–Gracias por traerme mis cosas, papá, y gracias, Fer, por conducir –la visión del macuto y el iPad no podía ser más bienvenida en esa casa extraña para él.
El padre de Pedro respondió con un gruñido y Fer agitando una mano en el aire, contenta de tener una oportunidad para husmear en la cocina.
–¿Dónde guardaba Melisa el café?
–No sabría decírtelo.
–En un momento como este hace falta un café. ¿No preparó Paula café? Y también pastas, donuts. Al menos debería haberte ofrecido un paquete de Oreo.
–En defensa de Paula, diré que no esperaba recibir a nadie –Pedro se esforzó por no sonreír–. Seguro que su madre tiene mucha comida sobrante. Si os apetece acercaros un rato…
–¡Señor! –Fer inspeccionó la cafetera eléctrica de Melisa–. Remilgada y claramente pretenciosa. Eso es lo que es. Si yo fuera tú, arrojaría esta cosa a la basura y compraría una buena cafetera de filtro.
–Veré lo que puedo hacer –lo que no le explicó a Fer era que a él le parecía bastante práctica.
Había descubierto que la tecnología existía en el mundo de las cafeteras cuando Patricia, la prometida de su amigo Heath, la había incluido en la lista de bodas. La maldita máquina también había resultado ser cara. Pensar en sus compañeros SEAL le recordó que debía llamar y explicar por qué no estaría de regreso en la base según lo programado.
–¿Ya has terminado? –Javier se unió a ellos–. Empieza mi programa.
–Por el amor de Dios, Javi –Fer frunció el ceño– ¿no has oído hablar del video con grabadora?
–¿Y tú no has oído que el gobierno utiliza esos trastos para espiarnos?
–Supongo que ahora es cuando me cuentas que sentarme demasiado cerca de la pantalla me dejará ciega –la mujer puso los ojos en blanco.
–A juzgar por tu ropa –Javier se encogió de hombros–, también deberías apartar tu mecedora.
–Por el amor de Dios –Pedro le ofreció a Fer el abrigo para que se lo pusiera sobre el jersey naranja chillón–. Buscad un hotel y dejadme en paz.
–No me acostaría con tu padre aunque estuviera bañado en oro.
–Gracias por la evocadora imagen –Pedro se estremeció–. Y gracias por venir, pero ahora tengo que cuidar de dos bebés. Papá, toma las llaves. Gracias por dejarme la camioneta.
–De nada, pero ¿qué vas a conducir ahora?
–Supongo que el Hummer de Alex.
–Hablando de pretencioso –bufó Fer–. No quiero hablar mal de los muertos, pero jamás me gustó ese coche. Ni siquiera es un coche. Más bien un tanque.
–Pues no pareció disgustarte mucho el pasado invierno cuando sacaste esos rizos de Shirley Temple por el techo solar durante la cabalgata de Navidad –espetó Javier.
–Calla la boca, vejestorio. Lo que te pasa es que estás celoso porque nadie te lo pidió a ti.
Pedro se presionó las sienes y contó hasta diez. Fer y su padre siempre estaban a la gresca, pero había olvidado hasta qué punto. Al menos podrían irse cada uno en su coche.
Después de diez minutos de discusiones, al fin se marcharon. Sin embargo, Pedro no se sintió realmente en paz. Se sentía culpable por no estar más triste por la muerte de Melisa y Alex, confuso por la logística del cuidado de dos bebés, herido por ser tratado como un paria por dos familias a las que había amado, de las que había formado parte.
Menos mal que tenía a Paula.
Aunque le hubiera dejado temporalmente a cargo de todo, no estaba solo. Estaría de regreso antes de que las niñas despertaran, y esa convicción le sirvió de consuelo.
Pedro arrojó un par de leños al fuego antes de encender el iPad para descubrir que casi no le quedaba batería. Buscó el cargador en el macuto, pero el cable no llegaba al enchufe.
En busca de un alargador, se dirigió al sótano. Su primera incursión se había detenido en la caldera. Pero en la segunda visita descubrió la sala para fiestas con la que Alex y él habían soñado de adolescentes. Un bar totalmente equipado con grifos de cerveza se situaba junto a una nevera para botellas de vino. Y sobre la barra, dos jarras de cerveza sucias.
Sobre la mesa de billar descansaban las bolas desperdigadas.
A su alrededor, multitud de globos rojos decoraban la estancia. ¿Qué habían estado celebrando?
Por el rabillo del ojo vio a Paula reflejada en la pared de espejo tras la barra del bar.
–Impresionante, ¿verdad? –ella deslizó una mano sobre la mesa de póquer cubierta de cartas y fichas–. Casi tan bonito como mi bar en el puerto, aunque yo tengo más de un televisor –señaló el aparato colgado de la pared, casi la mitad de grande que su camioneta de Virginia.
–Si me permites preguntar –Pedro le dio una patada a un globo–. ¿Qué estaban celebrando?
–¿Te acuerdas de Craig Lovett, de tu clase?
Él asintió.
–Era su cumpleaños –Paula tomó las jarras sucias de cerveza y las fregó tras la barra del bar–. Me sorprende que Melisa lo dejara así todo. La limpieza era, prácticamente, su única afición.
–Qué divertido –él golpeó otro globo–. ¿Quieres que los recoja?
–Claro, gracias.
La actitud fría de Paula lo sacaba de quicio. Una parte de él quería que las cosas volvieran a ser como siempre entre ellos.Paula había sido su amiga, su apoyo. Eran capaces de hablar de cualquier cosa, desde deportes hasta política, o el mismísimo infierno.
Pero ya no estaba tan seguro de que fuera así.
Su nuevo aspecto, más refinado y curvilíneo, lo desconcertaba. No solo había cambiado físicamente, también parecía tener más confianza en sí misma. El porte erguido, los cabellos sueltos y ligeramente revueltos. Incluso le atraía el aroma que desprendía. Ya no era una mezcla de sudor y chicle, sino una compleja frescura que recordaba a pino y hielo.
–Aquí tienes una bolsa de basura –Paula se la sujetó abierta–. ¿Qué pasa?
–No sé qué quieres decir –contestó él centrado en la tarea de recoger los globos.
–Estás tenso, como en el instituto cuando temíais que una chica se fuera a acercar a vosotros.
–Estoy cansado –Pedro sacudió la cabeza.
Cansado de toda la situación. Si Melisa y Alex no hubieran muerto, estaría sano y salvo en Virginia, o mejor aún, de misión en alguna parte, ocupado las veinticuatro horas de los siete días de la semana. Las mujeres y los niños estaban tan lejos de su radar que bien podrían tratarse de formas alienígenas.
–Yo también. Espero que tras una buena noche de sueño todo parezca menos agobiante.
Pedro sentía que debería decir algo, pero ¿qué decir cuando el pánico lo consumía? El juez lo iba a liberar de las ataduras, pero Paula tendría esa obligación de por vida. Inconcebible.
–Sí, por las mañanas todo parece siempre mejor.
****
Paula despertó al nada melódico grito de sus sobrinas. Salió corriendo de la habitación de invitados y prácticamente chocó con Pedro, que subía las escaleras a la carrera.
–Creía que habías dicho que todo parecía mejor por las mañanas –ella frunció el ceño.
–Supongo que me equivoqué. Tú agarra a la de la izquierda y yo a la de la derecha.
Paula tomó en brazos a la aullante Viviana mientras Pedro hacía lo propio con Vanesa.
–Supongo que necesitan un cambio de pañal y comer –gritó Paula para hacerse oír por encima del llanto–. ¿Qué te parece si nos dividimos?
–¿A qué te refieres? –él movió un poco a Vanesa, lo cual solo sirvió para alterarla más.
–Prepararé los biberones mientras tú te ocupas de limpiarlas.
¿Podía su hermana haberla colocado en una situación peor?
El ascenso de tía a mamá ya era bastante duro, pero añadir a un padre incompetente como Pedro era una tortura.
–¿Vas a dejarme solo con ellas? –él enarcó las cejas.
–Tengo una fe ciega en ti –Paula dejó a Viviana en la cuna y le dio una palmadita a Pedro.
Cinco minutos después, biberón en mano, Paula se dirigía escaleras arriba cuando vio bajar a Pedro con los bebés en brazos. Viviana y Vanesa tenían los ojos rojos y respiraban agitadamente, pero al menos ya no aullaban. La momentánea calma le permitió contemplar más de cerca a ese hombre. Iba desnudo de cintura para arriba. Siempre había tenido un buen cuerpo, pero su paso por la marina había hecho maravillas.
–¿Todo bien? –se encontraron a mitad de la escalera y Paula tomó a Vanesa de sus brazos.
–No. Comparada con la bomba de ayer, el cambio de pañales ha sido una tontería. Pero esta es una salvaje –tomando el biberón que ella le ofrecía, Pedro asintió hacia Viviana–. Le faltan cuatro extremidades para ser un pulpo humano. Te compadezco cuando aprenda a caminar.
Paula soltó una carcajada, aunque por dentro sintió una nueva preocupación. Las gemelas tenían aún meses por delante antes de caminar. Primero tenía que aprenderlo todo sobre comidas, cepillos de dientes, tiranías y esas cosas.
Con su carga en brazos, se sentó en el sofá.
Pedro, acunando a Viviana, se sentó en el otro extremo. En cuanto consiguió meter el biberón en la boca de la niña, la casa fue bendecida con un agradable silencio.
–Eso está mejor. Cuando hacen piña me echo a temblar.
–Yo también.
–¿Qué plan hay para hoy? –preguntó Pedro.
–Habrá que reservar cita con el juez. Y luego, quisiera traerme algunas cosas de mi casa.
–¿Crees que tu madre podría quedarse con ellas?
–No veo por qué no.
–Estupendo –él sonrió–. No sé tú, pero a mí me vendría bien una bombona de oxígeno.
–Solo llevamos levantados diez minutos –Paula sintió un extraño cosquilleo en el estómago.
–No hay una manera políticamente correcta de decirlo –Pedro se encogió de hombros–, de modo que allá voy. ¿No has pensado en seguir mis pasos y renunciar a tus derechos parentales?
–¿Te refieres a escurrir el bulto?
–Me refiero a recuperar tu vida –él frunció el ceño–. Tu madre parecía muy disgustada. ¿Por qué no darle lo que desea? Incluso puedes darle una a la madre de Alex, así cada una tendrá una nieta. Problema resuelto.
–¿Has oído ese ruido? Era el respeto que te tenía saltando por la ventana.
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