sábado, 17 de octubre de 2015

EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 13





Pedro había estado nadando en su ausencia. Tenía el pelo empapado y el cuerpo cubierto de pequeñas gotas de agua. 


Caminó por el borde de la piscina y estiró un poco.


Paula tuvo una sensación desconocida hasta ese momento. 


Era como si la visión se le hubiera aclarado de repente, como si acabara de salir de la niebla de lujuria y amor que la había envuelto durante tanto tiempo, nublando su sentido común. Le vio como Isabel debía de haberle visto; famoso, glorioso, rico. Era uno de los playboys más cotizados y había tenido amoríos con las mujeres más hermosas. ¿Cómo se le había ocurrido pensar que podía ocupar ese lugar privilegiado durante mucho tiempo? ¿Cómo iba a conseguir que alguien como él la quisiera?


Él levantó la vista y sus miradas chocaron.


–Se ha ido –le dijo Paula sin más.


–Sí –hubo una pausa–. No se parece en nada a ti, ¿no?


–No mucho –Paula forzó una sonrisa–. ¿Te pareció guapa?


–¿Que si me pareció guapa? ¿Por qué me preguntas eso?


–La mayoría de los hombres la encuentra muy atractiva.


–¿Ah, sí? –su tono de voz sonaba ominoso–. ¿Qué pasa, Paula? ¿Crees que quería acostarme con tu hermana? ¿O es que piensas que tenía la fantasía de llevaros a las dos a la cama a la vez?


Paula se sintió como si una fina capa de hielo acabara de cubrirle la piel.


–¿Es así?


Pedro apretó los puños.


–No. No es así. ¿Por qué clase de hombre me tomas?


–Sé qué clase de hombres eres. ¿Recuerdas?


–Puede que mi pasado haya sido de otra manera, pero te he tratado con mucho respeto desde que nos convertimos en amantes. He estado contigo todo el tiempo y he sido todo lo considerado que he podido. Pero parece que tú estabas deseando echármelo todo en cara insinuando que tenía ganas de tener una sórdida aventura con tu hermana.


–Yo no…


–¡Sí que lo has hecho! –fue hacia ella rápidamente. Su rostro albergaba una expresión de furia–. A lo mejor mi comportamiento en el pasado podría justificar que hicieras un juicio tan negativo de mí. Sé que no he sido ningún ángel, pero yo tengo mis límites.


Pedro


–¿Crees que iba a repetir una traición así, después de todo lo que te conté de mi madre?


–Lo siento.


–Aunque pensaras tan mal de mí, ¿de verdad piensas tan mal de ti misma? ¿No has aprendido nada, Paula? ¿No has aprendido que el sexo no está mal, y que puedes ser tan hermosa y estar tan segura de ti misma como te propongas? –sacudió la cabeza–. Pero sigues siendo esa mujer asustada en el fondo, ¿no? Siempre estás deseando pensar lo peor de ti. ¿Por qué haces eso? ¿Echas de menos ese traje invisible que has llevado durante tanto tiempo? ¿Te resulta tan aterrador estar en el mundo real que estás buscando cualquier excusa para salir huyendo de él de nuevo?


Ella sacudió la cabeza una y otra vez. Sus acusaciones le caían encima como el granizo.


–A lo mejor tienes razón –le dijo, apartándose el cabello de la cara–. Pero, si estoy teniendo problemas para adaptarme a la normalidad, tal vez es porque nada de esto es normal. Me siento como alguien que ha saltado en la parte equivocada de la piscina. No es este mi sitio y no encajo aquí. Bueno, en realidad no encajo en ningún sitio.


–Entonces busca un sitio donde encajar –le dijo él en un tono serio y sombrío–. Eres una mujer inteligente. No me digas que estás pensando ir a la universidad para estudiar Medicina a la edad de veintitrés años para luego volver a convertirte en esa florecita marchita. Eres capaz de muchas cosas, Paula, de cualquier cosa, si tienes el coraje de extender la mano y agarrar lo que quieres.


Paula respiró profundamente. Tenía miedo de que las lágrimas salieran sin control cuando menos las necesitaba.


–Se te da muy bien dispensar consejos, ¿no, Pedro? Pero me preguntó qué tal se te dará ponerlos en práctica.


Él dejó escapar una risotada amarga.


–¿Qué pasa? ¿Vamos a empezar un tira y afloja?


–No. Más bien se trata de restablecer el equilibrio, y no de apuntarse tantos. ¿Te preguntas por qué saqué conclusiones precipitadas respecto a mi hermana? Bueno, ¿por qué no iba a pensar algo así, cuando tú me dijiste con mucho énfasis que no creías que los hombres fueran capaces de ser fieles?


–Ahora sí que estás tergiversando mis palabras.


–¿Ah, sí? ¿No crees que más bien las estoy interpretando a mi manera? –le sostuvo la mirada–. Porque no creo que realmente creas eso. Creo que simplemente es una excusa tuya para mantenerte al margen de los compromisos.


–¿Una excusa?


–Sí –Paula bajó la voz hasta hablar en un susurro–. Creo que te hizo mucho daño lo que ocurrió con tus padres. Creo que te sentiste completamente traicionado por la amiga de tu madre, y por tu padre, y a lo mejor incluso también por tu madre, por dejarse morir de esa manera. Creo que el dolor fue tan insoportable que juraste no dejar que nadie se acercara tanto nunca más. Y eso fue lo que hiciste. Viviste la vida que pudiste vivir, la vida que se esperaba de ti, el playboy con todas esas casas y mujeres. Pero nunca eran
suficientes, ¿verdad? Nunca pudieron llenar ese agujero que había dentro de ti. Y al final del día, seguías solo. Y seguirás así si sigues como hasta ahora.


–¡Basta! –gritó Pedro. De repente quería arremeter contra algo, romper algo. Quería estrellar el puño contra la estatua de mármol que estaba al otro lado de la terraza y ver cómo se rompía en mil pedazos–. Puede que estés pensando hacer Psicología, ¡pero estás muy desencaminada! ¿Se supone que así voy a desearte más, Paula? ¿Se supone que te tengo que estar agradecido por este análisis de la personalidad tan brutal que me acabas de hacer? ¿Crees que admiro tanto tu clarividencia que de alguna manera voy a ver la luz? ¿Y qué crees que va a pasar después? Hazme la escena completa para que pueda verlo con mis propios ojos. ¿Es ahora cuando me pongo de rodillas y te pido que te cases conmigo?


Paula le miró durante unos segundos, estupefacta. Sus palabras cáusticas eran como un filo que la cortaba por dentro.


Sacudió la cabeza.


–Puede que haya sido un poco ingenua, pero no soy estúpida. Y si alguna vez me casara con alguien, no sería con un hombre que ni siquiera tuvo el valor de verse a sí mismo como debía.


Pedro arrugó los párpados y le clavó la mirada.


–¿Me estás acusando de no tener valor?


Paula negó con la cabeza.


–Oh, no hablo de la clase de coraje que te hizo estampar el pie contra el acelerador para atravesar un hueco tan pequeño que nadie había visto. Estoy hablando del coraje emocional que te haría falta para enfrentarte a todos tus demonios y enterrarlos de una vez, tal y como he hecho yo. Siento haber dicho eso de Isabel. Solo era un vestigio de mi pasado. No tenía derecho a acusarte de eso, y debería haber sido lo bastante fuerte como para hacerle frente.


Paula sabía, sin embargo, por qué había dejado sin respuesta las preguntas de Isabel. No había sido capaz de defenderse porque no creía en la fuerza de lo que había entre Pedro y ella. No quería ver alegría o pena en el rostro de su hermana cuando todo terminara, y su instinto la había llevado por buen camino.


–De todos modos, al menos esto nos ha dado el final que era inevitable, como sabíamos los dos, aunque no haya sido tan amigable como hubiéramos querido. Los dos sabemos que no puedo volver a ser tu ama de llaves.


Hubo una pausa larga antes de que Pedro volviera a hablar.


–No. Supongo que no –le lanzó una mirada esquiva–. ¿Qué vas a hacer entonces?


Paula se tomó un segundo para recuperar la calma, para comportarse como si estuvieran hablando del tiempo.


–Buscaré otro trabajo hasta septiembre. Para entonces debería tener todo el dinero que necesito para poder alquilar una casa.


Él frunció el ceño.


–Pero tú me dijiste que ya tenías un sitio guardado, así que, en teoría, podrías ir en septiembre, si tuvieras el dinero.


–Pero no lo tengo.


–Lo tendrías si yo te lo diera. Y antes de que digas nada, no. Puedo permitírmelo y quiero hacerlo. Por favor, Paula. No dejes que el orgullo te impida tomar aquello que sí te puedo dar. Al menos de esa forma tendrás tu final feliz.


Ella le miró a los ojos. No era la única ingenua. ¿De verdad pensaba que ese era su final feliz? Pensó en el padre que le había traicionado, en la madre que se había esfumado
antes de tiempo. Pensó en lo solo que estaba, entre todos sus trofeos y sus casas. Tenía suficiente dinero en el banco para asegurarles el futuro a los hijos que nunca tendría.


–Muy bien. Lo acepto. Y quiero que sepas que te estoy muy agradecida por tu generosidad, en todas sus formas –Paula tomó una bocanada de aire, pero las palabras le salieron sin aliento. –Pero deberías saber algo más, Pedro. Deberías saber que yo he llegado a quererte. Y lo siento, porque sé que es lo último que querías. Yo no quería enamorarme de ti, pero en algún momento pasó. Y no lo digo porque quiera nada a cambio, porque no es así. No espero nada. Lo digo porque, en el fondo, eres una persona a la que se puede querer fácilmente. Y tienes que creértelo. No es porque seas sexy, o rico, y no es porque tengas toda una habitación llena de trofeos y porque sepas pilotar un avión. Es fácil quererte porque eres un hombre agradable, cuidadoso, cuando te permites serlo. Y a lo mejor un día empiezas a creer en ello lo suficiente como para abrir tu corazón y dejar entrar a alguien.


Sus palabras se ahogaron en el silencio. Pedro permanecía en silencio. Paula creyó ver un haz de luz en su mirada durante una fracción de segundo, pero no duró mucho.


De repente, sonrió. Esbozó una de esas sonrisas encantadoras como si acabara de apretar un interruptor.


–Una hipótesis interesante –dijo en un tono de voz que denotaba aburrimiento–. Pero ya sabes que no me interesan todas esas teorías emocionales que os gustan tanto a las mujeres. Todo lo que puedo decirte es que creo que vas a ser un médico muy bueno.


Paula le miró fijamente. Había ignorado por completo lo que acababa de decirle. Había tratado con desprecio sus palabras, pero… ¿Cómo hubiera podido hacer otra cosa? ¿Por qué se sorprendía tanto si solo estaba siendo sincero consigo mismo? Lo de las emociones no era para él, y nunca lo sería. Se lo había dicho desde el primer momento.


Paula dio media vuelta y regresó a su habitación. No quería humillarse todavía más dejando que la viera llorar.









viernes, 16 de octubre de 2015

EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 12





Paula se incorporó de golpe.


–¿Isabel? –exclamó–. ¿Qué… qué demonios estás haciendo aquí? –preguntó.


En el fondo ya sabía la respuesta, no obstante. La respuesta a su pregunta yacía en una tumbona en ese momento. Isabel le dedicó una de sus sonrisas de oro a Pedro Alfonso.


–Bueno –Isabel se apartó el cabello de su bronceado rostro–. Me dijiste que estabas aquí en Cap Ferrat y resulta que yo también estaba por aquí…


–¿Qué estás haciendo aquí?


Isabel le lanzó una de esas miradas herméticas que contenían una clara advertencia. Paula forzó una sonrisa.


Pedro, te presento a mi hermana. Isabel, este es Pedro Alfonso, que es…


–Excampeón del mundo de Fórmula 1. Sí, lo sé.


–Oh, eso fue hace mucho tiempo –dijo Pedro–. Encantado de conocerte, Isabel.


Isabel le observaba con una admiración que no se molestaba en esconder. Pedro se incorporó y se quitó el sombrero de la cara.


–Espero no interrumpir.


–En absoluto –dijo Pedro–. Como puedes ver, tu hermana y yo estábamos disfrutando de lo que queda del sol de la tarde. ¿Te apetece un café? ¿Algo de beber?


–Oh, sí. Muchas gracias. Llevo todo el día en una sesión de fotos horrible y estoy agotada. El fotógrafo no me ha quitado la lente del trasero en todo el día –se lamió los labios–. No tendrás champán.


–Creo que podremos conseguirlo –Pedro miró a su ama de llaves francesa–. Simone, ¿te importaría…?


–Oui, monsieur –dijo Simone rápidamente–. D’accord.


–Espera. Te traeré una silla –dijo Pedro. Se puso en pie y se dirigió hacia el extremo más alejado de la terraza. Todas las sillas estaban allí.


En cuanto se alejó un poco, Isabel se volvió hacia su hermana con la boca abierta.


–¿Pero qué has estado haciendo? ¡Casi no te reconocí! Dios mío. ¡Ese biquini!


–¿No te gusta?


–No sé. No sé si realmente es de tu estilo. Parece muy caro. ¿Qué demonios está pasando? ¿Cómo es que estás aquí con este tipo tan guapo como Pancho por su casa?


–He estado… He estado ayudando a Pedro con su rehabilitación.


–¿Así lo llamas? A mí me pareció que estabais muy acaramelados cuando llegué. No estarás…


Había una expresión en su rostro que Paula no había visto nunca. Era una mezcla de asombro, incredulidad y algo más… algo que parecían celos.


Isabel se echó un mechón de pelo por encima del hombro.


–No estarás… teniendo algo con Pedro Alfonso, ¿no?


Paula la miró a los ojos.


–Oh, vamos, Isabel, ¿de verdad crees que alguien como Pedro se va a fijar en alguien como yo?


–No, si lo dices así…


Paula sintió un gran alivio cuando Pedro regresó con la silla. 


Isabela se quitó las sandalias de inmediato y se bebió la copa de champán que Simone acababa de darle.


Había olvidado lo glamurosa que era su hermana. ¿Cómo era posible que la misma genética hubiera dado lugar a personas tan distintas?


No tuvo más remedio que aceptar una copa de champán que le ofrecía el ama de llaves, aunque solo fueran las cinco de la tarde. Las burbujas se le fueron directamente a la cabeza cuando bebió un sorbo.


–Paula me ha dicho que eres modelo, Isabel.


–Sí. Eso es, aunque aún me falta camino por recorrer. Aún me falta –Isabel le dedicó una sonrisa desde detrás de esa cortina de pelo rubio platino–. Supongo que tú conoces a mucha gente del gremio.


–A algunos.


–A lo mejor podrías presentarme a alguien un día.


–A lo mejor.


Paula escuchaba la conversación con horror y fascinación al mismo tiempo. Isabel estaba desplegando todos sus encantos sin escatimar. ¿Pedro lo estaría pasando tan bien como parecía mientras hablaba con ella? Le vio sonreír cuando Isabel le contó cómo se le había roto la tira elástica de las braguitas de un biquini justo en el momento en que el fotógrafo hacía zoom sobre su trasero.


–¡Tres hombres se lanzaron a socorrerme, toalla en mano!


–No me extraña –dijo Pedro.


Paula trató de sonreír, pero su boca parecía atascada en una mueca. El alcohol ya empezaba a hacerla sentirse cada vez más distante y disociada… como si fuera una espectadora en todo aquello. Isabel miró el reloj con disimulo de pronto.


–¿Qué vais a hacer esta noche? No estaréis libres para cenar por casualidad.


–Lo siento –Pedro le dedicó una sonrisa rápida–. Paula y yo tenemos un compromiso al que no podemos faltar –le dijo sin perder ni un segundo.


Paula parpadeó. ¿Qué compromiso era ese?


–Pero nos veremos otro día. Solo avísanos antes –agarró su teléfono móvil–. Y mientras tanto, haré que mi conductor te lleve de vuelta.


El gesto amargo de Isabel no pasó desapercibido para Paula. 


Pedro no parecía hacerle mucho efecto, sin embargo.


Paula se puso su pareo para acompañar a Isabel a la puerta. 


Un pánico frío crecía en su interior mientras esperaba el inevitable exabrupto de su hermana.


–¿Te das cuenta de que corres el riesgo de hacer el ridículo más grande de tu vida? –le dijo Isabel en cuanto llegaron a la puerta.


–No sé de qué me hablas.


–¡Oh, por favor! Lo llevas escrito en la cara, y yo soy tu hermana. Te conozco mejor que nadie. Es evidente que te estás acostando con él y que no le quitas ojo de encima. No te culpo por ello. Es impresionante. Lo único que me sorprende es que él haya escogido a alguien como tú. No quiero ser cruel, Paula, pero necesitas oír la cruda verdad. Y vas hacia el desastre si no te contienes un poco, porque lo que hace él está muy claro.


–¿Y qué es lo que hace? –le preguntó Paula, que en ese momento se sentía como si estuviera hecha de madera.


–Está jugando a ser Pigmalión –dijo Isabel–. Ha transformado a la mojigata de su ama de llaves en una chica que está encantada de tumbarse junto a la piscina, aunque apenas quepa en el biquini. Pero para él no es más que un juego. ¿Es que no lo ves? Lleva mucho tiempo aburriéndose, impedido físicamente, y hace todo esto para entretenerse. 
Te tirará a la basura con la misma facilidad con la que se encaprichó. ¿Y qué vas a hacer entonces?


Podría haberle dicho un millón de cosas a su hermana, pero Paula escogió aquello que se esperaba de ella.


–Gracias por el consejo. Lo tendré en cuenta. A lo mejor podemos vernos cuando regrese a Inglaterra.


Isabel la miró como si esperara algo más. Al ver que su hermana guardaba silencio, prosiguió:
–Y espero que hayas recapacitado para entonces.


–Yo también lo espero.


Isabel sacudió la cabeza y su melena rubia se movió en el aire.


–Estás loca, Paula Chaves.


Paula la vio alejarse. Isabel atravesó el patio frontal de la mansión y subió al coche que la esperaba en la puerta.


¿Qué iba a hacer a partir de ese momento? Paula dio media vuelta y echó a andar hacia la casa sin muchas ganas. 


Había dejado su copa de champán medio llena junto a la piscina, y aún tenía pendiente una conversación que era inevitable. No podía seguir esquivando la verdad indefinidamente.







EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 11




La llevó a Luan-les-Pins, a un restaurante situado a orillas de la playa. Era un sitio donde le reconocían de inmediato, pero Paula aún seguía demasiado ocupada pensando en todo lo que le había contado como para fijarse en todas las personas que se volteaban al verles pasar, rumbo a una mesa situada delante del mar, de cara a las olas. Paula pensó en su historia triste y en las conclusiones que había sacado, conclusiones que se habían visto reforzadas por su experiencia adulta como corredor de carreras.


Pensaba que los hombres no eran capaces de ser fieles. Era una afirmación dura, demasiado cruda para hacerla delante de alguien a quien acababa de seducir. El mensaje había sido claro, no obstante, incluso para alguien tan ingenuo como ella.


Pidieron ensaladas de marisco y zumo de lima y coco. Pedro devoró la comida como si no hubiera comido nada en días. Cuando terminó se dio cuenta de que ella apenas había probado bocado, no obstante. Dejó el tenedor sobre la mesa y la miró a los ojos.


–¿No te gusta la langosta?


Paula pinchó la carne rosada con el tenedor y forzó una sonrisa.


–La langosta está deliciosa.


–¿Es por eso que no te la comes? ¿O es porque estás molesta por lo que te dije ayer?


–No estoy molesta. Te agradezco que fueras tan sincero conmigo. Es que me siento un poco…


Él dejó el vaso sobre la mesa.


–¿Un poco qué?


Ella se encogió de hombros.


–Nada.


–Dímelo.


–Oh, no lo sé. Abrumada, supongo –miró a su alrededor. En todas las mesas parecía haber una chica sacada de las pasarelas–. Todas las chicas por aquí son impresionantes. Es como si hubieran pasado toda la mañana preparándose para comer en un restaurante chic, mientras que yo…


–¿Mientras que tú pareces una chica que ha pasado la mañana en la cama con un hombre que no puede quitarte las manos de encima? ¿Un hombre que se excita con solo mirarte?


Pedro… –Paula sintió que el aire se le atascaba en la garganta. Cuando él la miraba así, solo quería inclinarse sobre la mesa y besarle.


–¿No crees que muchas de ellas querrían estar en tus zapatos? –Pedro bajó la vista y sus labios se curvaron ligeramente–. O en tus chanclas, en este caso.


–No fueron compradas para ser usadas en un restaurante superchic de la Costa Azul.


Él levantó la mirada.


–Pero tú no te vistes para que te vean, ¿no es así, Paula? No te vistes para que te miren. Te vistes para ser invisible y para pasar desapercibida. Pensaba que ese era tu propósito.


La suave brisa del mar batía la sombrilla blanca sobre sus cabezas.


–Y te dije por qué.


–Pero ya no hay motivo para ello, ¿no? Si yo te he liberado de todas esas obsesiones que tenías con el sexo, ¿no crees que ya es hora de experimentar un poco con la ropa?


–Crees que tengo un aspecto horrible.


–Creo que esos colores pálidos que escoges no te favorecen mucho. Tu tez es muy clara y necesitas algo más dramático para sacarle partido. Si no te gusta tu apariencia, cámbiala, pero no sigas sin hacer nada, y quejándote todo el tiempo, porque me aburre –se echó hacia atrás en la silla y le dedicó una de sus miradas más frías–. Y no tienes por qué mirarme con esa cara de reproche. Fuiste tú quien preguntó.


–Y tú no te andas con chiquitas al contestar.


–¿Qué sentido tendría eso? Ya volvemos a la vieja historia de la sinceridad –Pedro se encogió de hombros–. A lo mejor ya es hora de que dejes de esconder algunas de tus armas más espectaculares y de que pruebes algo nuevo. Toma el bolso –hizo una señal con la mano para pedirle la cuenta al camarero–. Te voy a llevar de compras.


–No me gusta ir de compras.


–Pero vas a ir. Es como el aguacate. Al principio no te gusta, pero poco a poco empiezas a tomarle el gusto. Vamos, querida. Todavía no me encuentro en condiciones para cargarte sobre el hombro y llevarte a cuestas.


Paula reprimió una sonrisa. Cuando la miraba de esa manera no podía resistirse. Había empezado a sentirse como otra persona. Era como si se hubiera convertido en una de esas mujeres que aparecían en las comedias románticas, una de esas cuyas vidas cambiaban de la noche a la mañana gracias a un guapísimo millonario con mucho carácter.


El descapotable de Pedro Alfonso recorrió el Boulevard de la Croisette a toda velocidad y se detuvo frente a una boutique exclusiva de esas que abundaban en Cannes. Un hombre fornido vestido de uniforme tomó las llaves de Pedro y fue a aparcarle el coche.


Paula miró a través de las ventanas y su humor cambió de inmediato. Las glamurosas dependientas resultaban intimidantes.


–No puedo –susurró–. No puedo entrar ahí.


–Pensaba que ya habíamos dejado atrás eso de lamentarse todo el tiempo. Puedes hacer lo que quieras, y puedes empezar ahora mismo –la agarró de la mano–. Vamos.


Paula no daba crédito. La estaba agarrando de la mano, en público. Entró en la tienda como si fuera el dueño de todo y le dijo a una de las dependientas que quería verla con colores vivos.


–Rojo escarlata. Y creo que a lo mejor también podemos probar con el amarillo.


Se dirigió a la empleada con un francés perfecto, usando las manos para dibujar curvas voluptuosas en el aire. La empleada los llevó a un área privada situada en la parte de atrás de la tienda.


apasuls sintió que la garganta se le cerraba de tanta tensión y nervios. Se sentía grande y grotesca, como un gigante en una tierra de gente diminuta. Quería decirle a Pedro que había cambiado de opinión, pero entonces recordó que había sido ella misma quien había insistido en el tema. Le miró con disimulo desde detrás de la cortina del probador. 


Parecía tan relajado con su tacita de café. Era evidente que no era la primera vez que adoptaba ese rol. A lo mejor solo era un ritual por el que tenían que pasar todas las mujeres que desfilaban por su cama, pero las supermodelos con las que solía codearse sin duda le hubieran hecho más justicia a las delicadas prendas de lencería que acababan de llevarle al probador.


Sorprendentemente, no obstante, el sostén lo sujetaba todo en su sitio y el picardías transformaba sus caderas redondeadas, realzándolas y dándoles un toque seductor.


Después se probó un vestido de lunares de color amarillo y blanco, con una falda amplia y un cinturón de polipiel. Al mirarse en el espejo, Paula apenas fue capaz de reconocer su propio reflejo. Incluso la dependienta le dio su aprobación.


–Mais, elle est jolie –dijo en un tono de sorpresa.


Pedro sonrió lentamente al verla detenerse frente a él.


–Muy guapa –le dijo, agarrando un sombrero de paja con una cinta amarilla. Se lo puso con cuidado sobre la cabeza–. Bueno, ¿vas a empezar a creer en ti?


Paula sentía el exquisito roce de la seda sobre la piel. Se sentía gloriosa con aquel vestido de estilo años cincuenta. 


Asintió con la cabeza tímidamente.


Pedro sonrió y se fijó en un maniquí que tenía un cubo y una pala en las manos.


–Creo que vamos a echarle un vistazo a algunos biquinis.


Muy pronto terminaron cargados de bolsas atadas con lazos de color rosa brillante. Pedro logró persuadirla para que no se quitara el vestido amarillo.


–Me has comprado demasiadas cosas –le susurró ella con el corazón latiendo a toda velocidad.


Pedro le sujetaba las mejillas con ambas manos, haciendo que el sombrero se le tambaleara sobre la cabeza.


–Eso es cosa mía. Tú solo tienes que decir que sí. Y ahora te voy a llevar a casa y te voy a enseñar algo que es vital para el repertorio de cualquier amante –le dijo, rozándole los labios ligeramente.


Paula volvió a sentir esa peligrosa descarga de alegría a medida que el coche ascendía por la carretera de la montaña. Se decía una y otra vez que nada tenía fundamento real, por muy agradable que resultara, pero su corazón se negaba a escuchar lo que la cabeza le decía. Le había dicho que no buscaba aquello que buscaban la mayoría de las mujeres, que su deseo de amor había pasado a un segundo plano cuando se había propuesto llegar a ser médico. Sin embargo, poco a poco se estaba dando cuenta de que enamorarse de Pedro era tan fácil como caerse de una silla.


Él la llevó directamente a su dormitorio cuando llegaron a la casa. Era la primera vez que estaba en la habitación de Pedro, pero apenas tuvo tiempo de pensar en ello porque él cerró la puerta sin perder tiempo y fue hacia ella. Le quitó el vestido y lo colocó con cuidado sobre el respaldo de una silla. Debajo llevaba la lencería nueva que él había escogido para ella.


–Perfecta –le dijo, mirándola de arriba abajo.


–No soy perfecta –le dijo ella–. Gra… gracias.


–Mejor así –dijo Pedro, asintiendo con la cabeza al tiempo que le tocaba los pechos–. Porque ahora mismo eres absolutamente perfecta para mí.


La empujó hasta hacerla tumbarse sobre la sedosa alfombra y le quitó el picardías para colocarse entre sus piernas. Paula se puso tensa al sentir el calor de su lengua en el rincón más íntimo de su cuerpo. Comenzó a tocarle el pelo, tirando de él suavemente hasta hacerle levantar la cabeza.


–¿Pedro?


–Solo tienes que relajarte. No voy a hacerte daño.


Paula cerró los ojos, pero su mente se vació cuando él comenzó a lamerla de nuevo. Se aferró a él y se dejó llevar por las palabras que le susurraba en español. No mucho tiempo después gimió de placer al experimentar un poderoso orgasmo que la dejaría temblorosa y aturdida. ¿Cómo iba a vivir el resto de su vida sin volver a saborear esa clase de placer? ¿Cómo iba a vivir sin él?


Pedro le dio un beso en los labios en ese momento. Podía sentir el sabor del sexo en su boca.


–Bájame la cremallera –le dijo él.


Ella tragó con dificultad.


–¿Me vas a corromper más aún?


–Lo voy a intentar.


La enseñó a darle placer con la boca. Le mostró cómo darse placer a sí misma, mientras él la observaba. La llevó a Mónaco, a Antibes y a Saint-Paul-de-Vence, donde almorzaron en un famoso restaurante, lleno de cuadros de Picasso y de Miró. Comieron plateau de fruits de mer y bebieron champán en un diminuto lugar llamado Plan-du-Va, escondido entre las montañas.


Ya de vuelta en la mansión, la desnudaba por completo con manos hambrientas y le hacía el amor con frenesí, con desesperación. Y cuando ella volvía a gemir de placer, le acariciaba la piel y murmuraba cosas hermosas; le decía que su cuerpo era todo lo que un cuerpo de mujer debía ser. Al final de esa semana, Paula estaba en una nube. Sus sentidos estaban tan henchidos de gozo que apenas era capaz de comer o de dormir.


Y solo pensaba en Pedro Alfonso.


Era como si hubiera entrado en sus venas, igual que una droga poderosa. De repente comenzó a entender algo sobre la naturaleza de las adicciones. Era fácil engancharse a un sentimiento; un sentimiento que no era más que amor.


«Pero nada de esto es real», se decía Paula una y otra vez. 


No era más que un cuento de hadas efímero que tarde o temprano llegaría a su fin. Las emociones que estaba sintiendo no eran reales y la situación tampoco lo era. Se había dejado seducir por su habilidad como amante y le había resultado demasiado fácil olvidar que también era su empleada, pero lo era. Nada había cambiado en realidad y no podía hacer más que preguntarse qué pasaría cuando se marcharan de Cannes.


–Has estado muy callada –le dijo él una tarde mientras tomaban el sol junto a la piscina.


Paula intentaba leer un libro, pero le era imposible.


–Es que tengo un poco de sueño.


–No te andes con evasivas. Pensaba que íbamos a ser sinceros el uno con el otro.


Paula dejó el libro sobre su vientre y le miró a los ojos. La angustia que crecía en su interior la hizo darse cuenta de que no podía seguir así. No podía seguir escondiéndose y fingiendo que el futuro no estaba a la vuelta de la esquina. 


No podía seguir fingiendo que no sentía nada por él, porque no era cierto.


–He estado pensando.


–¿Sobre qué?


–Bueno, sobre un par de cosas. He estado pensando en qué va a pasar cuando volvamos a Inglaterra.


Pedro inclinó el sombrero que llevaba hacia delante para que le diera algo de sombra en los ojos. Pensó en su pregunta y en cómo iba a contestarle. Lo que acababa de decirle no era más que la misma inquietud que él había tenido durante días. Además, sabía que no podía seguir posponiendo los compromisos que tenía en otros sitios. Tenía una consulta con el médico en Londres, un sinfín de eventos y reuniones en Dublín y en Buenos Aires, y por si todo eso fuera poco, tenía una visita pendiente a Uruguay.


Pero lo más importante no era su apretada agenda, sino saber cómo iba a enfrentarse a la situación que él mismo había creado.


Suspiró. Paula le gustaba. Le gustaba mucho, pero cuanto más prolongara la relación, más daño le haría, porque eso era lo que él les hacía a las mujeres.


–No creo que eso vaya a ser un problema.


–A lo mejor no. Pero aun así tenemos que hacerle frente a los hechos, ¿no es así, Pedro? No tiene sentido fingir que no ha pasado nada, ¿no?


Pedro frunció el ceño. ¿Qué creía ella que había pasado? 


Habían tenido sexo. Ella lo necesitaba y él se lo había dado.


 La había liberado. Ese había sido el trato.


La miró. Se fijó en ese nuevo biquini naranja que llevaba y que se pegaba como un guante a sus exuberantes curvas. 


Se había dejado el pelo suelto, tal y como a él le gustaba, y su piel había tomado un ligero bronceado. Le había hecho un favor, y le haría uno aún más grande dejándola ir.


–Creo que eso no va a ser un problema –le dijo con frialdad–. De hecho, tengo previsto marcharme en cuanto lleguemos a Inglaterra. Tengo unos cuantos proyectos que me mantendrán muy ocupado durante todo el invierno. Apenas nos veremos, seguramente hasta la primavera.


–Oh. Oh, claro.


No era capaz de esconder la sorpresa y la decepción. Pedro podía ver que estaba haciendo un gran esfuerzo para sonreír, pero conocía a las mujeres lo bastante bien como para saber que detrás de esas gafas oscuras se escondían unos ojos al borde de las lágrimas. Él hacía llorar a las mujeres. Esa era una de las cosas que mejor se le daban. Las hacía anhelar algo que no podía darles.


–Y muy pronto tú irás a la facultad de Medicina, ¿no? Vas a ser médico, el mejor médico del mundo.


Paula estuvo a punto de decirle que aún tendría que pasar todo un año antes de que pudiera permitirse las tasas de matrícula, pero entonces se dio cuenta de todas las implicaciones que se escondían en sus palabras. Todas las consideraciones prácticas se esfumaron de su mente en ese instante. Se dio cuenta de lo que estaba pasando y de repente sintió náuseas. Pedro estaba terminando con todo, con el mismo cinismo con que en otras ocasiones le había quitado la ropa para hacerle el amor. Estaba pasando el filo del escalpelo con esa precisión quirúrgica y esa frialdad que le caracterizaban. Tenía intención de marcharse. Viajaría por todo el mundo y al regresar se comportarían como si nada hubiera pasado.


Porque nada había pasado en realidad.


Habían tenido sexo. Eso era todo. Jamás pasaría de ahí. Era una locura pensar que alguien podía llegar a enamorarse a raíz de haber hecho el amor. Era una locura, pero ella había incurrido en ese error.


Paula cerró el libro que estaba leyendo lentamente.


–Eso es –dijo, rezando para que su rostro no la delatara–. Eso seré. El mejor médico del mundo.


Él la miró.


–¿Y qué era lo segundo?


–¿Lo segundo?


–Dijiste que querías hablar conmigo de un par de cosas.


Paula parpadeó y entonces lo recordó. Tan solo unos minutos antes, cuando aún albergaba algo de esperanza en su corazón, había estado a punto de decirle algo que creía necesitaba oír, pero afortunadamente la conversación había transcurrido por otros derroteros. Gracias a eso no había llegado a cometer una gran estupidez.


De repente oyó el ruido de un motor de un coche que se acercaba. Se oyó un portazo y un repiqueteo constante de tacones que cada vez sonaban más cercanos. Pero la intrusión no fue más que momentánea. El frío y el dolor eclipsaban todo lo demás. No había vuelta atrás, ni tampoco podían ir hacia delante. Lo que había ocurrido entre Pedro y ella había llegado a su fin. Todo había acabado.


Le miró a los ojos.


–Ya no tiene importancia –le dijo.


Simone acababa de abrir la puerta principal y se dirigía hacia ellos, seguida de alguien con una larga cabellera rubia y una diminuta falda vaquera, alguien que le resultaba vagamente familiar, pero que no debería haber estado allí.


Paula parpadeó. Era muy extraño. Era como ver un autobús de dos plantas en medio del desierto. Reconocía ambas cosas, pero una de ellas estaba en el lugar equivocado.


El rostro de Simone no albergaba expresión alguna.


–Su hermana ha llegado.


–¿Mi hermana? –dijo Paula, confundida.


La rubia de la minifalda apareció en ese momento.