martes, 13 de octubre de 2015
EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 3
El corazón de Paula latía como un tren porque… todo era muy extraño.
Colocó sus manos temblorosas sobre la espalda desnuda de Pedro y respiró profundamente. Solo podía esperar que no se diera cuenta de lo nerviosa que estaba. Rezando en silencio, comenzó a hacer todo lo que le había dicho Mary.
No era difícil. El masaje era un arte que requería habilidad, pero miles de personas lo hacían cada día.
Aunque la idea de tocarle la llenara de miedo, ya no había forma de dar marcha atrás. Él le estaba pagando un plus.
Ese había sido el acuerdo al que habían llegado. Además, ¿no era una locura haber llegado a los treinta y todavía tener miedo de tocar a un hombre? Puso las manos sobre su piel bronceada y resplandeciente y pensó un momento. ¿Cómo había dejado que el pasado sangrara en el presente de esa manera? ¿Acaso iba a dejar que un sinvergüenza le arruinara la vida para siempre?
Si quería cumplir el sueño de convertirse en médico, tendría que tocar a la gente todos los días.
Apretando la base de las palmas contra la piel de Pedro, comenzó a mover las manos. Era una suerte que él no pudiera verle la cara. De haberla visto en ese momento, se hubiera echado a reír al notar la vergüenza que la carcomía por dentro y por fuera.
Verle así, semidesnudo, resultaba ser toda una distracción.
No llevaba nada más que unos calzoncillos ceñidos de color negro. Pensó en lo pálidas que parecían sus propias manos sobre la piel bronceada de Pedro. Los dedos le temblaban, pero no podía evitarlo. Sorprendentemente, no obstante, los nervios no tardaron en disiparse en cuanto logró tomar un ritmo constante. Si se concentraba en el aspecto curativo del masaje, era sencillo ahuyentar los pensamientos turbadores.
De alguna forma, era lo contrario a trabajar con la masa de hojaldre, que necesitaba movimientos rápidos y ágiles. Para el masaje tenía que embadurnarse las manos de aceite y los movimientos eran lentos y deliberados. Empujó con fuerza contra el músculo dorsal ancho y él dejó escapar un gemido.
–¿Está bien así? –le preguntó, nerviosa.
Él gruñó, sin aclararle nada.
–No te estoy haciendo daño, ¿no?
Pedro sacudió la cabeza y se movió un poco. La toallita que llevaba sobre la ingle le rozaba cada vez más, pero no quería centrar su atención en esa zona.
«Dios mío», pensó Pedro.
No. Ella no le estaba haciendo daño, pero no podía evitar preguntarse si trataba de torturarle. Apoyando la mejilla contra sus brazos cruzados, cerró los ojos. No era capaz de determinar si estaba en el infierno o en el cielo, aunque tal vez se tratara de una mezcla de los dos.
¿Qué estaba ocurriendo?
Podía sentir cómo se movían las manos de Paula sobre su espalda, arriba y abajo, deslizándose tentadoramente sobre el contorno de su trasero para finalmente aterrizar en la parte más alta de sus muslos. Pedro tragó con dificultad. Los minutos transcurrían lentamente…
De repente se encontró perdido en las sensaciones que ella producía con sus manos.
Aunque al principio hubiera titubeado un poco, se había hecho con la tarea rápidamente, como si hubiera nacido para tocar la piel de un hombre de esa manera. ¿Quién hubiera dicho que su apocada ama de llaves iba a tener manos de ángel?
Sin embargo, había sido todo un ejemplo de profesionalidad y eficiencia desde que había entrado por la puerta. No le había ofrecido más que una breve sonrisa antes de decirle que se tumbara en la camilla. En ningún momento había flirteado con él, y eso le hacía preguntarse por qué empezaba a sentirse tan excitado. ¿Cómo era posible que Paula, siempre sosa y tímida, hubiera logrado hacerle sentir así? ¿Acaso era porque no estaba flirteando con él y no estaba acostumbrado a ello? Durante un instante se la imaginó pidiéndole que levantara un poco el trasero para poder meter las manos por debajo. Se la imaginó tomando su miembro, cada vez más erecto, y frotándole hasta llevarle al clímax más extático.
La boca se le secó.
–No. No me estás haciendo daño –le dijo por fin.
Ella continuó trabajando en silencio. Sentía cómo se hundían sus dedos, cómo cedían los músculos bajo sus yemas… y era inevitable seguir fantaseando un poco más. Se preguntó cómo serían los pechos que tanto escondía detrás de esa horrible bata. Una imagen fugaz de unos pechos blancos con unos pezones sonrosados se coló entre sus pensamientos.
Se imaginó trazando con la lengua un círculo húmedo alrededor de uno de esos pezones, y entonces volvió a moverse para ponerse más cómodo.
Ella debió de notar el movimiento porque sus manos se detuvieron.
–¿Seguro que no te estoy haciendo daño?
Pedro volvió a mover la cabeza.
–No. Tienes un… don natural para esto. No me puedo creer que no hayas hecho esto antes en toda tu vida.
–Mary me ayudó mucho. Me enseñó exactamente todo lo que tenía que hacer. Me dijo que si apretaba con firmeza sobre ciertas partes del cuerpo… así… sería muy efectivo. Y además anoche estudié muchas técnicas y leí consejos prácticos en Internet.
Pedro no pudo contener el gruñido de placer que se le escapó de los labios.
–¿No tienes nada mejor que hacer un viernes por la noche que mirar técnicas de masaje en Internet?
Se produjo un silencio momentáneo.
–Me gusta hacer bien el trabajo, sea el que sea. Y me estás pagando un plus más que generoso por hacer esto.
Su hincapié en el aspecto económico acabó con los últimos reparos de Pedro. ¿Por qué no iba a interrogarla?
–Entonces no hay por ahí ningún novio gruñón que se queje al ver que tu jefe te exige cada vez más horas extra, ¿no?
Se produjo otro silencio, algo más prolongado que el anterior. Paula pareció escoger las palabras con sumo cuidado.
–No tengo novio. No. Pero, si lo tuviera, no creo que este trabajo fuera compatible con ello, no si se tratara de una relación seria.
–¿Por qué no?
–Porque cuando estás aquí haces muchas horas y porque estoy viviendo en la casa de otra persona y…
–No entiendo por qué un trabajo de interna no puede ser compatible con una relación –le dijo Pedro, interrumpiéndola con impaciencia–. No hace falta ser un genio para darse cuenta de ello. No. Me refería a por qué no tienes novio.
Paula se echó más aceite en las manos. Era difícil dar una respuesta razonable a esa pregunta.
–No estoy interesada en los hombres –dijo por fin.
–Ah. ¿Te gustan las mujeres?
–¡No! No soy… homosexual.
–Ah –Pedro volvió la cabeza hacia un lado.
Paula podía ver una sonrisa en sus labios.
–Entonces, ¿cómo es que no hay ningún hombre en tu vida?
–Me vuelve loca que la gente diga eso. Es la primera cosa que todo el mundo le pregunta a una mujer sola –comenzó a masajearle de nuevo, apretando la base de las palmas con dureza contra su piel firme–. Tú no tienes novia, ¿no? Pero yo no te pregunto por qué y no hago que parezca que tienes algún problema, ni tampoco te interrogo al respecto.
–No tengo una pareja estable, pero sí tengo novias de vez en cuando. Tú, en cambio, no.
Las manos de Paula se detuvieron de golpe.
–¿Cómo sabes eso si apenas pasas tiempo aquí?
–El gerente de la finca me mantiene al tanto de todo. Me gusta saber lo que le pasa a una persona que se ocupa de mi casa cuando no estoy aquí, así que, de vez en cuando, pregunto por ti, pero él tampoco me dice nada interesante nunca ya que, según parece, haces una vida de monja.
Paula se puso tensa. La crítica que se escondía detrás de sus palabras era evidente.
–Las monjas no tienen nada de malo.
–No he dicho lo contrario. Pero no has hecho ningún voto religioso desde que empezaste a trabajar para mí, ¿no, Paula? No has hecho ningún voto de pobreza o de obediencia, al menos –le dijo él en un tono burlón.
–En realidad, como jefe parece que exiges una obediencia total a tus empleados, aunque no puedo negar que pagas muy bien.
–Entonces solo nos queda la castidad, ¿no?
Paula sintió que su corazón retumbaba de nuevo, pero se obligó a seguir adelante con el masaje. Lo mejor que podía hacer era tratar de concentrarse en esos movimientos lentos y circulares y no en el giro bizarro que había dado la conversación.
–Lo que haga en mi tiempo libre no es asunto tuyo.
–El gerente me dijo que siempre parecías estar escondida en un libro –le dijo Pedro, ignorando su comentario–. Y me ha dicho que vas a clase por las tardes en una ciudad cercana.
–¿Tiene algo de malo que quiera progresar? A lo mejor debería montar una fiesta salvaje cuando te marchas. Así, al menos, les daría suficiente munición al jardinero y al gerente para que me creen una reputación como es debido.
–¿Por qué? ¿Te gustan las fiestas salvajes?
–No.
–A mí tampoco.
–Entonces, ¿cómo es eso? –le preguntó ella, frunciendo el ceño–. Celebras fiestas salvajes muy a menudo. La casa siempre está llena de gente. Creo que podrías contratar a un encargado de eventos a tiempo completo.
–Estoy de acuerdo. Se han convertido en algo habitual, y se lo debo a mis días en las carreras. Por aquel entonces, las fiestas salvajes eran obligatorias, pero últimamente me estoy cansando de ellas –se encogió de hombros–. Son todas iguales.
Paula parpadeó. Lo que acababa de decirle era algo muy peculiar. Siempre había creído que Pedro Alfonso adoraba las fiestas locas que daban algo de qué hablar a los lugareños durante semanas. Paula recordaba muy bien todas aquellas hordas de ricos y famosos que inundaban la mansión; muchos viajaban desde París o Nueva York solo para asistir a la fiesta. Las mujeres solían ser esas rubias de serie que tanto le gustaban, con sus diminutos vestidos y sus ojos hambrientos. En más de una ocasión, Paula había terminado preparándole un café bien cargado a alguna pobre infeliz que lloraba desconsoladamente frente a la mesa de la cocina porque Pedro se había llevado a otra a la cama.
–Muy bien –Paula dejó de masajearle por fin. De repente notó una fría gota de sudor que descendía entre sus pechos –tragó en seco–. ¿Te sientes mejor?
–Me siento… bien –dijo Pedro.
Rápidamente, Paula se limpió las manos con una toalla.
Tenía que dejar de sentir cosas extrañas y recuperar la imparcialidad de siempre.
–Creo que ya es suficiente, ¿no crees? Podemos tener otra sesión… eh… antes de que te vayas a la cama. Puedes levantarte si quieres, Pedro.
Pero Pedro no quería levantarse, o más bien no se sentía capaz de incorporarse sin dejarle bien claro que estaba sintiendo algo muy erótico por ella. Podía sentir ese pálpito lento entre las ingles, ese dolor agudo que no podía ignorar y que solo significaba una cosa… Sus movimientos impacientes no hicieron más que empeorar la situación.
Pedro escondió el rostro contra la almohada. Todas esas semanas de inactividad le habían llevado al borde de la locura. Llevaba tanto tiempo sin trabajar, sin jugar, sin sexo… Pero lo peor de todo era que el confinamiento le había dado demasiado tiempo para pensar, y él era de los que preferían hacer antes que pensar. Despojado de su constante necesidad de acción, se había visto obligado a sumergirse en la introspección.
La encarcelación hospitalaria que había vivido le había hecho detenerse un momento. Había podido contemplar su propia vida y se había dado cuenta de que se había convertido en un circo. Había pensado en todas esas casas que poseía por el mundo y en el séquito de adoradores que le acompañaba a todos los sitios… Era la vida de un completo desconocido. ¿Cuándo había conseguido tantos fans? Recordaba muy bien sus caras de absoluta estupefacción cuando les había enviado de vuelta a su cuartel general de Buenos Aires, con Diego al frente de todo.
A partir de ese momento, una extraña calma se había apoderado de la casa.
–¿Qué tal si vas a nadar un poco ahora, Pedro?
La voz de Paula, suave y persuasiva, irrumpió entre sus pensamientos. Afortunadamente, la erección comenzaba a disminuir.
–¿Es una sugerencia? –le preguntó, bostezando.
–No. Es una orden, ya que respondes mucho mejor a ellas –Paula levantó la cortina y miró hacia el exterior–. Oh, vaya, está lloviendo de nuevo.
–Siempre llueve en este maldito país.
–Por eso está todo tan verde. No importa. Podemos usar la piscina interior.
–No me gusta –dijo Pedro en un tono gruñón–. Lo sabes. Es claustrofóbica.
–¿Y esta habitación no?
–No tengo pensado nadar aquí, así que… ¿Por qué no salimos y usamos la piscina de fuera? Vivir peligrosamente por una vez…
Paula le dio la espalda a la ventana y le dedicó una mirada de desaprobación. Sabía que esa era una de sus locuras típicas.
–Porque a mí no me gusta vivir peligrosamente. Y a lo mejor, si tú tampoco lo hicieras, no habrías terminado en una cama de hospital durante tanto tiempo, seguramente ocupando un sitio que otra persona necesitaba de verdad. Con este tiempo, la hierba estará empapada, y los azulejos que rodean la piscina estarán húmedos y será fácil resbalar.
–Qué… miedo –dijo Pedro con sarcasmo.
Paula prefirió no darse por aludida.
–Así que, a menos que quieras arriesgarte a caerte, te aconsejo que apuestes por algo seguro y uses la piscina del interior, la cual fue diseñada por gente que tuvo en cuenta días como estos.
–¿Nunca te cansas de ser la voz sensata de la razón?
«¿Y tú nunca te cansas de hacer de chico malo?».
–Pensaba que me pagabas por ello.
–Sí, y también por cómo cocinas –Pedro hizo una pausa. Sus gruesas pestañas le tapaban los ojos–. ¿Entonces no te gusta vivir peligrosamente?
Paula sacudió la cabeza de manera enfática.
–En realidad, no. Tú ya vives peligrosamente por los dos.
Él dejó escapar un suspiro exagerado.
–Muy bien, señorita Sensibilidad. Usted gana. Usemos la piscina de dentro. Ve a por tu traje de baño y nos vemos allí.
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Ya me atrapó esta historia jajajaja. Me encantó el comienzo.
ResponderBorrarMuy buen comienzo!!! que distintos los 2! cada uno tiene mucho que aprender del otro!
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