miércoles, 21 de octubre de 2015

EL DESAFIO: CAPITULO 11




Te encuentras mejor?


–Sí, gracias –le confirmó Paula al mirarlo después de dar un sorbo del brandy que él había insistido en servir para los dos una vez llegaron a su piso.


Al final Paula no había podido resistirse a acompañarlo; si esa iba a ser su única cita, como era probable, tenía intención de aprovecharla al máximo.


–Es de la familia. Lo tres nos quedamos aquí cuando venimos a Nueva York –le dijo al ver la curiosidad con que estaba observando el piso y su moderna decoración en tonos negros, plata y blancos.


–¿Cambiáis mucho de ubicación?


–Cada dos meses o así, a veces más a menudo. Depende de lo que esté pasando en cada momento. El mes que viene tenemos una exposición en París, pero como Gabriel está de luna de miel, Miguel decidió ocuparse de la galería de allí por un tiempo. Vendrá aquí el viernes para la gala de inauguración del sábado, por supuesto.


–Mi padre se lo agradecerá.


–A Miguel no se le ocurriría no presentarse.


Y aun así, a pesar de su rectitud, Miguel no había tenido ningún problema en dejar a Pedro al cargo de la exposición de su padre; una prueba más de que no era el hombre que querían reflejar los periódicos.


Pedro dejó la copa sobre la mesa de café antes de agacharse a su lado y agarrarle la mano.


–Siento muchísimo lo de antes. Siento haberte hecho llorar.


–No es culpa tuya. Tú no puedes entenderlo y yo no puedo explicarlo –añadió con emoción.


–¿Por qué no?


–No es posible.


–¿Por qué no? –repitió.


–Porque no es mi historia y no tengo derecho a contarla.


Pedro ya lo había imaginado y suponía que esa historia tenía que ver con lo que les había pasado diecinueve años atrás, cuando su madre había muerto y Damian había tenido el accidente de coche que lo había dejado en silla de ruedas. 


El hecho de que esos dos sucesos hubieran tenido lugar con solo semanas de diferencia, junto con la negativa de Paula a hablar sobre ello, le hicieron preguntarse si podrían tener relación. Y era algo que le importaba mucho. Saber qué era eso que estaba alejando del mundo a la bella y talentosa Paula era algo que le importaba mucho. ¿Tanto como le importaba esa mujer en sí?


Ahora lo que primaba era descubrir qué había sucedido diecinueve años atrás, por qué Damian mantenía a su hija tan protegida y cobijada hasta el punto de correr el riesgo de asfixiarla. La noche anterior, al no haber descubierto nada sobre la muerte de Ana y tras haber dejado volar su imaginación, Pedro incluso se había preguntado si no habría decidido abandonar a su marido y a su hija. Eso, sin duda, explicaría por qué Damian estaba tan decidido a no perder también a Paula.


Paula esbozó una triste sonrisa al ver la rabia contenida en la expresión de Pedro, que debía de estar batallando en su interior contra la impaciencia por el hecho de que ella se negara a contarle la razón por la que no se rebelaba contra la protección de su padre.


No tenía recuerdos de lo sucedido diecinueve años atrás; por aquel entonces tenía cinco años y lo que sabía era lo que su padre le había explicado cuando cumplió los diez. Sí, por supuesto que había sido consciente desde los cinco de que su madre había desaparecido de su vida, y había llorado y pataleado por ello, exigiendo saber dónde había ido su mamá, a lo que su padre había respondido asegurándole que su madre no había querido abandonarlos, pero que no había tenido elección. Pero eso había sido cinco años antes de que le hubiera explicado exactamente por qué Ana los había dejado.


Raptada.


Damian había pagado el rescate en su deseo de recuperar a su adorada esposa y, además, había accedido a no dar parte a la policía ni a la prensa por miedo a que la mataran.


 Sin embargo, el pago del rescate no había evitado que los secuestradores asesinaran a su rehén de todos modos, a la bella y bondadosa madre de Paula. Tras aquello su padre decidió encontrar a los tres responsables y, cuando por fin los había localizado, había concertado una cita con ellos y sus dos coches se habían visto implicados en un accidente que se había zanjado con dos de esos tres hombres muertos en el acto y con Damian postrado para siempre en una silla de ruedas.


Paula siempre había tenido dudas con respecto a cómo se había producido el accidente, siempre había sospechado, aunque nunca se había atrevido a preguntar, que su padre había intentado que esos hombres murieran aquel día como venganza por haberle arrebatado a su amada Ana. Razón por la que sabía que jamás podría contarle a nadie lo sucedido diecinueve años atrás sin implicarlo en la muerte de, al menos, dos hombres. Siempre había evitado preguntar qué había sucedido con el tercero.


No podía explicárselo a Pedro. No lo haría, ni aunque ello supusiera tener que dejar que ese hombre que le gustaba y por el que se sentía atraída se alejara de ella sin mirar atrás.


Respiró hondo y controló la respiración antes de forzar una sonrisa y decir:
–Creo que es hora de que me marche.


–Vuelves a huir, Paula –le recriminó con delicadeza.


–Sí –confirmó ella sin disculparse.


–No tienes por qué marcharte.


–Sí. Creo que sí.


–No quiero que te vayas.


Es más, Pedro no podía recordar haber deseado algo tanto como ahora deseaba que Paula se quedara allí con él, en su casa, en su cama.


Alargó la mano y le quitó el vaso de la mano, sin que ella ofreciera resistencia. Le agarró las manos y la miró fijamente.


–No te vayas, Paula. Quédate conmigo esta noche.


Paula se quedó sin aliento y el corazón comenzó a latirle con fuerza, tanto por las palabras que había pronunciado Pedro como por la intensidad del deseo que podía ver ardiendo en las profundidades de esos resplandecientes ojos dorados.


–Te decepcionará.


–¿Qué? –le preguntó con incredulidad y atónito por la respuesta.


Paula se ruborizó y evitó mirarlo a los ojos.


–Yo… –se humedeció los labios–. No tengo experiencia, Pedro. Tampoco es que sea virgen –se apresuró a decir–, pero no tengo tanta experiencia como las otras mujeres con las que has estado… –dejó de hablar cuando él puso un dedo sobre sus labios.


–Paula, ahora lo único que importa somos los dos. Nadie más, y mucho menos el pasado, solo lo que los dos deseamos ahora. Y yo te deseo mucho. ¿Me deseas?


¡Demasiado!


Lo había deseado desde el primer día, cuando mirarlo había despertado en su interior una atracción, un deseo que había hecho que su cuerpo vibrara anhelando que la mirara con deseo.


Exactamente como la estaba mirando ahora, con sus ojos dorados encendidos por el mismo deseo que a ella le recorría las venas, con un rubor tiñéndole los pómulos, con esos labios separados como si estuviera esperando a que le dijera «sí» para poder besarla.


¡Y cuánto deseaba besarlo ella! Lo deseaba como nunca había deseado a ningún otro hombre. Deseaba besarlo. 


Tocarlo. Hacer el amor con él.


¿Y por qué no hacerlo? ¿Por qué no pasar esa noche con él? ¿Por qué no perderse en ese deseo, esa excitación, y disfrutar de Pedro de un modo que no podría repetir?


Porque ya sabía que todo acabaría esa noche, que Pedro era demasiado inteligente y que sentía demasiada curiosidad por su pasado como para arriesgarse a incriminar a su padre respondiendo alguna de sus preguntas.


Se humedeció los labios con la punta de la lengua antes de decirle:
–Sí, te deseo, Pedro –disfrutaría de esa única noche de placer y se deleitaría con ella sin esperar nada más. Los hombres lo hacían todo el tiempo, Pedro lo hacía todo el tiempo, ¿por qué no iba a hacerlo ella?–. Ahora mismo –añadió con decisión.


–Buena chica –no fue triunfo, sino satisfacción, lo que brilló en los ojos de Pedro al tenderle la mano que ella agarró para levantarse. No la soltó mientras recorrieron el pasillo en dirección al dormitorio–. Eres preciosa –le susurró al encender una de las lamparitas de noche.


–Bésame, Pedro.


–Tu boca lleva volviéndome loco desde el primer momento que te vi.


–¿Mi boca?


–Tienes los labios más deliciosos y suculentos del mundo, y llevo imaginando besarlos y que me besen por todas partes desde que te vi por primera vez.


Ella se ruborizó.


–¿Cómo es posible cuando esa misma noche saliste e hiciste el amor con otra mujer?


–No lo hice. Bueno, sí que salimos a cenar, pero no me acosté con ella porque la mujer que quería era una alta pelirroja a la que le encanta retarme.


Paula se sintió aliviada al saber que Pedro no había tenido nada con Jennifer Nichols dos noches atrás porque la había deseado a ella. A Paula Chaves.


–En ese caso, creo que me gustaría mucho besarte y que me besaras. Por todas partes…


Lo mismo pensaba Pedro. La deseaba y no le importaba que pudiera traerle complicaciones si ese era el único modo de tenerla.


Siguió acariciándole las mejillas mientras la besaba lentamente y saboreaba esos suculentos labios que llevaban tentándolo tres días. Paula le devolvió la calidez de sus besos a la vez que le acariciaba el torso por debajo de la chaqueta.


Pedro no se había esperado que la noche fuera a terminar así. ¿Terminar? ¡Pero si eso era solo el principio! Siguió besándola y esos besos fueron volviéndose más salvajes, más abrasadores, más apasionados. Se quitó la chaqueta y la tiró al suelo. Paula gimió contra su boca al recostarse contra su cuerpo y deslizar las manos sobre su musculosa espalda.


Pero no estaban lo suficientemente cerca para el gusto de Pedro. La barrera de sus ropas tenía que desaparecer. 


Necesitaba ver, sentir, el calor de las deliciosas curvas de Paula, ansiaba por saborear esos suculentos pechos de nuevo, por oír sus suaves gritos de placer mientras los acariciaba con la lengua y los mordisqueaba antes de tomarlos en su boca.


Deslizó los labios por su cuello mientras le bajó la cremallera del vestido y se lo quitó.


–Increíble –dijo con la voz entrecortada al ver a Paula ante él solo con unas minúsculas braguitas de encaje negro, sus zapatos de tacón, y la melena alborotada cayéndole sobre los hombros y los pechos.


–¿Te gusta? –le preguntó ella con timidez.


–¡Oh, y tanto que me gusta! Quítate el resto, Paula.


–Estaba pensando en ti cuando me las he puesto –reveló al quitarse los zapatos antes de bajarse la ropa interior y dejarla en la moqueta junto al vestido. Ahora estaba totalmente expuesta ante Pedro, pero no se sintió cohibida en absoluto al ver esa mirada de deseo en sus ojos dorados–. Porque quería que esto pasara.


Él se la quedó mirando a los ojos unos instantes antes de asentir con satisfacción.


–En ese caso, creo que lo justo es que yo también me desnude, ¿no? –susurró al dar un paso atrás y levantar los brazos como invitándola a actuar.


Paula nunca había desnudado a un hombre. Los dos encuentros previos que había tenido habían sido rápidos y nada satisfactorios, y ni ella ni ellos habían estado desnudos del todo. Le temblaban los dedos ligeramente cuando le soltó la corbata antes de desabrocharle los botones de la camisa y quitársela deleitándose con la desnudez de su torso y sus hombros. Su piel ahí era del mismo tono aceitunado que la de su rostro y sus manos, con un suave vello oscuro que le cubría los pezones y formaba una V que iba descendiendo por su musculoso abdomen para desaparecer bajo la cinturilla de los pantalones.


–Todo, Paula –le dijo al descalzarse.


Las manos le temblaban aún más cuando le desabrochó los pantalones y le bajó la cremallera. Al dejarlos caer al suelo, se quedó asombrada por el largo bulto que presionaba contra sus calzoncillos negros. Miró a Pedro, aunque desvió la mirada al instante, en cuanto vio el brillo de deseo en sus ojos dorados.


Podía hacerlo. Tenía que hacerlo. Tenía que estar con Pedro, tocarlo y acariciarlo.


Se puso de rodillas frente a él, coló los dedos en la cinturilla de sus calzoncillos y se los bajó dejando expuesto su miembro erecto.


Pedro era absolutamente bello y su cuerpo tan perfecto como una enorme estatua de bronce.


Posó una mano sobre su muslo y la otra sobre el grosor de su erección antes de agachar la cabeza y saborear la salada dulzura de la humedad que la cubría. Animada por los gemidos de Pedro, que se aferraba a sus hombros, separó los labios y lo tomó por completo en su boca.


Pedro apenas podía respirar por el placer que lo devoró en el momento en que los carnosos labios de Paula lo introdujeron en el calor de su boca y hasta su garganta antes de volver a retroceder dejando únicamente el bulboso extremo bajo las tortuosas caricias de su lengua, que lo succionaba con pasión y lo llevaba más adentro con cada movimiento.


Repitió esas caricias una y otra vez, lamiéndolo, succionando, hasta que Pedro supo que no podía soportarlo más, que estaba a punto de estallar dentro de su boca.


–¡Ya, Paula! –gimió apartándola con delicadeza y riéndose al ver su gesto de decepción–. Si te dejo seguir así, voy a terminar demasiado pronto –le explicó con voz ronca mientras la tomó en brazos para llevarla a la cama–. Ahora me toca a mí explorarte y saborearte –le aseguró al tenderla con cuidado sobre las almohadas y la colcha. Paula parecía una diosa de cabello rojo y piel cremosa cuando se tumbó a su lado.


Ella levantó la espalda de la cama cuando Pedro agachó la cabeza y separó los labios para capturar un terso pezón y tomarlo por completo en su boca mientras le acariciaba el otro pecho y hacía que los labios inflamados de entre sus muslos se impregnaran de una ardiente humedad a la vez que acariciaba ese pequeño punto oculto ahí, haciéndola gemir con un orgasmo que la invadió inmediatamente en forma de ardientes ondas de placer.


Pedro prolongó esas caricias mientras Paula se regodeaba en su clímax, siguió succionando su pezón, intensificando el roce de sus dedos al sentir su humedad contra ellos, apretando ligeramente su clítoris para dilatar ese orgasmo hasta que estuvo seguro de que Paula había disfrutado cada sacudida de placer.


Qué receptiva se mostró cuando apoyó los hombros entre sus muslos separados, siguió acariciando sus pezones y agachó la cabeza para lamer su néctar. Sus labios estaban inflamados y abiertos, suplicando el roce de su lengua, cuando un segundo orgasmo, más intenso, le hizo alzar los muslos y moverlos al ritmo de su lengua. Gimió repitiendo su nombre una y otra vez al llegar al clímax en su boca.


–Te quiero dentro de mí, Pedro –dijo con la voz entrecortada y enroscando los dedos en su melena tras experimentar no solo su primer orgasmo de verdad, sino un segundo, y prepararse para más–. Te necesito dentro –le pidió al ver los labios de Pedro impregnados de su propia humedad.


Gimió cuando él rozó su clítoris con la lengua una vez más antes de alzarse sobre su cuerpo haciendo que el vello de su torso rozara contra sus muslos y después contra sus sensibles pezones. Después se tendió sobre ella apoyando los codos a cada lado de su cabeza.


–Qué preciosidad –susurró sujetándole la cara con las manos y besándola con intenso deseo, haciendo que saboreara su propio néctar a la vez que sentía su erección contra su cuerpo, abriéndose camino dentro de ella y generándole un exquisito placer antes de comenzar a moverse en su interior y hacerla gemir con un placer que iba aumentando en intensidad y volviéndose abrumador.


Hundió la cara en su cuello y besó su piel con la respiración entrecortada mientras seguía moviéndose dentro de ella. Iba a volverla loca con ese deseo que se estaba expandiendo cada vez más en su interior.


–¡Más fuerte, Pedro! –gimió–. ¡Por favor, más fuerte! –dijo hundiendo las uñas en sus hombros, rodeándolo por los muslos con sus piernas, hundiéndolo en ella para que la llenara por completo, hasta hacerle perder el control y moverse con más y más fuerza dentro de ella y de ese resbaladizo calor.


Paula dejó escapar un grito y movió la cabeza de lado a lado mientras sentía otro orgasmo atravesándola, más intenso, más abrumador incluso que los otros dos. Oyó el gemido de Pedro mientras su interior se aferraba a su erección. Él arqueó la espalda, echó la cabeza atrás y, sin dejar de mirarla, estalló en su interior intensificando y prolongando el propio placer de Paula, colmándola por completo con su calor.








EL DESAFIO: CAPITULO 10





Nunca había comido aquí –le dijo Paula a Pedro al mirar a su alrededor con gesto de apreciación. Los habían sentado en una mesa apartada, cerca de la ventana de un moderno y desorbitadamente exclusivo restaurante de Nueva York.


Situado en el último piso de uno de los rascacielos más prestigiosos de la ciudad, y con vistas de trescientos sesenta grados, era uno de los lugares de moda para los ricos y famosos.


Tal como había dicho que haría, Paula había pasado el día en la galería, la mayor parte del tiempo dudando entre salir a cenar con Pedro o decirle que, al final, no podría ir. Esto último no se debía a que su padre se lo hubiera impedido; sí, el hombre había apretado los labios con gesto de desaprobación al enterarse, pero había decidido no hacer ningún comentario, tal vez después de ver la expresión de terquedad de su hija.


No, el temor de Paula ante el hecho de salir a cenar se había debido a una razón completamente distinta. Y esa razón era el propio Pedro Alfonso.


Pedro no se parecía en nada a ningún hombre que hubiera conocido nunca. Era seguro de sí mismo y contundente, aunque no de un modo que resultara molesto, y tenía un pícaro sentido del humor, además de ser inteligente sin resultar pedante, y un aspecto de chico malo que ni el elegante traje negro con camisa blanca y corbata que llevaba esa noche había podido atenuar.


Por si eso fuera poco, no se dejaba intimidar por su padre, a diferencia de muchos otros hombres. Desde su regreso a Nueva York tres años atrás, Paula había salido únicamente con tres hombres y todos ellos, sin excepción, se habían desvivido por impresionar a su padre dejándola a ella en un segundo plano.


Por otro lado, era respetuoso con su padre, pero al mismo tiempo no se veía abrumado ni por el poder ni por la riqueza de los Chaves. No, Pedro era un hombre encantador, mundano, rico y muy seguro de sí mismo y de sus habilidades.


Una combinación peligrosa para una mujer que siempre había sabido el efecto que producían en la gente el poder y la riqueza del apellido Chaves.


–He oído que este sitio tiene semanas de lista de espera –añadió una vez el camarero les había servido a cada uno una copa de vino rosado en cuanto se habían sentado.


–El dueño es amigo mío.


Paula sonrió.


–¿Y era amigo tuyo antes de que empezaras a venir a comer aquí a menudo o eso surgió después? –no era el mismo restaurante en el que lo habían fotografiado con Jennifer Nichols, pero Paula estaba segurísima de que sí que había visto otras imágenes por Internet de él saliendo de ese local en particular acompañado por otras bellas mujeres.


Pedro se encogió de hombros.


–Conocía a Gerry desde antes de que abriera el restaurante. Por cierto, le ha gustado mucho la visita de tus guardaespaldas.


–¿No estoy segura de si eso es un sarcasmo o no?


–No. Al parecer han hecho un barrido por todo el local y después, ya que aún les faltaban dos horas para estar de guardia otra vez y que el restaurante seguía cerrado, los tres se han sentado a echar una partida de póquer hasta la hora de apertura. A Gerry le encanta jugar al póquer, sobre todo cuando gana.


Paula se rio.


–Eso les pega mucho a Lawrence y a Paul; me enseñaron a jugar al póquer cuando tenía diez años y empecé a ganarlos cuando tenía doce.


–¿Juegas al póquer con tus guardaespaldas?


–No tanto desde que les empecé a ganar –respondió riéndose.


–Pues recuérdame que nunca juegue contigo al strip-póquer. ¿A esa edad no deberías haber estado jugando aún con muñecas o esas cosas de chicas?


–¡Sexista! Yo nunca he jugado con muñecas y, mucho menos, con doce años. Me interesaban más los chicos que las cosas de chicas.


–Y jugar al póquer –ahí tenía un dato más sobre la infancia de Paula. No solo había crecido sola con su padre, sino que sus únicos compañeros durante aquellos años habían sido, al parecer, sus guardaespaldas.


–Solo hasta que empecé a ganar –le recordó.


–Gerry quería que te diera las gracias por dejar que tus hombres hagan guardia fuera del restaurante en lugar de dentro.


–Seguro que es porque así pueden inspeccionar a los que entran. Soy consciente de que pueden ser un poco indiscretos.


–Te he dicho que no te preocupes por ello.


Y lo estaba intentando, de verdad que sí.


–¿Qué estamos celebrando? –preguntó mirando la botella de vino con curiosidad.


–¿La vida?


Paula sonrió al alzar la copa y brindó con él antes de dar un trago; le encantaba el vino rosado y Pedro había pedido una botella de su bodega favorita. ¿Sería coincidencia o lo habría sabido de antemano?


Pedro le sonrió.


–Me declaro culpable –dijo en respuesta a esa pregunta que no había llegado a formularle–. Hoy he llamado a tu padre y le he preguntado el nombre de tu vino favorito.


–¿En serio?


–Hmm –apoyó los codos sobre la mesa y la miró fijamente con la copa entre los dedos.


Estaba absolutamente impresionante esa noche. Llevaba un vestido negro a la altura de la rodilla que se ceñía deliciosamente a la esbeltez de sus curvas, pero que dejaba al descubierto su cuello y sus brazos. Como maquillaje, un simple toque de sombra verdosa, pestañas largas y oscuras, mejillas color melocotón y los labios con un brillo melocotón más intenso. Llevaba el pelo recogido en un moño suelto que dejaba al descubierto y vulnerable su cremoso cuello.
Irónicamente, y teniendo en cuenta la colección de joyas única e inestimable de su padre, Paula no llevaba ninguna joya esa noche. No había nada que compitiera con la suave perfección de su cremosa piel melocotón, solo un par de pequeños diamantes como pendientes.


Pedro era consciente de que habían sido esa elegancia y esa belleza tan sencillas, en contraste con las otras mujeres exageradamente maquilladas y recargadas, lo que había captado la atención de todos los hombres que había en la sala cuando los dos habían entrado juntos.


En respuesta a esas miradas, él la había rodeado con el brazo por la cintura, la había llevado contra su cuerpo de camino a su mesa. Aunque no con una actitud posesiva,
exactamente. Pedro nunca había sido posesivo con las mujeres, si bien en esa ocasión sí que había querido que a esos hombres les quedara claro con quién estaba Paula esa noche. ¿Era eso ser posesivo? ¡No tenía ni idea! Lo que sabía era que no le había gustado nada que los demás la hubieran mirado.


Ella se humedeció sus carnosos labios con un nervioso movimiento de lengua.


–¿Has hablado hoy con mi padre…? –repitió.


–Una llamada de cortesía para darle las gracias por la cena de anoche.


–¿Eso es todo?


–Ya te lo he dicho, también quería saber el nombre de tu vino favorito.


–¿Y mi padre te lo ha dado sin más? –preguntó con escepticismo; le costaba creer que, después de las advertencias de su padre a Pedro la noche anterior, él hubiera llamado para darle las gracias por la velada y su padre le hubiera dado el nombre de su vino favorito tan tranquilo.


–Tu felicidad es muy importante para él –Pedro dio otro trago sin dejar de mirarla.


Pedro


–Relájate, Paula. Vamos a ver la carta y a pedir, y después, si aún quieres, puedes preguntarme cualquier cosa sobre mi conversación con tu padre.


¡Oh, sí, eso querría hacerlo! Además, no podía evitar preguntarse si la conversación con su padre sería la razón por la que Damian no había puesto ninguna objeción cuando ella le había contado lo de su cita con Pedro. Sin duda, eso explicaba que no se hubiera mostrado nada sorprendido.


–Suéltalo, Paula –le dijo Pedro una vez hubieron elegido sus platos–. Por esa mirada de preocupación puedo ver que sigues preguntándote los motivos por los que he llamado a tu padre.


–¿Tan predecible soy?


–¡Claro que no! –respondió él riéndose. Esa mujer había sido un enigma para él desde el principio, y cuanto más la conocía, más misteriosa se volvía.


Sus incursiones en Internet le habían dicho que Paula había pasado su infancia estudiando en casa durante los primeros años y viviendo exclusivamente con su padre, postrado en la silla, y con los hombres musculosos que conformaban la cuadrilla de seguridad, lo cual hacía que resultara doblemente increíble que hubiera logrado marcharse a la universidad. Estaba convencido de que a Damian le habría dado un ataque al verla marchar, al mismo tiempo tenía que admirar a Paula por haber tenido la fortaleza de romper ese caparazón protector que la envolvía. Pero, incluso así, aun habiéndose liberado durante tres años, Paula había vuelto a meterse en ese anillo de seguridad tras su regreso a Nueva York. Sí, ahora tenía su propio apartamento en el edificio de su padre, pero seguía estando bajo su protección, y los trabajos de diseño que hacía siempre eran para la empresa de Damian.


Con respecto a los años que siguieron a la muerte de su madre, Pedro no había logrado encontrar ninguna información, ni tampoco ningún artículo sobre el fallecimiento de Ana Chaves. Del mismo modo, únicamente había encontrado una escueta mención sobre el accidente que había dejado en silla de ruedas a Damian; un accidente en el que, al parecer, habían muerto en el acto dos de los tres ocupantes del otro coche.


Misterio, tras misterio, tras misterio.


Y Paula, con esa timidez, esa vibrante belleza, tan sexy e inteligente, era el centro de ese misterio.


–No he llamado a tu padre ni le he contado lo de la cena con la idea de retarlo por la advertencia de anoche –le aseguró.


–¿No?


–No –respondió–. Espero no parecer tan vengativo ni mezquino.


Un delicado rubor tiñó las mejillas de Paula ante la reprobación de Pedro.


–¿Entonces por qué se lo has dicho?


–Para que no tuvieras que hacerlo tú –posó la mano sobre la suya–. Paula, soy consciente de lo unidos que estáis y lo último que quiero es ser la causa de cualquier tensión entre los dos. Lo que quiero es que nos conozcamos mejor y no tengo ninguna intención de hacerlo dejando que seas tú la que tenga que darle explicaciones a tu padre.


A Paula se le saltaron las lágrimas. Pedro era demasiado para una mujer; demasiado guapo, demasiado encantador, demasiado divertido, y demasiado atractivo sexualmente para su bien. Esa noche se había sentido totalmente atraída nada más abrir la puerta de su piso y verlo en el pasillo, aún con el pelo húmedo de la ducha, recién afeitado, con esos ojos dorados recorriéndola lentamente…


Por eso añadir la comprensión y la compasión a la larga lista de atractivos de Pedro era ser muy injusta con el resto de las mujeres. Pero no tenía duda de que lo que fuera que Pedro le había dicho a su padre durante la conversación telefónica había ayudado a allanar el camino para la conversación que ella misma tendría con su padre esa noche.


–Puede que Damian y yo no estemos del todo seguros de si nos caemos bien –continuó Pedro–, pero creo que sí nos respetamos. Y eso es un comienzo.


Sí, Paula entendía que su padre era tan anticuado como para haber valorado positivamente el hecho de que Pedro le hubiera dicho que saldrían a cenar, por mucho que no le hubiera gustado la idea. Su padre admiraba el valor, lo respetaba, y Pedro lo tenía en abundancia.


–Siento haber desconfiado.


–No pasemos la noche disculpándonos, Paula –la interrumpió apretándole la mano una última vez antes de que el camarero les sirviera el primer plato.


–Bueno, cuéntame qué haces en Arcángel.


–¿Que qué hago?


–Sé que tus hermanos y tú dirigís las galerías, pero seguro que eso no te roba todo tu tiempo.


Y así fue como Pedro terminó contándole más sobre el trabajo que hacía y sobre las nuevas ideas que tenía para Arcángel. Le contó además algunas anécdotas de su infancia y de cómo había sido crecer con sus hermanos.


–¡Pobrecilla tu madre! –dijo Paula riéndose después de que Pedro le relatara la historia en la que Gabriel y él metieron una rana en la cama de su abuela cuando fue a pasar el verano con ellos–. ¿Y Miguel no participó? –preguntó con curiosidad al dar un sorbo del café que estaba marcando el final de la cena.


Pedro sacudió la cabeza.


–No. Incluso con doce años Miguel era el serio y el responsable.


–A lo mejor pensó que no tenía otra opción con dos hermanos pequeños tan traviesos.


–No se me había ocurrido, pero podrías tener razón. Por cierto, he hablado con él esta tarde.


–¿Está en Nueva York?


–Sigue en París. Hemos hablado por vídeo conferencia.


–¡Qué ocupado has estado hoy!


–¿Es que las cosas que te he contado no te demuestran que estoy ocupado todos los días?


Sí, cierto, admitió Paula para sí, no segura de por qué Pedro había elegido responder sus preguntas tan sinceramente, pero complacida de que lo hubiera hecho porque ahora sabía que ese hombre era mucho más de lo que aparentaba, que tenía una profundidad que los demás ignoraban.


–¡Creo que son los periódicos los que prefieren informar de tus actividades nocturnas en lugar de las diurnas!


–Les encanta informar sobre lo que creen que son mis actividades nocturnas –aclaró.


–¿Es que todas esas fotos tuyas con mujeres preciosas son invención de la prensa?


Por desgracia, Pedro sabía que no lo eran. Y la peor de todas era la que le habían sacado con Jennifer Nichols dos noches atrás, cuando se había negado a cancelar su cita para cenar con Paula y su padre.


–La razón por la que he hablado con Miguel –dijo cambiando de tema– es que quería ver qué le parecía que te pida que nos diseñes nuevas vitrinas para las tres galerías.


–¿Yo? –sin duda, se había quedado atónita con la propuesta.


–¿Por qué no? Las que has diseñado para tu padre tienen una sencillez que las hace elegantemente hermosas. La misma elegancia y sencillez que buscamos en Arcángel.


–Bueno, sí, me he fijado en eso estos últimos días, pero… Ya tengo trabajo.


–Trabajas con tu padre.


Paula pudo captar el tono de desaprobación de Pedro. Y tal vez era merecido después de todos los años que había pasado estudiando Diseño en Stanford. Pero Rafe no lo entendía; nadie lo entendía. Porque la mayoría de las personas, él incluido, no tenían la más mínima idea de lo que les había pasado diecinueve años atrás. Paula era bien consciente de que su padre había empleado la riqueza y el poder Chaves para asegurarse de que ninguno de aquellos sucesos salieran a la luz pública.


–¿Es que no tienes sueños propios, Paula? –insistió él negándose a dejar el tema–. ¿La ambición de hacer algo más con tu vida que permanecer a la sombra de tu padre?


Ella palideció ante ese ataque lanzado tan bruscamente.


–Eso ha estado fuera de lugar –murmuró ella.


–¿Pero no es cierto?


–Gracias por una cena encantadora, Pedro, pero creo que tal vez es hora de que me marche.


–Te llevo a casa –le dijo él con gesto serio.


–Lawrence y Paul me llevarán.


Pedro sacudió la cabeza con decisión.


–Yo te he traído aquí y yo te voy a llevar a casa.


–¿Por qué? –sus ojos se iluminaron intensamente–. ¿Para que puedas seguir insultándome? ¿Porque he hecho demasiadas preguntas? ¿O porque las has respondido? –añadió con astucia al levantarse.


Pedro se levantó también y la agarró del brazo.


–¿Y esto es lo que haces, Paula? ¿Salir corriendo cada vez que alguien dice algo que se acerca a la verdad?


A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.


–¿Quieres decir que salgo corriendo a casa con papá?


Él se estremeció al ver esas lágrimas nadando en su atribulada mirada verde.


–Yo no he dicho eso.


–Pero lo has insinuado –dijo intentando que le soltara el brazo, aunque sin lograrlo–. Estás montando una escena, Pedro –murmuró al ver las miradas curiosas de la gente.


Y sí, por supuesto que tenía ambiciones, sueños y esperanzas. ¡Muchos! De hecho, uno de ellos había sido ir a Stanford… y lo había cumplido. Pero no había tenido en cuenta lo frágil que encontraría a su padre a su regreso a Nueva York, una fragilidad de la que se sentía en parte responsable porque sabía lo preocupado que había estado teniéndola lejos. Por eso, en aquel momento, lo máximo que se había permitido pedirle había sido que le dejara vivir en su propio piso en lugar de seguir viviendo con él en el ático.


Sin embargo, eso no significaba que hubiera perdido las ganas de levantar su propio negocio de diseño o de poder aceptar encargos como el que acababa de ofrecerle Pedro para las galerías. Solo pensar en aceptarlo hizo que el corazón le pegara un brinco de emoción.


Pero eso jamás sucedería. No, mientras su padre estuviera vivo, y Paula lo quería a su lado durante muchos años más.


–Cuidado, Pedro… –le dijo con tono de burla– ¡o lo próximo que verás en los periódicos es una foto tuya maltratando a una mujer en el restaurante de tu amigo!


–Gerry no permite la entrada a la prensa.


–De todos modos, te agradecería que me soltaras el brazo –le dijo desafiante.


Pedro habría agradecido haber pasado una noche con ella sin tener que acabar discutiendo.


Tal vez no debería haber sacado el tema del diseño todavía. 


Tal vez no debería haberla desafiado a tener sus propios sueños en lugar de los impuestos por su padre. Y, sin duda, no debería haberla acusado de salir huyendo cuando el tema se había vuelto demasiado personal.


Así que, ¿por qué lo había hecho?


Porque ella se había acercado demasiado; al responder sus preguntas, Pedro le había permitido ver al astuto empresario con ideas que se ocultaba detrás del playboy, y eso lo había desconcertado porque jamás había permitido que ninguna mujer lo interrogara de ese modo sobre su trabajo o su familia.


–Hablaremos de esto en el coche.


–Ya te he dicho que iré con Lawrence y Paul.


–Oh, no, Paula, no vas a ser tú quien me diga quién te va a llevar a casa –le aseguró con voz suave y sin soltarla mientras salían del restaurante y le hacía una señal a Gerry para que le enviara la factura–. Vamos a mi piso –informó a los guardaespaldas–. Seguro que sabéis dónde está, ¿verdad? –añadió bruscamente cuando Paula y él entraron en el ascensor.


Pedro


–Ahora no, Paula –respondió apretando los dientes.


–Pero…


–Por favor, Paula. Estoy esforzándome al máximo por no… –respiró hondo–. Lo único que quiero ahora mismo es sacarte de aquí para estar en la intimidad de mi casa.


Justo cuando salieron a la calle le entregaron el coche; no había duda de que Gerry había avisado a los aparcacoches. 


Paula entró en el vehículo justo cuando los dos guardaespaldas salían corriendo del edificio tras ellos y se subieron a su coche.


El silencioso trayecto hasta el piso de Pedro, seguidos por la limusina que ocupaban Lawrence y Paul, le dio a Pedro tiempo para pensar en la última conversación del restaurante, para aceptar que era responsable de la tensión que había surgido ahora entre los dos. ¡Y eso que había decidido que sería la única persona en la vida de Paula que no le causaría molestias ni tensiones!


–Lo siento –murmuró con un suspiro.


–Creía que no íbamos a pasarnos la noche disculpándonos.


–Esto tengo que decirlo. Mi comentario ha estado fuera de lugar.


–No pasa nada.


Pedro la miró nervioso al ver la estela de sus lágrimas aún cayendo por la palidez de sus mejillas.


–Sí, sí que pasa –contestó indignado consigo mismo.


Sí, cierto, pasaba algo, admitió Paula al darse cuenta de que esa noche con Pedro, una noche que había empezado siendo prometedora y que había estado disfrutando enormemente, estaba terminando de un modo desastroso. 


Había esperado que esa noche fuera distinta porque Pedro era distinto de todas las personas que había conocido y su conversación de esa noche le había demostrado que no era un simple playboy. Pero ahora podía ver que no funcionaría; que aunque no tenía intención de ignorarla, como habían hecho el resto de hombres, su atracción por Pedro la estaba arrastrando en otra dirección, una que sabía que terminaría provocándole mucho daño a su padre. Y eso era algo que se negaba a hacer porque su padre ya había sufrido demasiado.








martes, 20 de octubre de 2015

EL DESAFIO: CAPITULO 9





Una vez volvió a su piso veinte minutos después, Pedro se planteó llamar a Miguel, aunque desechó la idea ya que, de todos modos, su hermano llegaría a Nueva York el viernes para la gala de inauguración de la exposición Chaves del sábado por la noche.


Entre otras cosas, Pedro iba a aprovechar la oportunidad para discutir una nueva aventura empresarial que tenía en mente para las galerías Arcángel. No mucha gente era consciente de ello, pero Pedro era el hombre de las nuevas ideas y siempre lo había sido. Y la razón por la que la gente no era consciente de ello era que Pedro era bastante modesto y no le importaba que los medios de comunicación lo tuvieran etiquetado como «el playboy» de los tres hermanos.


Aunque tal vez ya había llegado la hora de cambiar eso.


De pronto se preguntó a qué había venido ese pensamiento… ¿No se debería a la atracción que sentía por Paula, verdad? 


¿Podría ser?


¡Maldita sea! Tenía que concentrarse en descubrir más cosas sobre el enigmático Damian Chaves, y no sobre su hija.


Paula había dicho que su padre estaba en silla de ruedas porque había tenido un accidente de coche, lo cual probablemente explicaba por qué se había vuelto tan ermitaño. Sin embargo, un accidente no explicaba por qué estaba tan obsesionado con la seguridad.


Y, sobre todo, con la seguridad de su hija.









EL DESAFIO: CAPITULO 8





Paula respiró hondo sabiendo que su respuesta a la invitación de Pedro debería ser un «no», y no por la razón que Pedro acababa de darle. Sí, estaba claro que a su padre no le haría ninguna gracia que aceptara la invitación a cenar de Pedro Alfonso, pero era una molestia que su padre se tendría que tragar por una vez. Tras la charla que mantuvieran al día siguiente, sabría que a ella no le había parecido nada bien que hubiera lanzado esa advertencia a Pedro en un primer lugar.


No, la razón por la que Paula sabía que debía declinar la invitación no tenía nada que ver con su padre, y sí mucho con el hecho de no estar segura de que fuera una buena idea implicarse más de lo que estaba con Pedro. Si pasaba una noche entera a solas con él, no sabía si podría resistirse en el momento de la despedida.


En Stanford había creído estar enamorada en un par de ocasiones de dos compañeros, uno durante el segundo año, y otro en el último curso. Sin embargo, no había tardado en darse cuenta de que no estaba verdaderamente enamorada de ninguno de los dos, posiblemente porque no los había encontrado físicamente excitantes. Tanto que al volver a Nueva York no había tenido ningún interés en repetir la experiencia.


Su respuesta a Pedro de hacía unos minutos, a sus besos y sus caricias, no se había parecido a ninguna de aquellas experiencias previas. La excitación la había dejado sin aliento, no había querido que parara de acariciarla y besarla, habría sido feliz si Pedro la hubiera llevado a su dormitorio antes de desnudarla por completo y hacerle el amor. Había deseado que hubiera hecho el amor con ella.


Ahora que lo miraba y lo veía con ese pelo alborotado alrededor de un rostro perfecto, como esculpido, con su traje de chaqueta ajustado a la perfección a sus anchos hombros y musculoso pecho, a su esbelta cintura y estrechas caderas, fue suficiente para hacerla temblar de deseo.


–¿Sueles ser tan indecisa?


Paula se ruborizó al oír la pregunta con ese tono burlón porque implicaba, sin duda, que esa indecisión era la responsable de que su padre hubiera tomado las riendas de su vida.


–A lo mejor no me parece una buena idea mezclar el negocio con el placer.


Pedro pensaba lo mismo, pero en esa ocasión no parecía tener opción, no cuando se trataba de Paula Chaves. Era quien era, y estaba decidido a pasar una noche a solas con ella. ¡Hubiera o no guardaespaldas!


–¿Sí o no, Paula? –la retó apretando los dientes.


–Oh… de acuerdo, sí… ¡Cenaré contigo mañana! –respondió mirándolo con impaciencia.


Pedro contuvo una sonrisa de triunfo y asintió con satisfacción.


–¿Te recojo aquí a las siete y media?


Ella se estremeció.


–Primero tendré que saber adónde vamos a ir.


–Así que la pequeña rebelión ha llegado a su fin… Ey, no pasa nada, Paula –le aseguró con delicadeza al ver que había empezado a morderse el labio nerviosa. Unos labios que aún estaban inflamados por los besos que acababan de compartir–. No es ningún problema.


–¿No? –sus ojos se veían enormes en la palidez de su rostro.


–No –Pedro había decidido no complicarle más la vida de lo que se la había complicado ya su padre. Por el momento le bastaba con que hubiera accedido a cenar con él–. Mañana en la galería te diré adónde iremos. ¿A que Andy, Rich o alguien parecido a ellos va a registrar el local antes de que lleguemos?


–Haces que suene a película de espionaje.


Pedro se encogió de hombros.


–Supongo que le quita cierta espontaneidad al asunto –admitió él con pesar–. Pero no te preocupes. Haremos que salga bien.


–Gracias.


–¿Por qué? –le preguntó con curiosidad.


–Por no… bueno, por no ponérmelo difícil. Muchos hombres lo harían.


–Espero no ser como muchos hombres, Paula… Ni como un hombre al azar –añadió con tono de broma en un esfuerzo de quitarle peso al tema.


–Deja de preocuparte –se agachó para besarla en los labios–. ¿Nos vemos mañana en la galería?


–Sí.


–Sonríe, Paula, puede que no pase nada –dijo al no verla nada contenta.


Pero para Paula ya estaba pasando; se sentía demasiado atraída por Pedro, tanto que le había permitido seducirla. 


Tanto que se estaba rebelando contra algunas de las restricciones impuestas por su padre, y eso era algo que no había hecho nunca antes. Tanto que tendría que recordarse que ninguna mujer había logrado amarrar al esquivo Pedro Alfonso, cuyas únicas relaciones habían sido con mujeres rubias y sofisticadas que entraban y salían de su vida… y su cama… con asombrosa regularidad.


¡Y Paula sabía muy bien que ella no era ni rubia ni sofisticada!


Lo cual no significaba que no pudiera disfrutar de lo que tenía ante sí: un flirteo por parte de Pedro que podría, o no, llevarlos a la cama.


Sonrió y le dijo con determinación:
–Estoy muy bien, Pedro. Y sí, mañana estaré en la galería.


–Bien –respondió con satisfacción–. Y ahora creo que es hora de que me vaya. Puede que no tengas guardaespaldas siguiéndote ahora mismo, ¡aunque estoy seguro de que hay cámaras de seguridad y que tu padre ya me ha visto entrar aquí hace un rato, pero no me ha visto salir! –añadió con tono animado mientras los dos recorrían el pasillo hasta la puerta.


Y Paula estaba segura de que así habría sido, lo cual no implicaba que le gustara, sino que ese nivel de seguridad llevaba en su vida tanto tiempo que prácticamente había
empezado a dejar de notarlo. Tal vez había llegado el momento de empezar a estar atenta.


Y tal vez haber conocido a Pedro y esa atracción que sentía por él era la llamada de atención que había necesitado para cambiar las cosas.