sábado, 17 de octubre de 2015
EL AMOR NO ES PARA MI:EPILOGO
Estás despierta?
Paula dejó escapar una risotada juguetona y abrió los ojos.
–Ahora sí.
–¿Te he despertado?
–¿No era esa tu intención cuando empezaste a jugar con mis pechos de esa manera?
Él sonrió.
–¿Quieres que pare?
Ella suspiró y cerró los ojos.
–¿Tú qué crees?
–Creo que nunca terminas de fascinarme, doctora Alfonso, y te quiero mucho. Quiero que sepas que los últimos seis años han sido los mejores de mi vida.
Ella abrió los ojos de repente y se mordió el labio. Como siempre, la expectación la embargaba. Nunca se cansaba de oírle decir esas palabras.
–¿En serio?
–Ya sabes que sí, querida.
Paula sabía que lo decía de verdad, porque esos seis años también habían sido los mejores para ella.
No había sido fácil adaptar la vida de Pedro para que hubiera sitio para ella y su carrera, pero las mejores cosas de la vida eran aquellas por las que más había que luchar.
Y Pedro quería que consiguiera su sueño tanto como ella.
Estaba orgulloso de ella por todo lo que había logrado con tanto esfuerzo y se lo había dicho muchas veces.
En esos momentos no viajaba apenas y había establecido su cuartel general en Inglaterra. Desde su finca de Hampshire, situada junto al mar, manejaba su última aventura empresarial, una compañía de cruceros transoceánicos y un próspero negocio de yates. En cuanto al resto de sus responsabilidades, en algún momento había empezado a delegar en otras personas. Sus empleados eran los mejores, personas que daban lo mejor de sí mismos, y gracias a eso la fundación Alfonso se había convertido en un negocio floreciente.
El clima de Inglaterra nunca había llegado a convencerle, y por eso iban de vacaciones muy a menudo a lugares más soleados. En muchas ocasiones Paula terminaba leyendo un libro de hematología en la playa, junto a un mar de aguas cristalinas del Caribe.
Paula suspiró. El pulgar de Pedro trazaba pequeños círculos sobre uno de sus pezones. Un río de luz inundaba la habitación a través de la ventana, iluminando la enorme cama en la que yacían. Le encantaba esa casa. Estaba junto al mar, no muy lejos de la escuela de Medicina. Se había graduado la semana anterior, y con honores.
Pero antes de la ceremonia de graduación había tenido lugar la boda. Paula se había negado a casarse en medio del semestre y Pedro no había tenido más remedio que aceptar.
Se había vuelto loco con todos los preparativos. Había pasado toda su vida huyendo del matrimonio, pero casarse con ella se había convertido en su máximo deseo al final. El problema era que se había enamorado de una mujer que parecía resistirse a llevar su anillo.
–Pero tú crees que los hombres son incapaces de ser fieles, ¿no? –le había dicho ella en un tono sarcástico.
–Has empleado el tiempo verbal incorrecto. Creía que no, hasta que te conocí.
Cuanto más intentaba convencerla para que cambiara de idea, más firme se ponía ella, pero su testarudez no le hacía sino quererla más.
Al final había accedido a convertirse en su esposa justo antes de la graduación. Le había dicho que quería llevar su apellido y oír cómo la llamaban doctora Alfonso.
La ceremonia había tenido lugar en una pequeña capilla gris situada junto a uno de esos valles verdes que abundaban en Hampshire. Paula había llevado rosas blancas en el pelo y un vestido sencillo. El sonido del fino tejido, al rozarse contra los adoquines, la había acompañado hasta el altar.
Isabel había estado allí. Los celos que la embargaban en un principio habían dado paso a un interés repentino por todos los amigos de Pedro presentes en la boda, esos amigos de la jet set que tanto le gustaban. El sultán de Qurhah había asistido al evento, con su preciosa esposa y su hijo recién nacido. Niccolo da Conti y Alekto Sarantos, los hombres más apuestos y ricos de toda la comitiva, se habían convertido por tanto en el centro de atención de la joven modelo.
–Buena suerte con eso –había comentado Pedro con ironía al verla dirigirse hacia Niccolo.
Paula siguió la dirección de su mirada.
–Pero es soltero, ¿no?
–Sí, es soltero –Pedro se rio–. Pero, si te pareció que yo tenía fobia a los compromisos, es que no conoces a Niccolo da Conti.
–¡Pero tú resultaste ser el hombre con menos fobia al compromiso de todo el planeta!
–Porque conocí a la única mujer que podía hacerme cambiar de opinión.
–Oh, Pedro.
–Oh,Paula –murmuró él.
Su madre también había asistido a la ceremonia. No había dejado de sorprenderse en todo momento ante la suerte de su hija. Para ella tener un marido rico era la gran prioridad.
Que su hija acabara de convertirse en médico, en cambio, no parecía tener ningún valor. Paula decidió guardar silencio al respecto, no obstante. Había cosas que siempre seguirían igual y era mejor no perder el tiempo intentando cambiarlas.
Había aprendido mucho, tanto en la universidad como fuera de ella. Su amor por Pedro no hacía más que crecer cada día y quería tener un hijo con él. Un hombre con el corazón herido solo necesitaba el amor constante de una mujer para curar sus heridas, y ese amor era infinito y sin límites.
A veces podían ocurrir cosas con las que nadie se atrevía a soñar siquiera, y ella estaba viviendo ese sueño, junto a Pedro. Él ya no quería vivir a toda velocidad. Aquellos días de «La Máquina Sexual» habían terminado. En una ocasión él le había dicho que no creía que una sola mujer pudiera serlo todo para un hombre, pero eso había cambiado.
–Ven aquí –le dijo en un susurro–. Quiero que oigas algo.
Paula sonrió y se volvió hacia él.
–¿Qué es?
–Te quiero –le dijo, rodeándole la cintura con ambos brazos–. Te quiero.
EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 14
Pedro miró a través de la ventana sin ver el gris sombrío de aquel día de noviembre. ¿Por qué se sentía así? Era como si tuviera un peso enorme sobre los hombros que le impedía avanzar. Algo le corroía por dentro, pero no sabía cómo arreglarlo. Y no tenía sentido. Había estado muy ocupado desde que se había despedido de Paula y la había mandado de vuelta a Londres.
Tras dejar la Costa Azul había viajado a Nueva York. Allí había contratado a un entrenador personal y no había tardado mucho en ponerse al volante de nuevo. Incluso había ganado un trofeo de una carrera benéfica.
Recordaba haber mirado el premio y haber pensado que por esa época ella debía de estar empezando en la universidad.
Ella. Siempre era ella. Y no podía dejar atrás esa sensación de decepción que se apoderaba de él cuando caía en la cuenta de que no se había molestado en contactar con él para darle la enhorabuena.
Sabía que su relación había terminado. Él mismo le había puesto fin. Pero la carrera había salido en la prensa, en las noticias de todo el mundo…
No había recibido nada, sin embargo, ni una llamada, ni una postal.
Nada.
Recordaba haber sentido una rabia creciente e inexplicable.
Después de todo lo que había hecho por ella, ni siquiera se había molestado en comunicarse con él para decirle «bien hecho».
Pedro se había refugiado en el trabajo. Se había entregado a todas las tareas nuevas con el entusiasmo de alguien que acababa de empezar, pero algo había cambiado dentro de él, algo que no esperaba. De repente había empezado a ver las cosas desde otra óptica. Había empezado a hacer cambios que llevaban mucho tiempo fraguándose. Había vendido dos de sus casas y un gran espacio de oficinas en Manhattan. Se había dado cuenta de que prefería vivir la vida sin esa corte de adoradores que le acompañaba a todos sitios, y por tanto había decidido prescindir de unos cuantos miembros de su equipo. Diego no dejaba de mirarle con ojos de incredulidad y no hacía más que preguntarle si se encontraba bien.
¿Se encontraba bien?
No lo sabía con certeza.
Todos sus pensamientos giraban en torno a Paula.
Paula, desnuda en sus brazos… hablando con esa voz suave y dulce… deslizando un dedo por su barbilla y tomándole el pelo…
Había intentando aturdirse un poco asistiendo a muchas fiestas, y había muchas a las que ir. Podía elegir entre fiestas salvajes junto a la piscina y reuniones más íntimas que se celebraban en áticos minimalistas de Nueva York.
Pero no era capaz de meterse en una piscina sin pensar en ella. No podía meterse en la cama sin pensar en ella.
Y de repente se encontraba de vuelta en Inglaterra, en una segunda ronda de entrevistas para encontrar a una nueva ama de llaves.
De repente se abrió la puerta. Era Diego. Su rostro lanzaba una pregunta.
–¿Le digo a la primera candidata que entre, jefe?.
Pedro ya se estaba levantando, sacudiendo la cabeza.
–No –dijo en un tono cortante–. Olvídate de las entrevistas.
–Pero…
–He dicho que te olvides. Tengo algo que hacer –el corazón se le salía del pecho cuando se guardó el teléfono. Agarró su chaqueta–. Tengo que ir a un sitio.
Condujo hasta Southampton en su flamante deportivo rojo, rozando el límite de velocidad. El cielo estaba encapotado y caía una fina llovizna. Faltaba poco para las doce de la mañana, pero todos los coches tenían las luces encendidas.
La facultad de Medicina estaba situada a las afueras de la ciudad. Cuando llegó, ya casi era la hora de comer. Se subió el cuello del abrigo de piel y se dirigió hacia la puerta.
Grupos de estudiantes pasaban por su lado.
¿Por qué no se había molestado en llamarla primero?
«Ya sabes por qué no la has llamado. Podría haberte mandado al infierno y lo merecías».
Pedro se abrió camino hasta la oficina de información. La chica que estaba tras el escritorio se puso roja cuando le preguntó dónde podía encontrar a una estudiante de primer curso llamada Paula Chaves.
–No… No podemos dar esa clase de información –le dijo, tartamudeando.
Pedro se inclinó sobre el escritorio y esbozó la sonrisa que nunca le fallaba.
–¿Cree que a la facultad de Medicina le vendría bien recibir una donación?
La secretaria asintió.
–Entonces, ¿por qué no me dice dónde puedo encontrar a Paula Chaves?
Los alumnos de primer curso ya se habían ido a comer, así que Pedro salió corriendo, dejándola con la palabra en la boca.
La cafetería estaba llena de gente. Pedro miró a su alrededor y entonces la vio. Al principio le costó reconocerla, no obstante. Parecía tan distinta. Reía mientras hablaba con un pequeño grupo de gente y llevaba una mochila repleta de libros a la espalda.
Pedro sintió que el corazón se le encogía mientras la observaba. Alguien debió de reconocerle en ese momento porque todo el mundo comenzó a volverse hacia él. Desde el otro lado del concurrido patio, vio cómo palidecía el rostro de Paula.
Acababa de verle y le devolvía la mirada.
Al principio no se movió, ni él tampoco. Era como si la sangre se le hubiera congelado en las venas, como si fuera a quedarse pegado a ese lugar para siempre. Echó a andar hacia ella. Las piernas le pesaban más de la cuenta, como si estuvieran hechas de madera.
Los estudiantes se habían colocado a su alrededor, formando un semicírculo. Uno de los chicos, una especie de Adonis de pelo rubio y ojos azules, no hacía más que sacar pecho.
Ella levantó la barbilla de pronto y Pedro pudo ver por qué parecía tan distinta. Había cambiado en muchos sentidos, sutiles, pero perceptibles. Todavía llevaba el pelo largo, pero se había hecho una complicada trenza que le caía sobre un hombro. Además, ese día sí llevaba maquillaje. No era mucho. Solo era máscara y algo de brillo de labios. Estaba… radiante.
Con sus vaqueros y la chaqueta corta conseguía mezclarse con la multitud, pero siempre sobresalía. Pedro no tardó en darse cuenta de por qué había rechazado toda aquella ropa cara que le había comprado. En su nueva vida no había sitio para esa clase de prendas. De repente recordó aquel precioso vestido amarillo y blanco que todavía colgaba de una percha en el armario de su casa de Niza.
–Hola, Paula.
Ella le miró con una expresión seria, reservada. No parecía alegrarse mucho de verle. De hecho, eso era poco decir. Se había quedado blanca como la leche y sus ojos parecían estar hechos de hielo.
–No te voy a preguntar por qué estás aquí –le dijo en voz baja–. Porque está claro que has venido a verme, pero podrías haberme avisado, Pedro.
Pedro no esperaba una reprimenda y la sorpresa no fue pequeña. Cualquier otra mujer se hubiera lanzado a sus brazos, pero ella no.
–Pensé que, si te hubiera avisado, no habrías querido verme. ¿No es así?
Ella se encogió de hombros como si todo aquello le fuera indiferente.
–No lo sé.
El Adonis dio un paso adelante, pero Paula sacudió la cabeza de nuevo.
–No. Estoy bien.
–Tengo que hablar contigo, Paula –le dijo Pedro–. En privado –añadió, dedicándole una mirada de pocos amigos al rubio de ojos azules.
Paula titubeó y miró el reloj. En sus ojos, Pedro veía emociones que no reconocía.
–Tengo media hora hasta mi próxima clase, así que tendrás que darte prisa.
–Yo pensaba que nunca eras puntual.
–Eso era antes. He cambiado –le dijo, mirándole con ojos desafiantes–. Podemos dar un paseo. Vamos.
Un silencio absoluto se cernió sobre el patio de repente, pero Pedro apenas fue consciente de ello. La hierba estaba empapada y las ramas desnudas de los árboles surcaban el cielo gris.
–¿Qué estás haciendo aquí, Pedro?
El aliento de Paula formó una nube enorme en el aire frío de invierno.
Pedro tragó con dificultad. No había pensado qué iba a decirle porque creía que su encuentro con ella iba a ser una especie de catarsis. Pensaba que le bastaría con una mirada para darse cuenta de que el viaje no había merecido la pena.
¿Por qué llevaba tanto tiempo sin poder dormir, sin pensar en nada que no fuera Paula Chaves, su mente inteligente y su cuerpo suave?
Las cosas no le estaban saliendo tal y como había esperado, sin embargo. El corazón se le había encogido en el pecho.
Era como si le estuvieran sacando toda la sangre de dentro y el pulso se le aceleraba cada vez más. La miró a los ojos, esos ojos que parecían dos pedacitos de hielo.
–Te quiero –le dijo de repente–. Te quiero, Paula Chaves.
Paula sacudió la cabeza y apretó los puños.
En ese momento deseó no haberse dejado los guantes en casa ese día porque acababa de clavarse las uñas en la palma de la mano. Ese dolor agudo, no obstante, le sirvió para concentrarse, para saber adónde debía apuntar con su rabia. Lo único a lo que podía aferrarse en ese momento era la rabia. Le fulminó con la mirada. ¿Cómo se atrevía a presentarse allí de repente, irrumpiendo en su vida de esa manera? ¿Cómo se atrevía a aparecer en la facultad? ¿Acaso quería romperle el corazón de nuevo?
–Lo del amor no es para ti, ¿recuerdas? Es la prioridad número uno en tu lista de requisitos para tus amantes. No deben esperar nada parecido de ti, ni campanas de boda ni nubes de confeti. Tus palabras, Pedro… Esas fueron tus palabras. Y yo no tengo tiempo para declaraciones de amor sin sentido. Si necesitas sexo, entonces búscate a alguien que te lo pueda dar. No creo que sea un problema para alguien como tú.
Paula echó a andar, pero él la agarró del brazo. Ella trató de zafarse, pero no lo consiguió.
–Tienes razón. Lo del amor no era para mí –le dijo él, sin soltarla–. Porque nunca antes me había pasado. Pensé que nunca podría pasarme. El amor siempre me había parecido algo negativo, destructivo y oscuro, lleno de dolor, mentiras y traición. No me daba cuenta de que te puede hacer sentir parte de algo más grande que tú mismo. No entendía que te puede hacer sentir vivo. Y tú me has enseñado eso, Paula. Me lo enseñaste como nadie.
–Basta –le susurró ella–. Por favor, Pedro. Vete.
Él sacudió la cabeza.
–No me voy a ninguna parte hasta que hayas oído lo que tengo que decir. Te echo mucho de menos, más de lo que puedo expresar con palabras. Nada parece tener sentido sin ti, y yo fui un idiota dejándote marchar.
–No me dejaste marchar. Me apartaste de ti. Sabes que lo hiciste.
–Sí, lo hice. Soy culpable de eso, así que a lo mejor no me merezco tu amor por eso. A lo mejor no merezco una segunda oportunidad porque te lo eché todo en cara –Pedro tragó con dificultad–. Así que, si me dices que ya no me quieres y que no me quieres en tu vida, daré media vuelta y me iré de aquí. No volveré a molestarte. Te doy mi palabra.
Ella le miró fijamente y tomó aliento.
–No te quiero.
–No te creo.
–Maldito bastardo arrogante.
–Si no me quisieras, no me mirarías de esa manera. No me pedirías con la mirada que te abrace, y no entreabrirías los labios porque quieres que te bese.
–Pedro…
Paula le miró a los ojos. Sus labios temblaban. Él extendió una mano y la estrechó entre sus brazos.
–Contéstame con sinceridad. Eso es todo lo que te pido. ¿Todavía me quieres, Paula? ¿Te casarás conmigo y tendrás hijos conmigo?
–¿Hijos?
Paula se apartó de él y frunció el ceño.
–Voy a ser médico,Pedro. He trabajado duro para llegar hasta aquí y no pienso renunciar a ello. Me quedan seis largos años de estudio, seis años durante los que tendré que vivir en el sur de Inglaterra. Tú, en cambio, seguirás con tu vida de la jet set. ¿Crees que algo así va a funcionar? No lo creo.
–¿No crees que es posible? Cualquier cosa es posible si lo deseas lo suficiente. Créeme. Y yo te quiero más de lo que he querido a nadie en mi vida. Respeto tu ambición y estoy listo para apoyarte, para darte todo lo que necesites. Sé que hay dificultades prácticas que superar, pero creo que son completamente irrelevantes. Solo hay una cosa que es importante, y es mi siguiente pregunta. Creo que me debes una respuesta sincera. ¿Todavía me quieres, Paula?
Paula guardó silencio durante unos segundos. Era como si supiera que su mundo iba a cambiar sin remedio. De repente sintió cómo retumbaban los latidos de su propio corazón.
Sus botas de piel parecían hundirse en la hierba empapada.
A su alrededor solo veía árboles desnudos y una bandada de pájaros surcaba el cielo en ese momento. Se preguntó adónde se dirigían. Se fijó en la expresión de Pedro. Tenía los párpados encogidos y las líneas que recorrían los lados de su boca parecían más profundas que nunca. Una fina llovizna se había depositado sobre su cabello negro. Las gotas de agua brillaban como diamantes.
Pensó en todas las lágrimas que había derramado desde que se había marchado de Francia. Pensó en el enorme hueco que había quedado allí donde estaba su corazón. Pensó en lo mucho que había echado de menos esas conversaciones afiladas que solían mantener. Pensó en un millón de cosas.
Serían muchas las dificultades que aparecerían si realmente le decía lo que parecía querer oír. ¿Cómo iban a compatibilizar dos vidas tan distintas?
De repente recordó lo que él acababa de decirle.
«Cualquier cosa es posible si lo deseas lo suficiente».
Con Pedro, eso era verdad.
Asintió con la cabeza, conteniendo las emociones que estaban a punto de desbordarse dentro de ella.
«No voy a llorar, porque tengo una clase de anatomía a la que asistir».
–Sí, te quiero, Pedro Alfonso. Intenté no hacerlo, pero al final no pude resistirme.
–¿No?
–No. Fuiste como una enfermedad para la que no existía antídoto y, una vez entraste en mi sangre, no pude librarme de ti. Y aún no he podido.
–¿Así de malo es? No es la declaración de amor más romántica que he oído, pero sin duda es la más original. No esperaba otra cosa de ti, mi dulce Paula.
En ese momento las lágrimas salieron sin control y Paula no pudo hacer nada para contenerlas. Corrieron por sus mejillas y le cayeron sobre el cuello de la chaqueta como si fueran gotas de lluvia. Pero Pedro estaba allí para secárselas, para besarla, y una vez comenzaron a besarse, ya no hubo vuelta atrás. La estrechó entre sus brazos y la sujetó con fuerza.
Ella puso las manos sobre sus hombros, su pelo, su rostro.
No podía creer que estuviera allí, frente a ella, pero sí estaba. Y aunque fuera una locura, sí creía en lo que le había dicho.
Paula llegó a tiempo a la clase de anatomía, tan solo unos segundos antes de que empezara.
EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 13
Pedro había estado nadando en su ausencia. Tenía el pelo empapado y el cuerpo cubierto de pequeñas gotas de agua.
Caminó por el borde de la piscina y estiró un poco.
Paula tuvo una sensación desconocida hasta ese momento.
Era como si la visión se le hubiera aclarado de repente, como si acabara de salir de la niebla de lujuria y amor que la había envuelto durante tanto tiempo, nublando su sentido común. Le vio como Isabel debía de haberle visto; famoso, glorioso, rico. Era uno de los playboys más cotizados y había tenido amoríos con las mujeres más hermosas. ¿Cómo se le había ocurrido pensar que podía ocupar ese lugar privilegiado durante mucho tiempo? ¿Cómo iba a conseguir que alguien como él la quisiera?
Él levantó la vista y sus miradas chocaron.
–Se ha ido –le dijo Paula sin más.
–Sí –hubo una pausa–. No se parece en nada a ti, ¿no?
–No mucho –Paula forzó una sonrisa–. ¿Te pareció guapa?
–¿Que si me pareció guapa? ¿Por qué me preguntas eso?
–La mayoría de los hombres la encuentra muy atractiva.
–¿Ah, sí? –su tono de voz sonaba ominoso–. ¿Qué pasa, Paula? ¿Crees que quería acostarme con tu hermana? ¿O es que piensas que tenía la fantasía de llevaros a las dos a la cama a la vez?
Paula se sintió como si una fina capa de hielo acabara de cubrirle la piel.
–¿Es así?
Pedro apretó los puños.
–No. No es así. ¿Por qué clase de hombre me tomas?
–Sé qué clase de hombres eres. ¿Recuerdas?
–Puede que mi pasado haya sido de otra manera, pero te he tratado con mucho respeto desde que nos convertimos en amantes. He estado contigo todo el tiempo y he sido todo lo considerado que he podido. Pero parece que tú estabas deseando echármelo todo en cara insinuando que tenía ganas de tener una sórdida aventura con tu hermana.
–Yo no…
–¡Sí que lo has hecho! –fue hacia ella rápidamente. Su rostro albergaba una expresión de furia–. A lo mejor mi comportamiento en el pasado podría justificar que hicieras un juicio tan negativo de mí. Sé que no he sido ningún ángel, pero yo tengo mis límites.
–Pedro…
–¿Crees que iba a repetir una traición así, después de todo lo que te conté de mi madre?
–Lo siento.
–Aunque pensaras tan mal de mí, ¿de verdad piensas tan mal de ti misma? ¿No has aprendido nada, Paula? ¿No has aprendido que el sexo no está mal, y que puedes ser tan hermosa y estar tan segura de ti misma como te propongas? –sacudió la cabeza–. Pero sigues siendo esa mujer asustada en el fondo, ¿no? Siempre estás deseando pensar lo peor de ti. ¿Por qué haces eso? ¿Echas de menos ese traje invisible que has llevado durante tanto tiempo? ¿Te resulta tan aterrador estar en el mundo real que estás buscando cualquier excusa para salir huyendo de él de nuevo?
Ella sacudió la cabeza una y otra vez. Sus acusaciones le caían encima como el granizo.
–A lo mejor tienes razón –le dijo, apartándose el cabello de la cara–. Pero, si estoy teniendo problemas para adaptarme a la normalidad, tal vez es porque nada de esto es normal. Me siento como alguien que ha saltado en la parte equivocada de la piscina. No es este mi sitio y no encajo aquí. Bueno, en realidad no encajo en ningún sitio.
–Entonces busca un sitio donde encajar –le dijo él en un tono serio y sombrío–. Eres una mujer inteligente. No me digas que estás pensando ir a la universidad para estudiar Medicina a la edad de veintitrés años para luego volver a convertirte en esa florecita marchita. Eres capaz de muchas cosas, Paula, de cualquier cosa, si tienes el coraje de extender la mano y agarrar lo que quieres.
Paula respiró profundamente. Tenía miedo de que las lágrimas salieran sin control cuando menos las necesitaba.
–Se te da muy bien dispensar consejos, ¿no, Pedro? Pero me preguntó qué tal se te dará ponerlos en práctica.
Él dejó escapar una risotada amarga.
–¿Qué pasa? ¿Vamos a empezar un tira y afloja?
–No. Más bien se trata de restablecer el equilibrio, y no de apuntarse tantos. ¿Te preguntas por qué saqué conclusiones precipitadas respecto a mi hermana? Bueno, ¿por qué no iba a pensar algo así, cuando tú me dijiste con mucho énfasis que no creías que los hombres fueran capaces de ser fieles?
–Ahora sí que estás tergiversando mis palabras.
–¿Ah, sí? ¿No crees que más bien las estoy interpretando a mi manera? –le sostuvo la mirada–. Porque no creo que realmente creas eso. Creo que simplemente es una excusa tuya para mantenerte al margen de los compromisos.
–¿Una excusa?
–Sí –Paula bajó la voz hasta hablar en un susurro–. Creo que te hizo mucho daño lo que ocurrió con tus padres. Creo que te sentiste completamente traicionado por la amiga de tu madre, y por tu padre, y a lo mejor incluso también por tu madre, por dejarse morir de esa manera. Creo que el dolor fue tan insoportable que juraste no dejar que nadie se acercara tanto nunca más. Y eso fue lo que hiciste. Viviste la vida que pudiste vivir, la vida que se esperaba de ti, el playboy con todas esas casas y mujeres. Pero nunca eran
suficientes, ¿verdad? Nunca pudieron llenar ese agujero que había dentro de ti. Y al final del día, seguías solo. Y seguirás así si sigues como hasta ahora.
–¡Basta! –gritó Pedro. De repente quería arremeter contra algo, romper algo. Quería estrellar el puño contra la estatua de mármol que estaba al otro lado de la terraza y ver cómo se rompía en mil pedazos–. Puede que estés pensando hacer Psicología, ¡pero estás muy desencaminada! ¿Se supone que así voy a desearte más, Paula? ¿Se supone que te tengo que estar agradecido por este análisis de la personalidad tan brutal que me acabas de hacer? ¿Crees que admiro tanto tu clarividencia que de alguna manera voy a ver la luz? ¿Y qué crees que va a pasar después? Hazme la escena completa para que pueda verlo con mis propios ojos. ¿Es ahora cuando me pongo de rodillas y te pido que te cases conmigo?
Paula le miró durante unos segundos, estupefacta. Sus palabras cáusticas eran como un filo que la cortaba por dentro.
Sacudió la cabeza.
–Puede que haya sido un poco ingenua, pero no soy estúpida. Y si alguna vez me casara con alguien, no sería con un hombre que ni siquiera tuvo el valor de verse a sí mismo como debía.
Pedro arrugó los párpados y le clavó la mirada.
–¿Me estás acusando de no tener valor?
Paula negó con la cabeza.
–Oh, no hablo de la clase de coraje que te hizo estampar el pie contra el acelerador para atravesar un hueco tan pequeño que nadie había visto. Estoy hablando del coraje emocional que te haría falta para enfrentarte a todos tus demonios y enterrarlos de una vez, tal y como he hecho yo. Siento haber dicho eso de Isabel. Solo era un vestigio de mi pasado. No tenía derecho a acusarte de eso, y debería haber sido lo bastante fuerte como para hacerle frente.
Paula sabía, sin embargo, por qué había dejado sin respuesta las preguntas de Isabel. No había sido capaz de defenderse porque no creía en la fuerza de lo que había entre Pedro y ella. No quería ver alegría o pena en el rostro de su hermana cuando todo terminara, y su instinto la había llevado por buen camino.
–De todos modos, al menos esto nos ha dado el final que era inevitable, como sabíamos los dos, aunque no haya sido tan amigable como hubiéramos querido. Los dos sabemos que no puedo volver a ser tu ama de llaves.
Hubo una pausa larga antes de que Pedro volviera a hablar.
–No. Supongo que no –le lanzó una mirada esquiva–. ¿Qué vas a hacer entonces?
Paula se tomó un segundo para recuperar la calma, para comportarse como si estuvieran hablando del tiempo.
–Buscaré otro trabajo hasta septiembre. Para entonces debería tener todo el dinero que necesito para poder alquilar una casa.
Él frunció el ceño.
–Pero tú me dijiste que ya tenías un sitio guardado, así que, en teoría, podrías ir en septiembre, si tuvieras el dinero.
–Pero no lo tengo.
–Lo tendrías si yo te lo diera. Y antes de que digas nada, no. Puedo permitírmelo y quiero hacerlo. Por favor, Paula. No dejes que el orgullo te impida tomar aquello que sí te puedo dar. Al menos de esa forma tendrás tu final feliz.
Ella le miró a los ojos. No era la única ingenua. ¿De verdad pensaba que ese era su final feliz? Pensó en el padre que le había traicionado, en la madre que se había esfumado
antes de tiempo. Pensó en lo solo que estaba, entre todos sus trofeos y sus casas. Tenía suficiente dinero en el banco para asegurarles el futuro a los hijos que nunca tendría.
–Muy bien. Lo acepto. Y quiero que sepas que te estoy muy agradecida por tu generosidad, en todas sus formas –Paula tomó una bocanada de aire, pero las palabras le salieron sin aliento. –Pero deberías saber algo más, Pedro. Deberías saber que yo he llegado a quererte. Y lo siento, porque sé que es lo último que querías. Yo no quería enamorarme de ti, pero en algún momento pasó. Y no lo digo porque quiera nada a cambio, porque no es así. No espero nada. Lo digo porque, en el fondo, eres una persona a la que se puede querer fácilmente. Y tienes que creértelo. No es porque seas sexy, o rico, y no es porque tengas toda una habitación llena de trofeos y porque sepas pilotar un avión. Es fácil quererte porque eres un hombre agradable, cuidadoso, cuando te permites serlo. Y a lo mejor un día empiezas a creer en ello lo suficiente como para abrir tu corazón y dejar entrar a alguien.
Sus palabras se ahogaron en el silencio. Pedro permanecía en silencio. Paula creyó ver un haz de luz en su mirada durante una fracción de segundo, pero no duró mucho.
De repente, sonrió. Esbozó una de esas sonrisas encantadoras como si acabara de apretar un interruptor.
–Una hipótesis interesante –dijo en un tono de voz que denotaba aburrimiento–. Pero ya sabes que no me interesan todas esas teorías emocionales que os gustan tanto a las mujeres. Todo lo que puedo decirte es que creo que vas a ser un médico muy bueno.
Paula le miró fijamente. Había ignorado por completo lo que acababa de decirle. Había tratado con desprecio sus palabras, pero… ¿Cómo hubiera podido hacer otra cosa? ¿Por qué se sorprendía tanto si solo estaba siendo sincero consigo mismo? Lo de las emociones no era para él, y nunca lo sería. Se lo había dicho desde el primer momento.
Paula dio media vuelta y regresó a su habitación. No quería humillarse todavía más dejando que la viera llorar.
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