jueves, 5 de noviembre de 2015
EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 12
Paula notó que Pedro se ponía tenso en cuanto le dijo que podía aprovecharse de sus palabras. Ella no lo había dicho con ninguna segunda intención, solo había sido una broma.
Sin embargo, después de levantarse y vestirse, sintió que la tensión no había hecho más que crecer.
Mientras lo seguía al salón, se dijo que no se podía creer lo que acababa de pasarles. Lo único que sabía era que se sentía más viva que en muchos años. Hacer el amor con él había sido una experiencia maravillosa, pero era mejor que volviera a poner los pies en la tierra y recordara lo que la había llevado hasta allí.
Con su altura y sus anchos hombros, vestido con una camisa blanca impecable y pantalones un poco arrugados después de lo que acababan de hacer, Pedro la intimidaba un poco. Paula intuyó que no iba a ser tan complaciente como hacía unos minutos, en la cama. Era obvio que había tomado una decisión respecto a la tienda de antigüedades y, tal vez, no fuera la que ella esperaba.
De pronto, a Paula se le encogió el estómago. ¿Cómo podría decirle a Philip que había fracasado en su misión, si Pedro se negaba a comprar?
Podía imaginarse la decepción y la tristeza de los ojos de su jefe, aunque sabía de antemano que Philip nunca le echaría nada en cara y la tranquilizaría diciéndole que pronto iban a encontrar otro comprador.
Con la cabeza dándole vueltas, invadida por los más oscuros pensamientos, Paula se fijó en lo austera y vacía que era aquella habitación pintada de blanco. Sí, tenía unas vistas magníficas, pero le faltaba calidez, personalidad.
–Es una pena que no te gusten las antigüedades o, por lo menos, las pinturas bonitas – comentó ella– . Con la decoración adecuada, este salón tendría un aspecto más hogareño y acogedor.
Pedro se giró de golpe y arqueó las cejas.
–Pero este no es mi hogar. Es mi retiro. No necesito antigüedades ni cuadros para embellecerlo. Además, nadie más lo va a ver aparte de mí.
Después del momento de intimidad que acababan de compartir, Paula se sintió un poco desinflada por su frialdad.
Pero insistió.
–Puede ser. Pero ¿qué tiene de malo que tú disfrutes de una casa más bonita? ¿No te gustaría que tu refugio fuera por dentro tan maravilloso como por fuera?
–Te equivocas. Este sitio me sirve para un propósito, eso es todo. No me interesa disfrutar de su decoración.
Su tono era un poco despreciativo, por no mencionar que parecía molesto ante la sugerencia de Paula.
–No soy tan amante de la belleza como tú, Paula. Soy práctico y pragmático.
–Aun así, es importante para ti llevar bonitos trajes hechos a medida, los mejores zapatos de diseño italiano y la más delicada colonia francesa, ¿verdad?
Nada más pronunciar las palabras, a Paula se le aceleró el pulso y se sonrojó. Le avergonzaba que Pedro se diera cuenta de que se había fijado en esas cosas.
Él esbozó una sensual sonrisa llena de picardía.
–Tienes razón. Admito que es importante para mí dar buena imagen. Y me gusta llevar las mejores ropas que se pueden comprar con dinero. Lo mismo me pasa con mi vida personal. Aprecio las curvas de una mujer bonita, la forma en que sonríe, el brillo de dos espléndidos ojos violetas…
Estaba hablando de ella, se dijo Paula con el corazón más acelerado todavía. La irresistible atracción que los había llevado a consumar su deseo no habría tenido lugar en circunstancias normales. Solo se debía a que habían estado solos en un lugar remoto y surrealista, con nada más que el mar y las rocas para hacerles compañía. Si a eso añadía su miedo a los relámpagos y la preocupación que él parecía haber demostrado por ella…
Entonces, un molesto pensamiento la asaltó. ¿Y si su preocupación había sido solo fingida y lo único que había querido había sido un trofeo más para su ego? Al fin y al cabo, Pedro se enorgullecía de conseguir todo lo que quería, ¿no? Sin embargo, no podía entender por qué él se había comportado como si no hubiera podido resistirse a ella. No tenía sentido. Nada tenía sentido con aquel hombre.
Cruzándose de brazos, Paula no apartó la mirada. Había ido allí solo una razón y debía concentrarse en eso. Tenía que lograr que él firmara los documentos.
–Bueno, cambiando de tema, ¿has tomado una decisión sobre la tienda de antigüedades?
Una enigmática sonrisa iluminó la cara de Pedro. Ella se quedó sin respiración y, sin poder controlarlo, su cuerpo subió de temperatura al recordar lo que acababan de hacer en la cama.
Sus cumplidos sugerían que la consideraba hermosa, una idea que la llenaba de excitación. La irresistible atracción que sentía por él estaba librando un cruento combate en su cabeza con lo que ella creía correcto y prudente.
–¿Y bien? Tendrás que darme una respuesta cuanto antes, porque tengo que tomar mi barco – insistió ella con voz un poco temblorosa.
–¿Ah, sí?
Pedro se acercó un poco más, envolviéndola con su aroma francés.
–¿Qué quieres decir? ¿Cómo, si no, voy a salir de esta isla y volver a casa?
–Quiero decir que no tienes por qué irte hoy.
Paula abrió los ojos de par en par.
–¿Por qué? ¿Hay alguna razón por la que no debiera irme hoy?
Pedro la estaba haciendo arder con su mirada.
–Sí. Quiero que te quedes para que podamos conocernos mejor.
–¿Por qué crees que yo…?
Antes de que pudiera terminar la frase, Pedro la besó con pasión y, enseguida, ambos quedaron envueltos en el seductor fuego de lo prohibido.
Con un gemido de impotencia, Paula se rindió a él. Nunca se había sentido tan indefensa, presa de un deseo tan arrollador.
La noche anterior, los relámpagos la habían aterrorizado, iluminando su habitación como titánicos fuegos artificiales.
Aun así, había tenido más miedo todavía de llamar a la puerta de Pedro, por lo que podía haber pasado. Pero, por la mañana, sus temores se habían hecho realidad.
Él le estaba acariciando la espalda. Sus dedos la incendiaban y la derretían allí donde la tocaban. A continuación, la tomó de la cintura y la apretó contra su cuerpo para demostrarle la fuerza de su erección.
Los besos de ese hombre eran tan eróticos y seductores que fácilmente podría una mujer hacerse adicta a ellos, pensó Paula.
Sin dejar de besarla, él le levantó la blusa. Se la sacó por la cabeza y la dejó caer al suelo. Cuando deslizó la mano bajo su sujetador blanco de algodón para acariciarle un pecho, tocándole el pezón con suavidad, ella gimió sin remedio.
Luego, continuó besándola como si nunca pudiera saciarse de su boca.
Era tan agradable sentirse deseada…, pensó ella.
Su anterior y único novio, Joel Harding, había sido un joven broker de veinticuatro años. Ella había perdido la virginidad con él a los dieciocho. Al principio, había sido considerado y amable y le había jurado que la amaba. Pero, con el tiempo, se había volcado más y más en su trabajo y había ido dejando de lado su relación.
Joel había calmado sus protestas diciéndole que trabajaba por ella, que quería construir un futuro para los dos. Pero Paula había empezado a sospechar que no era cierto. Una noche, había olido el perfume de otra mujer en su camisa y, cuando le había preguntado, él había admitido que había tenido una aventura… y más de una.
Dolida por que el hombre que le había jurado amor eterno la hubiera engañado de esa forma, Paula había aprendido la lección. Había aprendido que los hombres podían decir cualquier mentira para conseguir lo que querían, sin importarles a quién hirieran para lograrlo. Con el corazón destrozado, ella había roto su relación. Y, en vez de mostrar sorpresa o de protestar, Joel solo había parecido aliviado.
Después de aquella dolorosa experiencia, Paula se había jurado a sí misma centrarse en su carrera y no había vuelto a salir con nadie.
Sin embargo, allí estaba, en los brazos de un experimentado seductor. Y se hubiera rendido a él por segunda vez, si no la hubiera mirado con la sonrisa de un gato que acabara de cazar a su presa.
Una ensordecedora alarma de peligro sonó dentro de Paula.
De pronto, recordó de golpe quién era Pedro Alfonso. Era un hombre de negocios que no tenía reparos en ir a por lo que quería, y estaba a punto de añadir el cuerpo de ella a su lista de conquistas, solo para alimentar su ego.
Con la respiración entrecortada, Paula le apartó y se tambaleó hacia atrás para recoger la blusa del suelo.
Deprisa, se la puso y se frotó los labios con la mano con gesto de disgusto.
Pedro movió la cabeza, perplejo y decepcionado.
Paula estaba deseando que llegara su barca para irse.
Cuanto antes, mejor. Sin embargo, todavía no habían zanjado el tema de la tienda de antigüedades.
–No has respondido a mi pregunta. ¿Sigues queriendo comprar? Si la respuesta es sí, es mejor que firmes cuanto antes para que pueda irme.
Ella se quedó a la expectativa, insegura sobre cómo reaccionaría Pedro. Le asombró lo poco que sabía de aquel hombre que se había construido un santuario privado en una isla escocesa.
–¿Por qué te has apartado de mis brazos? No me digas que no te gustaba, porque sería mentira. ¿O es que disfrutas provocando a los hombres?
–Yo no te he provocado. Ya he metido bastante la pata al irme a la cama contigo. Me he apartado porque me he dado cuenta de lo que estaba haciendo. Tienes fama de tomar lo que quieres sin importarte las consecuencias, y no he venido aquí para acabar siendo otra de tus conquistas. Aunque puedes llamarme hipócrita por cómo me he comportado hace un momento, por suerte, ahora he recuperado la cordura. Así que olvidemos lo de antes y centrémonos en los negocios, ¿de acuerdo?
Lanzando una rápida mirada a su reloj, Paula tragó saliva.
Aunque tenía la intención de mostrarse fuerte, por dentro estaba temblando.
–Me queda una hora para bajar a la costa a tomar la barca.
Pedro se quedó inmóvil, observándola con ojos vacuos.
–Bueno, Paula… Parece que te he juzgado mal. Pensé que eras distinta de toda esa gente que se cree a pies juntillas lo que la prensa dice de mí, sobre mi reputación, pero ya veo que me equivoqué.
De pronto, ella se sintió mareada y dudó de sí misma. ¿Se estaría dejando llevar por sus prejuicios?
–¿De verdad dudabas que firmaría los papeles de compra? Todavía quiero ese edificio. Solo esperaba persuadirte de pasar más tiempo conmigo.
Paula no sabía qué pensar. ¿Quería que pasara más tiempo con él porque, como había dicho, deseaba conocerla mejor? ¿O era solo porque quería aprovechar la oportunidad de tener sexo fácil? Era difícil confiar en Pedro, sobre todo, cuando su única experiencia sentimental anterior había sido un fracaso.
Él sonrió, pero fue una sonrisa teñida de amargura. Sus ojos ya no brillaban con calidez.
–Me queda claro que no quieres quedarte. Sígueme a mi despacho, vamos a firmar los papeles.
Acto seguido, Pedro echó a andar por el pasillo con grandes zancadas. En otra habitación blanca y sin ninguna decoración, se sentó en un sillón de cuero, delante de un elegante escritorio, y sacó los documentos. En silencio, tomó la pluma de oro que había sobre la mesa.
–Puedes sentarte, si quieres – le indicó él a Paula.
Todavía conmocionada por haberle escuchado decir que quería que se hubiera quedado un poco más, ella se sentó en el sillón opuesto. Podía sentir el sabor de sus suaves labios sobre la boca… y tuvo ganas de llorar porque, cuando se fuera de aquella isla remota, no volvería a disfrutar de esos placeres nunca más.
–Falta un pequeño detalle, antes de firmar – señaló él.
A Paula le dio un vuelco el corazón.
–¿Cuál?
–Quiero que aceptes ocuparte de vender las antigüedades.
Te pagaré por ello. Ya te he dicho que no las quiero, pero eso no significa que vaya a tirarlas. Entiendo que algunas de ellas son muy caras, por el precio que he pagado. Tú conoces el mercado y sé que no las venderás a precio de ganga. ¿Estás de acuerdo?
¿Cómo podía Paula negarse, cuando Philip necesitaba cada céntimo para pagar a los médicos? Lo único que le inquietaba era que eso significaría seguir en contacto con Pedro.
–Sabes que no puedo negarme – contestó ella, enderezándose en su asiento– . Pero también quiero que sepas que hago esto solo por Philip. Si no fuera por él, me negaría. No debería haberme acostado contigo.
Cuando estaban en la cama y ella le había dicho que se aprovecharía de su promesa de darle todo lo que quisiera, Pedro había temido que fuera como el resto de las mujeres que había conocido, una simple cazafortunas. Pero, en ese momento, sus palabras y el tono de arrepentimiento con que habló le llegaron al alma.
Era la primera vez que una mujer estaba deseando alejarse de él. Por lo general, lo único que experimentaba cuando terminaba una relación era alivio. Pero, ante esos preciosos ojos violetas y esa mujer que le hacía arder como nadie lo había conseguido antes, se sentía embrujado. Por eso, no pensaba ponérselo fácil ni dejarla marchar así como así.
–Bien. Entonces, es mejor que firme ya, ¿verdad? Y tú tendrás que firmar también.
Después de terminar con el papeleo, Pedro metió los documentos en un cajón.
–Me aseguraré de transferir el dinero a la cuenta de tu jefe en cuanto te vayas.
–¿Significa eso que puedo verificarlo cuando haya llegado a Londres?
–Puedo ser muchas cosas que no te gustan, Paula – reconoció él con un suspiro– . Pero nunca miento acerca del dinero. Tengo lo que quería y no voy a retrasarme en pagar lo que debo. Un trato es un trato.
Los dos se pusieron en pie.
–La barca está a punto de llegar. ¿Por qué no vas a por tu bolsa de viaje? Te acompañaré al embarcadero.
De forma inexplicable, las mejillas de su invitada se sonrosaron. ¿Quizá había cambiado de idea respecto a irse?, se preguntó él.
–No será necesario – le espetó ella con frialdad– . Puedo ir sola.
–Maldición, mujer. Lo hago para quedarme tranquilo. Quiero asegurarme de que llegas bien. Habrá un coche esperándote en el otro lado, como te prometí. Te llevará al aeropuerto y, cuando aterrices, otro te llevará a tu casa.
–Voy a ir al hospital primero, a ver a Philip.
–Claro – repuso él, sin poder evitar sentirse celoso por que ella tuviera tanta consideración hacia el otro hombre– . Nos vemos en la puerta. Ve a por tu bolsa.
El viento soplaba con fuerza mientras iban colina abajo. El mar estaba agitado y el olor de la tormenta todavía impregnaba el aire.
Pedro deseó que las condiciones meteorológicas impidieran a Ramon llegar hasta allí. Sin embargo, se dio cuenta de que, aunque el barquero pudiera presentarse en la isla, eso no era garantía de que regresaran sanos y salvos al otro lado.
No quería que Paula se fuera, reconoció para sus adentros.
Si le pasaba algo, nunca se lo perdonaría a sí mismo.
–El mar parece más revuelto de lo habitual – comentó él, deteniéndose un momento para mirar a los ojos a su acompañante.
Con gesto de impaciencia, Paula frunció el ceño.
–Debe de ser por la tormenta. Estoy segura de que todo irá bien. Ramon parece un marino experimentado.
–Hasta los más experimentados tienen que enfrentarse a la naturaleza impredecible del océano – señaló él con tono seco– . ¿Por qué no volvemos a la casa? Intentaré contactar con él para que vuelva a por ti mañana. El tiempo mejorará para entonces.
–No.
Agitada y furiosa, con el pelo revuelto por el viento, Paula se giró y siguió bajando la escarpada colina con la bolsa de viaje al hombro. No le había dejado a Pedro que se la llevara.
–¡Cuanto antes me vaya de aquí, mejor!
Demasiado preocupado por su seguridad para dejarla ir sola, Pedro la alcanzó en un momento.
–No me había dado cuenta de lo tozuda que eres – murmuró él.
–Si te refieres a que hago lo que quiero y no dejo que nadie me mande, sí, soy tozuda – replicó ella con una sonrisa de satisfacción, antes de seguir su camino hacia el embarcadero.
Al llegar, se quedó mirando al mar con gesto desafiante, como si la barca de Ramon fuera a aparecer en el horizonte solo porque ella así lo quería.
EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 11
Pedro pasó otra noche de insomnio. No era fácil dormirse sabiendo que Paula estaba a pocos metros de él, al otro lado del pasillo. No podía quitarse de la cabeza el beso que le había robado. Lo revivió en su mente una y otra vez hasta que, por fin, consiguió dormirse con la esperanza de repetirlo al día siguiente. Sin embargo, entonces soñó con que le hacía el amor a Paula con pasión. Se despertó al amanecer con el cuerpo empapado de sudor y de deseo.
¿Por qué no había ido ella a su dormitorio, tal y como había esperado? La tormenta había vuelto a estallar alrededor de las tres de la madrugada, con todo un despliegue de relámpagos espectaculares. Sin duda, no podían haberle pasado inadvertidos. ¿Había sido su orgullo lo que le había impedido ir a buscar refugio en él?
Aunque admiraba su tenacidad, Pedro quería descubrir cuanto antes cómo había pasado la noche su invitada. Se duchó y vistió deprisa, echó un vistazo a los documentos de compraventa que había estado examinando a primera hora y se los llevó al salón. No había señales de Paula allí.
Excitado ante la perspectiva de volver a verla, dejó los papeles en la mesa del salón y regresó al pasillo. Allí, llamó a la puerta de Paula. Cuando ella no respondió de inmediato, se preocupó.
Pedro iba a llamar otra vez, pero se abrió la puerta.
–Buenos días – murmuró ella. Estaba más pálida de lo habitual y sus ojos enrojecidos delataban su falta de sueño.
Todavía llevaba el pijama puesto, un delicado conjunto de seda con pantalones cortos y camiseta de tirantes. Uno de los tirantes se le había caído sobre el hombro.
Pedro tardó un momento en asimilar sus emociones. De nuevo, se sintió protector y preocupado. No era una reacción habitual en él cuando veía a una mujer que lo excitaba.
–Buenos días – repuso él– . No me digas que no viste los rayos anoche, porque no me lo creo.
Ella negó con la cabeza, atusándose el pelo con los dedos.
–No voy a mentirte. No he pegado ojo. Me sentaría bien una taza de café.
–¿Por qué no llamaste a mi puerta como te había dicho?
Con la única intención de reconfortarla, Pedro la rodeó con sus brazos por la cintura. Eso fue su perdición. La combinación del suave satén con el calor de su esbelto cuerpo lo excitó más de lo que creía posible.
–Te habría abrazado toda la noche, te habría protegido – susurró él, tocándole el pelo con los labios. Al oírla gemir con suavidad, le levantó la barbilla y acercó sus bocas. Fue un contacto irresistible, ardiente.
Paula lo miró a los ojos con la palma de la mano sobre su pecho. Pero, en esa ocasión, no lo empujó para apartarlo.
–Yo… yo… no pienso con claridad cuando te tengo cerca – confesó ella– . No fui a tu puerta porque temía lo que pudiera pasar.
–¿Qué pensaste que podía pasar?
–Me siento como… como si estuviera embrujada cuando estoy contigo. Por eso, eres peligroso.
–¿Crees que soy yo quien es peligroso? Eres tú quien me ha hechizado, pequeña bruja…
–Deberías irte – rogó ella, aunque lo tenía sujeto de las solapas y sus ojos lo miraban con deseo.
–Cariño, no lo creo.
Tomándola en sus brazos, sin decir más, Pedro la llevó a la cama. Mientras la depositaba sobre las sábanas de seda, el corazón le latía a toda velocidad. Paula ya no estaba pálida, su suave piel se había sonrosado.
Con una sonrisa que le salía del corazón, él le bajó los tirantes de la camisola.
–Si hubiera sabido que llevabas un pijama tan sexy, te juro que anoche habría tirado abajo la puerta de tu dormitorio.
Como respuesta, ella soltó un pequeño gemido de excitación y acercó su boca. Mientras se besaban, Pedro se sacó del bolsillo del pantalón un paquete de preservativos. No hicieron falta más palabras después de eso.
Cuando, al fin, los muslos esbeltos y torneados de Paula lo rodearon y la poseyó, Pedro pensó que había muerto y había ido al Cielo. Sus besos y su cuerpo eran el paraíso… todo en ella era divino. En ese momento, supo que de ninguna manera iba a saciarse después de tener sexo con ella. No iba a poder dejarla de lado al día siguiente, como solía hacer con las otras mujeres. Un poderoso deseo de conocerla mejor se apoderó de todo su ser.
Enseguida, Paula llegó al orgasmo, apretándose contra él, dejándose mecer por intensas oleadas de placer. Mirándose en sus ojos de color violeta, Pedro la siguió. Durante largos minutos después, ambos se quedaron sin aliento y sin palabras.
–Tu es incroyable… – le susurró él al oído, tomándola entre sus brazos.
–Me gusta cuando me hablas en francés – contestó ella, sonriendo– . Puedes hacerlo más, si quieres.
–Ahora mismo, haría cualquier cosa que me pidieras, ma chère.
–Puede que me aproveche de eso – repuso ella, acariciándole la mejilla con suavidad.
miércoles, 4 de noviembre de 2015
EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 10
Pedro llevó una botella de whisky escocés a la mesita del salón y sirvió un poco en dos vasos. Su invitada estaba sentada con las piernas cruzadas, con un cojín apretado contra el vientre y los ojos clavados en la escena que se desarrollaba fuera, como si no pudiera creer lo que estaba viendo.
Pedro había visto unas cuantas tormentas desde que había construido esa casa, pero nunca una como aquella. El poderoso sonido de los truenos sacudía las paredes del edificio y la lluvia era como un río salvaje que se hubiera desbordado y quisiera llevarse todo a su paso. Era imposible discernir dónde acababa el cielo y dónde empezaba el océano.
La tensión podía palparse en el ambiente, tanto que Pedro sintió que debía hacer algo para romperla.
–¿Paula? – la llamó él, un poco preocupado por su acompañante, y le colocó el vaso en una mano– . Te aconsejo que bebas un poco. No solo porque es el mejor whisky de malta del mundo. Puede ayudarte a calmar tus nervios.
Con mano un poco temblorosa, Paula se llevó el vaso a los labios y bebió. Al instante, sus preciosos ojos violetas se llenaron de lágrimas. Luego, empezó a toser.
Pedro se acercó para darle unas palmaditas en la espalda, sonriendo.
–Te lo has bebido muy rápido, preciosa. Toma el próximo trago un poco más despacio, ¿de acuerdo?
–Lo tendré en cuenta – repuso ella, devolviéndole la mirada con una sonrisa– . Es un poco fuerte, ¿verdad?
–Es suave y dulce, pero puede resultar fuerte para una novata.
Mientras hablaban, una fiera explosión de relámpagos iluminó el salón.
–¡Ay, madre! – gritó ella y se lanzó a sus brazos.
Aunque sabía que era solo una reacción refleja, instigada por el miedo, a Pedro le complació que ella actuara como si lo necesitara. Nunca había experimentado una sensación así, reconoció él con el corazón acelerado.
El aroma de ella lo envolvió, mientras la rodeaba con sus fuertes brazos y la apretaba contra su pecho.
–No pasa nada, Paula. Nada va a hacerte daño, te lo prometo.
Al principio, ella se puso tensa al escucharlo. Luego, se relajó.
Aliviado, Pedro se alegró de que no lo apartara. A pesar de la tormenta que rugía en el exterior, una extraña sensación de paz lo invadía estando con ella. Era algo nuevo para él.
Antes de eso, la única mujer hacia la que se había sentido protector había sido su madre. Sus relaciones íntimas se habían centrado solo en el sexo y el dinero. No era de extrañar, cuando se había ido distanciando cada vez más de sus sentimientos, reflexionó. Desde que su hermana había muerto, el fantasma de la pérdida y el dolor siempre había estado presente. La verdad era que le daba miedo…
Al notar que el suave peso que sujetaba entre sus brazos se hacía más sólido y escuchar la respiración profunda de Paula, Pedro comprendió que se había quedado dormida.
Había sido un día lleno de sorpresas, se dijo él. No solo por la inesperada ferocidad de la tormenta, sino porque estaba disfrutando de la compañía de su invitada, algo que le inquietaba. Su placer por poder comprar la tienda de antigüedades no había sido nada comparado con el placer de tener a Paula a su lado.
Frunciendo el ceño, Pedro se preguntó a qué podía deberse algo tan raro.
Entonces, se recostó en el respaldo del sofá y, sin pensarlo, cerró los ojos.
Lo primero que le asomó a la conciencia fueron los intentos de Paula por zafarse de sus brazos. Pedro maldijo en voz alta y, medio dormido, creyó que un atacante estaba intentando hacerle daño.
Se incorporó de golpe y agarró a su enemigo imaginario. Ella gritó, haciéndole volver a la realidad de inmediato. La tenía agarrada con fuerza de las muñecas.
Paula lo miraba con ojos aterrorizados. E indignados.
Aun así, Pedro se quedó hipnotizado por la deliciosa forma de los labios de ella. Sus preciosos ojos brillaban como estrellas. Mirarlos era como caer en otro sueño… del que no tenía prisa por despertar.
–Suéltame – rugió ella.
A pesar de que oyó sus palabras, Pedro no fue capaz de asimilarlas, mientras inclinaba la cabeza hacia ella. Su cuerpo ardía de deseo y solo el sabor de aquellos carnosos labios podía aliviar su hambre.
–Todavía no – susurró él, y la besó como si le fuera la vida en ello.
Por segunda vez, los labios de Paula le sorprendieron de la forma más grata. Lo más placentero fue cuando ella gimió con suavidad, sin resistirse a su lengua, y le dio la bienvenida como si lo ansiara tanto como él.
El cálido satén del interior de su boca incendió las venas de Pedro, mientras le sujetaba la cabeza para poder devorarla mejor. De nuevo, ella no protestó. Entonces, con el corazón a toda velocidad, él tuvo el presentimiento de que nunca volvería a ser el mismo.
Paula apenas podía creerse que Pedro Alfonso estuviera besándola con pasión. De pronto, la realidad se desvaneció a su alrededor. Nada de lo que estaba pasando tenía sentido. Aun así, tal vez, aquello no fuera tan increíble como parecía. El ambicioso hombre de negocios había logrado seducirla con sus inesperadas muestras de atención y amabilidad.
Primero, le había dado un consejo sobre cómo enfrentarse a sus miedos. Luego, le había preparado un delicioso plato francés. Y, por último, la había abrazado cuando los relámpagos habían anunciado el fin del mundo.
¿Era esa la razón por la que lo estaba besando con tanta pasión? ¿Era una forma de agradecerle su protección? ¿O respondía a un deseo oculto que había intentado bloquear?
Su padre siempre había intentado proteger a Paula y ella había confiado en él con todo su corazón. ¿Acaso esperaba encontrar algo similar en Pedro Alfonso? Sin embargo, aquel hombre no tenía nada que ver con su padre. El millonario era implacable y no dejaba que nada se interpusiera en su camino. A pesar de todo, cuando la había abrazado en medio de la tormenta, había confiado en él tanto como para quedarse dormida.
¿Cómo podía explicarse algo así? Lo único que sabía era que no había podido resistirse a él. La tenía embelesada… por su aspecto, por su olor, por su indomable masculinidad.
Al darse cuenta, se sintió confusa. Debía tener cuidado, se advirtió a sí misma. Pedro no era más que un hombre acostumbrado a hacer lo que fuera para conseguir sus propósitos.
Cuando él apartó su boca con suavidad, acariciándole el pelo, y la sonrió con los ojos brillantes, Paula supo que era hora de poner fin a esa locura.
Si le explicaba por qué había sucumbido a ese beso, porque había estado estresada y preocupada por su jefe y asustada por la tormenta, él lo entendería.
Posando una mano en el pecho de su anfitrión, Paula dio un paso atrás.
–¿Adónde vas? – preguntó él con el ceño fruncido.
–No debería haber hecho eso. Lo siento.
–¿Por qué? ¿No te ha gustado?
–No es eso. He venido aquí solo para hacer negocios. Y no tienes la responsabilidad de reconfortarme solo porque me asusten los relámpagos.
–¿Te habría reconfortado tu novio si hubiera estado aquí?
–¿Qué tiene eso que ver?
–¿Lo habría hecho? – insistió él, afilando la mirada.
–No tengo novio – confesó ella, encogiéndose de hombros– . Por el momento, no estoy interesada en tener una relación.
–¿Es porque estás preocupada por tu jefe?
–No solo por eso. Quiero concentrarme en mi carrera. Cuando se cierre la tienda de antigüedades, tendré que buscarme otro trabajo.
–No creo que eso te sea difícil. Sabes hacer tu trabajo.
–Sí – repuso ella, levantando la barbilla– . Si no puedo encontrar algo adecuado en Londres, me iré al extranjero – indicó. Aunque irse del país no le resultaba una opción muy atractiva, lo haría si era necesario. Eso le sirvió para recordar cuáles debían ser sus prioridades– . Volviendo a la razón que me ha traído aquí… ¿No crees que es mejor que firmemos los documentos esta misma noche? Mañana por la mañana quiero llegar a tiempo al barco. Cuanto antes pueda regresar para ir a ver a Philip al hospital, mejor.
–No firmaré nada hasta que no esté seguro de que todo está en orden. Dame los papeles y los revisaré esta noche. Luego, veremos lo que pasa por la mañana.
Con la boca seca, Paula se levantó. El enigmático comentario de Pedro la dejó confusa y preocupada.
–¿Sugieres acaso que tal vez no quieras firmar?
Él también se levantó. Su expresión era seria y cerrada.
–No te equivoques. Quiero esa propiedad, eso no ha cambiado. Pero nunca firmo nada hasta que no estoy seguro.
–¿Quieres decir que me has hecho venir hasta aquí creyendo que ibas a comprar y que ahora no estás seguro? ¿A qué estás jugando? – le espetó ella, moviendo la cabeza con desesperación– . Debería haber sabido que no eres de fiar, pero nunca aprendo.
Pedro se acercó a milímetros de ella. Su cálido aliento le bañó la cara.
–¿A qué te refieres? ¿Es que alguien te ha engañado? ¿Fue ese exnovio tuyo, tal vez? Si es el caso, lo siento mucho. Pero yo no estoy jugando a nada, es la forma en que hago negocios. Me propongo un objetivo y, cuando sé que lo voy a conseguir, me gusta tomarme mi tiempo para saborear el premio.
Paula tragó saliva cuando él posó la mano en su mejilla. Era obvio que no hablaba solo de la compra de la tienda.
¿Acaso creía que iba a acostarse con él solo porque le había dado la bienvenida a aquel beso?, se preguntó ella, indignada. La había tomado con la guardia baja, eso era todo.
Era el momento de apartarle la mano y poner distancia entre los dos, se dijo a sí misma. Cruzándose de brazos, miró hacia la ventana. Aunque la tormenta no había cesado, parecía menos intensa y en retirada.
Aunque eso era un alivio, a Paula le producía ansiedad pensar que podía volver a casa sin la venta cerrada. Le esperaba una noche de insomnio, pues no le iba a ser fácil esperar a que Pedro le diera su decisión por la mañana.
Si él cambiaba de idea y decidía no comprar, lo único que ella podía hacer era irse con la cabeza gacha. No tenía el poder de hacerle cambiar de opinión. Y Pedro no parecía la clase de hombre que se dejara influir por la compasión.
Paula se temía lo peor. ¿Y si la salud de Philip empeoraba cuando le diera la mala noticia? Lo único que podía hacer en ese momento era mantener la calma y no dejar que su anfitrión adivinara sus miedos.
–Bueno, entonces, no queda mucho más que decir. Iré a buscar los documentos y te los daré para que los revises – informó ella, y se miró el bonito reloj de pulsera que su padre le había regalado en su veintiún cumpleaños– . Después,
me iré a dormir.
Cuando iba hacia la puerta, la voz grave y profunda de Pedro la detuvo de inmediato.
–Si hay más relámpagos durante la noche y tienes miedo, mi habitación está enfrente de la tuya. Tengo un sueño muy ligero, así que no dudes en llamar y entrar, ¿de acuerdo?
Apretando los puños, Paula esperó tener fuerzas para no sucumbir a la tentación que aquel imponente espécimen masculino le proponía.
–Seguro que estaré bien – repuso ella– . Usaré la técnica que me aconsejaste y recordaré que mis miedos son solo ilusiones.
Cuando salió del salón, a Paula le pareció oírlo reír.
EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 9
Pedro le tendió un delantal blanco y se remangó la camisa.
La piel bronceada de sus brazos parecía suave y sedosa y estaba cubierta de una fina capa de vello oscuro.
Mientras la lluvia golpeaba contra el tejado con incesante fuerza y las olas pintaban la costa de espuma helada, él le daba instrucciones sobre dónde encontrar los ingredientes.
El frigorífico era inmenso y parecía sacado de una película de ciencia ficción. Los cajones se abrían con solo tocarlos o al poner una mano delante de un sensor.
Con el corazón acelerado, Paula se dijo que nunca había soñado con verse en un lugar así. La actitud de superioridad de Pedro la inquietaba y la hacía sentir incómoda.
Ella nunca había sido la clase de mujer que se dejaba impresionar por un hombre. Las cualidades que ella buscaba en el sexo opuesto eran honradez, buen corazón y lealtad.
En una ocasión, se había dejado engañar por un corredor de bolsa que le había pedido que se casara con él. Pero, aunque sus declaraciones de amor incondicional la habían confundido al principio, ella pronto había descubierto que no había sido más que un juego. La ambición por ascender en su carrera y hacer más dinero había sido la prioridad para él.
Cuando se había enterado de que le había estado siendo infiel con otras mujeres, ella había roto la relación al instante.
Y se había jurado no volver a cometer el mismo error jamás.
El hombre por quien su madre había abandonado a su padre también era ambicioso y arrogante. A Paula nunca le había gustado. David Carlisle había encandilado a su madre con su dinero y su aspecto, solo porque había alimentado su ego quitarle la mujer a otro hombre y destruir su familia.
Cuando su madre, Ruth, se había ido, había sido la primera vez que Paula había visto llorar a su padre.
Pedro Alfonso estaba cortado por el mismo patrón que su ex y el segundo marido de su madre. Por eso, ella tenía muchas razones para no confiar en él. Para empezar, él mismo le había confesado que, respecto a las mujeres, le gustaba tomar lo que su dinero y posición le brindaban.
Mientras tanto, allí estaban, en ese remoto santuario en una isla escocesa, a miles de kilómetros de la civilización. Al día siguiente, si todo iba bien, el barquero la recogería por la mañana.
Sin embargo, a pesar de todos sus recelos, Paula no podía olvidar el momento en que sus ojos se habían entrelazado con los de Pedro, incendiados por el deseo. Durante un instante de locura, había tenido la urgencia de rendirse a la salvaje atracción que la había invadido. ¿Cómo podía explicarse algo tan irracional?
La única razón que podía encontrar era que había tenido la guardia baja, después de todo el estrés que había soportado en las últimas semanas. Philip seguía en el hospital y, de un día para otro, había decidido venderle su tienda a Pedro.
Una cosa estaba clara. Paula haría todo lo que pudiera para evitar que aquel momento de debilidad se repitiera. De hecho, no descansaría hasta ver los documentos firmados y el dinero ingresado en la cuenta de Philip. Luego, se convencería a sí misma de que había hecho lo correcto y lo mejor para el hombre que había sido su mentor durante tantos años.
*****
Después de haber contemplado cómo Pedro preparaba la comida más sublime en un momento, Paula tuvo que admitir que el tipo era un artista.
Era fascinante verlo trabajar con sus manos. Tanto si cortaba cebollas sobre una tabla, como si esparcía las especias con los dedos sobre la comida, o removía los ingredientes en una sartén, se sentía cada vez más intrigada por él. Con un aspecto de suma concentración, parecía como si su mente volara a otro mundo cuando cocinaba. Al mismo tiempo, verlo realizar una actividad tan mundana le daba un halo mucho más humano.
–Estará lista pronto. ¿Quieres probarla?
Medio en trance,Paula lo miró sorprendida. Él tomó una cucharada de olorosa comida de la sartén y se la acercó a la boca.
Sus penetrantes ojos azules brillaron cuando ella gimió de placer al probar lo que le había ofrecido.
–¡Está delicioso! Nunca había probado algo tan increíble en toda mi vida.
–¿No? Eso me da ganas de darte más cosas deliciosas para que las pruebes.
Paula se sonrojó al instante con una mezcla de vergüenza e irritación.
Entonces, Pedro dio un paso hacia ella.
–Tienes un poco de salsa al lado de los labios. Deja que te la limpie.
Con el pulgar, se la limpió, despacio. Sus movimientos parecían, más bien, una especie de juego erótico y, sin remedio, encendió una llama dentro de Paula muy difícil de apagar.
Todo su cuerpo comenzó a arder en ese mismo momento.
Atrapada por su mirada, lo único que ella pudo hacer fue quedarse allí embobada. Aunque su intuición le gritaba que tuviera cuidado. Sin querer, se estaba comportando como si estuviera disfrutando de sus atenciones. Cielos, Pedro Alfonso no necesitaba tener a otra mujer babeando alrededor de su ego, se reprendió a sí misma.
Dando un paso atrás, Paula agarró un trapo de cocina y se limpió los labios, como si así pudiera quitarse de encima la sensación de su contacto.
Pedro la observó, sonriendo.
–Espero que no te ponga nerviosa, Paula. Te he dicho ya que no muerdo – comentó él de buen humor– . A menos que quieras que te muerda…
A Paula le latía el corazón a toda velocidad. Haciendo un esfuerzo, se enderezó e intentó lanzarle una mirada fría.
–A lo mejor te crees que a todas las mujeres les gustan tus juegos… o piensas que debería sentirme halagada por tu atención, pero te aseguro que conmigo te equivocas. Ahora, creo que es mejor que vaya a poner la mesa mientras tú terminas la cena.
Acto seguido, Paula sacó cubiertos de un cajón y, sin esperar su respuesta, salió de la cocina con la cabeza bien alta, rezando por recordar cómo se llegaba al comedor.
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