sábado, 14 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 17






Pedro seguía las blancas bocanadas de su frío aliento mientras ascendía por la escarpada senda que los llevó a Paula y a él alrededor del lago Dove y del hermoso cráter de Cradle Mountain.


El gélido aire le congelaba los pulmones, sobre ellos pendía un cielo azul claro, bajo sus pies desaparecía un terreno abrupto y desafiante, y a su alrededor lo envolvían las perfectas y singulares imágenes que encandilarían a montañeros y televidentes por igual.


Esa joya de lugar había estado en la periferia de su vida todo ese tiempo y él ni siquiera había sabido que existía.


Sintió un tirón en la parte trasera de la chaqueta y, al girarse, encontró a Paula resoplando.


–Más despacio… por favor… –le suplicó con la respiración entrecortada.


Él hizo lo que le pidió; el rostro de Paula, o lo que podía ver de él entre su gorro de nieve y el cuello de piel de la enorme parca que había pedido en el hotel, estaba sonrojado.


Tan decidido estaba en quemar toda la adrenalina que seguía invadiéndolo, incluso después del esfuerzo maratoniano de esa mañana, que había olvidado que ella no era una alpinista experimentada. No cocinaba, y a juzgar por cómo estaba, tampoco hacía ejercicio. Esas eran dos cosas que él no sabía. Eso, y el hecho de que tuviera una adorable marca de nacimiento con forma de fresa en el centro de su nalga derecha. Se preguntó qué otras joyas descubriría sobre su ayudante durante ese fin de semana de cuatro días.


– ¿Cuánto queda? –preguntó ella con las manos en las rodillas.


–Creía que ibas a ser mi guía.


Ella lo miró con unos grandes ojos verdes y después agitó una mano.


–Esto es Cradle Mountain. Eso es el lago Dove. Bonito, ¿eh? Ahora, ¿puedo volver al hotel?


Él se rio y ella lo miró asombrada por el hecho de que fuera capaz de reírse. No ayudaba nada que intentara parecer furiosa cuando estaba cubierta con ropa suficiente para vestir a tres personas. Si no hiciera tanto frío que él no podía sentir la nariz, habría creído que ella se había propuesto no resultarle sexy. Y lo que Paula no sabía era que él llevaba la mitad del paseo queriendo volver al hotel para quitarle una a una esas capas de ropa que llevaba encima.


Miró hacia delante.


–Vamos, veo un sitio donde podemos parar.


–Oh, gracias a Dios.


Pedro volvió a reírse y se situó detrás de ella para darle un empujoncito y seguir subiendo por el sendero.


–¿Por qué no se me habrá ocurrido ponerme patines? –dijo ella mirando hacia atrás–. Podrías haber estado todo el camino así.


–¿También cuesta abajo?


–Es verdad, tienes razón.


Pasaron por encima de la valla de seguridad y se sentaron el uno junto al otro sobre un gran y plano peñón.Pedro fue directo a por su botella de agua y estiró los pies para que no le dieran calambres en los músculos. Paula se tumbó de espaldas y no se movió.


Desde donde se encontraban tenían una vista perfecta del lago y de los picos de la que una vez fuera una roca subvolcánica cubierta de vegetación. Espirales del humo de chimeneas delataban la ubicación del Gatehouse que, de lo contrario, habría quedado oculto por el bosque.


Y si eso era un simple aperitivo de lo que la isla tenía que ofrecer, entonces Pedro estaba seguro de que quería seguir descubriendo más… y pronto. Por suerte para él tenía un gran guía en su equipo; uno que había mostrado interés por entrar a trabajar en el departamento de producción.


–¿Estás divirtiéndote? –le preguntó Paula, aún tumbada. 


–Un montón. ¿Y tú?


–Mmm. ¿Sería una completa metedura de pata preguntarte por qué te apasionan tanto las montañas?


–¿Por qué no? ¿Qué pasa con las montañas? –le contestó él, dándole la misma respuesta que había dado miles de veces en entrevistas y conversaciones privadas por igual.


–¿Es lo único que vas a darme?


Pedro apoyó la espalda en el duro suelo y Paula volteó los ojos.


–Vale, genial, hazte el reservado, pero recuerda que fuiste tú el que dijo que lo que pase aquí, se queda aquí. Interpreté que con eso te referías a mi intento en el karaoke anoche y a las extravagancias de mi madre, además de a cualquier otra revelación privada con que nos pudiéramos topar.


La miró. Tenía razón. Él había sido testigo de aspectos de su vida que ella habría preferido mantener separados de su vida en Melbourne y tenía que respetarlo.


–¿Por qué las montañas…? –Comenzó a decir mientras contemplaba las impresionantes vistas–. Más o menos por esto: cuando escalas una montaña solo, el desafío es tan grande, parece tan imposible, que la recompensa es aún más dulce cuando llegas a la cima. Has conquistado lo inconquistable. Solo. La gloria es únicamente tuya.


Se quedaron sentados en silencio un rato mientras sus palabras desaparecían en el fino aire y después Paula dijo:
–Pero entonces así no tienes a nadie que te anime y vitoree cuando lo logras. Nadie que te proteja si te caes.


Pedro la miró. Ella estaba mirándolo a él, con expresión de interés pero también de preocupación. Esos ojos verde claro estaban viendo demasiado, estaban queriendo demasiado de él. Comenzó a responder despacio y sintiéndose algo incómodo.


–Crecí acostumbrado a no tener a nadie que me animara ni que me protegiera si me caía. Y la verdad es que lo prefiero así.


–Lo sé, pero no entiendo por qué.


Él tragó con dificultad. No podía hacerlo. No debería hacerlo. 


No era asunto suyo.


Paula se incorporó y esperó hasta que él la miró.


–Echo de menos que mi padre me diga «Esa es mi niña» cuando hago algo fantástico. Incluso echo de menos cuando mi madre protestaba mientras tenía que vendarme una rodilla arañada y nada femenina. Puedo vivir sin ellos, pero es agradable saber que si alguna vez necesito esa clase de apoyo, tengo amigos que se preocupan por mí, que vendrán a mi rescate. Tú también los tienes y lo sabes. Solo tienes que dejar que se acerquen.


Pedro sacudió la cabeza.


–Por propia experiencia sé que solo puedes confiar en ti mismo.


–¿Qué experiencia?


–Experiencia formativa.


–Pues inténtalo de nuevo.


–No puedo.


–¿Por qué no?


¡Esa mujer era demasiado insistente!


–¿De verdad quieres saberlo?


–De verdad quiero saberlo.


–Bien –respondió tan fuerte que su palabra resonó por el cavernoso espacio. Y entonces, como si estuviera disparando con un rifle, comenzó a hablarle de la marcha de su padre antes de que él naciera, de la continuada indiferencia de su madre, del día en que ella había decidido que cuidar de él era demasiado difícil. Le habló de las numerosas direcciones en que había habitado, del modo en que había visto a gente echar de su casa a un niño indefenso solo porque les resultaba más cómodo estar sin él. 


Y entonces, de pronto, los ejemplos que iba poniéndole se volvieron más específicos. Nombres, caras, lugares, fechas. 


Una desilusión tras otra.


Había pasado un rato antes de que se diera cuenta de que ella estaba rodeándolo por el codo con su mano enguantada y ofreciéndole la clase de apoyo que él habría tenido si lo hubiera pedido.


–¿La ves? ¿A tu madre?


–Una vez la busqué, cuando tenía unos veinte años. Había ganado algo de dinero, había comprado unas propiedades, me había demostrado a mí mismo que era una persona que valía la pena y la necesidad de hacerla partícipe de ello fue llenándome hasta que no pude contenerla y no tuve más elección que buscarla.


Paula, con delicadeza, apoyó la cabeza contra su brazo. Ahí donde otros tal vez habrían cambiado de tema o se habrían sentido incómodos, ella sencillamente lo absorbió todo, todo lo que le decía. Como una esponja. Y, al verlo, él no sintió ninguna necesidad de apartarse.


–Le escribí una carta y ella me respondió. Acordamos vernos, yo me presenté donde habíamos quedado y la vi por la ventana en la calle. Habían pasado años, pero supe que era ella al instante. Ella no miró dentro del restaurante, jamás me vio sentarme
Jamás llegó a cruzar la puerta. Fue como si la multitud que ocupaba la calle se la hubiera tragado y esa fue la última vez que la vi.


Mientras revivía aquel momento en su cabeza daba por hecho que le dolería tanto que ya estaba preparado para hacer lo que hacía siempre: cerrarse a toda clase de emociones y no sentirse jamás dependiente de la opinión que alguien tuviera de él. Sin embargo, le sucedió lo contrario, porque el dolor que sintió fue leve, distante, apaciguado por la balsámica cercanía de Paula.


Se quedaron allí sentados un buen rato y el único sonido que oyeron fue el del viento removiendo los arbustos que tenían a los pies y el de un solitario águila que surcaba el cielo azul brillante en una hermosa danza.


–Ahora sé que no fue por mí. Por muy bueno que yo hubiera sido, por mucho éxito que hubiera tenido, para ella jamás habría sido suficiente.


Entonces Paula dijo:
–Entonces, ¿no jugabas a cantar con el cepillo de tu madre?


Y él se rio. A carcajadas. Con ganas. Y cualquier tensión que pudiera quedar en su interior se desplazó por el valle como un trueno.


–No, que yo recuerde.


Ella levantó la mano de su brazo, y por ridículo que pareciera porque iba muy bien abrigado, Pedro sintió frío.


–Dios, me siento una idiota por haberme quejado tanto de las deficiencias de Virginia como madre. Por lo menos lo intentó. No bien, pero sí que hizo un esfuerzo. ¿Por qué no me has dicho antes que cerrara la boca y dejara de compadecerme?


¿Por qué? Porque nunca se lo había contado a nadie. 


Porque nunca había querido revelar esas debilidad que llevaba en los genes. Porque creía que ella tenía todo el derecho del mundo a sentirse molesta por el comportamiento de su madre. –Gracias.


–¿Por qué?


Ella se encogió de hombros, pero no dejó de sonreír.


Esa boca. No podía recordar qué le había convencido a seguir hablando cuando lo único que tenía que hacer era perderse en esa boca. El deseo de besarla era primario y brotaba desde su interior. El deseo de quitarle el gorro y deslizar los dedos entre su pelo. De acariciar esos suaves y rosados labios para después, continuar acariciándolos con la boca, con la lengua. El deseo de tenderla delicadamente sobre el suelo y hacerle el amor hasta que cayera la noche y murieran congelados.


Para ser un hombre que sabía utilizar muy bien una brújula, se sentía como si hubiera perdido el norte.


Y como si pensara que había rozado el límite, Paula cambió de tema.


–No puedo creerme que mi hermana pequeña vaya a casarse mañana.


–¿Te resulta extraño que sea ella la primera?


–¿Extraño…? No, no, claro que no. Ya he visto cómo puede resultar cuando se hace sin pensarlo, sin planificarlo, sin tener una certeza. Un buen ejemplo de eso: mi madre. Yo soy más cauta, supongo. No tengo la fe ciega de Elisa. 
Además, soy una mujer de mi trabajo, ¿no lo sabías?


Él se rio.


–Me alegra saberlo.


–Bueno, ya que estamos hablando del tema, dime cómo es posible que una guapísima aspirante a estrella con ojitos brillantes no te haya cazado hace tiempo –dijo mirando al suelo.


–¿Quién dice que me gusten las chicas guapísimas con ojitos brillantes…? De acuerdo, voy a parar aquí antes de que parezca un idiota.


–Demasiado tarde –refunfuñó ella.


Pero Pedro captó que Paula no había hecho la pregunta tan a la ligera, sabía que quería conocer la respuesta porque ella era una de esas personas que lo rodeaban y se preocupaban por él. Sin embargo, tenía que asegurarse de que no cometiera el error de preocuparse demasiado.


–Me gustan las mujeres, pero me gusta más estar soltero. Siempre he sido absolutamente transparente en ese terreno y todavía no puedo decir que ninguna mujer se me haya enganchado a las piernas sin querer soltarme después de haber roto. Me gusta pensar que he encontrado mi equilibrio perfecto.


–¿Nunca se te ha ocurrido que a lo mejor se marchan pensando que son afortunadas por haberte tenido, al menos, un poco? ¿Aunque haya sido solo por un momento? ¿Y que tu «transparencia» haya hecho imposible que hayan deseado más?


Él miró a Paula, que seguía mirando al suelo, y le pareció ver que tenía las mejillas muy sonrojadas y que estaba mordisqueándose el labio.


–¿Entonces crees que soy un buen partido? –lo había dicho como una broma, como una forma de romper la tensión, pero su tono había sonado muy serio.


Quería conocer su respuesta, necesitaba saberlo, porque si para ella eso era más que una aventura de fin de semana…
Paula se quedó paralizada. ¡Qué pequeña se la veía debajo de tantas capas de ropa! Lentamente alzó la cabeza para mirar al horizonte.


–Para ser un buen partido, deberías dejarte atrapar.


–No te ocultes detrás de la semántica –gruñó él, cada vez de peor humor y maldiciéndola por no haber seguido sus reglas.


Ella se giró con los ojos brillantes.


–De acuerdo. Entonces, ya entiendo por qué algunos podrían pensar que eres un buen partido. Rico, famoso, guapo bajo la correcta luz.


–¿Pero tú no lo piensas?


Ella volteó los ojos y miró al cielo, como pidiendo ayuda a los dioses o tal vez pidiendo que lanzaran un rayo que lo dejara ahí tieso donde estaba.


–Olvidas que llevamos trabajando juntos demasiado tiempo. Te conozco demasiado bien, Pedro, tanto en tus días buenos como en los malos, como para permitirme semejante fantasía.


Él la miró buscando un atisbo de humor o una mentira, pero por primera vez no pudo descifrar nada en esos preciosos ojos verdes. Se sentía descolocado, extraño, por no ser él el que tenía el control de la situación. Era algo que no le gustaba.


–Por suerte para ti eres demasiado inteligente para mí.


–Por suerte para ti.


Parecía que todo estaba volviendo a su ser. Una desagradable sensación se posó sobre sus hombros y se levantó para estirar la espalda, sobrecargada con una tensión que nada tenía que ver con la subida a la montaña ni con el frío.


Extendió una mano y la ayudó a levantarse. Ella intentó sacudirse la espalda, pero llevaba tantas capas de ropa que apenas podía hacer el movimiento de alcanzarse la espalda.


Él la giró y, rápidamente, le sacudió la hierba de su bien almohadillado trasero mientras ella estaba ahí de pie, permitiéndoselo. Y a pesar de la situación, Pedro sintió cómo iba excitándose. ¡Por Dios! Tres capas de ropa y, aun así, podría haberse pasado tres días enteros acariciando ese trasero.


Resguardó la mano de nuevo en la protección de la manga de su cazadora y echó a andar por el sendero, de vuelta hacia el lago, hacia el Gatehouse, hacia su suite.


Lo único que sabía era que una vez cerraran la puerta, toda esa tensión se traduciría en pasión y no podrían esperar a ponerse las manos encima el uno al otro.


La deseaba lo suficiente como para permitirle mirar en su bien protegido pasado. La deseaba tanto que la tomaría a pesar de estar preocupado ligeramente por las motivaciones de ella.


Paula se había convertido en una adicción. Una que estaba convencido que podría abandonar en cuestión de tres días, cuando estuvieran de nuevo trabajando el uno al lado del otro, diez horas al día, seis días a la semana. Cuando por la noche, después de que todos se hubieran marchado, él se quedaría contemplando la ciudad de Melbourne desde su mesa aún con el perfume de ella metido dentro y haciendo estragos en sus sentidos.


–Hablando de trabajo…


–No sabía que hubiéramos estado hablando de trabajo – respondió ella detrás de él, aunque más cerca de lo que había pretendido. Al parecer, tenía más prisa que él por volver a la suite.


Pedro aminoró el paso hasta que los dos estuvieron uno al lado del otro.


–Antes estaba pensando en llevar a Sebastian al viaje de Argentina.


–Oh, de acuerdo. Genial. Estará emocionado… 


–En lugar de llevarte a ti.


Un brillo de dolor iluminó sus ojos y a él se le encogió el pecho sin previo aviso, pero eso no hizo más que ayudarlo a mostrarse más decidido todavía. Se mantuvo en su sitio. Era importante. Era importante que hiciera eso ahora antes de que las cosas se complicaran más de lo que ya estaban.


– ¿Por qué?


«Porque te preocupas demasiado por mí y está claro que yo me apoyo demasiado en ti y los dos vamos a acabar enfrentándonos a la decepción».


–Ayer hizo todo lo que le pedí y lo hizo bien. Se me ocurrió ver qué tal se maneja con más responsabilidad.


–Bien, me parece justo, pero yo organicé esa reunión. Ni siquiera estarías yendo allí si yo no hubiera conquistado a los argentinos en primer lugar. Tuve que estar al teléfono hasta medianoche todas las noches durante dos semanas para poder atender todas sus llamadas. Hice más de lo que se podía hacer… –hablaba con la voz entrecortada; se detuvo y sacudió la cabeza–. ¿Por qué me molesto? Haz lo que quieras. Siempre lo haces. Tú eres el jefe.


–Me alegra que lo recuerdes.


La mirada que le lanzó podría haber cortado el cristal.


–Porque, como tu jefe que soy, tengo un trabajo para ti.


–Díselo a alguien que no esté de vacaciones –le contestó y comenzó a bajar por el sendero delante de él con su cola de caballo sacudiéndose como si estuviera señalándolo en tono acusador.


–Cuando volvamos, quiero que te concentres en redactar una propuesta para el proyecto de Tasmania. 
Localizaciones, tratamiento, presupuesto, marketing, todo.


Paula levantó una nube de polvo al frenar en seco. Cinco segundo más tarde se giró y lo miró.


– ¿Lo dices en serio?


– ¿Alguna vez me has visto bromear con el trabajo?


– ¿Tú? Jamás –con expresión muy seria dio tres pasos y le clavó un dedo en el pecho–. Ahora, deja que te deje algo claro. Si voy a darle forma a todo el proyecto… 


–Tú lo producirás.


Ella se metió las manos en los bolsillos de la parca y tomó aire, claramente pensando detenidamente en lo que había oído. Cuantos más segundos pasaban, más nervioso se ponía él, que se había esperado que saltara a sus brazos de alegría en lugar de pararse a pensarlo. O peor aún, en lugar de preguntarse por qué.


Paula se giró y volvió a clavarle el dedo en el pecho. 


Después, dio un paso atrás. Abrió los ojos como platos al sentir que había perdido el equilibrio y Pedro la agarró del abrigo mientras ella se balanceaba en un peligroso ángulo.


Miró atrás y dejó escapar un grito:
–¡Pedro!


–Lo sé –podía ver el borde del acantilado y prefería no saber el ángulo que estaba viendo ella.


Le dolían los dedos y el sudor le cubría la frente. Hundió las suelas de sus botas en el suelo y, apretando los dientes, casi atravesó la tela de la cazadora de Paula con tal de tirar y ponerla a salvo. Por fin, ella cayó en sus brazos respirando entrecortadamente y temblando de miedo.


–¡Me has dado un susto de muerte! –bramó él.


–¿Y cómo crees que me siento yo?


Pedro no pudo evitarlo y se rio. El sonido resonó por los acantilados. Era o eso o abrazarla tan fuerte como para que empezara a hacerse una idea.


–Me alegra que te tomes tan a la ligera que haya estado a punto de morir. Seguro que algunos me echarían de menos si jamás volviera a Melbourne.


Él respiró hondo y la miró a los ojos.


–Sonia te echaría de menos una vez que le cortaran la calefacción.


–Es verdad.


–Y Sebastian… él sí que se quedaría devastado.


–Sí. ¿Pero eso es todo? Menudo epitafio. «Paula Chaves, veinticinco años y soltera, sufre una caída mortal desde una montaña. La echarán de menos su familia, de la que vivía muy alejada, una amiga friolera y un becario de trabajo algo obsesionado con ella».


Riéndose, Pedro le acarició la mejilla para apartarle un mechón de pelo de los ojos. Paula no dejó de mirarlo, pero bajo ningún concepto le suplicaría que admitiera que la echaría de menos. Aunque si ella supiera cuánto la echaría de menos… ¡más de lo que era sensato y prudente! Y no solo por su ética laboral, sino también por la alegría que le aportaba a sus días.


–Recuérdame que más tarde te reprenda por tu absoluta estupidez, pero por ahora…


Acercó los labios a los suyos y la besó, la besó, la besó, hasta que la feroz fuerza de su química se hizo con el poder y solo importó lo rápido que podían volver al hotel.




viernes, 13 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 16





Con los ojos cerrados, Paula se estiró y sus miembros desnudos se deslizaron sobre la enorme cama. Abrió los ojos y vio que el sol se colaba por las ventanas. Había llegado la mañana y músculos que desconocía que tuviera le dolían y protestaban. Entonces, lo recordó todo.


Pedro, el baile, el beso, el jacuzzi… ¡Oh! El jacuzzi… y por último horas y horas del más intenso festín sexual que había tenido lugar en la cama en la que se encontraba ahora.


–¡Guau! –susurró sonriendo y acurrucada.


Si alguien le hubiera preguntado cómo esperaba que fuera el primer día de sus tan deseadas vacaciones, jamás se habría imaginado, ni en sus mejores sueños, que fuera a terminar en la cama con su jefe. Todo había sido genial desde el momento en que Pedro había dicho que lo que sucediera en Tasmania, se quedaría en Tasmania, porque al instante de haber pronunciado esas palabras, todas las fantasías que ella había albergado desde que lo conocía se habían liberado sin límites. Una vez que volvieran a la ciudad, a la vida real y al trabajo, los dos contarían con el hecho de que lo sucedido durante el fin de semana se había acabado y que ellos habían quedado erótica y maravillosamente saciados y satisfechos. Pedro podría seguir siendo un hombre frío, testarudo e intocable y ella podría seguir… 


¿Qué? ¿Ignorando su lado más sensual para concentrarse en su lado más responsable? ¿Esperando a que por arte de magia un buen día apareciera un hombre que pudiera darle el amor, la lealtad y el romanticismo que anhelaba? Tendría que ser un hombre que pudiera darle lo mismo que acababa de vivir esa noche, que pudiera hacerla sentir tan bella y tan deseada como la había hecho sentir Pedro cuando sus dientes habían acariciado su cadera, cuando su lengua se había deslizado alrededor de su pecho… Hasta el momento, en sus veinticinco años de vida, jamás se había acercado siquiera a sentir con un hombre lo que había sentido con él.


Oyó el crepitar de una sartén al otro lado de la puerta. ¡El desayuno! Su deseo de quedarse en esa cama para siempre tendría que esperar porque estaba hambrienta. Se cubrió con una sábana gigante y fue corriendo al cuarto de baño para mirarse al espejo.


– ¡Guau!


Sus ojos parecían pozos de agua verdosa y cristalina, tenía los labios inflamados y las mejillas sonrojadas, y además estaba despeinada.


Miró hacia la puerta. No pasaba nada, ¿de qué servía fingir que nada de eso había pasado? Sin arreglarse el pelo, salió en dirección de ese delicioso olor y se detuvo a medio camino de la moderna y elegante mini cocina de acero inoxidable. Pedro estaba cocinando lo que parecían huevos con beicon: su plato favorito. Estaba segura de que se lo había dicho cientos de veces y él lo había recordado. Al igual que había recordado cuál era su bebida favorita.


–Buenos días –le dijo él.


– ¿Cuánto llevas levantado?


–Un rato.


–Deberías haberme despertado.


–Podría –respondió él con una media sonrisa–, pero he pensado que necesitabas descansar.


–Estoy bien –respondió con un bostezo–. Por cierto, este sitio tiene servicio de habitaciones.


– ¿De dónde crees que he sacado los huevos y estas magdalenas?


–Claro. Bueno, así que resulta que sabes cocinar –«y cantar, y bailar, y hacer fantásticos programas de televisión que cambian la vida de las personas. Y hacerle el amor a una mujer como ningún otro hombre…». Una calidez comenzó a llenarla por dentro, una que nunca antes había sentido, pero sus más profundos instintos femeninos lo entendía demasiado bien y tuvo que recordarse que lo que sucediera en Tasmania, se quedaba en Tasmania.


–Una persona no puede sobrevivir a base de comida de cafetería y comida china. Soy un hombre soltero y era o 
aprendo a cocinar o morirme de hambre. ¿Tú no cocinas?


Ella sacudió la cabeza.


– ¿Entonces cocina Sonia?


Paula se rio.


– ¿De qué os alimentáis?


–De aire fresco, de mucho trabajo, y de todos los huevos con beicon que puede tolerar mi estómago.


Él volvió a reírse, aunque con una expresión más seria esta vez, como pensativa. Paula no pudo evitar recordar la sensación del agua caliente rozando su cuerpo desnudo mientras veía a Pedro desnudarse, su boca acariciando sus partes más íntimas, la sensación de sus músculos bajos sus dedos…


–Bueno, ¿qué planes tenemos para hoy?


La voz de Pedro interrumpió su ensoñación y ella se miró la muñeca para ver la hora, pero vio que su muñeca estaba desnuda. Debía de haberse quitado el reloj durante la noche.


–¿El gran plan de hoy? Después del almuerzo hay una clase de costura para las chicas y un concurso de eructos para chicos – pensó en decirle que además algunos invitados se reunirían para decorar la capilla, pero al fin y al cabo, ya había hecho el desayuno.


–¿Estás de broma?


–¿Lo estoy?


Lo miró a los ojos, tal vez algo más distante que hacía unas horas, pero era perdonable.


–También hay un maratón de cine en el salón de baile para ver las películas románticas favoritas de Tim y Elisa y esta vez no estoy bromeando. Pero relájate. Ya que has sido tan amable de hacerme el desayuno, te dejo libre.


–¿Y qué vamos a hacer? –lamió unas gotas de salsa holandesa de su dedo, apagó el fuego y rodeó la encimera haciendo que el cuerpo de Paula respondiera al calor que él parecía estar emitiendo. Entendió que necesitaba tiempo para asimilar lo que había pasado, lo que seguía pasando y lo que pasaría. Por lo menos hasta el martes. Y meterse en la cama con Pedro no la ayudaría en nada.


–Tengo una propuesta.


–Dime.


–Tenemos una montaña preciosa ahí enfrente; es una colina comparada con lo que tú estás acostumbrado, pero es muy especial. Hay veintitantas sendas, distintas variedades de flora y fauna que no se puede encontrar en ninguna otra parte del mundo, paseos a caballo, en bici y pesca. Deja que te lo enseñe porque si lo único que ves de la isla es el interior de este hotel, jamás me lo perdonaré.


Los ojos de Pedro parecieron cobrar vida y su boca se curvó en una sonrisa que le dijo que no le importaba nada conocer cada rincón de esa suite. El cuerpo de Paula comenzó a temblar de emoción, pero sabía que necesitaba un descanso. Necesitaba tiempo para recuperarse, y ¿qué mejor forma que dando un paseo por la montaña en una gélida mañana?


Sería la mejor y más profesional guía turística que podía existir.


–¿Me concedes el capricho?


–Claro –respondió él–. Pero primero a desayunar. Tengo que recuperar fuerzas y después podrás ser mi guía y demostrarme por qué este lugar te vuelve loca.


Le puso un plato delante que olía de maravilla y que sabía tan rico como parecía. O mejor aún. Mucho mejor. Era el mejor plato de huevos con beicon que había comido y que comería nunca.








UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 15





Pedro cerró la puerta de la suite del modo más silencioso que humanamente pudo. Se quitó los zapatos y fue de puntillas hacia su habitación, pero entonces oyó un ruido ante el que todo su cuerpo se tensó y le subió la adrenalina.


Volvió a oírlo. Sonaba como el tintineo del cristal sobre la madera. Seguro que era una rama de árbol golpeando contra el cristal de la ventana, pero solo había un modo de asegurarse.


Bajó los amplios escalones hasta el salón y vio que todas las luces estaban apagadas menos una en el extremo del moderno sofá de piel de cuatro plazas. Debajo de la lámpara había una revista abierta y puesta boca abajo. En el otro extremo de la sala la chimenea estaba encendida. Parecía que Paula tampoco había podido quedarse dormida de inmediato.


El tintineo de antes volvió a sonar y se giró hacia el ruido. 


Venía de la esquina de la sala donde estaba el jacuzzi, en una especie de alcoba con un ventanal con vistas al bosque y oculto discretamente tras un medio muro.


La sangre le retumbaba en los oídos mientras avanzaba hacia allí.


Allí estaba.


Paula. Despierta. Sentada en el borde del jacuzzi y cubierta por un jersey suelto gris claro. Sus piernas desnudas se movían dentro del agua y tenía media copa de vino entre los dedos. Por alguna extraña razón, tenía un sombrero rosa de cowboy puesto en la cabeza.


El gemido que él contuvo resultó doloroso ya que, por mucho que lo hubiera intentado, Paula no podría haber estado más sexy.


Podía marcharse ahora mismo y fingir que no la había visto, aunque, ¿a quién pretendía engañar?


Ella movía los dedos alrededor del borde de la copa y la manga de su jersey se deslizó dejando al descubierto un sedoso hombro desnudo. Esa piel que él mismo había saboreado una hora antes. Una piel que había sabido a miel, a calor y a una dulzura que no podía sacarse de la cabeza.


Dio un paso adelante.


Ella giró la cabeza y se detuvo, pero no lo había visto; estaba mirando su copa y su larga melena le cubría la mitad de la cara como una cortina de seda marrón. Hundió un dedo en la copa y se lo llevó a los labios para relamer lentamente la gota roja.


Finalmente, se percató de su presencia… probablemente porque él tenía la sangre acelerada y el martilleo que estaba provocando al recorrerle el cuerpo podía oírse tres plantas más abajo. Paula se giró sobresaltada y con la mano en el pecho.


– ¿De dónde has salido? –le preguntó con la respiración entrecortada.


–Del bar. Me he tomado un café. Hacen un café muy bueno, pero ya he vuelto.


Pedro Alfonso, el gran comunicador.


– ¿Qué horas es? –ella miró su enorme reloj y se sorprendió al ver cuánto tiempo había pasado desde que se habían separado.


–Es tarde –pero le daba igual, por él como si eran las diez de la mañana. Estaba demasiado despierto, demasiado alerta a cada sonido, a cada movimiento, a cada contoneo de su medio desnudo cuerpo–. ¿A qué viene el sombrero?


– ¿El…? Oh… ¿Querías saber qué llevaba en mi maleta? 
Pues esto. Y también boas de plumas, un velo rosa chillón, docenas de paquetes de preservativos, una caja de pétalos de rosa secos… Cosas que una dama de honor lleva encima… por si acaso.


Se quitó el sombrero y unos mechones de su oscura melena cayeron sobre sus hombros.


Los pies de Pedro se movieron como impulsados por una intensa y oculta fuerza.


–¿No podías dormir? –le preguntó.


–No estaba segura de querer dormir.


Lo miró, aunque con demasiada brevedad como para que él pudiera interpretar su expresión, pero el hecho de que estuviera despierta, esperando… Sería grosero por su parte no acompañarla.


–Tal vez sea porque no llegamos a terminar ese baile –dijo él odiándose a sí mismo mientras lo decía.


–Mmm… Nos interrumpieron antes del gran final.


–Parecía que estábamos logrando… algo.


–Estaba preparada para un gran número estilo Hollywood, ¿y tú?


A pesar de la tensión que envolvía la habitación, Pedro se rio.


Ella también se rio y sus mejillas se encendieron. Se acercó las rodillas a la barbilla y el agua se deslizó por sus piernas doradas. Unas uñas pintadas con los colores del arco iris brillaron con la luz que se reflejaba en el agua. Había estado ocupada mientras él estaba fuera, y no la culpaba. Si se sentía como él, tendría que trepar una montaña para tener oportunidad de quemar toda la adrenalina que se disparaba por su sistema.


¡Era fantástica! Sexy, alegre, inteligente y completamente modesta. Y en su mundo, un mundo lleno de pretenciosos, esa era una cualidad absolutamente única. Y todas eran cualidades de una mujer que, en alguna parte de la habitación, tenía decenas de paquetes de preservativos… por si acaso, y que se echarían a perder.


Ella vio por el rabillo del ojo cómo lentamente se subía el bajo de los pantalones y se rascó la barbilla con el hombro mientras, disimuladamente, contemplaba el vello que cubría sus gemelos de escalador.


Él estuvo a su lado en dos pasos, se sentó en las frías baldosas y a punto estuvo de suspirar de placer al hundir los pies en el brillante agua caliente. La temperatura casi igualaba el calor de su cuerpo que irradiaba de él ahora que estaba sentado tan cerca de ese hombro, de ese cabello, de esas piernas. Esa boca.


Lo tenía todo allí para tomarlo; ojalá ella no tuviera unas expectativas tan altas… ni él tan bajas. Ojalá pudieran encontrarse en un punto intermedio…


–Tengo una proposición –dijo Pedro antes de sentir que estaba pronunciando esas palabras.


–¿Sí? ¿Ahora?


–Sí, allá va. Estarás aquí otros tres días y yo no tengo ningún sitio adonde ir. Y esta suite está construida para todo el libertinaje que puede ofrecer un fin de semana salvaje.


Ella comenzó a respirar con dificultad, pero en ningún momento desvió la mirada de él.


–Propongo que no esperemos ni un minuto más y aquí viene el punto clave: una vez llegue el martes… lo que haya pasado en Tasmania, se queda en Tasmania.


Ella cerró el puño alrededor del borde de baldosas hasta que los nudillos se le pusieron blancos y a él le pasó lo mismo.


Pedro movió su dedo unos centímetros y tocó el suyo. Ella echó la cabeza atrás y la recorrió un escalofrío.


Y eso fue todo lo que hizo falta: un acuerdo con el que los dos podrían vivir y el roce de un dedo. Al instante, y con un gemido medio de disgusto medio de alivio, Paula estaba sentada a horcajadas sobre él. Tenía las manos hundidas en su pelo, la boca sobre la suya y estaba besándolo como si su vida dependiera de ello. Esa boca… era divina. Pedro rodeó su delicioso cuerpo, cerró los ojos y dejó que esa hermosa boca lo llevara hasta el cielo.


Mucho tiempo después, los besos comenzaron a suavizarse, a endulzarse, a calmarse aunque las hormonas de Pedro bramaban por su cuerpo en busca de una salida.


Con las manos sobre sus hombros, ella lo besó en la sien, en la mejilla, en la comisura de la boca y de ahí pasó a mordisquearle la oreja.


–Diablilla –gimió.


La risa de Paula salió con suavidad, con sensualidad. Igual que ella.


Pedro posó las manos sobre sus nalgas y la llevó más hacia sí colocando la curva que se formaba entre sus piernas sobre su erección. Ella gimió y se aferró a él mientras Pedro colaba la mano bajo su camiseta y sus pulgares acariciaban sus caderas y se hundían en la suavidad de su cintura. Continuó con su exploración aunque no encontró más que piel. Una piel ardiente y aterciopelada. 


Cuando sus pulgares rozaron sus pechos desnudos, ella gimió de placer y él tuvo que contenerse para no perder el control y acabar metido en el agua. Cubrió uno de sus pechos. Cada centímetro de su cuerpo era una maravilla, como también lo era el modo en que reaccionaba ante la más ligera caricia una y otra vez, totalmente abrumada. Él sabía que tenía habilidades, pero Paula lo hacía sentir como si fuera el gran maestro. Y antes de poder hacerle una demostración, ella ya se había ido. Ese cálido cuerpo que se contoneaba tan deliciosamente ya no estaba allí.


Tardó un momento en darse cuenta de que Paula se había metido en el jacuzzi. Reapareció con el agua chorreándole por la cara y con su negra melena resplandeciente. Estaba ardiente, húmeda y resbaladiza. Al instante, unas braguitas negras acabaron sobre los baldosines.


Pedro ya estaba de pie desnudándose antes de siquiera saber qué estaba pasando. Chaqueta. Camisa. Camiseta sin mangas. Vaqueros.


Se metió en el agua, iluminada por la suave luz de la luna de invierno. A continuación, sintió una presión en la cara interior del muslo, en la cadera, en el ombligo: eran los labios de Paula besándolo.


Salió del agua como una especie de sirena con una belleza y una deliciosa boca que podían hacer estragos en sus sentidos. Él apoyó los codos en las baldosas, agradeciendo el frescor, y ella deslizó una mano sobre su pecho seguida por su lengua, creando un ardiente camino alrededor de sus costillas y de su pezón izquierdo. Su suave piel desnuda se deslizaba sensualmente contra la suya. Y entonces, cuando hundió los dientes en su hombro, su otra mano rodeó su erección.


El gemido que fue tomando forma en el interior de Pedro terminó encontrando un escape y resonó contra las negras ventanas y reverberó por la superficie del agua. Ella vaciló un instante y él aprovechó para sacarla del agua y sentarla sobre las baldosas. Paula temblaba, sentada completamente desnuda ante él. Lo miró; se la veía vulnerable, completamente a su merced y eso hizo que él viera la responsabilidad que tenía entre manos y la clase de línea que estaba traspasando. Pero al instante, ella comenzó a acariciarlo con su pie; era una mujer adulta, una mujer que conocía los límites y que deseaba que sucediera tanto como él.


Pedro apoyó las manos sobre sus rodillas y ella se estremeció. Bien, porque quería que estuviera completamente segura de lo que estaba a punto de suceder. 


En ningún momento Paula desvió la mirada cuando él comenzó a separarle las piernas lentamente. Tenía los ojos abiertos de par en par, expectantes y la piel encendida. 


¿Cómo era posible que nunca se hubiera fijado en la sensualidad que emanaba por los poros de su piel? Lo cierto era que sí que lo había notado, pero había preferido que ambos acabaran agotados en el trabajo cada vez que su cuerpo había reaccionado ante ella porque de ese modo su vida no se volvía complicada. Idiota.


La acercó más a sí hasta que sus piernas colgaron en el agua y después se las alzó y las colocó sobre sus hombros.


 Y mientras distintas emociones entraban en conflicto en el rostro de Paula, se entregó a él sin dudarlo tendiéndose lentamente sobre las baldosas. Confiando en él por completo. Pero, ¿por qué? Él nunca había hecho nada para ganarse su confianza. Mientras pensaba en ello, no podía dejar de acariciarla; deslizó las manos sobre sus pechos y se tomó su tiempo sobre la sexy curvatura de su abdomen haciendo que ella elevara el torso en un intento de seguir el rastro de su caricia, como si el hecho de que no la acariciara fuera imposible de soportar.


A él le recorría un deseo como nunca había sentido; un deseo de complacerla y de demostrarle que, efectivamente, podía confiar en él. Deslizó la lengua sobre el tembloroso músculo de su muslo. ¡Era la tentación personificada! Tan exuberante, tan receptiva. Le separó las piernas más aún y ella hundió los talones en su espalda para llevarlo hacia sí. 


El deseo que sentía por él era absolutamente descarado y un pequeño gemido escapó de esa preciosa boca justo antes de que él acercara la suya hasta la calidez de ese punto donde se unían sus muslos.


La llevó hasta el límite de la locura y la acompañó también sin apartar las manos de ella mientras sentía los espasmos de placer que la recorrían. El modo en que respondió fue tan gratificante que podría haberlo repetido una y otra vez durante toda la noche si ella le hubiera dejado.


Cuando los temblores cesaron, ella le agarró las manos, se incorporó con cierta dificultad, como si su cuerpo se hubiera convertido en gelatina, y se metió en el agua. Posó las manos a ambos lados de su cara y lo miró a los ojos mientras todo lo que podía hacer él era respirar y mirarla también.


Sin miedo. Sin reticencia. Sin contenciones. Sin arrepentimientos.


En algún lugar de su interior se abrió una puerta que le permitió sentir la serenidad de Paula, su seguridad, su satisfacción. Era como si estuviera experimentando lo que ella había sentido. Y entonces Paula sonrió; fue una sonrisa cargada de puro veneno.


Esa gloriosa boca… ¡Los preservativos! ¿No había dicho que estaban en su maleta? Estaba tan excitado que apenas podía recordar por dónde se iba a su habitación, aunque… Paula estaba tomando la píldora, se lo había oído decir, ¿sería suficiente? ¡Ojalá lo fuera!


Paula alargó la mano; junto a su copa de vino había una cajita. ¡Había estado esperándolo! Su pequeña y divina sirena. Ella lo abrió con los dientes y se deslizó por el agua sin apartar la mirada de sus ojos. Se acercó, le colocó el preservativo y lo rodeó por las caderas lentamente. Él se adentró en ella a la perfección, como si hubiera estado esperándola toda la vida.


«Entre veinticuatro horas y doce meses», le recordó una vocecilla. Y ahora solo tenía tres días para quedar plenamente satisfecho.


Con esa divina boca provocándolo y esa deliciosa lengua acariciándolo, se contoneaba sentada encima de él. 


Lentamente y después más deprisa y con más intensidad. Él se perdió en su interior hasta que la presión se hizo insoportable, demasiado salvaje, demasiado intensa, demasiado poderosa y llegó al éxtasis como nunca antes lo había sentido.


Podía sentirla jugueteando con el cabello de su nuca y con la barbilla apoyada sobre su hombro. Tan pequeña. Tan vulnerable y delicada. Sentía un inmenso deseo de abrazarla con fuerza, de protegerla de todo daño.



Era una locura, era algo imposible, sobre todo teniendo en cuenta que él era la mayor amenaza para ella.


En cuanto Paula levantó la cabeza y le sonrió, él posó la mirada en su boca, en sus húmedos y rosados labios y lo único en lo que podía pensar era «más».


Se preocupó: si eso no lo había saciado, ¿qué haría falta? 


Bueno, fuera lo que fuera, tendría que suceder antes de que terminaran las vacaciones.


Ya eran más de las cuatro de la madrugada del segundo día.


Con el gruñido de un hombre de las cavernas, se la echó al hombro y la sacó del jacuzzi.


–¿Adónde crees que me llevas? –gritó ella riéndose.


–A la cama.


Ella se contoneaba para intentar verle la cara y sus nalgas rozaron contra la mejilla de él, haciendo que se excitara una vez más.


–¿A la cama? ¡Pero si estamos empapados!


–Por eso vamos a la tuya.


Ella se rio. Parecía preparada para más. Preparada para lo que fuera.


Pedro abrió la puerta de una patada. ¡Sería una gran noche!









UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 14




Pedro sostenía entre las manos la, ahora templada, taza de café mientras estaba sentado en el gran y vacío bar del vestíbulo. Por desgracia, no había logrado calmarlo. No era un hombre temerario; al besar los suaves y rosados labios de Paula había sabido que habría consecuencias, las había sopesado, las había medido, y había decidido que después de negociar una noche tan desenfrenada con encomiable finura un beso para celebrarlo era una buena idea.


Lo que no se había esperado era que la sensualidad que Paula llevaba escondida dentro hubiera explotado de ese modo en cuanto sus labios la habían rozado. Sin embargo, con eso había podido.


Lo que había hecho que ahora estuviera solo sentado en un bar a las tres de la mañana era: «Si hubiera sabido que esto sería así, no habría podido contenerme todos estos meses». 


Las palabras de Paula no habían parado de dar vueltas en su cabeza desde que se había sentado.


Parecía que Paula tuviera algún sentimiento hacia él y, aunque solo fueran recientes, era demasiado. Él jamás se había permitido implicarse emocionalmente con una mujer que no viera las relaciones como las veía él.


¡Maldita sea! Apartó la taza con frustración.


–¿Otro, señor Alfonso? –preguntó el camarero.


–No, gracias, amigo. Creo que ya ha sido suficiente por esta noche.


–Muy bien, señor.


Pedro se levantó del taburete y lentamente fue hacia el ascensor, hacia ese mismo lugar donde había ignorado a la vocecita que lo había advertido dentro de su cabeza y la había besado de todos modos.


La puerta se abrió y él entró, sin querer ver su reflejo en las puertas mientras volvía a pensar en todo lo sucedido.


Paula sentía algo por él y él nunca lo había utilizado en su propio beneficio. Si lo hacía ahora, no sería mejor que aquellos que le habían hecho daño en su intento de hacer sus vidas un poco más cómodas.


Por otro lado, besaba como una sirena, como si bajo su pequeño cuerpo hubiera un manantial de calor, como si deseara que solo él fuera el que apagara ese calor.


Esperaba que, para cuando entrara en la suite que compartían, la habitación de Paula tuviera la luz apagada y estuviera en silencio. Después, él podría retirarse a la suya, desnudarse, abrir la ventana y dejar que el gélido aire hiciera lo que la fuerza de voluntad y el café ardiendo no había logrado.