Y así fue cómo se encontró en esa situación. Con aquellas instrucciones, con aquella bolsa y con aquel vestido que todavía no había sacado de la funda porque tenía miedo de mirarlo.
No obstante, aunque lo ignorara no lo haría desaparecer.
Igual que ignorar a Pedro no le serviría de nada. No conseguiría retirar la amenaza que él había hecho acerca de su libertad.
Tendría que ir a la reunión. Tendría que seguir las instrucciones que él le había dado.
Y después, no sabía qué haría. Miró de nuevo la bolsa de la lencería y se estremeció. No sabía qué era lo que él le iba a ofrecer, pero empezaba a sospecharlo. Una que no le gustaba, y que no conseguiría olvidar.
Era una tontería, porque no podía imaginar por qué Pedro podía quererla a ella en vez de un millón de dólares o de justicia, sin embargo, le había enviado lencería.
Al margen de cuáles fueran sus preocupaciones, no tenía más remedio que obedecer.
Si no, iría a la cárcel.
Y por mucho que la gente considerara que el sistema de justicia servía para protegerla, ella no. La cárcel era el peor lugar donde podía terminar. Nadie del exterior se preocupaba por los presos y ellos debían cuidar de sí mismos.
Así que tendría que sacar lo mejor de sí misma y explotar al máximo sus habilidades.
Pedro podía pensar que llevaba la delantera… Y ella permitiría que siguiera pensándolo.
****
El vestido era tan apretado que Paula apenas podía respirar.
Finas capas de encaje se ceñían contra su cuerpo y dejaban al descubierto una pizca de piel. También había recibido unos zapatos, y le quedaban igual de bien que el vestido y que la ropa interior. Eran de tacón alto y, junto a la falda corta que llevaba, estilizaban sus piernas.
No se sentía cómoda con tanta piel al descubierto, pero eso la ayudaría.
Respiró hondo y entró en The Mark. Acompañada por el ruido que hacían sus tacones sobre los baldosines, atravesó el recibidor y se dirigió a la entrada del restaurante, sonrojándose al ver que la encargada la miraba de arriba abajo.
La mujer la miraba de manera neutral, sin embargo,Paula percibió cierto desdén en su mirada.
Podía imaginar que una mujer con un vestido corto y ceñido como el suyo solo tenía un propósito en un establecimiento como aquel. Si la intención de Pedro era humillarla, lo estaba haciendo muy bien.
Aunque, una vez más, no era algo del todo malo, porque ella podría aprovechar el calor de sus mejillas y el ligero temblor de sus piernas para desempeñar su papel de mujer ingenua.
–Tengo una cita con Pedro Alfonso – le dijo a la encargada.
–Por supuesto, señorita. El señor Alfonso tiene una mesa privada en la parte trasera del comedor. Todavía no ha llegado, pero estaré encantada de acompañarla hasta su asiento.
La encargada se volvió y se dirigió hacia el comedor. Paula la siguió, concentrándose en pisar bien sobre la moqueta para no torcerse un tobillo. Hacía mucho tiempo que no llevaba zapatos de tacón.
Las aceras del barrio neoyorquino donde vivía no estaban acondicionadas para ese tipo de calzado, y en el tipo de trabajo que desempeñaba no necesitaba llevarlos.
Su primer trabajo de verdad había sido de camarera en un restaurante. Después de que su padre se marchara, ella decidió salirse del negocio familiar. Era lo bastante mayor para comprender que estafar no era un trabajo y que por muy ricas o despiadadas que fueran las personas a las que se estafaba, no era una manera de vivir la vida a largo plazo.
Entonces, él regresó para dedicarle todo tipo de sonrisas, esas que ella tanto había echado de menos, y pedirle que lo ayudara una vez más.
«Solo una vez más…».
Y como era idiota, se convirtió en una estafadora estafada por un estafador. Y en esos momentos estaba metida en un gran lío.
–¿Puedo traerle algo de beber?
–Una copa de vino blanco – contestó Paula. A veces el vino contribuía a que tuviera una conversación más fluida.
–Por supuesto, señorita – se marchó.
Paula miró el menú, pero no se molestó en leer la descripción de la comida. En un lugar como aquel, todo estaría muy rico. Además, tenía un nudo en el estómago, algo que solía pasarle cuando mentía.
De pronto, se hizo un gran silencio en el restaurante.
Ella levantó la vista y vio entrar a un hombre. Era muy atractivo y ella no era la única que opinaba aquello. Todas las personas del restaurante estaban mirándolo. Era alto y esbelto como una pantera. Tenía el cabello negro peinado hacia atrás y llevaba un traje negro que se amoldaba perfectamente a su cuerpo. Sin embargo, no era su ropa ni los zapatos italianos que llevaba, tampoco el reloj de oro ni las lujosas gafas de sol que se había quitado al entrar, lo que llamaba la atención de los demás.
Era algo más. Un magnetismo que no podía pasarse por alto.
Todo él estaba diseñado para captar la atención de la gente.
Y mientras él se acercaba ella pudo ver su piel aceitunada, sus pómulos prominentes y su nariz recta. Y sus labios… No recordaba haberse fijado nunca en los labios de un hombre, sin embargo, se había fijado en los de él.
Pedro Alfonso era incluso más atractivo en persona de lo que parecía en las fotos de las revistas. Una lástima. ¿Por qué no podía haberse llevado una gran decepción al verlo?
–Señorita Chaves – dijo él– . Me alegra ver que ha venido. Y que le ha gustado el vestido.
Su comentario provocó que ella deseara que le hubieran servido el vino para lanzárselo a la cara. Pedro no le había dejado elección y él lo sabía.
«No permitas que te pique. Eres tú quien ha de picarlo a él».
–Es una buena elección – repuso ella– . Puesto que nunca nos habíamos visto, me sorprendió un poco.
–Ah, hice que la investigaran a fondo – se sentó frente a ella y se desabrochó el botón de la chaqueta. Al instante, varios camareros aparecieron de la nada– . Tomaremos lo que el chef nos recomiende – dijo él.
Los camareros desaparecieron y Pedro centró toda su atención en ella, mirándola de manera penetrante con sus ojos oscuros. Era desconcertante.
Una camarera que Paula no había visto nunca le sirvió la copa de vino. Paula la sujetó por la base para mantener las manos ocupadas.
–Espero que combine bien con la comida – dijo él, mirando la copa de vino.
–Diría que, en estos momentos, no es lo que más me preocupa.
–Es algo que a mí siempre me preocupa. Aprecio los lujos de la vida. Una buena comida con un buen vino, un buen whisky y las mujeres bellas. Y he de añadir, señorita Chaves, que usted lo es.
Al oír sus palabras, Paula no pudo evitar que se le pusiera la piel de gallina.
¿Qué le sucedía? No le gustaba ese tipo de juego. Ni las bromas ni el coqueteo. Siempre trataba de comportarse de manera sensata y eso significaba no derretirse debido a la presencia de un hombre sexy.
–Supongo que debería decir «gracias», pero no voy a hacerlo porque siento que solo intenta retrasar la conversación inevitable que debemos tener.
–Quizá sea así – dijo él– . Aquí sirven una comida muy buena. No me gustaría nada arruinarla.
Paula miró hacia la izquierda y se fijó en una mesa llena de mujeres de clase alta de Manhattan. Todas los miraban, como preguntándose qué hacía una mujer como Paula con un hombre como Pedro. Igual que se notaba que aquellas mujeres eran de clase alta por la ropa y el peinado que llevaban, Paula sabía que se notaba que ella no pertenecía a esa clase a pesar del vestido que llevaba.
Lo sabía porque su padre había hecho un estudio completo de la clase alta para poder introducirse en ese círculo y robar su dinero.
Paula no había invertido mucho tiempo en intentar representar ese papel. De joven, casi siempre había pasado por una chica ingenua y sometida que necesitaba ayuda.
Era el papel que debía representar esa noche. Y aunque no podía agradecerle a su padre que la hubiera dejado sola a la hora de enfrentarse al problema, sí agradecía que le hubiera dado las herramientas necesarias para solucionar el desastre que él le había dejado.
–Para mí, la comida está arruinada desde antes de venir – dijo ella, tratando de parecer convincente.
Pedro no parecía conmovido. Estiró la mano y le acarició la mejilla con los nudillos. Ella se quedó tan sorprendida que no fue capaz de moverse. Se sonrojó, miró hacia la mesa de mujeres y, al ver que ponían una mueca, bajó la vista.
Era evidente que pensaban que era una chica de compañía.
O eso, o una mantenida. Pensaban que eran mejor que ella porque habían nacido teniendo lo que ella nunca podría ganar.
No obstante, Paula estaba acostumbrada a ello.
–Venga, no quiero compartir la comida con una acompañante difícil.
–Sabía que la gente pensaría que soy una prostituta – dijo ella, con emoción en la voz– . No soy esa clase de mujer.
Pedro la sujetó por la babilla para mantener su rostro quieto y dijo:
–Cara mia, eso es lo que eres. Estás aquí porque te he ofrecido algo, porque te he ofrecido un trato. Y no olvides que yo he comprado todo lo que llevas puesto.
Él era terrible. Nada parecía conmoverlo. No tenía corazón, y eso podía resultar problemático.
Ella se retiró y él bajó la mano.
–Dime qué es lo que quieres.
Los camareros aparecieron de nuevo para servirles la comida y Paula sintió que se le formaba un nudo en el estómago. Necesitaba que aquello terminara pronto. Cuanto más se alargara, más difícil sería que él se echara atrás.
Pedro no tenía esos problemas con la comida. Comió despacio y en silencio, disfrutando de cada bocado. Cada segundo que pasaba, era una tortura. Ella no quería hablar demasiado, pero tampoco demasiado poco. Él parecía tranquilo estando en silencio, permitiendo que ella se sintiera como un ratón enjaulado bajo su penetrante mirada.
Y peor aún, cuanto más la miraba más consciente se volvía ella acerca de las prendas de lencería cara que llevaba bajo el vestido. Había algo en su manera de mirarla… Y el hecho de que él supiera qué llevaba.
Podía verlo en su mirada. Él sabía exactamente qué aspecto tendría con la ropa que le había enviado.
La miraba como si fuera un objeto de su posesión, como si ya la poseyera.
Y quizá fuera así. Cuanto más tiempo estuviera allí sentada, más tiempo tendría para comprender el destino al que se enfrentaba y la situación en la que se encontraba. No sabía qué era lo que él le iba a exigir, pero conocía la alternativa.
Al llevarla allí, él había resaltado las diferencias de su posición social.
Ella era camarera, y mujer. Su relación con la actividad delictiva era irrefutable, aunque nunca la hubieran detenido.
Su padre se había fugado con el dinero que había robado de Alfonso Corporation, y ni siquiera regresaría si Paula fuera llevada a juicio. Nicolas Chaves no se jugaría el cuello por nadie. Ni siquiera por su propia hija. Y menos cuando podía elegir entre llevar una vida de lujo o entrar en prisión.
Paula serviría de ejemplo. La llevarían a juicio por robar a un hombre que había trabajado mucho para ganar dinero. E iría a prisión.
Sin embargo, él estaba dispuesto a ofrecerle un trato para evitar que fuera a la cárcel.
En realidad, no estaba segura de que pudiera rechazar su oferta.
Aunque fuera terrible.
En ese momento, se odiaba por ser tan cobarde. Por plantearse la idea de venderse con tal de evitar ir a prisión, pero tenía miedo. La cárcel era un lugar terrible.
Solo de pensar en aquella posibilidad, comenzaba a sudar.
Temía lo desconocido, pero cualquier otra cosa sería más fácil de superar.
«No sabes qué es lo que él quiere».
No, no lo sabía, pero él le había enviado lencería y eso decía bastante acerca de sus intenciones.
Y ella no era una ingenua cuando se trataba de hombres. Su padre era un mentiroso y un manipulador y le había enseñado a identificar a otras personas como él.
A Paula le gustaba estar preparada para lo peor. Y en ese caso Pedro la había vestido para el trabajo que él pretendía que desempeñara.
En cuanto Pedro terminó su plato, apareció otro camarero.
–¿Desea algo de postre, señor Alfonso?
–No… – Paula contestó sin darse cuenta– . No quiero postre.
–Por favor, sírvanos el postre y el café en mi suite – dijo Pedro, como si ella no hubiera hablado– . La señorita Chaves y yo estamos preparados para retirarnos.
–Por supuesto, señor – el camarero inclinó la cabeza y se marchó.
Paula sintió un nudo en el estómago. Él deseaba llevarla a un lugar privado. Quería estar a solas con ella.
–¿Vamos a hablar del trato? – no quería marcharse del comedor. Quería que él cambiara de opinión allí.
–Por supuesto. En mi habitación. Ahí es donde descubriré si has hecho caso a mis advertencias.
–¿Qué advertencias? – preguntó ella, aunque sabía muy bien a qué se refería.
–Si no te has puesto las prendas de lencería que te envíe, lo descubriré.
–No he aceptado ningún acuerdo – dijo ella, mirándolo a los ojos.
Recordó que retar a un hombre como aquel no le serviría de nada. Era un macho alfa. Sin embargo, si representaba el papel de una mujer débil y desconcertada, quizá consiguiera que aflorara en él su instinto protector. No debía olvidarlo.
Debía mantenerse en su papel.
–Aceptarás todo lo que te pida, porque, si vamos a juicio, ganaré. Sabes que es cierto lo que digo.
Ella tragó saliva y no trató de disimular su nerviosismo.
Deseaba que él percibiera el temor en su mirada. Mostrar osadía no le serviría de nada.
–No comprendo cómo te beneficiará esto.
–Cara, no tienes que comprender nada. No tengo que darte explicaciones. Solo tengo que plantearte las opciones – colocó la mano extendida sobre la mesa– . Así que dime, ¿prefieres venir a mi suite o ir a la cárcel?
Paula miró su plato de comida y apretó los labios.
–Si esas son mis opciones, prefiero ir a tu suite – dijo ella.
Todavía podía darle la vuelta a aquella situación. Le haría ver que solo era una víctima. Repitió su mantra una y otra vez, para ver si llegaba a creérselo. Si ella lo creía, sería más fácil conseguir que él lo creyera también.
–Muy bien – Pedro se puso en pie y se acercó a ella, ofreciéndole la mano para ayudarla a ponerse en pie.
Ella no aceptó su ayuda y se levantó.
–Me gustan las mujeres con carácter, pero también me gusta que me obedezcan cuando lo pido – se abrochó la chaqueta y la miró fijamente a los ojos– . Espero que me hayas obedecido en lo que te ordené. De otro modo, descubrirás que mis amenazas no son en vano – le tendió la mano y ella se la agarró– . Vamos, cara mia, continuaremos en mi habitación.
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