domingo, 1 de noviembre de 2015
MI FANTASIA: CAPITULO 21
Cuando Paula llegó a la plantación al mediodía del día siguiente, dejó las llaves del contacto y el bolso en el asiento de delante por si Pedro volvía a echarla de allí definitivamente.
Al igual que ocurrió el primer día que fue a la plantación, Éloisa se tomó su tiempo para responder, y cuando por fin abrió la puerta, no pareció en absoluto sorprendida de verla.
-La estaba esperando.
-¿Dónde está? -preguntó Paula, entrando en el vestíbulo.
-En su despacho, como siempre. ¿Qué tal su hermana? ¿Ya ha dado a luz?
-Bien, ha tenido un niño. Se lo contaré luego -dijo, yendo hacia las escaleras-. Tengo que hacer esto antes de que pierda el valor.
-Por supuesto, pero debo advertirla. Está de un humor de perros.
-Entonces ya somos dos.
Paula subió prácticamente corriendo hasta la puerta del despacho de Pedro y la abrió sin molestarse en llamar. El despacho estaba a oscuras, pero no tanto como para no ver
que él estaba sentado en su sillón.
Paula cruzó el despacho y descorrió una de las cortinas.
-Antes de que digas nada, sé que me dijiste que no volviera -abrió la otra cortina-. Pero en mi ausencia me he dado cuenta de algunas cosas.
Rodeó la mesa, apoyó las manos en la superficie de madera y se inclinó hacia delante, mientras él la miraba en silencio.
-Primero, no trabajo para tí. Segundo, firmé un contrato y pienso cumplirlo hasta el final -empezó-, pero además de eso me niego a permitir que sigas interpretando el papel de
héroe trágico. La muerte de Celeste fue terrible, pero no fue culpa tuya. Ella tomó una decisión, una decisión difícil, igual que yo estoy tomando la decisión de no tirar la toalla contigo, porque sé que cuando se ama a alguien todo se puede perdonar. Te quiero, incluso si en estos momentos tú no te quieres a ti mismo. Formamos un buen equipo, y pienso demostrártelo aunque no quieras. Y si crees que me estoy portando como una...
Dios, te quiero.
La silenciosa declaración le llegó con total claridad.
-Dilo en voz alta, maldita sea.
Pedro empujó el sillón hacia atrás, se levantó y le dio la espalda.
No puedo hacerlo, Paula. No puedo hacerte esto.
-Sí, claro que puedes. Sólo tienes que ser sincero y reconocerlo en voz alta -se agarró a su pechera-. Por favor, Pedro. Tengo que oírtelo decir.
Como él no respondió, Paula apoyó la frente en su pecho.
Las lágrimas empezaron a derramarse por sus mejillas y empaparon la tela de la camisa.
Los brazos masculinos la rodearon y Pedro apoyó los labios en su oído. -Te quiero.
Paula levantó la cabeza y por fin vio la emoción que tanto había deseado ver reflejada en sus ojos.
-Yo también te quiero.
Entonces él la besó, primero en las mejillas húmedas y después en los labios. Cuando después de un rato interrumpió el beso, dijo:
-¿Qué vamos a hacer ahora?
Paula se echó hacia atrás y sonrió.
-No tenemos que hacer nada. Sólo dejarnos llevar y ver qué pasa.
-Estás arriesgándote mucho, Paula, creyendo en mí -dijo él.
-Creo en nosotros, Pedro. Y no es mi intención salvarte, porque eso sólo lo puedes hacer tú. Pero puedo estar a tu lado hasta que lo consigas. Y lo conseguirás, lo sé.
Él la miró con tanto amor en los ojos, que Paula sintió de nuevo ganas de llorar.
-Por primera vez en mucho tiempo creo que tienes razón.
-Eso significa que podemos continuar donde estábamos, conociéndonos mejor, empezando desde ahora.
-Tengo que ir a Los Ángeles -dijo él-. Esta tarde.
-¿Por trabajo? -dijo ella, decepcionada.
-En parte. Mis oficinas están en California y últimamente no me he ocupado de algunos proyectos importantes, incluida una fundación que creé en nombre de Celeste para
financiar proyectos de investigación relacionados con lesiones de médula espinal.
-Es un tributo maravilloso, Pedro. Seguro que a ella le gustaría.
-Sí, lo sé. Pero antes tengo que pasar unas horas en Florida para ver a mi madre.
Paula estaba dispuesta a sacrificar estar con él si eso significaba que hacía las paces con su madre.
-¿Cuánto hace que no la ves?
-Casi un año. Vino tres o cuatro veces a ver a Celestepara convencerla de que se fuera con ella, pero yo me aseguré de no estar por aquí. En el funeral tampoco nos hablamos.
-Entonces creo que ya es hora de que hagáis las paces.
-Y quiero que vengas conmigo -dijo él, besándola en los labios-. Eloisa se puede ocupar de la casa. ¿Tienes el pasaporte al día?
-Sí, pero no sabía que hacía falta pasaporte para ir a California, a menos que la hayan declarado independiente sin que yo lo sepa.
-No pienso estar más que un par de días en Los Ángeles. Después, podemos ir a algún lugar exótico. Como Barbados, por ejemplo.
-¿Vas a enseñarme la playa de la que me hablaste?
La misma que ella había visto a través de sus pensamientos.
Él le secó una lágrima de la mejilla con el pulgar.
-Voy a hacerte el amor en esa playa.
-Me parece estupendo, pero antes quiero que me prometas dos cosas -dijo ella-. Primero, no quiero tener que entrar en tu mente para saber lo que sientes por mí.
-Prometo repetírtelo a menudo. ¿Cuál es la segunda?
-Que tiremos al maldito sátiro del pasillo a la ciénaga -dijo ella-. O por lo menos lo encerremos en el desván. No quiero volver a verlo nunca más.
Pedro se echó a reír y la levantó en brazos.
-Lo haremos en otro momento. Ahora tengo que llevarte a la cama y hacerte el amor.
-Eso sí que es una novedad, hacer el amor en una cama -Paula consultó la hora-. ¿A qué hora tenemos el vuelo?
-A la que yo diga -dijo él-. De momento dedicaremos unas horas a recuperar las veinticuatro que hemos estado separados.
-Veinticuatro horas y veintidós minutos, si no me equivoco.
Cuando llegaron a su dormitorio, Pedro dejó a Paula en el suelo y la besó apasionadamente. Después hicieron el amor a plena luz del día, sin ocultar nada, ni siquiera la tristeza de Pedro cuando por fin se desahogó en brazos de Paula.
En esos momentos, ella vio al hombre que sabía que existía desde el principio, y supo que nunca querría irse de su lado.
Y que nunca lo haría.
sábado, 31 de octubre de 2015
MI FANTASIA: CAPITULO 20
-Es precioso, Soledad -dijo Paula, mirando al bebé recién nacido que tenía en sus brazos-. ¿Cómo se va a llamar?
-Teo.
-El nombre le va bien -dijo, dejando al pequeño dormido en la cuna-. Duerme un rato.Pareces cansada.
-Tú también. Puedes quedarte en la habitación de invitados. ¿Qué tal tu trabajo?
-Se acabó.
Igual que su relación con Pedro, y eso le llenó los ojos de lágrimas no derramadas, justo cuando creía que ya no le quedaban más.
Soledad la miró, alarmada.
-Oh, no, hermanita. No te habrán despedido, ¿verdad?
Paula se pellizcó el puente de la nariz para intentar contener las lágrimas.
-Se puede decir que sí.
-¿Qué vas a hacer ahora?
-No tengo ni idea.
De momento Paula sólo podía pensar en una ducha de agua caliente y una cama, aunque dudaba que pudiera conciliar el sueño.
—Lo pensaré mañana.
—Siempre te ha gustado posponer las cosas, querida hija.
El sonido de la educada voz de su madre a su espalda la hizo volverse hacia la puerta.
Allí estaba Lynette Albright con una pequeña maleta de viaje en la mano, tan elegante como siempre con un traje de chaqueta de lino blanco y los cabellos rubios y lisos
perfectamente recogidos en un moño sobre la nuca.
-Hola, madre -dijo Paula.
-¿Hola? ¿Eso es todo lo que tienes que decirme después de desaparecer sin decir una palabra?
Una discusión con su madre era lo último que Paula necesitaba aquella noche.
-Estoy cansada, madre. Ahora mismo lo único que quiero es dormir.
-Paula se queda en la habitación de invitados, madre -dijo Soledad desde la cama-. Puedes volver a casa con papá.
-No pienso hacer tal cosa -dijo Lynette, mirando a su hija menor-. Puede que necesite su ayuda con el pequeño por la noche.
Paula sabría que no podía posponer más la conversación que tenía pendiente con su madre.
-¿Por qué no vamos a tomarnos una manzanilla y dejamos descansar a Soledad? - sugirió a su progenitora.
Las dos mujeres se despidieron de Soledad y fueron a la cocina, donde Paula preparó dos tazas de manzanilla en silencio.
-Hablame de ese trabajo, Paula.
No era precisamente el tema del que Paula deseaba hablar.
-He estado restaurando una mansión histórica, pero he terminado.
Lynette arqueó una ceja, sorprendida.
-Ha sido muy rápido. Supongo que no había mucho que hacer.
Quedaba muchísimo por hacer y a Paula le dolía profundamente no poder terminar.
Pero lo que más le dolía era no volver a ver a Pedro.
-Básicamente puse el proyecto en marcha y ahora se ocupará otra persona.
Quizá otra mujer. Alguien a quien Pedro pudiera seducir.
Alguien a quien pudiera robarle el corazón.
-¿Qué vas a hacer ahora? -preguntó Lynette.
Paula se encogió de hombros.
-Creo que utilizaré mi licenciatura en diseño e interiorismo. También puedo montar una empresa especializada en restauraciones históricas.
-Jan Myers tiene una bonita tienda en el centro. Estoy segura de que le encantará tenerte. ¿Quieres que la llame?
-Jan es decoradora, madre. Lo que yo hago es un poco más amplio -respondió Paula con más dureza de lo que hubiera deseado, pero al ver la expresión dolida de su madre, añadió-: Pero te lo agradezco. Y si no te importa, necesito un lugar para vivir hasta que encuentre un apartamento.
La expresión de su madre se alegró visiblemente.
—Nos encantará tenerte en casa otra vez. Tu habitación sigue como siempre.
-Gracias.
Lynette se quedó mirando un momento a la taza de manzanilla y después miró de nuevo a su hija.
-Supongo que debo pedirte disculpas por mi actitud después de tu divorcio. Lo siento, pero tenía muchas esperanzas con Ricardo.
-Fue más una fusión empresarial que un matrimonio, madre. No éramos felices.
-Lo sé. Igual que sé que, a pesar de toda mi oposición a que Soledad se casara con Diego, enseguida me di cuenta de lo mucho que se quieren. Y eso, querida mía, vale mucho más que todo el oro de Georgia.
Por fin su madre se había dado cuenta de que la valía de un hombre no estaba directamente relacionada con su cuenta bancaria.
-Es hora de dormir -dijo su madre, apurando la manzanilla-, pero me temo que tendremos que compartir la cama.
-Puedo dormir en el sofá -dijo Paula poniéndose en pie.
-No hace falta -dijo Lynette-. Aún recuerdo las noches que te despertabas con pesadillas en mitad de la noche y te metías en nuestra cama.
Paula sonrió al recordar todas las noches que su madre la durmió cantándole suaves canciones de nana.
-Ahora soy un poco más mayor.
-Sí, pero tu padre no estará en la cama con nosotras, gracias a Dios. El pobre ronca más fuerte que una locomotora.
Paula se echó a reír. Las dos mujeres continuaron recordando los maravillosos días de su infancia, hasta que se metieron en la cama y los pensamientos de Paula volvieron a Pedro.
Paula...
El sonido de su nombre en una voz profunda y desolada incorporó a Paula de la cama y la hizo buscar frenéticamente por toda la habitación. Por un momento quedó desorientada hasta que se dio cuenta de que no estaba en la plantación, sino en casa de Soledad, y que era su madre y no Pedro quien ocupaba la cama con ella. Sin embargo,
hubiera jurado que lo había oído.
Entonces lo volvió a oír.
Dios, te necesito...
Incluso a cientos de kilómetros, Pedro había logrado entrar en su mente. Y ella no sólo podía oír sus palabras, sino también sentir su angustia tan intensamente como si fuera
propia.
Incapaz de ignorar su dolor y la realidad de que estaban hechos el uno para el otro, Paula se levantó de la cama sin hacer ruido y se puso un par de vaqueros y una camiseta.
Estaba atándose las zapatillas cuando se dio cuenta de que su madre estaba sentada en la cama, mirándola.
-Son las cuatro de la madrugada, Paula. ¿Dónde vas?
-Vuelvo a Luisiana.
-¿Para qué?
-Para ocuparme de algo que necesita mi atención. En realidad, un hombre: Pedro -le dijo-. Tengo un asunto pendiente con él que podría estar directamente relacionado con mi felicidad. Dile a Soledad que seguí su consejo y dejé de ser cauta. Y que la quiero y que vendré a verla muy pronto. Ella lo entenderá.
Lynette pareció entender más de lo que su hija esperaba.
-¿Es un buen hombre?
-Sí, lo es, pero todavía no lo sabe.
Lynette dejó escapar un gemido.
-No me lo digas. No tiene un centavo a su nombre.
Paula se volvió desde la puerta con la bolsa colgada al hombro y le sonrió.
-Tiene muchos centavos, madre. Pero más importante que eso tiene mi amor, y como has dicho antes, eso vale más que todo el oro de Georgia.
MI FANTASIA: CAPITULO 19
-Esta vez sí que has metido la pata, señor Alfonso-dijo Eloisa desde la puerta.
Todavía sentado en la cama de hospital de la habitación de Celeste, Pedro levantó los ojos.
-No debiste dejarla entrar aquí.
—No me diste otra alternativa -dijo ella, entrando en la habitación y sentándose a su lado-. Tenía que saber la verdad. Tenía que saber que no eres un monstruo. Te quiere, Pedro, y deberías aceptar su amor. Y aceptar que tú también la quieres.
Pedro no quería que Paula le amara, ni tampoco amarla, pero así era.
-Si supieras la verdad sobre ella, te alegrarías de que se haya ido.
-Si te refieres a sus capacidades telepáticas, me lo dijo antes de irse.
-Pero es ridículo -dijo Pedro, volviéndose a mirarla-. Eres una mujer inteligente y sabes tan bien como yo que leer los pensamientos ajenos es imposible.
Eloisa cruzó las manos en el regazo.
-Ya no estoy tan segura. Pero lo que sí sé es que en cuanto la vi supe que era diferente. Que estaba aquí por algo, sino nunca la hubiera contratado por su falta de experiencia -
calló un momento antes de continuar-. Los dos cometimos errores con Celeste al no darnos cuenta de cómo se estaba deteriorando, pero nuestras intenciones eran buenas.
Igual que las de Paula. Ella te ha obligado a sentir algo más que remordimientos, y te ha hecho ver que todavía eres un hombre, no un caparazón vacío. Es parte de ti. Ahora quiero saber qué piensas hacer al respecto.
-Nada -dijo él, recordando sus últimas palabras-. Le he dicho que se fuera y no volviera.
-Si le pides que vuelva, volverá.
Dios, cómo lo deseaba. Más de lo que jamás había pensado.
-No sé cómo ponerme en contacto con ella.
-Por el amor de Dios, Pedro. Puedes encontrar a quien quieras -Eloisa quedó pensativa un momento-. O si puede leer los pensamientos como asegura, sabrá lo que sientes sin necesidad de que digas nada. Porque no puedes dejar de pensar en ella, y no dejarás de atormentarte hasta que por fin le digas que has cometido un error. Un error que no
puedes permitirte, porque si lo haces, estarás condenado a una vida de soledad. Y Celeste no querría verte así.
Eloisa se levantó y dejó que Pedro recapacitara sobre sus palabras y sobre sus sentimientos, tan fuertes e intensos que parecían sofocarlo.
Los remordimientos por su actuación en la muerte de su hermana habían sido reemplazados por un sentimiento más amargo: los remordimientos de haber dejado marchar a Paula. Y si ella decía la verdad y podía leer los pensamientos, pronto sabría que había estado en ellos en todo momento.
MI FANTASIA: CAPITULO 18
A Paula casi se le cayó todo lo que tenía en la mano cuando se volvió a mirar a Pedro, que estaba de pie en la puerta abierta y la miraba furioso.
-Estaba mirando esto -dijo ella, alzando lo que tenía la mano.
—¿Qué esperas encontrar?
-Respuestas. Ahora sé que Celeste no murió en el accidente, sino que quedó en una silla de ruedas. Pero no sé que ocurrió después, y necesito saberlo. ¿Tuviste algo que ver con su muerte?
Pedro permaneció en silencio, y otra sucesión de imágenes mentales llegaron a cerebro de Paula: Celeste en la cama con los ojos cerrados, Pedro sujetándola, con las manos en
su garganta, buscando el pulso. Y después de eso, el sonido desgarrador del gemido de Pedro quebrando el aire.
-¿Se suicidó? -preguntó Paula.
Pedro se acercó a la ventana y le dio la espalda.
-Ya tuve que soportar el interrogatorio del forense, Paula. No necesito otro de ti.
-Sólo quiero saber qué pasó.
-Mi indiferencia fue la causa de su muerte, es todo lo que necesitas saber.
-Pedro, tienes que hablar de ello. Te está destruyendo.
Él permaneció en silencio unos minutos, hasta que por fin dijo:
-Está bien, te daré los detalles -se volvió hacia ella con todo el dolor y el remordimiento reflejado en la cara-. Celeste quedó tetrapléjica, paralizada de la mitad del torso para abajo. Podía usar parcialmente la mano derecha y podía respirar sola, al menos al principio -empezó a pasear por el cuarto mientras hablaba-. El día antes de su muerte, insistí en mudarnos más cerca de un hospital donde pudiera tener unos cuidados más intensivos porque no mejoraba. De hecho, estaba empeorando. Pero ella no quería ir, y yo decidí contra sus deseos.
-¿Y después?
Pedro le dio de nuevo la espalda, como si no pudiera contar el resto mirándola a la cara.
-Eloisa se ocupaba de ella durante el día, y por las noches yo le leía hasta que se dormía. Solía quedarme para asegurarme de que estaba bien. Pero aquella noche... -bajó la cabeza-, estaba agotado y me quedé dormido. Cuando desperté, no respiraba. Intenté reanimarla, pero era demasiado tarde.
Paula dejó los papeles en la cama y fue hasta él.
-¿Cuánto tiempo la cuidaste?
-Dos años.
Aunque él seguía de espaldas a ella, Paula hizo el viaje mental con él.
-Por las tardes la llevaba a dar un paseo por los jardines para que le diera el aire. Le gustaba dibujar, y aunque le costaba, todavía podía hacerlo. Pero no era suficiente. No
hice suficiente para animarla a seguir luchando.
Paula no estaba de acuerdo. Ahora entendía por qué Pedro no podía dormir, por qué su dolor era tan intenso y por qué tenía tantos remordimientos.
-No mucha gente habría hecho lo que hiciste tú, Pedro. Y creías estar haciendo lo mejor. Estabas haciendo lo mejor.
Él giró en redondo, fue a la cama y tiró los dibujos al suelo.
-Si no me hubiera dormido, habría podido llamar a una ambulancia y ella seguiría con vida.
Paula se plantó delante de él y le tomó la cara entre las manos.
-O quizá sólo hubiera retrasado lo inevitable. Si estaba empeorando, nadie puede saber cuánto tiempo habría durado.
Pedro suspiró.
-Se merecía más tiempo.
-Se merecía tener un poco de paz. ¿Cuándo dejarás de culparte?
-No puedo.
Paula le rodeó la cintura con los brazos.
-Sí, claro que puedes. Tienes que hacerlo. Y sé que Celeste no querría que siguieras viviendo así. Nadie te dice que lo olvides, pero ella te pidió perdón. ¿La has perdonado?
Pedro cerró brevemente los ojos, y cuando los abrió, Paula vio las lágrimas que tan desesperadamente intentaba contener.
-La he perdonado.
-Ahora tienes que perdonarte a ti mismo.
-Lo que hice fue imperdonable. Le fallé dos veces.
Paula apoyó la cabeza en el pecho masculino.
-Celeste te perdona, Pedro. Y yo también.
Él le tomó la cara con las manos y la obligó a mirarlo.
-Ven conmigo, Paula. Vamonos lejos de aquí. Sólo tengo que hacer una llamada y podemos estar en cualquier lugar del mundo en cuestión de horas.
Sería fácil aceptar y olvidar a su familia para estar con él, pero había hecho una promesa a su hermana y no podía irse.
-No puedo. Ahora no.
Él dio un paso atrás.
-Me tienes miedo. No estás segura de que te haya contado la verdad.
-Sé que me has contado la verdad. Tengo que ir unos días a casa para estar con mi hermana Soledad. Está a punto de dar a luz.
-Ve con tu familia -dijo él con repentina frialdad-. Ellos te necesitan más que yo.
Paula no estaba segura de eso.
-No estaré fuera más de un par de días, Pedro. Te lo prometo.
-Nada de promesas -dijo él-. Quédate en Georgia, Paula, y no vuelvas conmigo. Sólo te causaré sufrimiento.
Un profundo dolor surgió de su corazón a la vez que los ojos se le llenaban de lágrimas.
-No lo dices en serio.
Pedro le dio la espalda y volvió junto a la ventana.
-Muy en serio.
-¿Quieres que deje todo lo que hemos compartido? —preguntó ella.
-Sólo hemos compartido nuestros cuerpos y nuestro tiempo, nada más.
Paula tenía los ojos cubiertos de lágrimas, pero se negó a dejarlas caer.
-Puede que eso fuera para ti, pero para mí fue mucho más. Muchísimo más.
Y la vez que el mundo que Pedro le habia enseñado se desplomaba a su alrededor, Paula se dirigió hacia la puerta.
Sin embargo, antes de alejarse para siempre, quiso decir algo más.
-Después de pensarlo mucho, creo que ya sé por qué cuando me fui de mi casa y conduje hasta Luisiana no paré en Baton Rouge sino que continué hasta St. Edwards y
me quedé allí vanos días, sin decidirme a continuar.
Él se volvió y la miró sin expresión.
-¿Para salvarme de mí mismo? -preguntó con sarcasmo.
-No, para amarte.
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