miércoles, 21 de octubre de 2015
EL DESAFIO: CAPITULO 11
Te encuentras mejor?
–Sí, gracias –le confirmó Paula al mirarlo después de dar un sorbo del brandy que él había insistido en servir para los dos una vez llegaron a su piso.
Al final Paula no había podido resistirse a acompañarlo; si esa iba a ser su única cita, como era probable, tenía intención de aprovecharla al máximo.
–Es de la familia. Lo tres nos quedamos aquí cuando venimos a Nueva York –le dijo al ver la curiosidad con que estaba observando el piso y su moderna decoración en tonos negros, plata y blancos.
–¿Cambiáis mucho de ubicación?
–Cada dos meses o así, a veces más a menudo. Depende de lo que esté pasando en cada momento. El mes que viene tenemos una exposición en París, pero como Gabriel está de luna de miel, Miguel decidió ocuparse de la galería de allí por un tiempo. Vendrá aquí el viernes para la gala de inauguración del sábado, por supuesto.
–Mi padre se lo agradecerá.
–A Miguel no se le ocurriría no presentarse.
Y aun así, a pesar de su rectitud, Miguel no había tenido ningún problema en dejar a Pedro al cargo de la exposición de su padre; una prueba más de que no era el hombre que querían reflejar los periódicos.
Pedro dejó la copa sobre la mesa de café antes de agacharse a su lado y agarrarle la mano.
–Siento muchísimo lo de antes. Siento haberte hecho llorar.
–No es culpa tuya. Tú no puedes entenderlo y yo no puedo explicarlo –añadió con emoción.
–¿Por qué no?
–No es posible.
–¿Por qué no? –repitió.
–Porque no es mi historia y no tengo derecho a contarla.
Pedro ya lo había imaginado y suponía que esa historia tenía que ver con lo que les había pasado diecinueve años atrás, cuando su madre había muerto y Damian había tenido el accidente de coche que lo había dejado en silla de ruedas.
El hecho de que esos dos sucesos hubieran tenido lugar con solo semanas de diferencia, junto con la negativa de Paula a hablar sobre ello, le hicieron preguntarse si podrían tener relación. Y era algo que le importaba mucho. Saber qué era eso que estaba alejando del mundo a la bella y talentosa Paula era algo que le importaba mucho. ¿Tanto como le importaba esa mujer en sí?
Ahora lo que primaba era descubrir qué había sucedido diecinueve años atrás, por qué Damian mantenía a su hija tan protegida y cobijada hasta el punto de correr el riesgo de asfixiarla. La noche anterior, al no haber descubierto nada sobre la muerte de Ana y tras haber dejado volar su imaginación, Pedro incluso se había preguntado si no habría decidido abandonar a su marido y a su hija. Eso, sin duda, explicaría por qué Damian estaba tan decidido a no perder también a Paula.
Paula esbozó una triste sonrisa al ver la rabia contenida en la expresión de Pedro, que debía de estar batallando en su interior contra la impaciencia por el hecho de que ella se negara a contarle la razón por la que no se rebelaba contra la protección de su padre.
No tenía recuerdos de lo sucedido diecinueve años atrás; por aquel entonces tenía cinco años y lo que sabía era lo que su padre le había explicado cuando cumplió los diez. Sí, por supuesto que había sido consciente desde los cinco de que su madre había desaparecido de su vida, y había llorado y pataleado por ello, exigiendo saber dónde había ido su mamá, a lo que su padre había respondido asegurándole que su madre no había querido abandonarlos, pero que no había tenido elección. Pero eso había sido cinco años antes de que le hubiera explicado exactamente por qué Ana los había dejado.
Raptada.
Damian había pagado el rescate en su deseo de recuperar a su adorada esposa y, además, había accedido a no dar parte a la policía ni a la prensa por miedo a que la mataran.
Sin embargo, el pago del rescate no había evitado que los secuestradores asesinaran a su rehén de todos modos, a la bella y bondadosa madre de Paula. Tras aquello su padre decidió encontrar a los tres responsables y, cuando por fin los había localizado, había concertado una cita con ellos y sus dos coches se habían visto implicados en un accidente que se había zanjado con dos de esos tres hombres muertos en el acto y con Damian postrado para siempre en una silla de ruedas.
Paula siempre había tenido dudas con respecto a cómo se había producido el accidente, siempre había sospechado, aunque nunca se había atrevido a preguntar, que su padre había intentado que esos hombres murieran aquel día como venganza por haberle arrebatado a su amada Ana. Razón por la que sabía que jamás podría contarle a nadie lo sucedido diecinueve años atrás sin implicarlo en la muerte de, al menos, dos hombres. Siempre había evitado preguntar qué había sucedido con el tercero.
No podía explicárselo a Pedro. No lo haría, ni aunque ello supusiera tener que dejar que ese hombre que le gustaba y por el que se sentía atraída se alejara de ella sin mirar atrás.
Respiró hondo y controló la respiración antes de forzar una sonrisa y decir:
–Creo que es hora de que me marche.
–Vuelves a huir, Paula –le recriminó con delicadeza.
–Sí –confirmó ella sin disculparse.
–No tienes por qué marcharte.
–Sí. Creo que sí.
–No quiero que te vayas.
Es más, Pedro no podía recordar haber deseado algo tanto como ahora deseaba que Paula se quedara allí con él, en su casa, en su cama.
Alargó la mano y le quitó el vaso de la mano, sin que ella ofreciera resistencia. Le agarró las manos y la miró fijamente.
–No te vayas, Paula. Quédate conmigo esta noche.
Paula se quedó sin aliento y el corazón comenzó a latirle con fuerza, tanto por las palabras que había pronunciado Pedro como por la intensidad del deseo que podía ver ardiendo en las profundidades de esos resplandecientes ojos dorados.
–Te decepcionará.
–¿Qué? –le preguntó con incredulidad y atónito por la respuesta.
Paula se ruborizó y evitó mirarlo a los ojos.
–Yo… –se humedeció los labios–. No tengo experiencia, Pedro. Tampoco es que sea virgen –se apresuró a decir–, pero no tengo tanta experiencia como las otras mujeres con las que has estado… –dejó de hablar cuando él puso un dedo sobre sus labios.
–Paula, ahora lo único que importa somos los dos. Nadie más, y mucho menos el pasado, solo lo que los dos deseamos ahora. Y yo te deseo mucho. ¿Me deseas?
¡Demasiado!
Lo había deseado desde el primer día, cuando mirarlo había despertado en su interior una atracción, un deseo que había hecho que su cuerpo vibrara anhelando que la mirara con deseo.
Exactamente como la estaba mirando ahora, con sus ojos dorados encendidos por el mismo deseo que a ella le recorría las venas, con un rubor tiñéndole los pómulos, con esos labios separados como si estuviera esperando a que le dijera «sí» para poder besarla.
¡Y cuánto deseaba besarlo ella! Lo deseaba como nunca había deseado a ningún otro hombre. Deseaba besarlo.
Tocarlo. Hacer el amor con él.
¿Y por qué no hacerlo? ¿Por qué no pasar esa noche con él? ¿Por qué no perderse en ese deseo, esa excitación, y disfrutar de Pedro de un modo que no podría repetir?
Porque ya sabía que todo acabaría esa noche, que Pedro era demasiado inteligente y que sentía demasiada curiosidad por su pasado como para arriesgarse a incriminar a su padre respondiendo alguna de sus preguntas.
Se humedeció los labios con la punta de la lengua antes de decirle:
–Sí, te deseo, Pedro –disfrutaría de esa única noche de placer y se deleitaría con ella sin esperar nada más. Los hombres lo hacían todo el tiempo, Pedro lo hacía todo el tiempo, ¿por qué no iba a hacerlo ella?–. Ahora mismo –añadió con decisión.
–Buena chica –no fue triunfo, sino satisfacción, lo que brilló en los ojos de Pedro al tenderle la mano que ella agarró para levantarse. No la soltó mientras recorrieron el pasillo en dirección al dormitorio–. Eres preciosa –le susurró al encender una de las lamparitas de noche.
–Bésame, Pedro.
–Tu boca lleva volviéndome loco desde el primer momento que te vi.
–¿Mi boca?
–Tienes los labios más deliciosos y suculentos del mundo, y llevo imaginando besarlos y que me besen por todas partes desde que te vi por primera vez.
Ella se ruborizó.
–¿Cómo es posible cuando esa misma noche saliste e hiciste el amor con otra mujer?
–No lo hice. Bueno, sí que salimos a cenar, pero no me acosté con ella porque la mujer que quería era una alta pelirroja a la que le encanta retarme.
Paula se sintió aliviada al saber que Pedro no había tenido nada con Jennifer Nichols dos noches atrás porque la había deseado a ella. A Paula Chaves.
–En ese caso, creo que me gustaría mucho besarte y que me besaras. Por todas partes…
Lo mismo pensaba Pedro. La deseaba y no le importaba que pudiera traerle complicaciones si ese era el único modo de tenerla.
Siguió acariciándole las mejillas mientras la besaba lentamente y saboreaba esos suculentos labios que llevaban tentándolo tres días. Paula le devolvió la calidez de sus besos a la vez que le acariciaba el torso por debajo de la chaqueta.
Pedro no se había esperado que la noche fuera a terminar así. ¿Terminar? ¡Pero si eso era solo el principio! Siguió besándola y esos besos fueron volviéndose más salvajes, más abrasadores, más apasionados. Se quitó la chaqueta y la tiró al suelo. Paula gimió contra su boca al recostarse contra su cuerpo y deslizar las manos sobre su musculosa espalda.
Pero no estaban lo suficientemente cerca para el gusto de Pedro. La barrera de sus ropas tenía que desaparecer.
Necesitaba ver, sentir, el calor de las deliciosas curvas de Paula, ansiaba por saborear esos suculentos pechos de nuevo, por oír sus suaves gritos de placer mientras los acariciaba con la lengua y los mordisqueaba antes de tomarlos en su boca.
Deslizó los labios por su cuello mientras le bajó la cremallera del vestido y se lo quitó.
–Increíble –dijo con la voz entrecortada al ver a Paula ante él solo con unas minúsculas braguitas de encaje negro, sus zapatos de tacón, y la melena alborotada cayéndole sobre los hombros y los pechos.
–¿Te gusta? –le preguntó ella con timidez.
–¡Oh, y tanto que me gusta! Quítate el resto, Paula.
–Estaba pensando en ti cuando me las he puesto –reveló al quitarse los zapatos antes de bajarse la ropa interior y dejarla en la moqueta junto al vestido. Ahora estaba totalmente expuesta ante Pedro, pero no se sintió cohibida en absoluto al ver esa mirada de deseo en sus ojos dorados–. Porque quería que esto pasara.
Él se la quedó mirando a los ojos unos instantes antes de asentir con satisfacción.
–En ese caso, creo que lo justo es que yo también me desnude, ¿no? –susurró al dar un paso atrás y levantar los brazos como invitándola a actuar.
Paula nunca había desnudado a un hombre. Los dos encuentros previos que había tenido habían sido rápidos y nada satisfactorios, y ni ella ni ellos habían estado desnudos del todo. Le temblaban los dedos ligeramente cuando le soltó la corbata antes de desabrocharle los botones de la camisa y quitársela deleitándose con la desnudez de su torso y sus hombros. Su piel ahí era del mismo tono aceitunado que la de su rostro y sus manos, con un suave vello oscuro que le cubría los pezones y formaba una V que iba descendiendo por su musculoso abdomen para desaparecer bajo la cinturilla de los pantalones.
–Todo, Paula –le dijo al descalzarse.
Las manos le temblaban aún más cuando le desabrochó los pantalones y le bajó la cremallera. Al dejarlos caer al suelo, se quedó asombrada por el largo bulto que presionaba contra sus calzoncillos negros. Miró a Pedro, aunque desvió la mirada al instante, en cuanto vio el brillo de deseo en sus ojos dorados.
Podía hacerlo. Tenía que hacerlo. Tenía que estar con Pedro, tocarlo y acariciarlo.
Se puso de rodillas frente a él, coló los dedos en la cinturilla de sus calzoncillos y se los bajó dejando expuesto su miembro erecto.
Pedro era absolutamente bello y su cuerpo tan perfecto como una enorme estatua de bronce.
Posó una mano sobre su muslo y la otra sobre el grosor de su erección antes de agachar la cabeza y saborear la salada dulzura de la humedad que la cubría. Animada por los gemidos de Pedro, que se aferraba a sus hombros, separó los labios y lo tomó por completo en su boca.
Pedro apenas podía respirar por el placer que lo devoró en el momento en que los carnosos labios de Paula lo introdujeron en el calor de su boca y hasta su garganta antes de volver a retroceder dejando únicamente el bulboso extremo bajo las tortuosas caricias de su lengua, que lo succionaba con pasión y lo llevaba más adentro con cada movimiento.
Repitió esas caricias una y otra vez, lamiéndolo, succionando, hasta que Pedro supo que no podía soportarlo más, que estaba a punto de estallar dentro de su boca.
–¡Ya, Paula! –gimió apartándola con delicadeza y riéndose al ver su gesto de decepción–. Si te dejo seguir así, voy a terminar demasiado pronto –le explicó con voz ronca mientras la tomó en brazos para llevarla a la cama–. Ahora me toca a mí explorarte y saborearte –le aseguró al tenderla con cuidado sobre las almohadas y la colcha. Paula parecía una diosa de cabello rojo y piel cremosa cuando se tumbó a su lado.
Ella levantó la espalda de la cama cuando Pedro agachó la cabeza y separó los labios para capturar un terso pezón y tomarlo por completo en su boca mientras le acariciaba el otro pecho y hacía que los labios inflamados de entre sus muslos se impregnaran de una ardiente humedad a la vez que acariciaba ese pequeño punto oculto ahí, haciéndola gemir con un orgasmo que la invadió inmediatamente en forma de ardientes ondas de placer.
Pedro prolongó esas caricias mientras Paula se regodeaba en su clímax, siguió succionando su pezón, intensificando el roce de sus dedos al sentir su humedad contra ellos, apretando ligeramente su clítoris para dilatar ese orgasmo hasta que estuvo seguro de que Paula había disfrutado cada sacudida de placer.
Qué receptiva se mostró cuando apoyó los hombros entre sus muslos separados, siguió acariciando sus pezones y agachó la cabeza para lamer su néctar. Sus labios estaban inflamados y abiertos, suplicando el roce de su lengua, cuando un segundo orgasmo, más intenso, le hizo alzar los muslos y moverlos al ritmo de su lengua. Gimió repitiendo su nombre una y otra vez al llegar al clímax en su boca.
–Te quiero dentro de mí, Pedro –dijo con la voz entrecortada y enroscando los dedos en su melena tras experimentar no solo su primer orgasmo de verdad, sino un segundo, y prepararse para más–. Te necesito dentro –le pidió al ver los labios de Pedro impregnados de su propia humedad.
Gimió cuando él rozó su clítoris con la lengua una vez más antes de alzarse sobre su cuerpo haciendo que el vello de su torso rozara contra sus muslos y después contra sus sensibles pezones. Después se tendió sobre ella apoyando los codos a cada lado de su cabeza.
–Qué preciosidad –susurró sujetándole la cara con las manos y besándola con intenso deseo, haciendo que saboreara su propio néctar a la vez que sentía su erección contra su cuerpo, abriéndose camino dentro de ella y generándole un exquisito placer antes de comenzar a moverse en su interior y hacerla gemir con un placer que iba aumentando en intensidad y volviéndose abrumador.
Hundió la cara en su cuello y besó su piel con la respiración entrecortada mientras seguía moviéndose dentro de ella. Iba a volverla loca con ese deseo que se estaba expandiendo cada vez más en su interior.
–¡Más fuerte, Pedro! –gimió–. ¡Por favor, más fuerte! –dijo hundiendo las uñas en sus hombros, rodeándolo por los muslos con sus piernas, hundiéndolo en ella para que la llenara por completo, hasta hacerle perder el control y moverse con más y más fuerza dentro de ella y de ese resbaladizo calor.
Paula dejó escapar un grito y movió la cabeza de lado a lado mientras sentía otro orgasmo atravesándola, más intenso, más abrumador incluso que los otros dos. Oyó el gemido de Pedro mientras su interior se aferraba a su erección. Él arqueó la espalda, echó la cabeza atrás y, sin dejar de mirarla, estalló en su interior intensificando y prolongando el propio placer de Paula, colmándola por completo con su calor.
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