miércoles, 14 de octubre de 2015

EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 4




Paula dio media vuelta sin decir ni una palabra más, pero su tono de voz, burlón y soberbio, no la dejó tranquila. Corrió escaleras arriba para cambiarse de ropa y cerró la puerta con fuerza al entrar en su habitación, situada en lo más alto de la casa. Se inclinó contra ella y respiró profundamente, recuperando el aliento. El ático era un sitio espacioso, con un techo inclinado y una vista formidable de los jardines y de los campos que se extendían más allá. Allí arriba estaba entre las copas de los árboles. Abrió uno de los cajones y comenzó a rebuscar con impaciencia. Lo último que quería era que Pedro Alfonso la viera en traje de baño, pero no tenía más remedio que seguirle la corriente. La lluvia golpeaba la ventana con fuerza y algunas de las plantas que tenía en las macetas se habían quedado mustias.


Se puso el bañador y se miró en el espejo.


«Demasiado pálida. Demasiado gorda. Demasiado… todo», pensó, sin poder evitarlo. La comparación no tenía ningún sentido, pero era imposible no recordar a todas esas mujeres con las que había visto a Pedro Alfonso; supermodelos de piernas interminables con biquinis diminutos, actrices… 


Temblando, se quitó el sujetador y las braguitas y se puso el traje de una pieza. Parecía tan viejo, tan gastado… Además, era como si hubiera encogido.


Se puso un albornoz encima y bajó de nuevo, rumbo a la piscina. Pedro ya estaba allí, esperándola. Un escalofrío recorrió su espalda. Su oscura silueta se recortaba contra la enorme ventana arqueada. Al otro lado estaba el bosque.


Parecía absorto, ensimismado, y contemplaba los árboles como si los viera por primera vez. Sus flores blancas resplandecían más que nunca en un día tan gris.


Al oírla entrar, se volvió hacia ella, y entonces ocurrió algo muy peculiar cuando sus miradas se encontraron. Paula se sintió repentinamente desorientada. Era la misma sensación que había experimentado cuando había entrado en la sala de masajes, pero mucho peor. Le miró desde el otro lado de la piscina. No se oía nada más que el ruido del vaivén del agua y los estruendosos latidos de su corazón. Sentía cómo se le secaba el aliento en la garganta… De repente sintió una presión insoportable en el pecho y notó que no podía respirar. Estaba ocurriendo de nuevo y no quería que ocurriera. No quería mirar a un hombre como Pedro y desearle.


Paula parpadeó para aclararse la visión y para que todo volviera a ser como antes. Lentamente comenzó a desabrocharse el albornoz y se lo quitó con cuidado. Sentía su mirada sobre la piel y la expresión de su rostro era… inaguantable. ¿Era incredulidad lo que veía en ella? Sí. Lo era. Probablemente nunca había visto a una mujer que tuviera una talla mayor que la 38. Seguramente estaba pensando que debía de engullir todos los alfajores sobrantes cada vez que él tomaba un vuelo, rumbo a alguno de sus destinos exóticos favoritos.


Forzando una sonrisa rápida y profesional, caminó hasta él.


–¿Listo?


–Ya llevo un buen rato –le dijo él en un tono ácido–. Pero, como siempre, llegas tarde.


–Me ha costado un poco encontrar el traje de baño.


–Lo siento mucho –dijo él–. A lo mejor debería haberte avisado con más antelación. Podría haberlo escrito por triplicado y haberlo firmado primero.


Paula prefirió ignorar el comentario.


–Bueno, estamos aquí ya –dijo, fingiendo entusiasmo–. Baja la escalera de espaldas.


–Creo que a estas alturas sé muy bien cómo meterme en la maldita piscina.


Paula le quitó las muletas de las manos con cuidado y las apoyó contra una pared.


–Solo trataba de…


–Bueno, deja de intentarlo. Estoy cansado de que la gente intente las cosas. Llevo semanas haciendo esto y creo que ya he conseguido acostumbrarme. ¿Lo próximo que vas a enseñarme será cómo comer con cuchillo y tenedor? O a lo mejor empiezas a darme de comer con cuchara.


Para Paula, aquella fue la gota que colmó el vaso.


–¿Por qué tienes que ser tan desagradable? Solo trato de ayudarte.


Pedro no contestó inmediatamente. Sus miradas se encontraron y se enzarzaron en una batalla silenciosa. Paula se preguntaba cuál sería el próximo insulto que saldría de su boca.


Sin embargo, él suspiró de repente.


–Sé que tratas de ayudarme. Es que no aguanto la frustración. Se me hace insoportable. Las secuelas de este maldito accidente no terminan de desaparecer. Llevo semanas así y a veces pienso que nunca va a acabar.


–Sí –Paula se mordió el labio inferior–. Supongo que esa es una forma de verlo.


Él arqueó las cejas.


–A menos que vayas a decirme que soy bastante insoportable normalmente…


Paula bajó la vista y miró sus pies descalzos un momento.


–Eso no me corresponde a mí decirlo.


–¿Entonces no vas a negarlo directamente, Paula? –le preguntó él en un tono corrosivo–. ¿No me vas a llevar hacia la conclusión de que soy insoportable?


Ella levantó la cabeza y se enfrentó a su mirada burlona y desafiante.


–No tienes fama de ser dulce y agradable precisamente.


Para sorpresa de Paula, él se echó a reír y se metió en la piscina.


–No. Supongo que no. Vamos,Paula. ¿No vas a entrar? –le preguntó, golpeando la superficie del agua con la palma de la mano–. Mary siempre se metía.


«Seguro que sí», pensó Paula al tiempo que entraba en el agua.


¿No estaba haciendo lo mismo que había hecho Mary antes? ¿Acaso no estaba siguiendo sus pasos, esos pasos que tan culpable habían hecho sentir a la pobre terapeuta?


Avanzó un poco más en el agua. Al sentir el frío en el vientre se estremeció un poco. La piel se le puso de gallina y los pezones se le endurecieron, tal y como había ocurrido antes, en la sala de terapia.


En un intento por esconderlos, se inclinó contra la pared de azulejos y se echó agua sobre los brazos.


–Se supone que tienes que hacer diez largos.


–Lo sé, pero tengo pensado hacer veinte.


–¿Crees que es buena idea?


Él esbozó una de sus sonrisas de tipo duro.


–Veámoslo, ¿no? –dijo y comenzó a nadar con fuerza.


Sus brazos fuertes cortaban el agua como flechas doradas. 


Nadaba con la misma energía y determinación con la que lo hacía todo en la vida, pero después de doce largos, Paula se dio cuenta de que empezaba a aflojar el ritmo. Estaba pálido y apretaba los labios con fuerza.


–Para ya –le dijo al verle salir para tomar el aire–. Por favor, aminora un poco, Pedro. No estás en una carrera.


Pero Pedro Alfonso era demasiado testarudo como para aflojar la marcha. Para él, todo era una carrera en la vida. 


Sacudió la cabeza y siguió adelante. Cuando terminó por fin, no obstante, estaba agotado. Salió del agua y apoyó los codos contra el borde de la piscina.


No volvió a decir nada hasta que hubo recuperado el aliento.


–¿Qué tal he estado? –le preguntó unos segundos más tarde, mirándola a los ojos.


–Eso ya lo sabes. Has hecho veinte largos, el doble de lo que recomendaba la fisioterapeuta. ¿Quieres que te dedique un halago por haber desobedecido sus instrucciones?


–Sí. Quiero un halago. Quiero que me echen todos los halagos posibles. Quiero una montaña de halagos sobre mi cabeza, así que… ¿Por qué no te quitas esa expresión de desaprobación de la cara por una vez y me dices que soy bueno? –esbozó una sonrisa provocativa–. Sabes que quieres hacerlo.


Paula se puso tensa. Un cosquilleo desconocido se extendía por su piel. ¿Estaba flirteando con ella?


Le miró fijamente, parpadeando de vez en cuando. No podía ser eso, a menos que el flirteo fuera un acto reflejo para él.


–Creo que te has excedido un poco, pero, sí. Eres bueno –le dijo finalmente, sin muchas ganas–. Muy bueno, en realidad.


Él arqueó las cejas.


–Vaya, Paula. Que tú me dediques un halago no es cualquier cosa.


Cada vez más inquieta, Paula hizo todo lo posible por que no se le notara. Se sumergió en el agua un momento para distraerse, pero cuando volvió a salir de nuevo se encontró con la mirada de Pedro, más inquisitiva y penetrante que nunca.


Había algo extraño en su expresión. Era como si la observara con… fascinación. Además, no dejaba de mirarle los pechos.


El tejido del bañador, empapado, se había convertido en una segunda piel. Podía sentir la presión de sus pezones contra la tela del traje de baño. Eran como dos pequeñas
balas puntiagudas.


¿Se habría dado cuenta él?


–Creo que deberías salir ahora, antes de que te enfríes.


O antes de que me caliente –dijo él de repente.


Paula pensó que no le había oído bien. Estaba claro que no le había oído bien, porque la alternativa no tenía ningún sentido. Pedro Alfonso jamás le hubiera hecho un comentario provocador.


–Vamos –le dijo ella, sumergiéndose en el agua para escapar de esos ojos negros que la vigilaban.








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