sábado, 17 de octubre de 2015
EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 14
Pedro miró a través de la ventana sin ver el gris sombrío de aquel día de noviembre. ¿Por qué se sentía así? Era como si tuviera un peso enorme sobre los hombros que le impedía avanzar. Algo le corroía por dentro, pero no sabía cómo arreglarlo. Y no tenía sentido. Había estado muy ocupado desde que se había despedido de Paula y la había mandado de vuelta a Londres.
Tras dejar la Costa Azul había viajado a Nueva York. Allí había contratado a un entrenador personal y no había tardado mucho en ponerse al volante de nuevo. Incluso había ganado un trofeo de una carrera benéfica.
Recordaba haber mirado el premio y haber pensado que por esa época ella debía de estar empezando en la universidad.
Ella. Siempre era ella. Y no podía dejar atrás esa sensación de decepción que se apoderaba de él cuando caía en la cuenta de que no se había molestado en contactar con él para darle la enhorabuena.
Sabía que su relación había terminado. Él mismo le había puesto fin. Pero la carrera había salido en la prensa, en las noticias de todo el mundo…
No había recibido nada, sin embargo, ni una llamada, ni una postal.
Nada.
Recordaba haber sentido una rabia creciente e inexplicable.
Después de todo lo que había hecho por ella, ni siquiera se había molestado en comunicarse con él para decirle «bien hecho».
Pedro se había refugiado en el trabajo. Se había entregado a todas las tareas nuevas con el entusiasmo de alguien que acababa de empezar, pero algo había cambiado dentro de él, algo que no esperaba. De repente había empezado a ver las cosas desde otra óptica. Había empezado a hacer cambios que llevaban mucho tiempo fraguándose. Había vendido dos de sus casas y un gran espacio de oficinas en Manhattan. Se había dado cuenta de que prefería vivir la vida sin esa corte de adoradores que le acompañaba a todos sitios, y por tanto había decidido prescindir de unos cuantos miembros de su equipo. Diego no dejaba de mirarle con ojos de incredulidad y no hacía más que preguntarle si se encontraba bien.
¿Se encontraba bien?
No lo sabía con certeza.
Todos sus pensamientos giraban en torno a Paula.
Paula, desnuda en sus brazos… hablando con esa voz suave y dulce… deslizando un dedo por su barbilla y tomándole el pelo…
Había intentando aturdirse un poco asistiendo a muchas fiestas, y había muchas a las que ir. Podía elegir entre fiestas salvajes junto a la piscina y reuniones más íntimas que se celebraban en áticos minimalistas de Nueva York.
Pero no era capaz de meterse en una piscina sin pensar en ella. No podía meterse en la cama sin pensar en ella.
Y de repente se encontraba de vuelta en Inglaterra, en una segunda ronda de entrevistas para encontrar a una nueva ama de llaves.
De repente se abrió la puerta. Era Diego. Su rostro lanzaba una pregunta.
–¿Le digo a la primera candidata que entre, jefe?.
Pedro ya se estaba levantando, sacudiendo la cabeza.
–No –dijo en un tono cortante–. Olvídate de las entrevistas.
–Pero…
–He dicho que te olvides. Tengo algo que hacer –el corazón se le salía del pecho cuando se guardó el teléfono. Agarró su chaqueta–. Tengo que ir a un sitio.
Condujo hasta Southampton en su flamante deportivo rojo, rozando el límite de velocidad. El cielo estaba encapotado y caía una fina llovizna. Faltaba poco para las doce de la mañana, pero todos los coches tenían las luces encendidas.
La facultad de Medicina estaba situada a las afueras de la ciudad. Cuando llegó, ya casi era la hora de comer. Se subió el cuello del abrigo de piel y se dirigió hacia la puerta.
Grupos de estudiantes pasaban por su lado.
¿Por qué no se había molestado en llamarla primero?
«Ya sabes por qué no la has llamado. Podría haberte mandado al infierno y lo merecías».
Pedro se abrió camino hasta la oficina de información. La chica que estaba tras el escritorio se puso roja cuando le preguntó dónde podía encontrar a una estudiante de primer curso llamada Paula Chaves.
–No… No podemos dar esa clase de información –le dijo, tartamudeando.
Pedro se inclinó sobre el escritorio y esbozó la sonrisa que nunca le fallaba.
–¿Cree que a la facultad de Medicina le vendría bien recibir una donación?
La secretaria asintió.
–Entonces, ¿por qué no me dice dónde puedo encontrar a Paula Chaves?
Los alumnos de primer curso ya se habían ido a comer, así que Pedro salió corriendo, dejándola con la palabra en la boca.
La cafetería estaba llena de gente. Pedro miró a su alrededor y entonces la vio. Al principio le costó reconocerla, no obstante. Parecía tan distinta. Reía mientras hablaba con un pequeño grupo de gente y llevaba una mochila repleta de libros a la espalda.
Pedro sintió que el corazón se le encogía mientras la observaba. Alguien debió de reconocerle en ese momento porque todo el mundo comenzó a volverse hacia él. Desde el otro lado del concurrido patio, vio cómo palidecía el rostro de Paula.
Acababa de verle y le devolvía la mirada.
Al principio no se movió, ni él tampoco. Era como si la sangre se le hubiera congelado en las venas, como si fuera a quedarse pegado a ese lugar para siempre. Echó a andar hacia ella. Las piernas le pesaban más de la cuenta, como si estuvieran hechas de madera.
Los estudiantes se habían colocado a su alrededor, formando un semicírculo. Uno de los chicos, una especie de Adonis de pelo rubio y ojos azules, no hacía más que sacar pecho.
Ella levantó la barbilla de pronto y Pedro pudo ver por qué parecía tan distinta. Había cambiado en muchos sentidos, sutiles, pero perceptibles. Todavía llevaba el pelo largo, pero se había hecho una complicada trenza que le caía sobre un hombro. Además, ese día sí llevaba maquillaje. No era mucho. Solo era máscara y algo de brillo de labios. Estaba… radiante.
Con sus vaqueros y la chaqueta corta conseguía mezclarse con la multitud, pero siempre sobresalía. Pedro no tardó en darse cuenta de por qué había rechazado toda aquella ropa cara que le había comprado. En su nueva vida no había sitio para esa clase de prendas. De repente recordó aquel precioso vestido amarillo y blanco que todavía colgaba de una percha en el armario de su casa de Niza.
–Hola, Paula.
Ella le miró con una expresión seria, reservada. No parecía alegrarse mucho de verle. De hecho, eso era poco decir. Se había quedado blanca como la leche y sus ojos parecían estar hechos de hielo.
–No te voy a preguntar por qué estás aquí –le dijo en voz baja–. Porque está claro que has venido a verme, pero podrías haberme avisado, Pedro.
Pedro no esperaba una reprimenda y la sorpresa no fue pequeña. Cualquier otra mujer se hubiera lanzado a sus brazos, pero ella no.
–Pensé que, si te hubiera avisado, no habrías querido verme. ¿No es así?
Ella se encogió de hombros como si todo aquello le fuera indiferente.
–No lo sé.
El Adonis dio un paso adelante, pero Paula sacudió la cabeza de nuevo.
–No. Estoy bien.
–Tengo que hablar contigo, Paula –le dijo Pedro–. En privado –añadió, dedicándole una mirada de pocos amigos al rubio de ojos azules.
Paula titubeó y miró el reloj. En sus ojos, Pedro veía emociones que no reconocía.
–Tengo media hora hasta mi próxima clase, así que tendrás que darte prisa.
–Yo pensaba que nunca eras puntual.
–Eso era antes. He cambiado –le dijo, mirándole con ojos desafiantes–. Podemos dar un paseo. Vamos.
Un silencio absoluto se cernió sobre el patio de repente, pero Pedro apenas fue consciente de ello. La hierba estaba empapada y las ramas desnudas de los árboles surcaban el cielo gris.
–¿Qué estás haciendo aquí, Pedro?
El aliento de Paula formó una nube enorme en el aire frío de invierno.
Pedro tragó con dificultad. No había pensado qué iba a decirle porque creía que su encuentro con ella iba a ser una especie de catarsis. Pensaba que le bastaría con una mirada para darse cuenta de que el viaje no había merecido la pena.
¿Por qué llevaba tanto tiempo sin poder dormir, sin pensar en nada que no fuera Paula Chaves, su mente inteligente y su cuerpo suave?
Las cosas no le estaban saliendo tal y como había esperado, sin embargo. El corazón se le había encogido en el pecho.
Era como si le estuvieran sacando toda la sangre de dentro y el pulso se le aceleraba cada vez más. La miró a los ojos, esos ojos que parecían dos pedacitos de hielo.
–Te quiero –le dijo de repente–. Te quiero, Paula Chaves.
Paula sacudió la cabeza y apretó los puños.
En ese momento deseó no haberse dejado los guantes en casa ese día porque acababa de clavarse las uñas en la palma de la mano. Ese dolor agudo, no obstante, le sirvió para concentrarse, para saber adónde debía apuntar con su rabia. Lo único a lo que podía aferrarse en ese momento era la rabia. Le fulminó con la mirada. ¿Cómo se atrevía a presentarse allí de repente, irrumpiendo en su vida de esa manera? ¿Cómo se atrevía a aparecer en la facultad? ¿Acaso quería romperle el corazón de nuevo?
–Lo del amor no es para ti, ¿recuerdas? Es la prioridad número uno en tu lista de requisitos para tus amantes. No deben esperar nada parecido de ti, ni campanas de boda ni nubes de confeti. Tus palabras, Pedro… Esas fueron tus palabras. Y yo no tengo tiempo para declaraciones de amor sin sentido. Si necesitas sexo, entonces búscate a alguien que te lo pueda dar. No creo que sea un problema para alguien como tú.
Paula echó a andar, pero él la agarró del brazo. Ella trató de zafarse, pero no lo consiguió.
–Tienes razón. Lo del amor no era para mí –le dijo él, sin soltarla–. Porque nunca antes me había pasado. Pensé que nunca podría pasarme. El amor siempre me había parecido algo negativo, destructivo y oscuro, lleno de dolor, mentiras y traición. No me daba cuenta de que te puede hacer sentir parte de algo más grande que tú mismo. No entendía que te puede hacer sentir vivo. Y tú me has enseñado eso, Paula. Me lo enseñaste como nadie.
–Basta –le susurró ella–. Por favor, Pedro. Vete.
Él sacudió la cabeza.
–No me voy a ninguna parte hasta que hayas oído lo que tengo que decir. Te echo mucho de menos, más de lo que puedo expresar con palabras. Nada parece tener sentido sin ti, y yo fui un idiota dejándote marchar.
–No me dejaste marchar. Me apartaste de ti. Sabes que lo hiciste.
–Sí, lo hice. Soy culpable de eso, así que a lo mejor no me merezco tu amor por eso. A lo mejor no merezco una segunda oportunidad porque te lo eché todo en cara –Pedro tragó con dificultad–. Así que, si me dices que ya no me quieres y que no me quieres en tu vida, daré media vuelta y me iré de aquí. No volveré a molestarte. Te doy mi palabra.
Ella le miró fijamente y tomó aliento.
–No te quiero.
–No te creo.
–Maldito bastardo arrogante.
–Si no me quisieras, no me mirarías de esa manera. No me pedirías con la mirada que te abrace, y no entreabrirías los labios porque quieres que te bese.
–Pedro…
Paula le miró a los ojos. Sus labios temblaban. Él extendió una mano y la estrechó entre sus brazos.
–Contéstame con sinceridad. Eso es todo lo que te pido. ¿Todavía me quieres, Paula? ¿Te casarás conmigo y tendrás hijos conmigo?
–¿Hijos?
Paula se apartó de él y frunció el ceño.
–Voy a ser médico,Pedro. He trabajado duro para llegar hasta aquí y no pienso renunciar a ello. Me quedan seis largos años de estudio, seis años durante los que tendré que vivir en el sur de Inglaterra. Tú, en cambio, seguirás con tu vida de la jet set. ¿Crees que algo así va a funcionar? No lo creo.
–¿No crees que es posible? Cualquier cosa es posible si lo deseas lo suficiente. Créeme. Y yo te quiero más de lo que he querido a nadie en mi vida. Respeto tu ambición y estoy listo para apoyarte, para darte todo lo que necesites. Sé que hay dificultades prácticas que superar, pero creo que son completamente irrelevantes. Solo hay una cosa que es importante, y es mi siguiente pregunta. Creo que me debes una respuesta sincera. ¿Todavía me quieres, Paula?
Paula guardó silencio durante unos segundos. Era como si supiera que su mundo iba a cambiar sin remedio. De repente sintió cómo retumbaban los latidos de su propio corazón.
Sus botas de piel parecían hundirse en la hierba empapada.
A su alrededor solo veía árboles desnudos y una bandada de pájaros surcaba el cielo en ese momento. Se preguntó adónde se dirigían. Se fijó en la expresión de Pedro. Tenía los párpados encogidos y las líneas que recorrían los lados de su boca parecían más profundas que nunca. Una fina llovizna se había depositado sobre su cabello negro. Las gotas de agua brillaban como diamantes.
Pensó en todas las lágrimas que había derramado desde que se había marchado de Francia. Pensó en el enorme hueco que había quedado allí donde estaba su corazón. Pensó en lo mucho que había echado de menos esas conversaciones afiladas que solían mantener. Pensó en un millón de cosas.
Serían muchas las dificultades que aparecerían si realmente le decía lo que parecía querer oír. ¿Cómo iban a compatibilizar dos vidas tan distintas?
De repente recordó lo que él acababa de decirle.
«Cualquier cosa es posible si lo deseas lo suficiente».
Con Pedro, eso era verdad.
Asintió con la cabeza, conteniendo las emociones que estaban a punto de desbordarse dentro de ella.
«No voy a llorar, porque tengo una clase de anatomía a la que asistir».
–Sí, te quiero, Pedro Alfonso. Intenté no hacerlo, pero al final no pude resistirme.
–¿No?
–No. Fuiste como una enfermedad para la que no existía antídoto y, una vez entraste en mi sangre, no pude librarme de ti. Y aún no he podido.
–¿Así de malo es? No es la declaración de amor más romántica que he oído, pero sin duda es la más original. No esperaba otra cosa de ti, mi dulce Paula.
En ese momento las lágrimas salieron sin control y Paula no pudo hacer nada para contenerlas. Corrieron por sus mejillas y le cayeron sobre el cuello de la chaqueta como si fueran gotas de lluvia. Pero Pedro estaba allí para secárselas, para besarla, y una vez comenzaron a besarse, ya no hubo vuelta atrás. La estrechó entre sus brazos y la sujetó con fuerza.
Ella puso las manos sobre sus hombros, su pelo, su rostro.
No podía creer que estuviera allí, frente a ella, pero sí estaba. Y aunque fuera una locura, sí creía en lo que le había dicho.
Paula llegó a tiempo a la clase de anatomía, tan solo unos segundos antes de que empezara.
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