sábado, 14 de noviembre de 2015
UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 17
Pedro seguía las blancas bocanadas de su frío aliento mientras ascendía por la escarpada senda que los llevó a Paula y a él alrededor del lago Dove y del hermoso cráter de Cradle Mountain.
El gélido aire le congelaba los pulmones, sobre ellos pendía un cielo azul claro, bajo sus pies desaparecía un terreno abrupto y desafiante, y a su alrededor lo envolvían las perfectas y singulares imágenes que encandilarían a montañeros y televidentes por igual.
Esa joya de lugar había estado en la periferia de su vida todo ese tiempo y él ni siquiera había sabido que existía.
Sintió un tirón en la parte trasera de la chaqueta y, al girarse, encontró a Paula resoplando.
–Más despacio… por favor… –le suplicó con la respiración entrecortada.
Él hizo lo que le pidió; el rostro de Paula, o lo que podía ver de él entre su gorro de nieve y el cuello de piel de la enorme parca que había pedido en el hotel, estaba sonrojado.
Tan decidido estaba en quemar toda la adrenalina que seguía invadiéndolo, incluso después del esfuerzo maratoniano de esa mañana, que había olvidado que ella no era una alpinista experimentada. No cocinaba, y a juzgar por cómo estaba, tampoco hacía ejercicio. Esas eran dos cosas que él no sabía. Eso, y el hecho de que tuviera una adorable marca de nacimiento con forma de fresa en el centro de su nalga derecha. Se preguntó qué otras joyas descubriría sobre su ayudante durante ese fin de semana de cuatro días.
– ¿Cuánto queda? –preguntó ella con las manos en las rodillas.
–Creía que ibas a ser mi guía.
Ella lo miró con unos grandes ojos verdes y después agitó una mano.
–Esto es Cradle Mountain. Eso es el lago Dove. Bonito, ¿eh? Ahora, ¿puedo volver al hotel?
Él se rio y ella lo miró asombrada por el hecho de que fuera capaz de reírse. No ayudaba nada que intentara parecer furiosa cuando estaba cubierta con ropa suficiente para vestir a tres personas. Si no hiciera tanto frío que él no podía sentir la nariz, habría creído que ella se había propuesto no resultarle sexy. Y lo que Paula no sabía era que él llevaba la mitad del paseo queriendo volver al hotel para quitarle una a una esas capas de ropa que llevaba encima.
Miró hacia delante.
–Vamos, veo un sitio donde podemos parar.
–Oh, gracias a Dios.
Pedro volvió a reírse y se situó detrás de ella para darle un empujoncito y seguir subiendo por el sendero.
–¿Por qué no se me habrá ocurrido ponerme patines? –dijo ella mirando hacia atrás–. Podrías haber estado todo el camino así.
–¿También cuesta abajo?
–Es verdad, tienes razón.
Pasaron por encima de la valla de seguridad y se sentaron el uno junto al otro sobre un gran y plano peñón.Pedro fue directo a por su botella de agua y estiró los pies para que no le dieran calambres en los músculos. Paula se tumbó de espaldas y no se movió.
Desde donde se encontraban tenían una vista perfecta del lago y de los picos de la que una vez fuera una roca subvolcánica cubierta de vegetación. Espirales del humo de chimeneas delataban la ubicación del Gatehouse que, de lo contrario, habría quedado oculto por el bosque.
Y si eso era un simple aperitivo de lo que la isla tenía que ofrecer, entonces Pedro estaba seguro de que quería seguir descubriendo más… y pronto. Por suerte para él tenía un gran guía en su equipo; uno que había mostrado interés por entrar a trabajar en el departamento de producción.
–¿Estás divirtiéndote? –le preguntó Paula, aún tumbada.
–Un montón. ¿Y tú?
–Mmm. ¿Sería una completa metedura de pata preguntarte por qué te apasionan tanto las montañas?
–¿Por qué no? ¿Qué pasa con las montañas? –le contestó él, dándole la misma respuesta que había dado miles de veces en entrevistas y conversaciones privadas por igual.
–¿Es lo único que vas a darme?
Pedro apoyó la espalda en el duro suelo y Paula volteó los ojos.
–Vale, genial, hazte el reservado, pero recuerda que fuiste tú el que dijo que lo que pase aquí, se queda aquí. Interpreté que con eso te referías a mi intento en el karaoke anoche y a las extravagancias de mi madre, además de a cualquier otra revelación privada con que nos pudiéramos topar.
La miró. Tenía razón. Él había sido testigo de aspectos de su vida que ella habría preferido mantener separados de su vida en Melbourne y tenía que respetarlo.
–¿Por qué las montañas…? –Comenzó a decir mientras contemplaba las impresionantes vistas–. Más o menos por esto: cuando escalas una montaña solo, el desafío es tan grande, parece tan imposible, que la recompensa es aún más dulce cuando llegas a la cima. Has conquistado lo inconquistable. Solo. La gloria es únicamente tuya.
Se quedaron sentados en silencio un rato mientras sus palabras desaparecían en el fino aire y después Paula dijo:
–Pero entonces así no tienes a nadie que te anime y vitoree cuando lo logras. Nadie que te proteja si te caes.
Pedro la miró. Ella estaba mirándolo a él, con expresión de interés pero también de preocupación. Esos ojos verde claro estaban viendo demasiado, estaban queriendo demasiado de él. Comenzó a responder despacio y sintiéndose algo incómodo.
–Crecí acostumbrado a no tener a nadie que me animara ni que me protegiera si me caía. Y la verdad es que lo prefiero así.
–Lo sé, pero no entiendo por qué.
Él tragó con dificultad. No podía hacerlo. No debería hacerlo.
No era asunto suyo.
Paula se incorporó y esperó hasta que él la miró.
–Echo de menos que mi padre me diga «Esa es mi niña» cuando hago algo fantástico. Incluso echo de menos cuando mi madre protestaba mientras tenía que vendarme una rodilla arañada y nada femenina. Puedo vivir sin ellos, pero es agradable saber que si alguna vez necesito esa clase de apoyo, tengo amigos que se preocupan por mí, que vendrán a mi rescate. Tú también los tienes y lo sabes. Solo tienes que dejar que se acerquen.
Pedro sacudió la cabeza.
–Por propia experiencia sé que solo puedes confiar en ti mismo.
–¿Qué experiencia?
–Experiencia formativa.
–Pues inténtalo de nuevo.
–No puedo.
–¿Por qué no?
¡Esa mujer era demasiado insistente!
–¿De verdad quieres saberlo?
–De verdad quiero saberlo.
–Bien –respondió tan fuerte que su palabra resonó por el cavernoso espacio. Y entonces, como si estuviera disparando con un rifle, comenzó a hablarle de la marcha de su padre antes de que él naciera, de la continuada indiferencia de su madre, del día en que ella había decidido que cuidar de él era demasiado difícil. Le habló de las numerosas direcciones en que había habitado, del modo en que había visto a gente echar de su casa a un niño indefenso solo porque les resultaba más cómodo estar sin él.
Y entonces, de pronto, los ejemplos que iba poniéndole se volvieron más específicos. Nombres, caras, lugares, fechas.
Una desilusión tras otra.
Había pasado un rato antes de que se diera cuenta de que ella estaba rodeándolo por el codo con su mano enguantada y ofreciéndole la clase de apoyo que él habría tenido si lo hubiera pedido.
–¿La ves? ¿A tu madre?
–Una vez la busqué, cuando tenía unos veinte años. Había ganado algo de dinero, había comprado unas propiedades, me había demostrado a mí mismo que era una persona que valía la pena y la necesidad de hacerla partícipe de ello fue llenándome hasta que no pude contenerla y no tuve más elección que buscarla.
Paula, con delicadeza, apoyó la cabeza contra su brazo. Ahí donde otros tal vez habrían cambiado de tema o se habrían sentido incómodos, ella sencillamente lo absorbió todo, todo lo que le decía. Como una esponja. Y, al verlo, él no sintió ninguna necesidad de apartarse.
–Le escribí una carta y ella me respondió. Acordamos vernos, yo me presenté donde habíamos quedado y la vi por la ventana en la calle. Habían pasado años, pero supe que era ella al instante. Ella no miró dentro del restaurante, jamás me vio sentarme
Jamás llegó a cruzar la puerta. Fue como si la multitud que ocupaba la calle se la hubiera tragado y esa fue la última vez que la vi.
Mientras revivía aquel momento en su cabeza daba por hecho que le dolería tanto que ya estaba preparado para hacer lo que hacía siempre: cerrarse a toda clase de emociones y no sentirse jamás dependiente de la opinión que alguien tuviera de él. Sin embargo, le sucedió lo contrario, porque el dolor que sintió fue leve, distante, apaciguado por la balsámica cercanía de Paula.
Se quedaron allí sentados un buen rato y el único sonido que oyeron fue el del viento removiendo los arbustos que tenían a los pies y el de un solitario águila que surcaba el cielo azul brillante en una hermosa danza.
–Ahora sé que no fue por mí. Por muy bueno que yo hubiera sido, por mucho éxito que hubiera tenido, para ella jamás habría sido suficiente.
Entonces Paula dijo:
–Entonces, ¿no jugabas a cantar con el cepillo de tu madre?
Y él se rio. A carcajadas. Con ganas. Y cualquier tensión que pudiera quedar en su interior se desplazó por el valle como un trueno.
–No, que yo recuerde.
Ella levantó la mano de su brazo, y por ridículo que pareciera porque iba muy bien abrigado, Pedro sintió frío.
–Dios, me siento una idiota por haberme quejado tanto de las deficiencias de Virginia como madre. Por lo menos lo intentó. No bien, pero sí que hizo un esfuerzo. ¿Por qué no me has dicho antes que cerrara la boca y dejara de compadecerme?
¿Por qué? Porque nunca se lo había contado a nadie.
Porque nunca había querido revelar esas debilidad que llevaba en los genes. Porque creía que ella tenía todo el derecho del mundo a sentirse molesta por el comportamiento de su madre. –Gracias.
–¿Por qué?
Ella se encogió de hombros, pero no dejó de sonreír.
Esa boca. No podía recordar qué le había convencido a seguir hablando cuando lo único que tenía que hacer era perderse en esa boca. El deseo de besarla era primario y brotaba desde su interior. El deseo de quitarle el gorro y deslizar los dedos entre su pelo. De acariciar esos suaves y rosados labios para después, continuar acariciándolos con la boca, con la lengua. El deseo de tenderla delicadamente sobre el suelo y hacerle el amor hasta que cayera la noche y murieran congelados.
Para ser un hombre que sabía utilizar muy bien una brújula, se sentía como si hubiera perdido el norte.
Y como si pensara que había rozado el límite, Paula cambió de tema.
–No puedo creerme que mi hermana pequeña vaya a casarse mañana.
–¿Te resulta extraño que sea ella la primera?
–¿Extraño…? No, no, claro que no. Ya he visto cómo puede resultar cuando se hace sin pensarlo, sin planificarlo, sin tener una certeza. Un buen ejemplo de eso: mi madre. Yo soy más cauta, supongo. No tengo la fe ciega de Elisa.
Además, soy una mujer de mi trabajo, ¿no lo sabías?
Él se rio.
–Me alegra saberlo.
–Bueno, ya que estamos hablando del tema, dime cómo es posible que una guapísima aspirante a estrella con ojitos brillantes no te haya cazado hace tiempo –dijo mirando al suelo.
–¿Quién dice que me gusten las chicas guapísimas con ojitos brillantes…? De acuerdo, voy a parar aquí antes de que parezca un idiota.
–Demasiado tarde –refunfuñó ella.
Pero Pedro captó que Paula no había hecho la pregunta tan a la ligera, sabía que quería conocer la respuesta porque ella era una de esas personas que lo rodeaban y se preocupaban por él. Sin embargo, tenía que asegurarse de que no cometiera el error de preocuparse demasiado.
–Me gustan las mujeres, pero me gusta más estar soltero. Siempre he sido absolutamente transparente en ese terreno y todavía no puedo decir que ninguna mujer se me haya enganchado a las piernas sin querer soltarme después de haber roto. Me gusta pensar que he encontrado mi equilibrio perfecto.
–¿Nunca se te ha ocurrido que a lo mejor se marchan pensando que son afortunadas por haberte tenido, al menos, un poco? ¿Aunque haya sido solo por un momento? ¿Y que tu «transparencia» haya hecho imposible que hayan deseado más?
Él miró a Paula, que seguía mirando al suelo, y le pareció ver que tenía las mejillas muy sonrojadas y que estaba mordisqueándose el labio.
–¿Entonces crees que soy un buen partido? –lo había dicho como una broma, como una forma de romper la tensión, pero su tono había sonado muy serio.
Quería conocer su respuesta, necesitaba saberlo, porque si para ella eso era más que una aventura de fin de semana…
Paula se quedó paralizada. ¡Qué pequeña se la veía debajo de tantas capas de ropa! Lentamente alzó la cabeza para mirar al horizonte.
–Para ser un buen partido, deberías dejarte atrapar.
–No te ocultes detrás de la semántica –gruñó él, cada vez de peor humor y maldiciéndola por no haber seguido sus reglas.
Ella se giró con los ojos brillantes.
–De acuerdo. Entonces, ya entiendo por qué algunos podrían pensar que eres un buen partido. Rico, famoso, guapo bajo la correcta luz.
–¿Pero tú no lo piensas?
Ella volteó los ojos y miró al cielo, como pidiendo ayuda a los dioses o tal vez pidiendo que lanzaran un rayo que lo dejara ahí tieso donde estaba.
–Olvidas que llevamos trabajando juntos demasiado tiempo. Te conozco demasiado bien, Pedro, tanto en tus días buenos como en los malos, como para permitirme semejante fantasía.
Él la miró buscando un atisbo de humor o una mentira, pero por primera vez no pudo descifrar nada en esos preciosos ojos verdes. Se sentía descolocado, extraño, por no ser él el que tenía el control de la situación. Era algo que no le gustaba.
–Por suerte para ti eres demasiado inteligente para mí.
–Por suerte para ti.
Parecía que todo estaba volviendo a su ser. Una desagradable sensación se posó sobre sus hombros y se levantó para estirar la espalda, sobrecargada con una tensión que nada tenía que ver con la subida a la montaña ni con el frío.
Extendió una mano y la ayudó a levantarse. Ella intentó sacudirse la espalda, pero llevaba tantas capas de ropa que apenas podía hacer el movimiento de alcanzarse la espalda.
Él la giró y, rápidamente, le sacudió la hierba de su bien almohadillado trasero mientras ella estaba ahí de pie, permitiéndoselo. Y a pesar de la situación, Pedro sintió cómo iba excitándose. ¡Por Dios! Tres capas de ropa y, aun así, podría haberse pasado tres días enteros acariciando ese trasero.
Resguardó la mano de nuevo en la protección de la manga de su cazadora y echó a andar por el sendero, de vuelta hacia el lago, hacia el Gatehouse, hacia su suite.
Lo único que sabía era que una vez cerraran la puerta, toda esa tensión se traduciría en pasión y no podrían esperar a ponerse las manos encima el uno al otro.
La deseaba lo suficiente como para permitirle mirar en su bien protegido pasado. La deseaba tanto que la tomaría a pesar de estar preocupado ligeramente por las motivaciones de ella.
Paula se había convertido en una adicción. Una que estaba convencido que podría abandonar en cuestión de tres días, cuando estuvieran de nuevo trabajando el uno al lado del otro, diez horas al día, seis días a la semana. Cuando por la noche, después de que todos se hubieran marchado, él se quedaría contemplando la ciudad de Melbourne desde su mesa aún con el perfume de ella metido dentro y haciendo estragos en sus sentidos.
–Hablando de trabajo…
–No sabía que hubiéramos estado hablando de trabajo – respondió ella detrás de él, aunque más cerca de lo que había pretendido. Al parecer, tenía más prisa que él por volver a la suite.
Pedro aminoró el paso hasta que los dos estuvieron uno al lado del otro.
–Antes estaba pensando en llevar a Sebastian al viaje de Argentina.
–Oh, de acuerdo. Genial. Estará emocionado…
–En lugar de llevarte a ti.
Un brillo de dolor iluminó sus ojos y a él se le encogió el pecho sin previo aviso, pero eso no hizo más que ayudarlo a mostrarse más decidido todavía. Se mantuvo en su sitio. Era importante. Era importante que hiciera eso ahora antes de que las cosas se complicaran más de lo que ya estaban.
– ¿Por qué?
«Porque te preocupas demasiado por mí y está claro que yo me apoyo demasiado en ti y los dos vamos a acabar enfrentándonos a la decepción».
–Ayer hizo todo lo que le pedí y lo hizo bien. Se me ocurrió ver qué tal se maneja con más responsabilidad.
–Bien, me parece justo, pero yo organicé esa reunión. Ni siquiera estarías yendo allí si yo no hubiera conquistado a los argentinos en primer lugar. Tuve que estar al teléfono hasta medianoche todas las noches durante dos semanas para poder atender todas sus llamadas. Hice más de lo que se podía hacer… –hablaba con la voz entrecortada; se detuvo y sacudió la cabeza–. ¿Por qué me molesto? Haz lo que quieras. Siempre lo haces. Tú eres el jefe.
–Me alegra que lo recuerdes.
La mirada que le lanzó podría haber cortado el cristal.
–Porque, como tu jefe que soy, tengo un trabajo para ti.
–Díselo a alguien que no esté de vacaciones –le contestó y comenzó a bajar por el sendero delante de él con su cola de caballo sacudiéndose como si estuviera señalándolo en tono acusador.
–Cuando volvamos, quiero que te concentres en redactar una propuesta para el proyecto de Tasmania.
Localizaciones, tratamiento, presupuesto, marketing, todo.
Paula levantó una nube de polvo al frenar en seco. Cinco segundo más tarde se giró y lo miró.
– ¿Lo dices en serio?
– ¿Alguna vez me has visto bromear con el trabajo?
– ¿Tú? Jamás –con expresión muy seria dio tres pasos y le clavó un dedo en el pecho–. Ahora, deja que te deje algo claro. Si voy a darle forma a todo el proyecto…
–Tú lo producirás.
Ella se metió las manos en los bolsillos de la parca y tomó aire, claramente pensando detenidamente en lo que había oído. Cuantos más segundos pasaban, más nervioso se ponía él, que se había esperado que saltara a sus brazos de alegría en lugar de pararse a pensarlo. O peor aún, en lugar de preguntarse por qué.
Paula se giró y volvió a clavarle el dedo en el pecho.
Después, dio un paso atrás. Abrió los ojos como platos al sentir que había perdido el equilibrio y Pedro la agarró del abrigo mientras ella se balanceaba en un peligroso ángulo.
Miró atrás y dejó escapar un grito:
–¡Pedro!
–Lo sé –podía ver el borde del acantilado y prefería no saber el ángulo que estaba viendo ella.
Le dolían los dedos y el sudor le cubría la frente. Hundió las suelas de sus botas en el suelo y, apretando los dientes, casi atravesó la tela de la cazadora de Paula con tal de tirar y ponerla a salvo. Por fin, ella cayó en sus brazos respirando entrecortadamente y temblando de miedo.
–¡Me has dado un susto de muerte! –bramó él.
–¿Y cómo crees que me siento yo?
Pedro no pudo evitarlo y se rio. El sonido resonó por los acantilados. Era o eso o abrazarla tan fuerte como para que empezara a hacerse una idea.
–Me alegra que te tomes tan a la ligera que haya estado a punto de morir. Seguro que algunos me echarían de menos si jamás volviera a Melbourne.
Él respiró hondo y la miró a los ojos.
–Sonia te echaría de menos una vez que le cortaran la calefacción.
–Es verdad.
–Y Sebastian… él sí que se quedaría devastado.
–Sí. ¿Pero eso es todo? Menudo epitafio. «Paula Chaves, veinticinco años y soltera, sufre una caída mortal desde una montaña. La echarán de menos su familia, de la que vivía muy alejada, una amiga friolera y un becario de trabajo algo obsesionado con ella».
Riéndose, Pedro le acarició la mejilla para apartarle un mechón de pelo de los ojos. Paula no dejó de mirarlo, pero bajo ningún concepto le suplicaría que admitiera que la echaría de menos. Aunque si ella supiera cuánto la echaría de menos… ¡más de lo que era sensato y prudente! Y no solo por su ética laboral, sino también por la alegría que le aportaba a sus días.
–Recuérdame que más tarde te reprenda por tu absoluta estupidez, pero por ahora…
Acercó los labios a los suyos y la besó, la besó, la besó, hasta que la feroz fuerza de su química se hizo con el poder y solo importó lo rápido que podían volver al hotel.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario