miércoles, 18 de noviembre de 2015
CULPABLE: CAPITULO 4
La habitación era preciosa. Tenía grandes ventanas con vistas a Central Park y la luz natural invadía el espacio. Ella permaneció en la puerta durante un instante, fingiendo que estaba contemplando la habitación. Era de las que quedaban fuera de su rango de precio, de las que ni siquiera tenía oportunidad de mirar.
A menos que estuviera llevando a cabo una estafa.
«Eso es lo que es. Una estafa. Y a cambio, está la libertad. No tendrás que volverlo a hacer. Habrás terminado».
Respiró hondo y continuó mirando la habitación, retrasando el momento de que aquello se convirtiera en realidad. El suelo era de mármol y había alfombras por todos los sitios.
Los muebles del salón eran de madera y en el dormitorio había una cama grande con una colcha de terciopelo morado y más almohadas de las que ella había visto en cualquier otro lugar.
Durante un instante, era agradable mirarlo. Parecía un lugar inocuo.
Pero solo por un momento.
Entonces, Pedro se acercó y ella notó que todo su cuerpo reaccionaba al sentir el calor que él desprendía.
–El postre debe de estar a punto de llegar – dijo él, pasando a su lado y entrando en la habitación– . Ponte cómoda, como si estuvieras en casa.
Como si eso pudiera suceder.
–Es difícil que me sienta como en casa aquí.
–Oh, sí, supongo que es muy diferente a tu pequeño apartamento de Brooklyn.
Paula se quedó helada. Él lo sabía todo acerca de ella. Hasta le había enviado ropa a su casa. De todos modos, saber que un extraño conocía todos los detalles de su vida, resultaba incómodo.
–¿Solo lo supones? – preguntó ella, en tono cortante– . ¿No has mirado todas las fotos de mi casa que han encontrado durante mi investigación? Parece que sabes mucho sobre mí.
–El arte de la guerra. Uno debe conocer a su enemigo. O eso he leído.
–¿Y yo soy tu enemiga?
Él se acercó a ella, la agarró del brazo y la atrajo hacia sí. El contacto de su piel la hizo estremecer.
–Me has robado. No permito que la gente me robe – dijo él, acercando el rostro al de ella.
Paula percibió que era tan depredador como temía. Y estaba segura de que iba a pedirle todo lo que ella había temido que le pediría. O más. Porque era un hombre sin compasión.
Era el tipo de hombre que solo comprendía una cosa. La venganza. Matar o ser matado.
Eso limitaba su capacidad para manipularlo, pero su fortaleza residía en la posibilidad de que él la infravalorara.
Él pensaba que ella era su presa, pero no sabía que bajo su prenda de encaje yacía el corazón de una bestia. Ella se había criado en un ambiente difícil, con inestabilidad, pobreza y todo lo demás.
No había sobrevivido gracias a ser débil.
–Mi padre me mintió – dijo ella, colocando la mano sobre su pecho– . Yo creí que por fin había conseguido un trabajo honesto y acepté ayudarlo a conseguir inversiones de empresas conocidas. No sabía que su objetivo era recopilar información y retirar dinero de vuestras cuentas. Prometo que no lo sabía – mentir le resultó sencillo, a pesar de que hablaba mirándolo a los ojos. Protegerse era lo importante.
–Tu nombre figura en las transferencias. Y también en la cuenta bancaria donde se ingresó el dinero.
–Porque yo lo ayudé a abrir las cuentas – sabía que no conseguiría conmoverlo, pero no podía permitir que él la acusara de algo que no era verdad. Todavía tenía la oportunidad de que él comprendiera lo sucedido.
–Entonces, eres idiota. Todo lo que he encontrado sobre Nicolas Chaves indica que es un timador. Y que siempre lo ha sido.
–Lo es – dijo ella, con un nudo en la garganta– , pero yo…
Llamaron a la puerta y Pedro la soltó para ir a abrir.
–Servicio de habitaciones, señor Alfonso– dijeron desde el otro lado– . ¿Dónde quiere que deje la bandeja?
–La recogeré yo – Pedro agarró la bandeja con las tazas de café y dos pedazos de tarta de chocolate y la llevó al salón.
–¿Nunca te has propuesto creer lo bueno de alguien?
–Nunca. Solo quiero la verdad.
–Te la estoy contando. Y solo puedo decirte que ayudé a mi padre porque quise creer lo mejor de él cuando no debería haberlo hecho. Es la única familia que tengo. Solo deseaba que en esa ocasión fuera verdad lo que me contaba.
–¿Tanto que estuviste dispuesta a ayudarlo en otro de sus fraudes?
–Mi padre es un timador de poca monta. Yo no imaginaba que pudiera hacer algo así – eso era verdad. Ella no sabía que su intención era tan ambiciosa. Un millón de dólares. Se había excedido. El muy idiota. Si hubiera sido una cantidad menor, Pedro no se habría enterado, y no la habría perseguido de esa manera.
–Sí, él había robado grandes cantidades de dinero antes, y yo lo sabía. Yo no vivía con él la mayor parte del tiempo, pero cuando lo hacía siempre había momentos en los que teníamos que mudarnos. Teníamos casa, comida, dinero, ropa, pero todo desaparecía muy deprisa y acabábamos huyendo de los caseros y de la policía. Entonces, nos mudábamos de nuevo. Mi padre conseguía otro trabajo, como él los llamaba. Y nos mudábamos otra vez. Así, hasta que una vez decidió no llevarme más con él.
–Ya veo. ¿Pretendes que sienta lástima por ti?
–Solo quiero que comprendas… Soy una persona como tú – dijo ella– . Me equivoqué confiando en quien no debía. ¿No lo comprendes?
Él soltó una carcajada.
–El problema con que intentes apelar a mi humanidad, Paula, es que no tengo. Puedo comprender por qué supondrías que es de otra manera, pero permite que te informe que nunca me pesa la conciencia. Ni la compasión. Cada céntimo que tengo, lo he ganado. Llegar hasta donde he llegado en la vida me ha costado sudor y sangre, y no permitiré que se aprovechen de mí. Te lo demostraré si es necesario – se acercó a ella, pero no la tocó– . No creas que perderé el sueño por enviar a prisión a una mujer bella, como tú, cuando lo merece.
–Entonces, ¿esta es mi última comida? – preguntó ella, señalando la bandeja.
–O eso, o es la energía que te dará fuerza durante las dos próximas horas. Descubrirás que la necesitas.
–Así que, ¿obligas a las mujeres a acostarse contigo?
Él esbozó una sonrisa.
–Por supuesto que no. Nunca he obligado a una mujer para que se acostara conmigo. Y tampoco te obligaré a ti. Vendrás a mí, porque me deseas.
–¿Cómo sabrás que te deseo? Si mis opciones son ir a la cárcel o acostarme contigo…
–No me importa – dijo él con una amplia sonrisa– . ¿Te apetece un café?
–No.
–Muy bien. Entonces, ha llegado el momento de ver si has cumplido tu parte del trato.
Ella tragó saliva. Le temblaban las manos.
–¿La lencería?
–¿Has hecho lo que te pedí, cara mía?
Paula no podía creerlo. Había perdido.
Había llegado el momento de la verdad. O le tiraba el café a la cara, salía corriendo de la habitación y se enfrentaba a todo lo que llegara después.
O hacía lo que había decidido hacer.
No permanecería allí esperando a que la desvistiera.
Sin pensarlo dos veces, se bajó la cremallera del vestido y comenzó a quitárselo.
Él la detendría. Estaba segura de ello. Y por eso continuó desvistiéndose.
Notó que su piel quedaba al descubierto y que solo llevaba los senos cubiertos por una fina capa de lencería. La prenda era del mismo color que su piel y daba la sensación de que estaba casi desnuda.
Ella lo sabía porque había estado mucho tiempo mirándose en el espejo y recordaba que bajo la tela se notaba la sombra de sus pezones.
Ningún hombre había visto su cuerpo desnudo. Ella no estaba segura de que el hecho de estar convencida de que él la detendría era lo que permitía que continuara desnudándose, pero había algo que hacía que la situación no le resultara extremadamente difícil.
Nunca había confiado lo suficiente en un hombre como para tener una relación íntima con él. Nunca lo había deseado.
Y ella no confiaba en él, pero, por algún motivo, en aquellos momentos se dio cuenta de que la confianza no importaba.
Era una cuestión de poder. Y él había infravalorado el suyo.
Terminó de bajarse el vestido y se quedó con tan solo la ropa interior y los zapatos de tacón. Las bragas eran tan finas como el sujetador y era consciente de que él podría ver la sombra oscura de su vello.
Miró hacia delante, sin mirarlo a él. Seguía jugando aquella partida de ajedrez y debía ajustar su estrategia.
Poder. Control. Esa era la jugada. No el sexo.
Lo único que podía hacer era robarle el control.
–Mírame – le ordenó Pedro.
Ella obedeció, y se le entrecortó la respiración.
Había algo en su mirada que ella nunca había visto antes.
Un fuego oculto que provocó que ella se incendiara por dentro.
Pedro se acercó a ella y le acarició el tirante del sujetador.
–Has sido una buena chica. He de confesar que estoy sorprendido – comentó sin dejar de mirarla.
Ella sintió que el calor que la recorría por dentro se hacía más intenso.
¿Qué le estaba sucediendo? ¿Por qué la estaba acariciando? No solo la piel, sino por dentro. ¿Por qué sentía tanto calor?
Todavía estaba a tiempo de marcharse. Podía ponerse el vestido y salir de allí.
Pero no lo hizo. Permaneció en el sitio, paralizada y tan fascinada como aterrorizada por lo que podía suceder después.
Él se inclinó despacio y la besó en el cuello, justo debajo de la oreja. Ella se estremeció. Estaba temblando. Y no era de miedo.
–Te haré suplicar – susurró él.
Ella ladeó la cabeza. Odiaba a ese hombre. Y no le importaba lo que pensara de ella. De su cuerpo. O de su alma.
Era su enemigo y, después de ese día, nunca volvería a verlo.
Por algún motivo, esa idea la sorprendió. De pronto, un sentimiento de placer, seguridad y satisfacción la invadió por dentro.
Se inclinó hacia delante y se detuvo a muy poca distancia de sus labios.
–No si consigo que seas tú el que suplique primero.
Pedro le acarició la barbilla con el dedo.
–¿Crees que podrías hacerme suplicar?
–¿Serías capaz de marcharte? – preguntó ella– . Ahora, ¿podrías salir de esta habitación?
–No he terminado contigo todavía – repuso él.
Ella forzó una sonrisa.
–Supongo que eso lo dice todo. Eres el único que puede marcharse. Y yo ni siquiera puedo amenazarte con mandarte a prisión.
Él la sujetó con fuerza y la miró fijamente antes de acariciarle el labio inferior.
Después, posó los labios sobre los de ella y Paula se percató de que había cometido un gran error. Había perdido el control de la situación. El calor que la invadía amenazaba con reducirla a cenizas.
Nunca la habían besado de esa manera. Y nunca había sentido el cuerpo musculoso de un hombre junto al suyo.
Eso era lo último que había esperado. Que él la besara como si fuera un hombre muerto de sed y ella un oasis.
Había esperado que él se comportara con frialdad. Que la humillara. No que la hiciera desear. Sentir.
El hecho de desearlo la asustaba más que la alternativa.
Porque estaba allí solo por un motivo, para que él se cobrara la deuda que tenía pendiente. Aparte de eso, ella no significaba nada para él. Incluso la odiaba. La veía como un enemigo.
Tenía la sensación de que, en esos momentos, ninguno de los dos mantenía el control. Ni siquiera estaba segura de que estuvieran luchando por tenerlo.
Él se movió una pizca, le sujetó el rostro y la besó de forma apasionada, introduciendo la lengua en su boca. Ella se estremeció de placer.
¿Cómo era posible que él besara a su enemigo de esa manera? ¿Cómo podía odiarla y besarla con tanta pasión y delicadeza?
Nadie lo había hecho. Solo ese hombre. Ese hombre que la odiaba.
Ella debería haber sentido ganas de salir huyendo, pero no fue así. Se quedó en el sitio. Agarrada a él.
Cuando se separaron, él respiraba de manera agitada. Se aflojó el nudo de la corbata y miró hacia el suelo.
–Sí, sin duda eres una buena chica – dijo él.
La abrazó y la besó de nuevo. Ella deseaba enfrentarse a él, y al hecho de que se sentía desnuda a pesar de que él ni siquiera había tocado su ropa interior.
Sin embargo, no podía. Se sentía pequeña, pero no débil. Se sentía protegida
Y mientras sus barreras comenzaban a derrumbarse y la rabia y el miedo que sentía comenzaban a disiparse, un insaciable deseo se apoderó de ella.
No era sexo lo que deseaba, sino caricias, atención. Que alguien la mirara como si le importara, como si fuera ella a quien deseara tener delante, y no otra persona.
Tener a alguien que prestara atención a sus deseos, a lo que le gustaba. Alguien que le proporcionara placer. Era la única manera de verlo. Estaba completamente centrada en aquel hombre poderoso.
Él la trataba con cuidado, no con rabia. Mantenía el control y lo demostraba haciéndola sentir bien.
No era lo que ella había esperado y se sentía vulnerable por ello. Era extraño.
Nadie la había deseado nunca. Ni siquiera la habían necesitado.
Y aunque pudiera parecer ingenuo, en esos momentos, parecía que Pedro la necesitaba. Y ella deseaba complacerlo.
«Te odia. Y tú vas a entregarle tu cuerpo para evitar ir a prisión. No puedes hacerlo».
Todavía podía marcharse. Salir por la puerta y no temer las consecuencias. Estaba segura de que él no la detendría.
«No quieres hacerlo».
No, no quería, porque nunca había tenido valor para tocar a un hombre de esa manera. Ni para besarlo. Y en esos momentos no había nada que la detuviera. ¿Por qué no disfrutarlo? Apoyó las manos sobre su torso musculoso y continuó besándolo.
Pedro la agarró por la cintura con fuerza y atravesó con ella la habitación hasta la cama.
«Sí».
Aquello no tenía nada que ver con el dinero, ni la cárcel, la libertad o el miedo. No tenía nada que ver con el control.
Tenía que ver con él. Con todo lo que ella había temido disfrutar durante su vida. Estaba cansada de ello. De ser un fantasma con el que nadie podía tener relación porque siempre estaba ocultando su pasado.
Él la estaba tocando Y conocía su pasado. La odiaba, y aun así la deseaba. Eso significaba que no importaba lo que hiciera en esos momentos. Que no importaba que fuera una mujer virgen que no supiera lo que estaba haciendo.
Llevó las manos a sus hombros y le acarició la espalda, explorando su cuerpo. Pedro llevó la mano hasta su muslo, le levantó la pierna y la colocó sobre la suya. Presionó su miembro erecto contra su entrepierna, contra la fuente de su deseo, provocando que ella se estremeciera de placer.
Paula era incapaz de razonar. No podía comprender por qué había tenido tanto miedo de que aquello fuera el resultado.
Porque no daba miedo. Ni era doloroso.
Era maravilloso.
Y todo lo demás no tenía importancia. Quién era ella. Quién era él.
Él ya no era un objetivo. Y ella no era una experta en estafas.
Él era un hombre. Y ella, una mujer.
Y ambos sentían deseo.
Pedro separó la boca de la de ella y comenzó a besarle el cuello hacia abajo, hasta llegar al sujetador de encaje que ella sabía que le había costado más de un mes de su sueldo.
Le acarició el borde de la prenda con la punta de la lengua provocando que ella se estremeciera. Paula introdujo los dedos en su cabello para mantenerlo cerca de sí.
–Eres deliciosa – dijo él, bajando una de las copas del sujetador para dejar su seno al descubierto. Después, agachó la cabeza y capturó el pezón con la boca.
–Deliciosa – dijo él, centrándose en el otro pecho y repitiendo sus actos.
Le acarició uno de los pezones con el dedo pulgar y observó cómo se ponía todavía más turgente con sus caricias. La pellizcó suavemente y ella arqueó el cuerpo contra el de él, provocando que el centro de su cuerpo entrara en contacto de nuevo con su miembro erecto.
–No imaginaba que te desearía tanto – dijo él– . Eres muy receptiva.
¿De veras? Ella deseaba preguntarle si era más receptiva de lo normal, pero no podía hablar. No podía hacer nada más que sentir.
–Receptiva – dijo él, besándola entre los pechos– , y deliciosa. Eso ya te lo he mencionado, pero tenía que decírtelo otra vez – la besó en el vientre y un poco más abajo, sobre la cinturilla de la ropa interior.
No pretendería… En el fondo, pensaba que era un acto altruista y la venganza no lo era.
Sin embargo, él le bajó la ropa interior y le separó los muslos. Después, la miró como si fuera una pieza de museo.
Paula apenas podía respirar. Su corazón latía tan deprisa que parecía que iba a salírsele del pecho.
Entonces, sin dejar de mirarla a los ojos, se inclinó y le acarició la parte interna del muslo con la lengua. Después, se acercó a…
La inseguridad se apoderó de ella.
–No tienes… No tienes que…
Él se quejó y colocó las manos bajo el trasero de Paula para acercarla un poco más a su boca.
–Haré lo que quiera – comentó, sin dejar de mirarla.
Cubrió su entrepierna con la boca y le acarició el centro de su feminidad con la lengua. Ella dejó de empujarlo y se agarró a él con fuerza. Durante un momento pensó que podía hacerle daño al clavarle los dedos, pero él gimió con fuerza y continuó devorándola, provocando que ella no pudiera pensar en nada más.
Paula arqueaba las caderas cada vez que él la acariciaba, aproximándose al clímax. Nunca había hecho aquello con un hombre, pero conocía el funcionamiento de su cuerpo.
Aunque, era muy diferente hacerlo con alguien que llevaba el control. Salvaje y excitante.
Pedro se movió una pizca y ella notó que acercaba un dedo a la entrada de su cuerpo. Se puso tensa, sin saber qué venía después. Él la penetró con el dedo. Era una sensación desconocida, pero no dolorosa.
Ella respiró hondo y se relajó, disfrutando del placer que él le proporcionaba. Pedro aumentó el ritmo de sus caricias y, de pronto, una fuerte ola de placer la invadió por dentro y provocó que llegara al orgasmo, olvidándose de todo. De por qué estaba allí. De que él era un extraño. Su enemigo.
¿Cómo podía ser un desconocido si la había acariciado de forma tan íntima? ¿Cómo era posible que le hubiera proporcionado tanto placer, tratándola como nadie la había tratado en su vida?
Momentos después, él se movió para que sus cuerpos quedaran alineados y la abrazó con fuerza. Ella apoyó la frente contra su pecho y percibió el latido de su corazón. Se sentía como en casa.
Segura.
Cuidada.
Más de lo que nunca se había sentido.
Pedro llevó la mano de nuevo hasta su entrepierna y le acarició el clítoris mientras la besaba. Ella se excitó enseguida, mucho antes de lo que hubiera imaginado posible después de haber tenido un orgasmo.
Deseaba suplicar, pero, al recordar que él le había dicho que lo haría, se mordió el labio para contenerse.
Después, él apoyó la frente contra la de ella. Paula notó su miembro erecto contra su entrepierna y supo que ambos lo deseaban.
–Per favore – susurró él en italiano.
–Sí – dijo ella, jadeando– . Por favor. Por favor, poséeme – estaba desesperada y no le importaba que él lo supiera. No solo estaba desesperada por placer, sino por encontrar una respuesta al vacío que sentía en su interior y que no había percibido hasta ese momento.
–¿Lo deseas? – susurró él– . ¿Quieres sentirme en tu interior?
–Sí – gimió ella, arqueando el cuerpo contra el de él.
Pedro la besó en los labios antes de retirarse para abrir el cajón de la mesilla y abrir un paquete.
Un preservativo.
No, no habían terminado. Ella estaba a punto de perder la virginidad. Con él. Y ni siquiera podía mostrar su temor. Su vergüenza. Sus dudas. Porque lo deseaba.
Él se desabrochó los pantalones y se los bajó antes de ponerse sobre ella y colocarse el preservativo. Cuando la penetró, ella sintió cómo su cuerpo se expandía provocando que se rompiera la fina barrera de tejido en su interior. Se puso tensa y apretó los ojos al sentir un intenso dolor que fue disipándose despacio cuando él la penetró del todo.
Paula apretó los dientes para no gemir, pero no lo consiguió. Pedro blasfemó con fuerza y se incorporó para mirarla, pero no dijo nada.
Ladeó la cabeza y la besó de forma apasionada antes de retirarse de su cuerpo para penetrarla otra vez. En esa ocasión no le resultó doloroso y, al poco tiempo, ella arqueó el cuerpo y comenzó a moverse al mismo ritmo que él. De pronto, notó que Pedro comenzaba a temblar. Él gimió y la penetró con fuerza una vez más, provocando que ambos alcanzaran el éxtasis.
Más tarde, ella abrió los ojos y miró el techo. Él estaba tumbado sobre su cuerpo como si estuviera protegiéndola por ser algo valioso.
No era así. Ella no era más que una delincuente y él era…
Intentó no pensar en la realidad, tratando de ignorar la verdad a la que tarde o temprano tendría que enfrentarse.
No quería hacerlo. Y menos en ese momento, cuando el placer todavía invadía su cuerpo.
Entonces, él se retiró y se levantó de la cama para ir al baño, cerrando la puerta tras de sí.
Paula permaneció donde estaba, mirando al techo y escuchando los ruidos de la calle.
CULPABLE: CAPITULO 3
Y así fue cómo se encontró en esa situación. Con aquellas instrucciones, con aquella bolsa y con aquel vestido que todavía no había sacado de la funda porque tenía miedo de mirarlo.
No obstante, aunque lo ignorara no lo haría desaparecer.
Igual que ignorar a Pedro no le serviría de nada. No conseguiría retirar la amenaza que él había hecho acerca de su libertad.
Tendría que ir a la reunión. Tendría que seguir las instrucciones que él le había dado.
Y después, no sabía qué haría. Miró de nuevo la bolsa de la lencería y se estremeció. No sabía qué era lo que él le iba a ofrecer, pero empezaba a sospecharlo. Una que no le gustaba, y que no conseguiría olvidar.
Era una tontería, porque no podía imaginar por qué Pedro podía quererla a ella en vez de un millón de dólares o de justicia, sin embargo, le había enviado lencería.
Al margen de cuáles fueran sus preocupaciones, no tenía más remedio que obedecer.
Si no, iría a la cárcel.
Y por mucho que la gente considerara que el sistema de justicia servía para protegerla, ella no. La cárcel era el peor lugar donde podía terminar. Nadie del exterior se preocupaba por los presos y ellos debían cuidar de sí mismos.
Así que tendría que sacar lo mejor de sí misma y explotar al máximo sus habilidades.
Pedro podía pensar que llevaba la delantera… Y ella permitiría que siguiera pensándolo.
****
El vestido era tan apretado que Paula apenas podía respirar.
Finas capas de encaje se ceñían contra su cuerpo y dejaban al descubierto una pizca de piel. También había recibido unos zapatos, y le quedaban igual de bien que el vestido y que la ropa interior. Eran de tacón alto y, junto a la falda corta que llevaba, estilizaban sus piernas.
No se sentía cómoda con tanta piel al descubierto, pero eso la ayudaría.
Respiró hondo y entró en The Mark. Acompañada por el ruido que hacían sus tacones sobre los baldosines, atravesó el recibidor y se dirigió a la entrada del restaurante, sonrojándose al ver que la encargada la miraba de arriba abajo.
La mujer la miraba de manera neutral, sin embargo,Paula percibió cierto desdén en su mirada.
Podía imaginar que una mujer con un vestido corto y ceñido como el suyo solo tenía un propósito en un establecimiento como aquel. Si la intención de Pedro era humillarla, lo estaba haciendo muy bien.
Aunque, una vez más, no era algo del todo malo, porque ella podría aprovechar el calor de sus mejillas y el ligero temblor de sus piernas para desempeñar su papel de mujer ingenua.
–Tengo una cita con Pedro Alfonso – le dijo a la encargada.
–Por supuesto, señorita. El señor Alfonso tiene una mesa privada en la parte trasera del comedor. Todavía no ha llegado, pero estaré encantada de acompañarla hasta su asiento.
La encargada se volvió y se dirigió hacia el comedor. Paula la siguió, concentrándose en pisar bien sobre la moqueta para no torcerse un tobillo. Hacía mucho tiempo que no llevaba zapatos de tacón.
Las aceras del barrio neoyorquino donde vivía no estaban acondicionadas para ese tipo de calzado, y en el tipo de trabajo que desempeñaba no necesitaba llevarlos.
Su primer trabajo de verdad había sido de camarera en un restaurante. Después de que su padre se marchara, ella decidió salirse del negocio familiar. Era lo bastante mayor para comprender que estafar no era un trabajo y que por muy ricas o despiadadas que fueran las personas a las que se estafaba, no era una manera de vivir la vida a largo plazo.
Entonces, él regresó para dedicarle todo tipo de sonrisas, esas que ella tanto había echado de menos, y pedirle que lo ayudara una vez más.
«Solo una vez más…».
Y como era idiota, se convirtió en una estafadora estafada por un estafador. Y en esos momentos estaba metida en un gran lío.
–¿Puedo traerle algo de beber?
–Una copa de vino blanco – contestó Paula. A veces el vino contribuía a que tuviera una conversación más fluida.
–Por supuesto, señorita – se marchó.
Paula miró el menú, pero no se molestó en leer la descripción de la comida. En un lugar como aquel, todo estaría muy rico. Además, tenía un nudo en el estómago, algo que solía pasarle cuando mentía.
De pronto, se hizo un gran silencio en el restaurante.
Ella levantó la vista y vio entrar a un hombre. Era muy atractivo y ella no era la única que opinaba aquello. Todas las personas del restaurante estaban mirándolo. Era alto y esbelto como una pantera. Tenía el cabello negro peinado hacia atrás y llevaba un traje negro que se amoldaba perfectamente a su cuerpo. Sin embargo, no era su ropa ni los zapatos italianos que llevaba, tampoco el reloj de oro ni las lujosas gafas de sol que se había quitado al entrar, lo que llamaba la atención de los demás.
Era algo más. Un magnetismo que no podía pasarse por alto.
Todo él estaba diseñado para captar la atención de la gente.
Y mientras él se acercaba ella pudo ver su piel aceitunada, sus pómulos prominentes y su nariz recta. Y sus labios… No recordaba haberse fijado nunca en los labios de un hombre, sin embargo, se había fijado en los de él.
Pedro Alfonso era incluso más atractivo en persona de lo que parecía en las fotos de las revistas. Una lástima. ¿Por qué no podía haberse llevado una gran decepción al verlo?
–Señorita Chaves – dijo él– . Me alegra ver que ha venido. Y que le ha gustado el vestido.
Su comentario provocó que ella deseara que le hubieran servido el vino para lanzárselo a la cara. Pedro no le había dejado elección y él lo sabía.
«No permitas que te pique. Eres tú quien ha de picarlo a él».
–Es una buena elección – repuso ella– . Puesto que nunca nos habíamos visto, me sorprendió un poco.
–Ah, hice que la investigaran a fondo – se sentó frente a ella y se desabrochó el botón de la chaqueta. Al instante, varios camareros aparecieron de la nada– . Tomaremos lo que el chef nos recomiende – dijo él.
Los camareros desaparecieron y Pedro centró toda su atención en ella, mirándola de manera penetrante con sus ojos oscuros. Era desconcertante.
Una camarera que Paula no había visto nunca le sirvió la copa de vino. Paula la sujetó por la base para mantener las manos ocupadas.
–Espero que combine bien con la comida – dijo él, mirando la copa de vino.
–Diría que, en estos momentos, no es lo que más me preocupa.
–Es algo que a mí siempre me preocupa. Aprecio los lujos de la vida. Una buena comida con un buen vino, un buen whisky y las mujeres bellas. Y he de añadir, señorita Chaves, que usted lo es.
Al oír sus palabras, Paula no pudo evitar que se le pusiera la piel de gallina.
¿Qué le sucedía? No le gustaba ese tipo de juego. Ni las bromas ni el coqueteo. Siempre trataba de comportarse de manera sensata y eso significaba no derretirse debido a la presencia de un hombre sexy.
–Supongo que debería decir «gracias», pero no voy a hacerlo porque siento que solo intenta retrasar la conversación inevitable que debemos tener.
–Quizá sea así – dijo él– . Aquí sirven una comida muy buena. No me gustaría nada arruinarla.
Paula miró hacia la izquierda y se fijó en una mesa llena de mujeres de clase alta de Manhattan. Todas los miraban, como preguntándose qué hacía una mujer como Paula con un hombre como Pedro. Igual que se notaba que aquellas mujeres eran de clase alta por la ropa y el peinado que llevaban, Paula sabía que se notaba que ella no pertenecía a esa clase a pesar del vestido que llevaba.
Lo sabía porque su padre había hecho un estudio completo de la clase alta para poder introducirse en ese círculo y robar su dinero.
Paula no había invertido mucho tiempo en intentar representar ese papel. De joven, casi siempre había pasado por una chica ingenua y sometida que necesitaba ayuda.
Era el papel que debía representar esa noche. Y aunque no podía agradecerle a su padre que la hubiera dejado sola a la hora de enfrentarse al problema, sí agradecía que le hubiera dado las herramientas necesarias para solucionar el desastre que él le había dejado.
–Para mí, la comida está arruinada desde antes de venir – dijo ella, tratando de parecer convincente.
Pedro no parecía conmovido. Estiró la mano y le acarició la mejilla con los nudillos. Ella se quedó tan sorprendida que no fue capaz de moverse. Se sonrojó, miró hacia la mesa de mujeres y, al ver que ponían una mueca, bajó la vista.
Era evidente que pensaban que era una chica de compañía.
O eso, o una mantenida. Pensaban que eran mejor que ella porque habían nacido teniendo lo que ella nunca podría ganar.
No obstante, Paula estaba acostumbrada a ello.
–Venga, no quiero compartir la comida con una acompañante difícil.
–Sabía que la gente pensaría que soy una prostituta – dijo ella, con emoción en la voz– . No soy esa clase de mujer.
Pedro la sujetó por la babilla para mantener su rostro quieto y dijo:
–Cara mia, eso es lo que eres. Estás aquí porque te he ofrecido algo, porque te he ofrecido un trato. Y no olvides que yo he comprado todo lo que llevas puesto.
Él era terrible. Nada parecía conmoverlo. No tenía corazón, y eso podía resultar problemático.
Ella se retiró y él bajó la mano.
–Dime qué es lo que quieres.
Los camareros aparecieron de nuevo para servirles la comida y Paula sintió que se le formaba un nudo en el estómago. Necesitaba que aquello terminara pronto. Cuanto más se alargara, más difícil sería que él se echara atrás.
Pedro no tenía esos problemas con la comida. Comió despacio y en silencio, disfrutando de cada bocado. Cada segundo que pasaba, era una tortura. Ella no quería hablar demasiado, pero tampoco demasiado poco. Él parecía tranquilo estando en silencio, permitiendo que ella se sintiera como un ratón enjaulado bajo su penetrante mirada.
Y peor aún, cuanto más la miraba más consciente se volvía ella acerca de las prendas de lencería cara que llevaba bajo el vestido. Había algo en su manera de mirarla… Y el hecho de que él supiera qué llevaba.
Podía verlo en su mirada. Él sabía exactamente qué aspecto tendría con la ropa que le había enviado.
La miraba como si fuera un objeto de su posesión, como si ya la poseyera.
Y quizá fuera así. Cuanto más tiempo estuviera allí sentada, más tiempo tendría para comprender el destino al que se enfrentaba y la situación en la que se encontraba. No sabía qué era lo que él le iba a exigir, pero conocía la alternativa.
Al llevarla allí, él había resaltado las diferencias de su posición social.
Ella era camarera, y mujer. Su relación con la actividad delictiva era irrefutable, aunque nunca la hubieran detenido.
Su padre se había fugado con el dinero que había robado de Alfonso Corporation, y ni siquiera regresaría si Paula fuera llevada a juicio. Nicolas Chaves no se jugaría el cuello por nadie. Ni siquiera por su propia hija. Y menos cuando podía elegir entre llevar una vida de lujo o entrar en prisión.
Paula serviría de ejemplo. La llevarían a juicio por robar a un hombre que había trabajado mucho para ganar dinero. E iría a prisión.
Sin embargo, él estaba dispuesto a ofrecerle un trato para evitar que fuera a la cárcel.
En realidad, no estaba segura de que pudiera rechazar su oferta.
Aunque fuera terrible.
En ese momento, se odiaba por ser tan cobarde. Por plantearse la idea de venderse con tal de evitar ir a prisión, pero tenía miedo. La cárcel era un lugar terrible.
Solo de pensar en aquella posibilidad, comenzaba a sudar.
Temía lo desconocido, pero cualquier otra cosa sería más fácil de superar.
«No sabes qué es lo que él quiere».
No, no lo sabía, pero él le había enviado lencería y eso decía bastante acerca de sus intenciones.
Y ella no era una ingenua cuando se trataba de hombres. Su padre era un mentiroso y un manipulador y le había enseñado a identificar a otras personas como él.
A Paula le gustaba estar preparada para lo peor. Y en ese caso Pedro la había vestido para el trabajo que él pretendía que desempeñara.
En cuanto Pedro terminó su plato, apareció otro camarero.
–¿Desea algo de postre, señor Alfonso?
–No… – Paula contestó sin darse cuenta– . No quiero postre.
–Por favor, sírvanos el postre y el café en mi suite – dijo Pedro, como si ella no hubiera hablado– . La señorita Chaves y yo estamos preparados para retirarnos.
–Por supuesto, señor – el camarero inclinó la cabeza y se marchó.
Paula sintió un nudo en el estómago. Él deseaba llevarla a un lugar privado. Quería estar a solas con ella.
–¿Vamos a hablar del trato? – no quería marcharse del comedor. Quería que él cambiara de opinión allí.
–Por supuesto. En mi habitación. Ahí es donde descubriré si has hecho caso a mis advertencias.
–¿Qué advertencias? – preguntó ella, aunque sabía muy bien a qué se refería.
–Si no te has puesto las prendas de lencería que te envíe, lo descubriré.
–No he aceptado ningún acuerdo – dijo ella, mirándolo a los ojos.
Recordó que retar a un hombre como aquel no le serviría de nada. Era un macho alfa. Sin embargo, si representaba el papel de una mujer débil y desconcertada, quizá consiguiera que aflorara en él su instinto protector. No debía olvidarlo.
Debía mantenerse en su papel.
–Aceptarás todo lo que te pida, porque, si vamos a juicio, ganaré. Sabes que es cierto lo que digo.
Ella tragó saliva y no trató de disimular su nerviosismo.
Deseaba que él percibiera el temor en su mirada. Mostrar osadía no le serviría de nada.
–No comprendo cómo te beneficiará esto.
–Cara, no tienes que comprender nada. No tengo que darte explicaciones. Solo tengo que plantearte las opciones – colocó la mano extendida sobre la mesa– . Así que dime, ¿prefieres venir a mi suite o ir a la cárcel?
Paula miró su plato de comida y apretó los labios.
–Si esas son mis opciones, prefiero ir a tu suite – dijo ella.
Todavía podía darle la vuelta a aquella situación. Le haría ver que solo era una víctima. Repitió su mantra una y otra vez, para ver si llegaba a creérselo. Si ella lo creía, sería más fácil conseguir que él lo creyera también.
–Muy bien – Pedro se puso en pie y se acercó a ella, ofreciéndole la mano para ayudarla a ponerse en pie.
Ella no aceptó su ayuda y se levantó.
–Me gustan las mujeres con carácter, pero también me gusta que me obedezcan cuando lo pido – se abrochó la chaqueta y la miró fijamente a los ojos– . Espero que me hayas obedecido en lo que te ordené. De otro modo, descubrirás que mis amenazas no son en vano – le tendió la mano y ella se la agarró– . Vamos, cara mia, continuaremos en mi habitación.
CULPABLE: CAPITULO 2
–¿Paula Chaves?
–¿Sí?
–Nunca hemos hablado, pero sabe quién soy. Pedro, Pedro Alfonso. Tiene algo que me pertenece, mi bella ladronzuela.
Su voz era grave y su ascendencia italiana se hacía evidente en cada sílaba. Era el tipo de voz que hacía que a ella se le formara un nudo en la garganta, y que provocaba que le resultara difícil hablar.
–No soy una ladrona – dijo ella tratando de aparentar convicción– . Mi padre es un estafador y él…
–Y usted es su cómplice.
–Puedo explicárselo. Él me mintió. ¡Yo no sabía lo que estaba haciendo!
–Sí, sí. Lloriquee clamando su inocencia… Sin embargo, no me conmueve.
Ella se mordió el labio inferior tratando de sentirse perseguida, de revivir todo lo que había sentido cuando su padre se marchó. Todo para que él pudiera escuchar una verdad que no estaba presente.
–Mi intención no era robar nada suyo.
–Sin embargo, me falta un millón de dólares. Y no encuentro a su padre por ningún sitio. Hay que solucionar este asunto.
–Si pudiera encontrar a mi padre me encargaría de que devolviera el dinero – dijo, a pesar de que sabía que a esas alturas ya lo habría invertido en alguna cosa.
–Aun así, no es capaz de encontrar a su padre, ¿verdad?
No. No podía. Y aunque pudiera, dudaba de que él estuviera dispuesto a ahorrarle problemas y a cargar con la responsabilidad de todo. Él la había dejado para que se enfrentara a aquello sola a propósito.
–Tengo que proponerle un trato – continuó Pedro.
–¿Un trato?
–Sí, pero no me gusta hablar de asuntos importantes por teléfono. Mañana recibirá instrucciones. Sígalas o cambiaré de opinión y presentaré cargos en su contra. Y usted, señorita Chaves, pasará unos años en la cárcel por fraude y robo.
CULPABLE: CAPITULO 1
Nos reuniremos en The Mark a la 1:30 p.m. Ponte el vestido que te he enviado esta tarde. En esta bolsa encontrarás las prendas de lencería que llevarás bajo el vestido. Esto no es negociable. Si no obedeces, me enteraré. Y te castigaré por ello.
P.
Paula Chaves miró la bolsa de la tienda de lujo que estaba en la mesa de la entrada. Era de color gris oscuro y tenía el logotipo de una famosa tienda de lencería en un lateral. En el interior había un papel de seda a juego y un sobre blanco con una tarjeta. Ella lo sabía porque lo había abierto y había leído las instrucciones que estaban impresas en la tarjeta mientras la rabia la inundaba por dentro.
Después, había guardado la tarjeta en el bolso. No quería volver a leerla. Una vez era suficiente.
Seis meses antes, él había sido un objetivo para su padre. Y para ella.
Parte de un timo. Un objetivo que en aquellos momentos la tenía a su merced. Y ella odiaba que fuera así. Odiaba perder. Odiaba sentirse en desventaja.
Debería haber mandado a su padre a freír espárragos cuando, después de casi un año sin estar en contacto, él reapareció en su vida.
«Una vez más, Paula. Solo una vez más».
Una vez más y, al final, todo sería maravilloso. ¿Cuántas veces había oído aquello? Siempre con un guiño y una sonrisa característica, con aquel encanto que permitía que lo consiguiera todo en la vida. Ella había deseado tener la oportunidad de estar en su círculo. De ser parte de él. De que él la valorara lo suficiente como para llevarla a todos los sitios. Deseaba poder dejar de pasar el tiempo en el sofá de su abuela, preguntándose cuándo regresaría su padre. Y de pasar las noches sola y aterrorizada en un apartamento vacío mientras él salía para trabajar.
Todo terminaría una vez que él tuviera la puntuación adecuada.
Se le daba muy bien inventar historias maravillosas a partir de un trocito de paja. Y ella deseaba introducirse en el mundo lujoso del que él tanto hablaba. Donde las cosas eran fáciles. Donde podrían estar juntos.
Sin embargo, siempre hacía falta un trabajo más.
Durante toda su vida, su padre le había prometido que después de la tormenta saldría el arcoíris, pero hasta entonces ella solo había visto rayos y truenos.
En esa ocasión, la había dejado de pie en un charco, sujetándose a un pararrayos.
En cuanto su padre salió de la ciudad, ella supo que estaba en un lío. No obstante, se quedó allí porque no tenía dónde ir. Allí estaba su vida. Tenía algunos amigos. Un trabajo. Y estaba segura de que pasaría desapercibida. Siempre lo había hecho.
Seis meses de silencio. Seis meses de su vida viviendo como siempre. Seis meses para superar la traición de su padre. Seis meses para olvidar que se había forjado un poderoso enemigo.
Y después, aquella exigencia.
La recibió un día después de que él contactara con ella por primera vez. Una llamada al móvil desde un teléfono desconocido.
Ella sabía cuál era su aspecto. Pedro Alfonso era famoso. El playboy, el favorito de los medios de comunicación. Aspecto de modelo, coches de lujo y novias despampanantes.
Básicamente todo lo que se necesita para captar la atención del público.
Ella lo había visto en fotos, pero nunca había oído su voz.
Hasta el día anterior. Hasta que contactó con ella. En seguida se percató de que no podría huir de él, ni esconderse.
No sin romper con todo y desaparecer a media noche.
Dejando su apartamento, su trabajo en el restaurante y su pequeño grupo de amigos. Volviéndose invisible, como había sido durante su infancia. Cuando tenía las cosas justas para poder meterlas en una bolsa y salir corriendo con su padre si era necesario. Después su padre la dejaba un tiempo en casa de su abuela, casi sin avisar.
No. No había podido soportar la idea de convertirse en aquella persona otra vez. Un fantasma en el mundo de los humanos, incapaz de formar parte de nada.
Así que había decidido quedarse.
Y eso significaba que tendría que llevar a cabo un engaño mayor de lo que habría deseado. De ese modo esperaba terminar con aquello y marcharse libremente. Tenía que verlo, y convencerlo de su inocencia.
No obstante, él se había adelantado y la había llamado.
CULPABLE: SINOPSIS
Ella compartió su cama… Llevaba a su heredero en el vientre… ¡Y se convirtió en su esposa!
Quizá fuera el padre de Paula Chaves quien robó a Pedro Alfonso , el magnate, pero fue Paula quien tuvo que pagar por ello.
A Paula le habría bastado con entregar su virginidad para pagar la deuda, pero la noche apasionada que pasó con el enigmático italiano tuvo consecuencias inesperadas.
Decidida a que su hijo tuviera una infancia mejor de la que ella tuvo,Paula le pidió a Pedro que la ayudara económicamente. Sin embargo, Pedro tenía otros planes en mente: ¡legitimar a su heredero convirtiendo a Paula en su esposa!
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