viernes, 13 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 15





Pedro cerró la puerta de la suite del modo más silencioso que humanamente pudo. Se quitó los zapatos y fue de puntillas hacia su habitación, pero entonces oyó un ruido ante el que todo su cuerpo se tensó y le subió la adrenalina.


Volvió a oírlo. Sonaba como el tintineo del cristal sobre la madera. Seguro que era una rama de árbol golpeando contra el cristal de la ventana, pero solo había un modo de asegurarse.


Bajó los amplios escalones hasta el salón y vio que todas las luces estaban apagadas menos una en el extremo del moderno sofá de piel de cuatro plazas. Debajo de la lámpara había una revista abierta y puesta boca abajo. En el otro extremo de la sala la chimenea estaba encendida. Parecía que Paula tampoco había podido quedarse dormida de inmediato.


El tintineo de antes volvió a sonar y se giró hacia el ruido. 


Venía de la esquina de la sala donde estaba el jacuzzi, en una especie de alcoba con un ventanal con vistas al bosque y oculto discretamente tras un medio muro.


La sangre le retumbaba en los oídos mientras avanzaba hacia allí.


Allí estaba.


Paula. Despierta. Sentada en el borde del jacuzzi y cubierta por un jersey suelto gris claro. Sus piernas desnudas se movían dentro del agua y tenía media copa de vino entre los dedos. Por alguna extraña razón, tenía un sombrero rosa de cowboy puesto en la cabeza.


El gemido que él contuvo resultó doloroso ya que, por mucho que lo hubiera intentado, Paula no podría haber estado más sexy.


Podía marcharse ahora mismo y fingir que no la había visto, aunque, ¿a quién pretendía engañar?


Ella movía los dedos alrededor del borde de la copa y la manga de su jersey se deslizó dejando al descubierto un sedoso hombro desnudo. Esa piel que él mismo había saboreado una hora antes. Una piel que había sabido a miel, a calor y a una dulzura que no podía sacarse de la cabeza.


Dio un paso adelante.


Ella giró la cabeza y se detuvo, pero no lo había visto; estaba mirando su copa y su larga melena le cubría la mitad de la cara como una cortina de seda marrón. Hundió un dedo en la copa y se lo llevó a los labios para relamer lentamente la gota roja.


Finalmente, se percató de su presencia… probablemente porque él tenía la sangre acelerada y el martilleo que estaba provocando al recorrerle el cuerpo podía oírse tres plantas más abajo. Paula se giró sobresaltada y con la mano en el pecho.


– ¿De dónde has salido? –le preguntó con la respiración entrecortada.


–Del bar. Me he tomado un café. Hacen un café muy bueno, pero ya he vuelto.


Pedro Alfonso, el gran comunicador.


– ¿Qué horas es? –ella miró su enorme reloj y se sorprendió al ver cuánto tiempo había pasado desde que se habían separado.


–Es tarde –pero le daba igual, por él como si eran las diez de la mañana. Estaba demasiado despierto, demasiado alerta a cada sonido, a cada movimiento, a cada contoneo de su medio desnudo cuerpo–. ¿A qué viene el sombrero?


– ¿El…? Oh… ¿Querías saber qué llevaba en mi maleta? 
Pues esto. Y también boas de plumas, un velo rosa chillón, docenas de paquetes de preservativos, una caja de pétalos de rosa secos… Cosas que una dama de honor lleva encima… por si acaso.


Se quitó el sombrero y unos mechones de su oscura melena cayeron sobre sus hombros.


Los pies de Pedro se movieron como impulsados por una intensa y oculta fuerza.


–¿No podías dormir? –le preguntó.


–No estaba segura de querer dormir.


Lo miró, aunque con demasiada brevedad como para que él pudiera interpretar su expresión, pero el hecho de que estuviera despierta, esperando… Sería grosero por su parte no acompañarla.


–Tal vez sea porque no llegamos a terminar ese baile –dijo él odiándose a sí mismo mientras lo decía.


–Mmm… Nos interrumpieron antes del gran final.


–Parecía que estábamos logrando… algo.


–Estaba preparada para un gran número estilo Hollywood, ¿y tú?


A pesar de la tensión que envolvía la habitación, Pedro se rio.


Ella también se rio y sus mejillas se encendieron. Se acercó las rodillas a la barbilla y el agua se deslizó por sus piernas doradas. Unas uñas pintadas con los colores del arco iris brillaron con la luz que se reflejaba en el agua. Había estado ocupada mientras él estaba fuera, y no la culpaba. Si se sentía como él, tendría que trepar una montaña para tener oportunidad de quemar toda la adrenalina que se disparaba por su sistema.


¡Era fantástica! Sexy, alegre, inteligente y completamente modesta. Y en su mundo, un mundo lleno de pretenciosos, esa era una cualidad absolutamente única. Y todas eran cualidades de una mujer que, en alguna parte de la habitación, tenía decenas de paquetes de preservativos… por si acaso, y que se echarían a perder.


Ella vio por el rabillo del ojo cómo lentamente se subía el bajo de los pantalones y se rascó la barbilla con el hombro mientras, disimuladamente, contemplaba el vello que cubría sus gemelos de escalador.


Él estuvo a su lado en dos pasos, se sentó en las frías baldosas y a punto estuvo de suspirar de placer al hundir los pies en el brillante agua caliente. La temperatura casi igualaba el calor de su cuerpo que irradiaba de él ahora que estaba sentado tan cerca de ese hombro, de ese cabello, de esas piernas. Esa boca.


Lo tenía todo allí para tomarlo; ojalá ella no tuviera unas expectativas tan altas… ni él tan bajas. Ojalá pudieran encontrarse en un punto intermedio…


–Tengo una proposición –dijo Pedro antes de sentir que estaba pronunciando esas palabras.


–¿Sí? ¿Ahora?


–Sí, allá va. Estarás aquí otros tres días y yo no tengo ningún sitio adonde ir. Y esta suite está construida para todo el libertinaje que puede ofrecer un fin de semana salvaje.


Ella comenzó a respirar con dificultad, pero en ningún momento desvió la mirada de él.


–Propongo que no esperemos ni un minuto más y aquí viene el punto clave: una vez llegue el martes… lo que haya pasado en Tasmania, se queda en Tasmania.


Ella cerró el puño alrededor del borde de baldosas hasta que los nudillos se le pusieron blancos y a él le pasó lo mismo.


Pedro movió su dedo unos centímetros y tocó el suyo. Ella echó la cabeza atrás y la recorrió un escalofrío.


Y eso fue todo lo que hizo falta: un acuerdo con el que los dos podrían vivir y el roce de un dedo. Al instante, y con un gemido medio de disgusto medio de alivio, Paula estaba sentada a horcajadas sobre él. Tenía las manos hundidas en su pelo, la boca sobre la suya y estaba besándolo como si su vida dependiera de ello. Esa boca… era divina. Pedro rodeó su delicioso cuerpo, cerró los ojos y dejó que esa hermosa boca lo llevara hasta el cielo.


Mucho tiempo después, los besos comenzaron a suavizarse, a endulzarse, a calmarse aunque las hormonas de Pedro bramaban por su cuerpo en busca de una salida.


Con las manos sobre sus hombros, ella lo besó en la sien, en la mejilla, en la comisura de la boca y de ahí pasó a mordisquearle la oreja.


–Diablilla –gimió.


La risa de Paula salió con suavidad, con sensualidad. Igual que ella.


Pedro posó las manos sobre sus nalgas y la llevó más hacia sí colocando la curva que se formaba entre sus piernas sobre su erección. Ella gimió y se aferró a él mientras Pedro colaba la mano bajo su camiseta y sus pulgares acariciaban sus caderas y se hundían en la suavidad de su cintura. Continuó con su exploración aunque no encontró más que piel. Una piel ardiente y aterciopelada. 


Cuando sus pulgares rozaron sus pechos desnudos, ella gimió de placer y él tuvo que contenerse para no perder el control y acabar metido en el agua. Cubrió uno de sus pechos. Cada centímetro de su cuerpo era una maravilla, como también lo era el modo en que reaccionaba ante la más ligera caricia una y otra vez, totalmente abrumada. Él sabía que tenía habilidades, pero Paula lo hacía sentir como si fuera el gran maestro. Y antes de poder hacerle una demostración, ella ya se había ido. Ese cálido cuerpo que se contoneaba tan deliciosamente ya no estaba allí.


Tardó un momento en darse cuenta de que Paula se había metido en el jacuzzi. Reapareció con el agua chorreándole por la cara y con su negra melena resplandeciente. Estaba ardiente, húmeda y resbaladiza. Al instante, unas braguitas negras acabaron sobre los baldosines.


Pedro ya estaba de pie desnudándose antes de siquiera saber qué estaba pasando. Chaqueta. Camisa. Camiseta sin mangas. Vaqueros.


Se metió en el agua, iluminada por la suave luz de la luna de invierno. A continuación, sintió una presión en la cara interior del muslo, en la cadera, en el ombligo: eran los labios de Paula besándolo.


Salió del agua como una especie de sirena con una belleza y una deliciosa boca que podían hacer estragos en sus sentidos. Él apoyó los codos en las baldosas, agradeciendo el frescor, y ella deslizó una mano sobre su pecho seguida por su lengua, creando un ardiente camino alrededor de sus costillas y de su pezón izquierdo. Su suave piel desnuda se deslizaba sensualmente contra la suya. Y entonces, cuando hundió los dientes en su hombro, su otra mano rodeó su erección.


El gemido que fue tomando forma en el interior de Pedro terminó encontrando un escape y resonó contra las negras ventanas y reverberó por la superficie del agua. Ella vaciló un instante y él aprovechó para sacarla del agua y sentarla sobre las baldosas. Paula temblaba, sentada completamente desnuda ante él. Lo miró; se la veía vulnerable, completamente a su merced y eso hizo que él viera la responsabilidad que tenía entre manos y la clase de línea que estaba traspasando. Pero al instante, ella comenzó a acariciarlo con su pie; era una mujer adulta, una mujer que conocía los límites y que deseaba que sucediera tanto como él.


Pedro apoyó las manos sobre sus rodillas y ella se estremeció. Bien, porque quería que estuviera completamente segura de lo que estaba a punto de suceder. 


En ningún momento Paula desvió la mirada cuando él comenzó a separarle las piernas lentamente. Tenía los ojos abiertos de par en par, expectantes y la piel encendida. 


¿Cómo era posible que nunca se hubiera fijado en la sensualidad que emanaba por los poros de su piel? Lo cierto era que sí que lo había notado, pero había preferido que ambos acabaran agotados en el trabajo cada vez que su cuerpo había reaccionado ante ella porque de ese modo su vida no se volvía complicada. Idiota.


La acercó más a sí hasta que sus piernas colgaron en el agua y después se las alzó y las colocó sobre sus hombros.


 Y mientras distintas emociones entraban en conflicto en el rostro de Paula, se entregó a él sin dudarlo tendiéndose lentamente sobre las baldosas. Confiando en él por completo. Pero, ¿por qué? Él nunca había hecho nada para ganarse su confianza. Mientras pensaba en ello, no podía dejar de acariciarla; deslizó las manos sobre sus pechos y se tomó su tiempo sobre la sexy curvatura de su abdomen haciendo que ella elevara el torso en un intento de seguir el rastro de su caricia, como si el hecho de que no la acariciara fuera imposible de soportar.


A él le recorría un deseo como nunca había sentido; un deseo de complacerla y de demostrarle que, efectivamente, podía confiar en él. Deslizó la lengua sobre el tembloroso músculo de su muslo. ¡Era la tentación personificada! Tan exuberante, tan receptiva. Le separó las piernas más aún y ella hundió los talones en su espalda para llevarlo hacia sí. 


El deseo que sentía por él era absolutamente descarado y un pequeño gemido escapó de esa preciosa boca justo antes de que él acercara la suya hasta la calidez de ese punto donde se unían sus muslos.


La llevó hasta el límite de la locura y la acompañó también sin apartar las manos de ella mientras sentía los espasmos de placer que la recorrían. El modo en que respondió fue tan gratificante que podría haberlo repetido una y otra vez durante toda la noche si ella le hubiera dejado.


Cuando los temblores cesaron, ella le agarró las manos, se incorporó con cierta dificultad, como si su cuerpo se hubiera convertido en gelatina, y se metió en el agua. Posó las manos a ambos lados de su cara y lo miró a los ojos mientras todo lo que podía hacer él era respirar y mirarla también.


Sin miedo. Sin reticencia. Sin contenciones. Sin arrepentimientos.


En algún lugar de su interior se abrió una puerta que le permitió sentir la serenidad de Paula, su seguridad, su satisfacción. Era como si estuviera experimentando lo que ella había sentido. Y entonces Paula sonrió; fue una sonrisa cargada de puro veneno.


Esa gloriosa boca… ¡Los preservativos! ¿No había dicho que estaban en su maleta? Estaba tan excitado que apenas podía recordar por dónde se iba a su habitación, aunque… Paula estaba tomando la píldora, se lo había oído decir, ¿sería suficiente? ¡Ojalá lo fuera!


Paula alargó la mano; junto a su copa de vino había una cajita. ¡Había estado esperándolo! Su pequeña y divina sirena. Ella lo abrió con los dientes y se deslizó por el agua sin apartar la mirada de sus ojos. Se acercó, le colocó el preservativo y lo rodeó por las caderas lentamente. Él se adentró en ella a la perfección, como si hubiera estado esperándola toda la vida.


«Entre veinticuatro horas y doce meses», le recordó una vocecilla. Y ahora solo tenía tres días para quedar plenamente satisfecho.


Con esa divina boca provocándolo y esa deliciosa lengua acariciándolo, se contoneaba sentada encima de él. 


Lentamente y después más deprisa y con más intensidad. Él se perdió en su interior hasta que la presión se hizo insoportable, demasiado salvaje, demasiado intensa, demasiado poderosa y llegó al éxtasis como nunca antes lo había sentido.


Podía sentirla jugueteando con el cabello de su nuca y con la barbilla apoyada sobre su hombro. Tan pequeña. Tan vulnerable y delicada. Sentía un inmenso deseo de abrazarla con fuerza, de protegerla de todo daño.



Era una locura, era algo imposible, sobre todo teniendo en cuenta que él era la mayor amenaza para ella.


En cuanto Paula levantó la cabeza y le sonrió, él posó la mirada en su boca, en sus húmedos y rosados labios y lo único en lo que podía pensar era «más».


Se preocupó: si eso no lo había saciado, ¿qué haría falta? 


Bueno, fuera lo que fuera, tendría que suceder antes de que terminaran las vacaciones.


Ya eran más de las cuatro de la madrugada del segundo día.


Con el gruñido de un hombre de las cavernas, se la echó al hombro y la sacó del jacuzzi.


–¿Adónde crees que me llevas? –gritó ella riéndose.


–A la cama.


Ella se contoneaba para intentar verle la cara y sus nalgas rozaron contra la mejilla de él, haciendo que se excitara una vez más.


–¿A la cama? ¡Pero si estamos empapados!


–Por eso vamos a la tuya.


Ella se rio. Parecía preparada para más. Preparada para lo que fuera.


Pedro abrió la puerta de una patada. ¡Sería una gran noche!









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