miércoles, 14 de octubre de 2015
EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 5
Pedro masculló una sarta interminable de juramentos en español. El viento soplaba con fuerza y la lluvia sacudía las ventanas. Numerosos arroyuelos corrían sobre la superficie del cristal. El rugido de la tormenta de verano era el ruido de fondo que inundaba el salón dorado y escarlata.
¿Nunca iba a parar de llover?
Su mirada se desvió hacia la mesa situada en el otro extremo de la estancia. En ese momento, Paula se inclinaba sobre una bandeja para servir un café en una taza diminuta.
Sintió otra inesperada punzada de deseo. Estaba aburrido.
La frustración le corroía por dentro.
Dejó que sus ojos la recorrieran lentamente, para resolver el misterio. Por una vez, el corte ancho de los vaqueros que llevaba realzaba su figura, pero no era algo deliberado.
Cuando se inclinaba de esa manera, el tejido se estiraba sobre su trasero, dibujando las curvas de sus nalgas.
–Juega a las cartas conmigo, Paula –le dijo de repente.
Ella se volvió hacia él. Su primera expresión fue de sorpresa, pero pronto se transformó en desconfianza.
–No juego a las cartas.
–Yo te enseño.
Ella vaciló de nuevo.
–¿Qué sucede? ¿Tienes miedo de que te corrompa? ¿Tienes miedo de terminar gastándote el sueldo en los casinos por jugar una simple partida de póquer conmigo?
Incapaz de soportar por más tiempo esa mirada tan inquietante, Paula se puso erguida y fue a llevarle la taza de café. La colocó sobre la mesa, delante de él.
–Creo que no tenemos cartas.
–Sí tenemos. Están en mi dormitorio, en el escritorio, en el segundo cajón a la izquierda. Ve a buscarlas.
Ella levantó las cejas.
–Por favor –añadió él, suspirando.
–¿Y si te digo que no quiero jugar a las cartas?
–Entonces a lo mejor me veo obligado a tener que abusar de mi autoridad.
–¿Es una orden entonces?
Él le dedicó una sonrisa arrogante.
–Ya lo creo que sí.
Paula dio media vuelta. Salió de la habitación sin decir ni una palabra más y comenzó a subir las escaleras con pies de plomo. Se sentía atrapada, como una mosca en una telaraña.
Abrió la puerta del dormitorio de par en par y entró. Había estado allí esa mañana. Le había hecho la cama, como siempre, y le había cambiado esas carísimas sábanas egipcias que usaba.
Al ir hacia el escritorio no pudo evitar fijarse en dos fotografías que estaban sobre la mesa. Una era de la madre de Pedro, con sus ojos tristes y su cabello negro azabache.
La otra era una foto de él mismo, tomada cuando se había convertido en campeón del mundo por primera vez. Tenía el pelo mojado por el champán y sostenía un enorme trofeo plateado con ambas manos.
–¡Paula!
La voz impaciente de Pedro retumbó por toda la casa. Paula tomó lo que buscaba rápidamente y corrió escaleras abajo.
–¿Por qué te entretienes tanto? –le preguntó él, fulminándola con la mirada.
–No sabía que me estaban cronometrando. Solo me quedé un poco ensimismada.
–¿Con qué te ensimismaste tanto?
Paula sintió el calor del rubor en las mejillas.
–Con nada.
Haciendo una mueca de dolor, Pedro se puso en pie y fue hacia ella. Extendió la mano para que le diera las cartas.
–¿A qué vamos a jugar? –le preguntó ella.
Pedro tardó unos momentos en contestar. De repente solo podía pensar en el roce de sus dedos al tomar las cartas de sus manos. No quería jugar a nada que tuviera que ver con corazones, tréboles o diamantes. Quería jugar a un juego adulto. Quería descubrir esas curvas misteriosas y poner las manos sobre ellas hasta haber saciado el hambre que le comía por dentro.
Sacudió la cabeza rápidamente y trató de ahuyentar esas imágenes.
–¿Quieres aprender a jugar al póquer?
–¿Es fácil?
–No mucho.
–En ese caso, me encantaría.
Él arqueó las cejas.
–Luego no me digas que no te lo advertí.
Barajó las cartas, las repartió y le explicó las reglas del juego. Ella fruncía el entrecejo, intentando concentrarse.
Sorprendentemente, no obstante, no tardó mucho en asimilar la esencia del juego. ¿Qué era lo que había esperado? ¿Acaso creía que iba a derrotarla fácilmente y que pronto se cansaría de jugar, tal y como pasaba siempre?
Poco después de comenzar la segunda partida, Pedro se dio cuenta de que era muy buena con las cartas. Se le daba muy bien y era necesario ponerse a pleno rendimiento para competir con ella.
–¿Seguro que no has jugado nunca? –le preguntó con sospecha.
–Si hubiera jugado antes, no tendrías que haberme explicado las reglas.
–Bueno, a lo mejor eso formaba parte de tu estrategia para ganar.
–Ese punto de vista es muy cínico, Pedro –le dijo ella mientras contemplaba las cartas que tenía en la mano.
–A lo mejor la vida me ha hecho cínico.
Ella levantó la vista y frunció los labios de manera exagerada.
–Oh, qué penita.
Pedro no pudo evitar reírse, a pesar de la creciente confusión que sentía. Las mujeres casi nunca le hacían reír.
Las mujeres tenían su lugar, pero el humor casi nunca formaba parte de su discurso. ¿De dónde había salido la extraña criatura mal vestida e increíblemente astuta que tenía delante?
–¿Te das cuenta de que no sé casi nada de ti?
Ella levantó la vista y la luz de la lámpara le iluminó la cara de repente. Sus ojos se volvieron del color de la miel.
–¿Por qué ibas a saber nada de mí? No es algo importante a efectos del trabajo que desempeño. No tienes por qué saber nada de mí.
–¿Una mujer que esquiva preguntas sobre sí misma? ¿Esto está pasando de verdad o estoy soñando?
–Esa generalización acerca de las mujeres me parece excesiva.
–Pero es cierta. Las generalizaciones suelen serlo –Pedro se recostó contra la silla y arrugó los párpados–. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando para mí? Debe de andar cerca de un año.
–En realidad son dos y medio.
–¿Tanto?
–El tiempo vuela cuando lo pasas bien.
Pedro reparó en el tono frívolo que acompañaba a sus palabras.
–Ser ama de llaves no es un trabajo normal para mujeres de tu edad, ¿no?
–Supongo que no. Pero es un buen trabajo si no tienes estudios, o si necesitas un sitio donde vivir.
Pedro dejó las cartas sobre la mesa, boca abajo.
–¿No tienes estudios? Eso me sorprende. Eres muy lista, teniendo en cuenta lo que has tardado en entender un juego de cartas bastante complejo.
Paula no contestó de inmediato.
–He intentado recuperar el tiempo perdido, y es por eso que asistía a esas clases de tarde y que he hecho un par de exámenes de ciencias que debería haber hecho en el colegio.
–¿Has estado estudiando ciencia?
Paula oyó la sorpresa que teñía sus palabras.
–Sí. ¿Qué tiene de malo? A algunos nos gustan esas asignaturas.
–Pero normalmente suelen ser hombres.
–Otra vez tengo que decirte que acabas de generalizar injustamente –sacudió la cabeza–. Esa es la segunda cosa más sexista que te he oído decir en dos minutos, Pedro.
–¿Pero cómo va a ser sexista si es cierto? Mira las estadísticas si no me crees. Los hombres dominan el campo de las ciencias y las matemáticas.
–Bueno, puede que eso tenga que ver con los métodos de enseñanza y las expectativas, y no con unos supuestos cerebros superiores y más aptos para las ciencias.
Los ojos de Pedro brillaron.
–Creo que no estoy de acuerdo contigo en eso.
Paula sintió un calor repentino que se extendía por su cuerpo bajo la intensa e insistente mirada de Pedro.
«Peligro, peligro…», decía una vocecilla desde algún rincón.
–Como quieras.
–¿Qué ciencia es la que se te da mejor?
–Todas. Biología, química, matemáticas también. Me encantan todas.
–Entonces ¿por qué…?
–¿Por qué suspendí los exámenes? –Paula dejó las cartas. No quería contestar, pero conocía a Pedro lo suficiente como para saber que no dejaría el tema–. Porque mi padre… Bueno, se puso muy enfermo cuando yo era pequeña y perdí muchas clases.
–Lo siento.
–Oh, esas cosas pasan.
–¿Qué pasó exactamente? ¿Qué es lo que no me estás contando, Paula? La gente tiene padres enfermos, pero aun así aprueban.
–Fue una enfermedad larga, crónica. No podía salir mucho de casa, así que yo llegaba a casa después del colegio y me sentaba con él y le contaba todo lo que había hecho durante el día. A veces le leía cosas. Eso le gustaba mucho. Después de preparar la cena venía la enfermera para acostarle, pero yo ya estaba demasiado cansada como para hacer los deberes. O a lo mejor es que era demasiado vaga –añadió, intentando aligerar la atmósfera.
La expresión de Pedro permaneció igual de seria y sombría, no obstante.
–¿Se recuperó?
–No. Me temo que no. Murió cuando yo tenía diecinueve años.
–¿Y tu madre? ¿Ella no estaba con vosotros?
–No se le daban muy bien… No llevaba muy bien las enfermedades. Algunas personas son así –dijo, imprimiendo ese carácter ligero de siempre a sus palabras.
Había dominado el arte de restarle importancia a las cosas mucho tiempo atrás, en gran parte gracias a su madre. En algún momento había terminado aceptando que su madre viviría sus propios sueños a través de su preciosa hija pequeña. Recordaba muy bien todas aquellas veces cuando le decía que Isabel podía llegar a ser una gran supermodelo.
Su madre tenía la cabeza llena de ilusiones y fuegos artificiales, pero también le decía que había que invertir para ganar, y por ello había terminado gastándose todos sus ahorros. Había sido una gran apuesta que había salido mal.
–Mi madre estaba demasiado ocupada ayudando a mi hermana con su carrera. Es modelo.
–Oh –Pedro arqueó las cejas–. Esa palabra suele abarcar una gran variedad de pecados. ¿La conozco?
–A lo mejor sí, o no. Trabaja mucho para catálogos. Y el año pasado la contrataron para la inauguración de un centro comercial en Dubai.
–Oh.
Paula oyó un sutil rastro de sarcasmo en su voz.
–En este momento está haciendo muchas fotos de trajes de baño y de lencería. Es muy guapa.
–¿Ah, sí?
Pedro parecía tener dudas al respecto. ¿Acaso creía que alguien como ella no podía tener una hermana guapa?
–Sí –le contestó con brusquedad. Es la mujer más exquisita y hermosa que verás en toda tu vida.
Pedro guardó silencio durante unos segundos. Aunque quisiera aparentar otra cosa, era evidente que intentaba esconder sus emociones a toda costa, y no podía evitar sentir algo de empatía por ella. Esa vez era distinto. No era una de esas chicas que rompían a llorar cuando engordaban un par de kilos o cuando un hombre se negaba a comprarles un anillo de diamantes.
La chica que tenía delante era alguien a quien se le daban bien las ciencias, alguien que había suspendido todos sus exámenes porque tenía que cuidar de su padre, pero…
¿Quién había cuidado de ella?
De repente recordó aquellos primeros momentos en el hospital, justo después del accidente. ¿Quién le había acariciado la frente aquella noche? Recordaba una suave voz de mujer, un bálsamo que le había calmado en aquellos instantes de delirio. Al día siguiente le había preguntado a la enfermera si había tenido alucinaciones, y ella le había dicho que era la chica de la coleta, la que llevaba el viejo chubasquero.
Pedro había fruncido el ceño, confundido, sin saber a quién se refería.
«Una chica muy amable», había añadido la enfermera.
Y entonces se había dado cuenta de que había sido Paula.
Le había ido a ver unas cuantas veces después de aquello y, por alguna extraña razón, había terminado deseando esas visitas. Ella se sentaba a su lado y le decía que respirara profundamente, que moviera los tobillos. En realidad, se había vuelto bastante dictatorial entonces, pero él había respondido bien a todas sus órdenes. Y de pronto, un buen día, había dejado de ir al hospital, así, sin más.
Pedro agarró su taza de café y bebió un sorbo. Se fijó en sus manos. Eran manos de trabajadora. Llevaba las uñas muy cortas, sin pintar. Su rostro estaba libre de todo maquillaje y su corte de pelo no tenía ninguna forma definida. ¿Cuáles eran sus heridas, esas que no parecían haber cicatrizado?
–Hace muy mal tiempo –le dijo, ahuyentando esos pensamientos que lo perseguían.
–No podía ser de otra manera. Estamos en Inglaterra.
–Pero no tendríamos por qué estar aquí –Pedro dejó la taza sobre la mesa y la miró–. ¿Tienes pasaporte?
–Sí. Claro.
–Bien –Pedro volvió a agarrar las cartas–. Entonces prepárate para salir mañana a primera hora.
–¿Adónde? ¿Adónde vamos?
–St Jean Cap Ferrat. Tengo una casa allí.
–Quieres decir… –Paula le miró, confundida–. ¿Cap Ferrat, en el sur de Francia?
Pedro arqueó las cejas.
–¿Es que hay algún otro?
–¿Por qué quieres ir allí, y por qué así, de repente?
–Porque me aburro.
Paula le miró con inquietud. Había oído muchas historias acerca de su casa del Mediterráneo, y sabía muy bien cómo era. Por allí paraba la jet set. Alguien como ella jamás podría encajar en un sitio así.
–Creo… creo que prefiero quedarme, si no te importa.
–Pues resulta que sí me importa –dijo Pedro en un tono afilado y cargado de arrogancia–. Te pago una jugosa suma para que me hagas la vida más fácil, y eso significa que tienes que hacer lo que yo quiera. Y mi prioridad ahora mismo es huir de esta maldita lluvia y sentir algo de calor en la piel, así que… ¿Por qué no dejas de mirarme con esos ojos de incredulidad y empiezas a hacer la maleta?
EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 4
Paula dio media vuelta sin decir ni una palabra más, pero su tono de voz, burlón y soberbio, no la dejó tranquila. Corrió escaleras arriba para cambiarse de ropa y cerró la puerta con fuerza al entrar en su habitación, situada en lo más alto de la casa. Se inclinó contra ella y respiró profundamente, recuperando el aliento. El ático era un sitio espacioso, con un techo inclinado y una vista formidable de los jardines y de los campos que se extendían más allá. Allí arriba estaba entre las copas de los árboles. Abrió uno de los cajones y comenzó a rebuscar con impaciencia. Lo último que quería era que Pedro Alfonso la viera en traje de baño, pero no tenía más remedio que seguirle la corriente. La lluvia golpeaba la ventana con fuerza y algunas de las plantas que tenía en las macetas se habían quedado mustias.
Se puso el bañador y se miró en el espejo.
«Demasiado pálida. Demasiado gorda. Demasiado… todo», pensó, sin poder evitarlo. La comparación no tenía ningún sentido, pero era imposible no recordar a todas esas mujeres con las que había visto a Pedro Alfonso; supermodelos de piernas interminables con biquinis diminutos, actrices…
Temblando, se quitó el sujetador y las braguitas y se puso el traje de una pieza. Parecía tan viejo, tan gastado… Además, era como si hubiera encogido.
Se puso un albornoz encima y bajó de nuevo, rumbo a la piscina. Pedro ya estaba allí, esperándola. Un escalofrío recorrió su espalda. Su oscura silueta se recortaba contra la enorme ventana arqueada. Al otro lado estaba el bosque.
Parecía absorto, ensimismado, y contemplaba los árboles como si los viera por primera vez. Sus flores blancas resplandecían más que nunca en un día tan gris.
Al oírla entrar, se volvió hacia ella, y entonces ocurrió algo muy peculiar cuando sus miradas se encontraron. Paula se sintió repentinamente desorientada. Era la misma sensación que había experimentado cuando había entrado en la sala de masajes, pero mucho peor. Le miró desde el otro lado de la piscina. No se oía nada más que el ruido del vaivén del agua y los estruendosos latidos de su corazón. Sentía cómo se le secaba el aliento en la garganta… De repente sintió una presión insoportable en el pecho y notó que no podía respirar. Estaba ocurriendo de nuevo y no quería que ocurriera. No quería mirar a un hombre como Pedro y desearle.
Paula parpadeó para aclararse la visión y para que todo volviera a ser como antes. Lentamente comenzó a desabrocharse el albornoz y se lo quitó con cuidado. Sentía su mirada sobre la piel y la expresión de su rostro era… inaguantable. ¿Era incredulidad lo que veía en ella? Sí. Lo era. Probablemente nunca había visto a una mujer que tuviera una talla mayor que la 38. Seguramente estaba pensando que debía de engullir todos los alfajores sobrantes cada vez que él tomaba un vuelo, rumbo a alguno de sus destinos exóticos favoritos.
Forzando una sonrisa rápida y profesional, caminó hasta él.
–¿Listo?
–Ya llevo un buen rato –le dijo él en un tono ácido–. Pero, como siempre, llegas tarde.
–Me ha costado un poco encontrar el traje de baño.
–Lo siento mucho –dijo él–. A lo mejor debería haberte avisado con más antelación. Podría haberlo escrito por triplicado y haberlo firmado primero.
Paula prefirió ignorar el comentario.
–Bueno, estamos aquí ya –dijo, fingiendo entusiasmo–. Baja la escalera de espaldas.
–Creo que a estas alturas sé muy bien cómo meterme en la maldita piscina.
Paula le quitó las muletas de las manos con cuidado y las apoyó contra una pared.
–Solo trataba de…
–Bueno, deja de intentarlo. Estoy cansado de que la gente intente las cosas. Llevo semanas haciendo esto y creo que ya he conseguido acostumbrarme. ¿Lo próximo que vas a enseñarme será cómo comer con cuchillo y tenedor? O a lo mejor empiezas a darme de comer con cuchara.
Para Paula, aquella fue la gota que colmó el vaso.
–¿Por qué tienes que ser tan desagradable? Solo trato de ayudarte.
Pedro no contestó inmediatamente. Sus miradas se encontraron y se enzarzaron en una batalla silenciosa. Paula se preguntaba cuál sería el próximo insulto que saldría de su boca.
Sin embargo, él suspiró de repente.
–Sé que tratas de ayudarme. Es que no aguanto la frustración. Se me hace insoportable. Las secuelas de este maldito accidente no terminan de desaparecer. Llevo semanas así y a veces pienso que nunca va a acabar.
–Sí –Paula se mordió el labio inferior–. Supongo que esa es una forma de verlo.
Él arqueó las cejas.
–A menos que vayas a decirme que soy bastante insoportable normalmente…
Paula bajó la vista y miró sus pies descalzos un momento.
–Eso no me corresponde a mí decirlo.
–¿Entonces no vas a negarlo directamente, Paula? –le preguntó él en un tono corrosivo–. ¿No me vas a llevar hacia la conclusión de que soy insoportable?
Ella levantó la cabeza y se enfrentó a su mirada burlona y desafiante.
–No tienes fama de ser dulce y agradable precisamente.
Para sorpresa de Paula, él se echó a reír y se metió en la piscina.
–No. Supongo que no. Vamos,Paula. ¿No vas a entrar? –le preguntó, golpeando la superficie del agua con la palma de la mano–. Mary siempre se metía.
«Seguro que sí», pensó Paula al tiempo que entraba en el agua.
¿No estaba haciendo lo mismo que había hecho Mary antes? ¿Acaso no estaba siguiendo sus pasos, esos pasos que tan culpable habían hecho sentir a la pobre terapeuta?
Avanzó un poco más en el agua. Al sentir el frío en el vientre se estremeció un poco. La piel se le puso de gallina y los pezones se le endurecieron, tal y como había ocurrido antes, en la sala de terapia.
En un intento por esconderlos, se inclinó contra la pared de azulejos y se echó agua sobre los brazos.
–Se supone que tienes que hacer diez largos.
–Lo sé, pero tengo pensado hacer veinte.
–¿Crees que es buena idea?
Él esbozó una de sus sonrisas de tipo duro.
–Veámoslo, ¿no? –dijo y comenzó a nadar con fuerza.
Sus brazos fuertes cortaban el agua como flechas doradas.
Nadaba con la misma energía y determinación con la que lo hacía todo en la vida, pero después de doce largos, Paula se dio cuenta de que empezaba a aflojar el ritmo. Estaba pálido y apretaba los labios con fuerza.
–Para ya –le dijo al verle salir para tomar el aire–. Por favor, aminora un poco, Pedro. No estás en una carrera.
Pero Pedro Alfonso era demasiado testarudo como para aflojar la marcha. Para él, todo era una carrera en la vida.
Sacudió la cabeza y siguió adelante. Cuando terminó por fin, no obstante, estaba agotado. Salió del agua y apoyó los codos contra el borde de la piscina.
No volvió a decir nada hasta que hubo recuperado el aliento.
–¿Qué tal he estado? –le preguntó unos segundos más tarde, mirándola a los ojos.
–Eso ya lo sabes. Has hecho veinte largos, el doble de lo que recomendaba la fisioterapeuta. ¿Quieres que te dedique un halago por haber desobedecido sus instrucciones?
–Sí. Quiero un halago. Quiero que me echen todos los halagos posibles. Quiero una montaña de halagos sobre mi cabeza, así que… ¿Por qué no te quitas esa expresión de desaprobación de la cara por una vez y me dices que soy bueno? –esbozó una sonrisa provocativa–. Sabes que quieres hacerlo.
Paula se puso tensa. Un cosquilleo desconocido se extendía por su piel. ¿Estaba flirteando con ella?
Le miró fijamente, parpadeando de vez en cuando. No podía ser eso, a menos que el flirteo fuera un acto reflejo para él.
–Creo que te has excedido un poco, pero, sí. Eres bueno –le dijo finalmente, sin muchas ganas–. Muy bueno, en realidad.
Él arqueó las cejas.
–Vaya, Paula. Que tú me dediques un halago no es cualquier cosa.
Cada vez más inquieta, Paula hizo todo lo posible por que no se le notara. Se sumergió en el agua un momento para distraerse, pero cuando volvió a salir de nuevo se encontró con la mirada de Pedro, más inquisitiva y penetrante que nunca.
Había algo extraño en su expresión. Era como si la observara con… fascinación. Además, no dejaba de mirarle los pechos.
El tejido del bañador, empapado, se había convertido en una segunda piel. Podía sentir la presión de sus pezones contra la tela del traje de baño. Eran como dos pequeñas
balas puntiagudas.
¿Se habría dado cuenta él?
–Creo que deberías salir ahora, antes de que te enfríes.
–
O antes de que me caliente –dijo él de repente.
Paula pensó que no le había oído bien. Estaba claro que no le había oído bien, porque la alternativa no tenía ningún sentido. Pedro Alfonso jamás le hubiera hecho un comentario provocador.
–Vamos –le dijo ella, sumergiéndose en el agua para escapar de esos ojos negros que la vigilaban.
martes, 13 de octubre de 2015
EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 3
El corazón de Paula latía como un tren porque… todo era muy extraño.
Colocó sus manos temblorosas sobre la espalda desnuda de Pedro y respiró profundamente. Solo podía esperar que no se diera cuenta de lo nerviosa que estaba. Rezando en silencio, comenzó a hacer todo lo que le había dicho Mary.
No era difícil. El masaje era un arte que requería habilidad, pero miles de personas lo hacían cada día.
Aunque la idea de tocarle la llenara de miedo, ya no había forma de dar marcha atrás. Él le estaba pagando un plus.
Ese había sido el acuerdo al que habían llegado. Además, ¿no era una locura haber llegado a los treinta y todavía tener miedo de tocar a un hombre? Puso las manos sobre su piel bronceada y resplandeciente y pensó un momento. ¿Cómo había dejado que el pasado sangrara en el presente de esa manera? ¿Acaso iba a dejar que un sinvergüenza le arruinara la vida para siempre?
Si quería cumplir el sueño de convertirse en médico, tendría que tocar a la gente todos los días.
Apretando la base de las palmas contra la piel de Pedro, comenzó a mover las manos. Era una suerte que él no pudiera verle la cara. De haberla visto en ese momento, se hubiera echado a reír al notar la vergüenza que la carcomía por dentro y por fuera.
Verle así, semidesnudo, resultaba ser toda una distracción.
No llevaba nada más que unos calzoncillos ceñidos de color negro. Pensó en lo pálidas que parecían sus propias manos sobre la piel bronceada de Pedro. Los dedos le temblaban, pero no podía evitarlo. Sorprendentemente, no obstante, los nervios no tardaron en disiparse en cuanto logró tomar un ritmo constante. Si se concentraba en el aspecto curativo del masaje, era sencillo ahuyentar los pensamientos turbadores.
De alguna forma, era lo contrario a trabajar con la masa de hojaldre, que necesitaba movimientos rápidos y ágiles. Para el masaje tenía que embadurnarse las manos de aceite y los movimientos eran lentos y deliberados. Empujó con fuerza contra el músculo dorsal ancho y él dejó escapar un gemido.
–¿Está bien así? –le preguntó, nerviosa.
Él gruñó, sin aclararle nada.
–No te estoy haciendo daño, ¿no?
Pedro sacudió la cabeza y se movió un poco. La toallita que llevaba sobre la ingle le rozaba cada vez más, pero no quería centrar su atención en esa zona.
«Dios mío», pensó Pedro.
No. Ella no le estaba haciendo daño, pero no podía evitar preguntarse si trataba de torturarle. Apoyando la mejilla contra sus brazos cruzados, cerró los ojos. No era capaz de determinar si estaba en el infierno o en el cielo, aunque tal vez se tratara de una mezcla de los dos.
¿Qué estaba ocurriendo?
Podía sentir cómo se movían las manos de Paula sobre su espalda, arriba y abajo, deslizándose tentadoramente sobre el contorno de su trasero para finalmente aterrizar en la parte más alta de sus muslos. Pedro tragó con dificultad. Los minutos transcurrían lentamente…
De repente se encontró perdido en las sensaciones que ella producía con sus manos.
Aunque al principio hubiera titubeado un poco, se había hecho con la tarea rápidamente, como si hubiera nacido para tocar la piel de un hombre de esa manera. ¿Quién hubiera dicho que su apocada ama de llaves iba a tener manos de ángel?
Sin embargo, había sido todo un ejemplo de profesionalidad y eficiencia desde que había entrado por la puerta. No le había ofrecido más que una breve sonrisa antes de decirle que se tumbara en la camilla. En ningún momento había flirteado con él, y eso le hacía preguntarse por qué empezaba a sentirse tan excitado. ¿Cómo era posible que Paula, siempre sosa y tímida, hubiera logrado hacerle sentir así? ¿Acaso era porque no estaba flirteando con él y no estaba acostumbrado a ello? Durante un instante se la imaginó pidiéndole que levantara un poco el trasero para poder meter las manos por debajo. Se la imaginó tomando su miembro, cada vez más erecto, y frotándole hasta llevarle al clímax más extático.
La boca se le secó.
–No. No me estás haciendo daño –le dijo por fin.
Ella continuó trabajando en silencio. Sentía cómo se hundían sus dedos, cómo cedían los músculos bajo sus yemas… y era inevitable seguir fantaseando un poco más. Se preguntó cómo serían los pechos que tanto escondía detrás de esa horrible bata. Una imagen fugaz de unos pechos blancos con unos pezones sonrosados se coló entre sus pensamientos.
Se imaginó trazando con la lengua un círculo húmedo alrededor de uno de esos pezones, y entonces volvió a moverse para ponerse más cómodo.
Ella debió de notar el movimiento porque sus manos se detuvieron.
–¿Seguro que no te estoy haciendo daño?
Pedro volvió a mover la cabeza.
–No. Tienes un… don natural para esto. No me puedo creer que no hayas hecho esto antes en toda tu vida.
–Mary me ayudó mucho. Me enseñó exactamente todo lo que tenía que hacer. Me dijo que si apretaba con firmeza sobre ciertas partes del cuerpo… así… sería muy efectivo. Y además anoche estudié muchas técnicas y leí consejos prácticos en Internet.
Pedro no pudo contener el gruñido de placer que se le escapó de los labios.
–¿No tienes nada mejor que hacer un viernes por la noche que mirar técnicas de masaje en Internet?
Se produjo un silencio momentáneo.
–Me gusta hacer bien el trabajo, sea el que sea. Y me estás pagando un plus más que generoso por hacer esto.
Su hincapié en el aspecto económico acabó con los últimos reparos de Pedro. ¿Por qué no iba a interrogarla?
–Entonces no hay por ahí ningún novio gruñón que se queje al ver que tu jefe te exige cada vez más horas extra, ¿no?
Se produjo otro silencio, algo más prolongado que el anterior. Paula pareció escoger las palabras con sumo cuidado.
–No tengo novio. No. Pero, si lo tuviera, no creo que este trabajo fuera compatible con ello, no si se tratara de una relación seria.
–¿Por qué no?
–Porque cuando estás aquí haces muchas horas y porque estoy viviendo en la casa de otra persona y…
–No entiendo por qué un trabajo de interna no puede ser compatible con una relación –le dijo Pedro, interrumpiéndola con impaciencia–. No hace falta ser un genio para darse cuenta de ello. No. Me refería a por qué no tienes novio.
Paula se echó más aceite en las manos. Era difícil dar una respuesta razonable a esa pregunta.
–No estoy interesada en los hombres –dijo por fin.
–Ah. ¿Te gustan las mujeres?
–¡No! No soy… homosexual.
–Ah –Pedro volvió la cabeza hacia un lado.
Paula podía ver una sonrisa en sus labios.
–Entonces, ¿cómo es que no hay ningún hombre en tu vida?
–Me vuelve loca que la gente diga eso. Es la primera cosa que todo el mundo le pregunta a una mujer sola –comenzó a masajearle de nuevo, apretando la base de las palmas con dureza contra su piel firme–. Tú no tienes novia, ¿no? Pero yo no te pregunto por qué y no hago que parezca que tienes algún problema, ni tampoco te interrogo al respecto.
–No tengo una pareja estable, pero sí tengo novias de vez en cuando. Tú, en cambio, no.
Las manos de Paula se detuvieron de golpe.
–¿Cómo sabes eso si apenas pasas tiempo aquí?
–El gerente de la finca me mantiene al tanto de todo. Me gusta saber lo que le pasa a una persona que se ocupa de mi casa cuando no estoy aquí, así que, de vez en cuando, pregunto por ti, pero él tampoco me dice nada interesante nunca ya que, según parece, haces una vida de monja.
Paula se puso tensa. La crítica que se escondía detrás de sus palabras era evidente.
–Las monjas no tienen nada de malo.
–No he dicho lo contrario. Pero no has hecho ningún voto religioso desde que empezaste a trabajar para mí, ¿no, Paula? No has hecho ningún voto de pobreza o de obediencia, al menos –le dijo él en un tono burlón.
–En realidad, como jefe parece que exiges una obediencia total a tus empleados, aunque no puedo negar que pagas muy bien.
–Entonces solo nos queda la castidad, ¿no?
Paula sintió que su corazón retumbaba de nuevo, pero se obligó a seguir adelante con el masaje. Lo mejor que podía hacer era tratar de concentrarse en esos movimientos lentos y circulares y no en el giro bizarro que había dado la conversación.
–Lo que haga en mi tiempo libre no es asunto tuyo.
–El gerente me dijo que siempre parecías estar escondida en un libro –le dijo Pedro, ignorando su comentario–. Y me ha dicho que vas a clase por las tardes en una ciudad cercana.
–¿Tiene algo de malo que quiera progresar? A lo mejor debería montar una fiesta salvaje cuando te marchas. Así, al menos, les daría suficiente munición al jardinero y al gerente para que me creen una reputación como es debido.
–¿Por qué? ¿Te gustan las fiestas salvajes?
–No.
–A mí tampoco.
–Entonces, ¿cómo es eso? –le preguntó ella, frunciendo el ceño–. Celebras fiestas salvajes muy a menudo. La casa siempre está llena de gente. Creo que podrías contratar a un encargado de eventos a tiempo completo.
–Estoy de acuerdo. Se han convertido en algo habitual, y se lo debo a mis días en las carreras. Por aquel entonces, las fiestas salvajes eran obligatorias, pero últimamente me estoy cansando de ellas –se encogió de hombros–. Son todas iguales.
Paula parpadeó. Lo que acababa de decirle era algo muy peculiar. Siempre había creído que Pedro Alfonso adoraba las fiestas locas que daban algo de qué hablar a los lugareños durante semanas. Paula recordaba muy bien todas aquellas hordas de ricos y famosos que inundaban la mansión; muchos viajaban desde París o Nueva York solo para asistir a la fiesta. Las mujeres solían ser esas rubias de serie que tanto le gustaban, con sus diminutos vestidos y sus ojos hambrientos. En más de una ocasión, Paula había terminado preparándole un café bien cargado a alguna pobre infeliz que lloraba desconsoladamente frente a la mesa de la cocina porque Pedro se había llevado a otra a la cama.
–Muy bien –Paula dejó de masajearle por fin. De repente notó una fría gota de sudor que descendía entre sus pechos –tragó en seco–. ¿Te sientes mejor?
–Me siento… bien –dijo Pedro.
Rápidamente, Paula se limpió las manos con una toalla.
Tenía que dejar de sentir cosas extrañas y recuperar la imparcialidad de siempre.
–Creo que ya es suficiente, ¿no crees? Podemos tener otra sesión… eh… antes de que te vayas a la cama. Puedes levantarte si quieres, Pedro.
Pero Pedro no quería levantarse, o más bien no se sentía capaz de incorporarse sin dejarle bien claro que estaba sintiendo algo muy erótico por ella. Podía sentir ese pálpito lento entre las ingles, ese dolor agudo que no podía ignorar y que solo significaba una cosa… Sus movimientos impacientes no hicieron más que empeorar la situación.
Pedro escondió el rostro contra la almohada. Todas esas semanas de inactividad le habían llevado al borde de la locura. Llevaba tanto tiempo sin trabajar, sin jugar, sin sexo… Pero lo peor de todo era que el confinamiento le había dado demasiado tiempo para pensar, y él era de los que preferían hacer antes que pensar. Despojado de su constante necesidad de acción, se había visto obligado a sumergirse en la introspección.
La encarcelación hospitalaria que había vivido le había hecho detenerse un momento. Había podido contemplar su propia vida y se había dado cuenta de que se había convertido en un circo. Había pensado en todas esas casas que poseía por el mundo y en el séquito de adoradores que le acompañaba a todos los sitios… Era la vida de un completo desconocido. ¿Cuándo había conseguido tantos fans? Recordaba muy bien sus caras de absoluta estupefacción cuando les había enviado de vuelta a su cuartel general de Buenos Aires, con Diego al frente de todo.
A partir de ese momento, una extraña calma se había apoderado de la casa.
–¿Qué tal si vas a nadar un poco ahora, Pedro?
La voz de Paula, suave y persuasiva, irrumpió entre sus pensamientos. Afortunadamente, la erección comenzaba a disminuir.
–¿Es una sugerencia? –le preguntó, bostezando.
–No. Es una orden, ya que respondes mucho mejor a ellas –Paula levantó la cortina y miró hacia el exterior–. Oh, vaya, está lloviendo de nuevo.
–Siempre llueve en este maldito país.
–Por eso está todo tan verde. No importa. Podemos usar la piscina interior.
–No me gusta –dijo Pedro en un tono gruñón–. Lo sabes. Es claustrofóbica.
–¿Y esta habitación no?
–No tengo pensado nadar aquí, así que… ¿Por qué no salimos y usamos la piscina de fuera? Vivir peligrosamente por una vez…
Paula le dio la espalda a la ventana y le dedicó una mirada de desaprobación. Sabía que esa era una de sus locuras típicas.
–Porque a mí no me gusta vivir peligrosamente. Y a lo mejor, si tú tampoco lo hicieras, no habrías terminado en una cama de hospital durante tanto tiempo, seguramente ocupando un sitio que otra persona necesitaba de verdad. Con este tiempo, la hierba estará empapada, y los azulejos que rodean la piscina estarán húmedos y será fácil resbalar.
–Qué… miedo –dijo Pedro con sarcasmo.
Paula prefirió no darse por aludida.
–Así que, a menos que quieras arriesgarte a caerte, te aconsejo que apuestes por algo seguro y uses la piscina del interior, la cual fue diseñada por gente que tuvo en cuenta días como estos.
–¿Nunca te cansas de ser la voz sensata de la razón?
«¿Y tú nunca te cansas de hacer de chico malo?».
–Pensaba que me pagabas por ello.
–Sí, y también por cómo cocinas –Pedro hizo una pausa. Sus gruesas pestañas le tapaban los ojos–. ¿Entonces no te gusta vivir peligrosamente?
Paula sacudió la cabeza de manera enfática.
–En realidad, no. Tú ya vives peligrosamente por los dos.
Él dejó escapar un suspiro exagerado.
–Muy bien, señorita Sensibilidad. Usted gana. Usemos la piscina de dentro. Ve a por tu traje de baño y nos vemos allí.
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