarra a la de la izquierda y yo a la de la derecha.


Paula tomó en brazos a la aullante Viviana mientras Pedro hacía lo propio con Vanesa.


–Supongo que necesitan un cambio de pañal y comer –gritó Paula para hacerse oír por encima del llanto–. ¿Qué te parece si nos dividimos?


–¿A qué te refieres? –él movió un poco a Vanesa, lo cual solo sirvió para alterarla más.


–Prepararé los biberones mientras tú te ocupas de limpiarlas.


¿Podía su hermana haberla colocado en una situación peor? 


El ascenso de tía a mamá ya era bastante duro, pero añadir a un padre incompetente como Pedro era una tortura.


–¿Vas a dejarme solo con ellas? –él enarcó las cejas.


–Tengo una fe ciega en ti –Paula dejó a Viviana en la cuna y le dio una palmadita a Pedro.


Cinco minutos después, biberón en mano, Paula se dirigía escaleras arriba cuando vio bajar a Pedro con los bebés en brazos. Viviana y Vanesa tenían los ojos rojos y respiraban agitadamente, pero al menos ya no aullaban. La momentánea calma le permitió contemplar más de cerca a ese hombre. Iba desnudo de cintura para arriba. Siempre había tenido un buen cuerpo, pero su paso por la marina había hecho maravillas.


–¿Todo bien? –se encontraron a mitad de la escalera y Paula tomó a Vanesa de sus brazos.


–No. Comparada con la bomba de ayer, el cambio de pañales ha sido una tontería. Pero esta es una salvaje –tomando el biberón que ella le ofrecía, Pedro asintió hacia Viviana–. Le faltan cuatro extremidades para ser un pulpo humano. Te compadezco cuando aprenda a caminar.


Paula soltó una carcajada, aunque por dentro sintió una nueva preocupación. Las gemelas tenían aún meses por delante antes de caminar. Primero tenía que aprenderlo todo sobre comidas, cepillos de dientes, tiranías y esas cosas.


Con su carga en brazos, se sentó en el sofá.


Pedro, acunando a Viviana, se sentó en el otro extremo. En cuanto consiguió meter el biberón en la boca de la niña, la casa fue bendecida con un agradable silencio.


–Eso está mejor. Cuando hacen piña me echo a temblar.


–Yo también.


–¿Qué plan hay para hoy? –preguntó Pedro.


–Habrá que reservar cita con el juez. Y luego, quisiera traerme algunas cosas de mi casa.


–¿Crees que tu madre podría quedarse con ellas?


–No veo por qué no.


–Estupendo –él sonrió–. No sé tú, pero a mí me vendría bien una bombona de oxígeno.


–Solo llevamos levantados diez minutos –Paula sintió un extraño cosquilleo en el estómago.


–No hay una manera políticamente correcta de decirlo –Pedro se encogió de hombros–, de modo que allá voy. ¿No has pensado en seguir mis pasos y renunciar a tus derechos parentales?


–¿Te refieres a escurrir el bulto?


–Me refiero a recuperar tu vida –él frunció el ceño–. Tu madre parecía muy disgustada. ¿Por qué no darle lo que desea? Incluso puedes darle una a la madre de Alex, así cada una tendrá una nieta. Problema resuelto.


–¿Has oído ese ruido? Era el respeto que te tenía saltando por la ventana.