miércoles, 7 de octubre de 2015

DIMELO: CAPITULO 34







No puedo creer que esté en mi casa, no puedo creer cuánto la he echado de menos.


Me abraza y la abrazo muy fuerte; entiendo su necesidad y por eso afianzo más mi agarre y me embebo de su perfume. 


Luego la beso lentamente en todo el rostro, hasta que me otorgo el placer de sus labios; me apropio de ellos con toda la necesidad que he acumulado estos días.


—Quiero hacerte el amor.


—Házmelo, no tienes que pedirme permiso.


La llevo a mi dormitorio porque voy a disfrutarla en la cama. 


La ayudo a desvestirse; me parece muy sensual hacerlo, pues hace más íntimo el encuentro y también menos carnal y, aunque la deseo con lujuria, son otras las cosas que ambiciono hacerle sentir. Sin más demora, la recuesto y, mientras la observo en mi cama, expuesta y aguardando por mí, me quito la ropa bajo su escrutadora mirada.


Me arrodillo en la cama y me tiendo a su lado; inicio una caricia interminable, recorriendo palmo a palmo cada centímetro de su cuerpo. Es hermosa, nunca tendré demasiado. La beso en la boca y luego desciendo por su cuello y muerdo su clavícula; esa zona me parece muy sensual en ella.


Pedro.


—¿Qué? —le pregunto mientras acaricio su abdomen y la siento temblar.


—Dime que me quieres.


Me sonrío; la entiendo perfectamente: yo también tuve esa necesidad de oírle decir que me quería. Y es extraño porque antes nunca había necesitado que una mujer me lo dijera..., pero con ella todo es inconmensurable, todas mis sensaciones son nuevas a su lado.


—Te quiero, Paula Chaves, te quiero como nunca imaginé que iba a querer a una persona.
Me has hipnotizado. Creo que me enamoraste, estoy completamente eclipsado, paralizado, muerto de amor. 


Le hago el amor durante largo rato; también dejo que ella me lo haga a mí, que me bese, que me saboree, que me dé placer y cariño... Yo también quiero sentirme cuidado por ella. Consumando el momento, llegamos a la liberación repentina de toda la tensión que acumulamos, pero se trata de algo más que placer. Es algo distinto, me siento diferente, y creo que ella también. Finalmente todo se vuelve muy intenso; exclamamos nuestros nombres mientras nos miramos a los ojos, nos mordemos mientras alcanzamos lo que el cuerpo del otro nos entrega. Exhaustos como cada vez que estamos juntos, nos acariciamos con las miradas y, sin poder apartar nuestras manos de la piel del otro, comenzamos a hablar. Nos debemos muchas explicaciones; también es preciso que nos sinceremos,
que mostremos nuestra vulnerabilidad y ese lado oscuro que uno sólo puede permitirse en la intimidad con la persona que ama.


Hablamos durante toda la noche. Me explica cómo consiguió la dirección de la casa de mis padres y no puedo creer que la doctora Jeanette sea su madre. Le cuento la historia de mi vida, me despojo de todos mis pesares ante ella, y entiendo que Paula ha llegado para que yo nunca más me sienta solo.


—Nunca he sabido quiénes son mis padres biológicos.


—¿Los has buscado?


—Sí, lo hice durante algún tiempo... Hay un momento en la vida en que uno quiere conocer sus raíces, pero nunca pude averiguar nada de ellos. Luego abandoné la búsqueda porque entendí que mis raíces son las del corazón de mis padres adoptivos; ellos me dieron todo lo que soy, me forjaron como hombre, me inculcaron valores, me dieron mucho amor, un apellido, una identidad. No necesito otros padres, sólo los que me dio el destino.


—Me has dicho que tu padre murió. ¿Y tu madre?


—Mi madre está internada en un centro especializado en enfermos con Alzheimer.


—Lo siento mucho, Pedro —Me acaricia y me besa.


—Yo también lo siento. Se encuentra en una etapa avanzada de la enfermedad, está muy perdida, ya no me reconoce. Cuando me adoptaron, los Alfonso eran personas bastante mayores; ayudaban a la fundación de tu madre y allí me conocieron. El hogar que preside Jeanette fue mi segundo hogar; antes había estado en otro, pero cuando empecé a crecer me trasladaron al de tu madre. Siempre
adoptaban a los otros niños y yo me quedaba; era bastante frustrante para mí pensar que nadie me quería. Tu madre me ayudó mucho a tener más confianza en mí mismo. Les habló a mis padres de mí, nos presentó y todos nos encariñamos. A ellos no les importó que yo ya tuviera diez años y me llevaron con ellos; me quisieron tal vez más de lo que se quiere a un hijo propio.


—Me gusta que hables con tanto cariño de ellos.


—Se lo debo todo, Paula.


—Me gustaría conocer a tu madre.


—Te llevaré a la residencia. Aunque estoy seguro de que no comprenderá nada, deseo que te conozca.


Ella también decide poner las cartas boca arriba y me habla de sus problemas de autoestima, de que tiende a cerrarse y a no dejar salir sus angustias, de que años atrás tuvo trastornos alimentarios...


Me explica cómo nació Saint Clair, lo mucho que la empresa la ayudó a sentirse una mujer segura y con confianza en sí misma. Me relata también cómo conoció a Estela, y que son como hermanas.


Finalmente nos quedamos dormidos y nos despertamos casi al mediodía.


Tras ducharnos, nos arreglamos y la llevo a almorzar. 


Después, le muestro un poco la ciudad: paseamos por la plaza des Terraux, donde está emplazado el Ayuntamiento; caminamos un rato por la zona... Visitamos la famosa fuente que lleva el nombre de la plaza, creación del mismo diseñador de la estatua de la Libertad, y al pasar junto a una niña que lleva una canasta de flores, le compro un ramo de amapolas rojas para Paula.


—Mademoiselle, es usted muy afortunada —expresa la niña.


—¿Por qué? —pregunto.


—Porque, de todas las flores que vendo, monsieur ha elegido ésas.


La miramos sin entender y, al ver que no sabemos de qué está hablando, nos explica:
—Esta flor representa el reposo, la tranquilidad y el consuelo; su amor será eterno.


Paula me coge de la cara y me besa con delicadeza los labios, inmediatamente mira a la niña con insistencia y se acuclilla frente a ella, tomándola de las manitos.


—¿Cómo te llamas?


—Angèle.


Se queda mirándola con fascinación y le acaricia la mejilla, la niña le hace honor a su nombre, tiene la cara de un ángel. 


Luego Paula busca insistente en su bolso hasta que saca una cadenita con un colgante de ángel con alas amarillas y se lo coloca a la niña en el cuello.


—Llévalo siempre contigo, Angèle, te protegerá de todo lo que te rodea.


—Así lo haré, mademoiselle, siempre lo llevaré conmigo, muchas gracias.


—¿Me das un beso?


La niña le rodea el cuello y la besa en el carrillo, Paula acaricia su espalda.


—Cuídate.


—Lo haré, pero ahora su ángel me protegerá —dice mientras toma con su mano la cadenita—. Usted también es muy afortunado, tiene un ángel de la guarda propio. Adiós —añade y coge su canasta y se va caminando en dirección contraria a nosotros.


Seguimos paseando; recorremos la orilla del río Ródano pero, como se está haciendo tarde, le prometo que otro día volveremos con más tiempo. A última hora y antes de regresar a París, visitamos a mi madre, que increíblemente la confunde con la doctora Jeanette Guillard, la madre de Paula.


Estamos viajando de vuelta a la capital y ella duerme recostada en mi hombro; la he mirado embobado durante todo el trayecto; estamos entrando en la ciudad de París.


Me alegro de no haberme equivocado: en esta ciudad no sólo he encontrado una nueva oportunidad de resurgir en los negocios, también he hallado el amor.










DIMELO: CAPITULO 33




Estamos en la sala de juntas. No puedo creer lo injusta que he sido, no puedo creer que lo haya arruinado todo. Pedro está firmando muy concentrado, y yo sólo quiero que levante la cabeza y me mire, que pose sus ojos en mí y me haga sentir deseada.


—Listo, todo está firmado. Lo siento, señores, pero tengo otros compromisos, debo irme.


«No, Pedro, no te vayas.»


—Cuando quieras podemos revisar los estados financieros y empaparte de los proyectos.


—Envía a mi apoderado los informes, él me los hará llegar.


«Uf, cómo me ha dolido ese rechazo, y delante de todos. ¡Te lo mereces, Paula! ¿Qué esperabas después de cómo lo has tratado?»


Quiero salir tras él pero, no sé por qué, no lo hago. 


Abandona la sala y se me encoje el corazón al ver cómo se va.


La reunión ha terminado. En los pasillos de Saint Clair no se habla de otra cosa; el chisme, como siempre, corre rapidísimo.


Estela, que se había cogido la mañana libre para unos trámites personales, entra en mi despacho sin llamar siquiera.


—¿Es cierto lo que acabo de oír?


—Si te refieres a Pedro, sí, es cierto.


—No es posible.


—Sí lo es, y lo he perdido. Pasé de ser un buen polvo a uno extraordinario; luego me convertí en su posibilidad de algo más, y ahora sólo soy una inversión.


Estela me mira confundida. Sé que lo he mezclado todo, pero así funciona mi cabeza en este momento. Nos sentamos en la sala de estar y se lo cuento todo. También su rechazo.


—¿Y qué querías? Cuando lo has visto, tendrías que haberte tirado a sus brazos y estarle sumamente agradecida; en cambio, has seguido acusándolo absurdamente y comparándolo con la lacra de Poget. He intentado decírtelo todos estos días, pero estabas empecinada en no atender. Insistí en que habías actuado de forma apresurada. Me pediste que no me metiera, ¿lo recuerdas? Y fue lo que hice. Ahora date cabezazos contra la pared: realmente te lo mereces.


—Pareces mi enemiga.


—No. Mejor considérame la voz de tu conciencia. Te repetiré esto hasta hartarte: jódete, jódete, jódete... Me alegro de que te haya plantado.


Estela se va dejándome sola, con mi conciencia magullada y mi alma estrujada.


Tras unos instantes, pulso el interfono.


—Juliette, cancela toda mi agenda de esta tarde. Me voy.


Conduzco hasta mi casa. Cuando estoy a punto de entrar, me arrepiento; saco mi teléfono y marco el número de Estela.


—¿Qué quieres?


—Consígueme la dirección de Pedro, no quiero pedirla yo en Recursos Humanos.


—Ni lo sueñes, no soy tu secretaria. Además, va siendo hora de que te bajes del pedestal y tú también hagas algo. ¿O te parece que él ha hecho poco?


Estela me cuelga el teléfono y me quedo patitiesa. No sé si he escuchado bien... ¿No me ayudará? Aunque... en el fondo, sé que tiene razón.


Me trago el orgullo y llamo yo misma a Recursos Humanos para solicitar su dirección.


Conduzco hasta la calle de Charenton, en Bastille, busco dónde estacionar y luego bajo de mi automóvil. Camino decidida hasta el edificio del apartamento de Pedro y llamo a su puerta. Tengo que reconquistarlo. Espero unos minutos pero nadie contesta; vuelvo a llamar y nada. Me paso la mano por la frente... No sé qué hacer. Me siento en el escalón de la entrada a esperarlo. Pruebo a llamarlo por teléfono, pero no me coge el móvil; la llamada va directa al contestador. Sigo esperando a ver si aparece.


—Buenas tardes.


Una señora muy puesta se me acerca.


—Soy la casera del lugar, ¿busca a alguien?


—Gracias, estoy esperando a un amigo.


—¿A monsieur Alfonso?


—Sí.


—Me temo que se ha ido. Canceló su alquiler y se marchó.


—¿Que se ha ido? ¿Adónde?


La mujer se encoje de hombros, no sabe la respuesta.


Camino desanimada de vuelta al coche. No sé adónde ir a buscarlo. Intento contactar con él de nuevo, incluso le envío un mensaje y le digo dónde estoy... pero no me contesta.


Regreso a mi casa, me tiro en la cama y, no sé en qué momento, me arranco a llorar. Me repudio en silencio por haberlo estropeado todo, lloro desconsoladamente y no puedo parar. Lloro hasta que un sopor me vence, me siento agotada. Despierto en mi habitación; estoy bastante confundida, porque no sé cuánto he dormido. Lo primero que hago es mirar el móvil para ver si Pedro me ha devuelto las
llamadas o me ha respondido al mensaje que le envié, pero nada, el maldito aparato parece estar muerto.


Vuelvo a llamarlo, pero sigue sin coger el teléfono.


Llamo a André y, compadeciéndose de mí, me dice que ha regresado a Lyon.


—¿Tienes la dirección?


—Lo siento, no la tengo.


Miro la hora, son las diez de la noche; no es tan tarde y, si es tarde, lo siento. Busco el número del asesor legal de Pedro.


—Buenas noches, monsieur Darrieux, soy Paula Chaves. Disculpe por molestarlo a estas horas.


— Buenas noches, mademoiselle, no se preocupe. ¿En qué puedo ayudarla?


Me armo de valor y le pido la dirección, pero el hombre me dice que no puede facilitármela porque no tiene autorización de Pedro. Supuse que me contestaría eso; de todas formas, lo he intentado.


Cuelgo la llamada y se me ocurre buscar en Google la empresa de aeronáutica que era de Pedro.


Hago memoria, hoy por la mañana la ha nombrado. De pronto el nombre viene a mi mente: Le Ciel Ingénierie. Lo tecleo en el buscador. Estaba ubicada en el centro financiero de Lyon, así que es de suponer que su casa no debe de estar lejos. Preparo un equipaje ligero y luego llamo a un taxi para que me lleve hasta una de las estaciones de tren; allí compro un billete para Lyon. Miro el reloj; falta más de una hora para que salga. Me siento en una cafetería de la estación y, para matar el tiempo, entro en internet a ver qué encuentro de Pedro. Si su empresa era tan grande, debe de haber bastante información en la Red; doy con muchas fotografías.


—¿Qué hace Pedro con mi madre?


Abro la nota y comienzo a leer. Descubro que es un gran benefactor de la fundación de mamá.


Miro la hora; es muy tarde para llamarla y preguntarle... 


«Bah, al diablo, la llamo.»


—¿Qué sucede, cariño?


—Nada, no te alarmes.


—¿Estás bien?


—Sí, mami, estoy bien. Escúchame: sé que no lees las revistas, pero tengo una duda... Voy a enviarte una fotografía del nuevo modelo de la campaña de Saint Clair; creo que lo conoces porque he encontrado una fotografía tuya con él.


—¿Y para eso me llamas a estas horas y me pones el corazón en la boca? Ay, Paula, hija, modera tu ansiedad; podrías habérmela mandado y mañana te hubiese contestado.


—Por favor, mamá.


—Está bien, ya me has despertado, envíamela.


Mi teléfono suena, es mi madre.


—¿Qué hace Pedro Alfonso posando casi desnudo contigo?


—Entonces, ¿lo conoces?


—Por supuesto. Pedro estuvo en mi orfanato; yo intervine en su adopción, lo adoptaron de mayor. Es un hombre extraordinario.


Me tapo la boca. Probablemente mi chico Sensualité ha tenido una infancia tristísima; se me caen las lágrimas.


—Mamá, necesito su dirección en Lyon.


—¿Estás llorando? Paula, ¿estás bien?


—No, mamá, no estoy bien. Necesito encontrar a Pedro: lo dejé ir, lo perdí.


—Hija, ¿te puedes tranquilizar? No te entiendo.


Cojo aire y brevemente se lo explico todo a mi madre.


—¡Paula, Dios mío! Por todo lo que has estado pasando y yo sin enterarme.


—La dirección de Pedro, necesito la dirección de Pedro, mamá, sólo eso.


—Tranquilízate, ma chérie, déjame buscar a ver si la tengo. En un rato te llamo.


Ya he subido al tren. Mi madre aún no me ha llamado y estoy muy ansiosa. No puedo dejar de pensar en la vida que habrá tenido Pedro. De pronto el sonido de mi teléfono me sobresalta.


—¿La has conseguido?


—La de la casa de sus padres adoptivos.


—Envíamela por mensaje, por favor, mamá.


—¿Cómo piensas ir hasta allí?


—Puedes estar tranquila, no conduciré; estoy en el tren, que es más rápido que ir por carretera.


—Mon Dieu, Paula, ¡a estas horas de la madrugada viajando sola!


—Estaré bien, mamá; te llamaré cuando llegue, gracias.


—Cuídate, hija, por favor.


Una vez en Lyon, cojo un taxi hasta la dirección que me ha pasado mi madre. Llego a una casa muy lujosa que está en el límite del tercer distrito de Lyon, y veo que tiene un cartel que dice que la propiedad está en venta.


—¿Puede esperarme, por favor? —le solicito al taxista cuando bajo, y el conductor accede. Toco varias veces el timbre, pero nadie sale; es más que obvio que aquí no vive nadie.


Regreso al taxi, no sé hacia dónde ir. Le pido al chófer que regrese a la estación de trenes.


Cuando llegamos, pago la carrera y me bajo. He llorado durante todo el trayecto.


—Señorita, no es muy seguro que se quede aquí.


—Estaré bien, gracias.


Camino hacia el interior de la estación. No puedo parar de llorar, me siento inconsolable; no sé cómo encontrar a Pedro y estoy desesperada.


Comienzo a llamarlo incesantemente, alterno mis llamadas con mensajes; en el último, le indico dónde estoy.


Paula: «Pedro, he venido a buscarte. Fui a la casa de tus padres, pero obviamente no había nadie. No sé adónde ir, estoy sola en la estación de trenes. Dime tu dirección, por favor, y cogeré un taxi. Necesito verte.»


Suena mi teléfono; me tiembla la mano: es él.


—¿Estás loca? ¿Por qué te expones así?



—Necesito verte, te busqué en tu apartamento de Bastille y te habías ido —le explico entre hipos y sollozos—. Luego conseguí la dirección de la casa de tus padres. Es preciso que hablemos, necesito explicarte... Sé que no tiene justificación mi proceder de estos días, que me he comportado como una caprichosa y una inmadura... No quería seguir sufriendo, prefería quedarme con el recuerdo de lo que habíamos vivido; no quería que me hirieras y me armé de una coraza estúpida para protegerme.


—No te muevas de donde estás, salgo ahora mismo a buscarte.


Miro insistentemente hacia la entrada. Cuando lo veo entrar todo despeinado como siempre, me sonrío en medio del llanto; está tan sexi... Comienzo a correr hacia él, y él camina más rápido cuando me ve. Me echo en sus brazos sin pensarlo y Pedro me recibe. No puedo parar de llorar, parezco boba, creo que estoy llorando por todos los años que no lo he hecho.


Coge mi rostro entre sus manos y me obliga a mirarlo.


—Dime que me quieres


Su voz es apremiante. No me lo pide: me lo ordena.


—Te quiero, claro que te quiero, te adoro. No he podido dejar de pensar en ti ni un solo instante.


—Otra vez...


—¿Qué?


—Dime que me quieres.


—Te quiero, ¡te amo, Pedro!


Nos besamos desesperadamente; nuestras salivas se mezclan con el sabor salobre de mis lágrimas, pero nada importa. Abandona por unos instantes mi boca y me habla.


—No llores más. Vámonos a casa.


Sorbo por la nariz y asiento con la cabeza. Él me coge la mano y salimos de la estación. Miro nuestro agarre mientras caminamos y me parece mentira sentir el calor de su mano rodeando la mía.


Subimos a su coche, un BMW M6 negro descapotable que lleva puesta la cubierta. Conduce en silencio quemando el asfalto y de tanto en tanto me acaricia la mejilla. Llegamos enseguida; su casa no está lejos, queda en el bulevar des Belges, en Les Brotteaux. Estoy más calmada. Cuando entro, observo que su apartamento es realmente muy bonito y lujoso, pero ya es poco lo que me asombra; después de haber visto en internet el tamaño de la que fuera su empresa, me doy cuenta de que ha vivido rodeado de muchos lujos.


—Bonito apartamento.


—De las pocas cosas que me quedaron.


—Es muy masculino.


—¿Te lo parece?


—Sí.


—¿Quieres tomar algo?


—Agua.


El apartamento está decorado todo en blanco y negro, y las líneas son muy simples; todos los muebles son de estilo minimalista.


Me alcanza una botellita de agua y me la bebo casi de un tirón.


—Perdona, Pedro.


—Shhh, basta; estás aquí y estamos juntos.


Me coge de los hombros y me ayuda a quitarme el abrigo que llevo puesto.









martes, 6 de octubre de 2015

DIMELO: CAPITULO 32




Está asombrada; noto en su mirada la inconsistencia de su entendimiento, pero así lo ha querido ella.


—Monsieur Alfonso, lo estábamos esperando.


—Lamento la espera, señores.


En verdad no lo lamento, porque, antes de venir hacia aquí, me he quitado las ganas de moler a palos a Poget. Ya está, me siento increíblemente como un justiciero. Ha resultado muy fácil provocarlo para que me lanzara el primer golpe; el idiota creía que tenía alguna posibilidad de hacerme algo. 


Además, ha sido maravilloso espetárselo todo en la cara y hacerle saber que ha perdido.


Paula, atontada, pasa su mirada de mí a Darrieux; sé que no logra comprender. Intenté advertirla, intenté hablar con ella antes de esta reunión, pero no ha querido escucharme.


Se pone en pie, rodea la mesa y recorre con caminar presuroso la distancia que nos separa; se detiene muy erguida frente a mí. Está sumamente sexi en plan dueña del circo, y entonces, con una voz que no le tiembla, me indica:


—Vamos a mi despacho.


Tiro del pomo de la puerta y la abro, le hago una inclinación de cabeza mientras la dejo pasar y antes de salir informo a los presentes:


—Enseguida volvemos, señores. Pueden empezar a degustar esas exquisiteces mientras nos esperan.


Entramos en la oficina de Paula. La sigo muy de cerca, cierro la puerta y, cuando me doy la vuelta, está esperando en medio del despacho con los brazos cruzados.


—¿Se puede saber qué significa esto?


—He salvado tu empresa.


—¿Qué?


—He comprado la parte del idiota de Poget. Fue muy fácil hacer que vendiera.


—¿Y de dónde has sacado tú el dinero para hacerlo? No creo que hayas podido juntar mucho con tu sueldo de empleado, y tampoco con lo del contrato de la campaña publicitaria.


—Yo nunca dije que fuera empleado, eso lo asumiste tú.


Tengo las manos metidas en los bolsillos mientras le hablo. 


Permanezco erguido en actitud muy pedante; sé que eso la provoca, pero... ¿por qué siempre da las cosas por supuesto en lugar de escucharme?


—¿Vas a escucharme, me vas a dejar explicártelo? Lo he intentado durante semanas, pero tú eres tan necia y arrogante que siempre crees saberlo todo.


Nos miramos avasallándonos.


—No necesito ninguna explicación, todo está a la vista: eres un maldito buitre que se acercó a mí fingiendo necesitar un trabajo. Saliste a la caza de tu presa y no has parado hasta quedarte con la mitad de mi compañía. ¿Qué harás ahora? ¿De qué forma tienes planeado obligarme a venderte el resto? La desintegrarás y la harás desaparecer, ése es tu plan, ¿no? Eres un ave de rapiña, eres un ruin, Pedro... ¡Cómo pude equivocarme tanto contigo!


Me he hartado de sus palabras, me he cansado de que hable sin escuchar.


Me trago el orgullo, recorro la distancia que nos separa y hago lo que me muero por hacer y lo que sé que ella también desea, porque no ha dejado de mirarme la boca desde que comenzara a hablar. La cojo por la nuca y la beso. Se resiste, pero bajo mis manos y tomo las suyas para inmovilizarla. Tenso mi lengua y, tenaz, intento introducirla en su boca; la obligo a abrirla y hurgo en su interior con la mía... No estoy dispuesto a que me niegue este beso, le demostraré que puedo dejarla temblando cuando y donde quiera. Cede pero no del todo; la beso a rabiar, hasta que siento que se estremece y entonces relajo mi lengua y la beso con paciencia, para que sienta la caricia que pretendo darle con ella.


Me separo dejándola sin aliento, pero ella no reacciona como espero: hunde sus manos en mi pecho y me empuja para alejarme.


—¡Nunca más te atrevas a besarme! —me grita, y pasa por delante de mí. Está furiosa y no entra en razón. Me paso la mano por la barbilla. Yo también estoy cansado, y estallo en ira y salgo tras ella.


«Todo tiene un límite.»


La cojo del brazo; no la dejaré ir hasta que haya podido explicarme.


—Vas a escucharme quieras o no; lo harás porque estás actuando irracionalmente. ¿Quién te crees que eres para mirar a todo el mundo por encima del hombro?


La dirijo hacia el sofá y le hago un ademán para que se siente. Luego desabrocho mi chaqueta y me acomodo en frente. Siento mucha rabia, estoy realmente cabreado. 


¿Quería que sacase mi lado malo?, pues lo ha conseguido.


—Eurostar nació hace muchos años, era la empresa que dirigía mi padre y que mi madre y yo heredamos cuando él murió. La entidad operaba comprando paquetes accionariales de empresas en problemas por menos coste y luego se desmembraban para poder venderlas por partes y conseguir mejores beneficios económicos que vendiéndolas íntegras.


—Eso ya lo sé, no hace falta que me expliques cómo funciona tu empresa buitre.


—¡¿Te puedes callar?! —grito de tal modo que retumba en todo el despacho—. Lo cierto es que, cuando él murió, yo tenía mi propia compañía, así que no me interesaba la que había heredado. Además, no tenía tiempo para dirigirla, y mi madre carecía de la más mínima idea de cómo llevarla adelante. Así que la liquidamos dentro del marco legal, indemnizando a todos los trabajadores como correspondía, y reservamos lo que quedó para que mi madre pudiera seguir viviendo de forma holgada como siempre y sin bajar de estatus social, obviamente. »Por ese entonces, yo era uno de los dueños de Le Ciel Ingénierie, una compañía especializada en ingeniería aeronáutica; nos ocupábamos del diseño y el desarrollo de sistemas de aviación.
Durante muchos años trabajamos como subcontratados, hasta que llegaron los grandes contratos directos con Airbus, Boeing y Bombardier. Éramos tres socios: uno se especializaba en ingeniería y era quien realizaba los proyectos; otro socio se encargaba de las finanzas; y yo, de la parte comercial.


—¿Ésa es la compañía que me contaste que quebró? Entendí que trabajabas en ella, no que formaras parte del equipo directivo.


Asiento con la cabeza; no tengo necesidad de contárselo todo pero, no sé por qué, sigo haciéndolo:
—Yo era el encargado de investigar al cliente, era quien iba en su caza ajustando nuestra propuesta a sus condiciones y a su línea empresarial, puesto que la mayoría de estas organizaciones son poco abiertas a modificar sus protocolos. Pero increíblemente siempre tenía la suerte de dar con el contacto adecuado dentro de la compañía. Luego estaba Ricardo, que era el poseedor de los conocimientos de ingeniería. La empresa fabricaba GPS, acelerómetros, giroscopios, magnetómetros, sensores de temperaturas y otros instrumentos de aviónica; por último estaba mi otro socio, Pierre. —No puedo evitar nombrarlo con desdén—. Era el encargado de las finanzas de la empresa. Yo viajaba mucho, casi nunca estaba en el país, estaba siempre buscando nuevas oportunidades y consiguiendo nuevos contratos.
»Era tal la confianza que nos teníamos que ninguno irrumpía en el trabajo del otro. Todo marchaba estupendamente, pero... la tentación fue grande cuando la empresa se expandió, y el encargado de los números nos timó.


—¿Os estafó? Pero era una empresa muy grande, ¿cómo pudo?


—Incurrió en fraudes internos, fugas de capital, errores en materia fiscal... Maquillaba los resultados financieros de la empresa de manera que nada podía comprobarse; habíamos comenzado a pagar impuestos y regalías por operaciones que no existían. En la compañía había un consejo de administración, pero él lo pasaba por alto, no dejaba que se involucraran, precisamente para que no
salieran a la luz sus maniobras. Mi otro socio y yo pensábamos que la compañía iba sobre ruedas, él así nos lo hacía creer y confiábamos en Pierre, hasta que de pronto nos encontramos con una empresa que no era una empresa, sino un espejismo, y todo desapareció.
»Dejamos de poder cumplir con los compromisos de pago asumidos; eran deudas a corto plazo, y se suponía que todo estaba calculado, pero él ya había vaciado las arcas de la empresa y todo llegó a un punto en el que no había forma de sobrevivir, no había estrategia corporativa posible más que liquidar todas las deudas y empezar de cero nuevamente. Sólo había dos opciones: llegar a un arreglo con los acreedores a costa de perderlo todo, incluso mi patrimonio personal adquirido con mi trabajo, o ir a la cárcel.


—Y si lo perdiste todo, ¿con qué has comprado la parte de Saint Clair?


—Algo quedó, muy poco en comparación con el patrimonio que había conseguido amasar; por eso vine a París, en busca de un negocio rentable. En Lyon soy un fracasado al que todos conocen y en quien nadie confía.


—Pero no fue culpa tuya.


—Te lo dije una vez: todos son amigos de tu éxito, pero no de tus fracasos. En definitiva, decidí alejarme; mientras tanto, debía sobrevivir sin tocar lo poco que me había quedado, por eso era imprescindible encontrar un trabajo hasta que surgiera algo.


—Pero me engañaste.


—Yo no te engañé —le contesto con pesar—. Cuando encontré la solución, quise hablar contigo y no me lo permitiste. Cuando me enteré de lo que te estaba pasando, empecé a estudiar la rentabilidad de una inversión en Saint Clair, pero debía buscar la forma de que Poget me la vendiera...
No quería que te ilusionaras. Entonces se me ocurrió reflotar Eurostar; ahora se llama Eurostar Group, y Poget es tan necio que bastó con decirle que desmembraríamos la empresa para que mordiera el anzuelo nada más lanzar la carnada al agua. Fue muy fácil.


Pedro, perdóname.


—Me juzgaste injustamente y yo también tengo mi orgullo. Y aunque esto lo hice por ti, también lo he hecho por mí. Saint Clair es un negocio rentable y por eso he invertido en ella. Ahora vayamos a firmar el estatuto para liberar a esa gente. No deseo modificar nada; como has leído en las cláusulas, es una sociedad muy justa y sólo he hecho una inversión en la empresa, la cual pretendoque sigas manejando como hasta ahora.


—Perdóname, por favor.


Me pongo en pie.


—No digas más nada. Me habría encantado que hubieras confiado en mí, te dije que buscaríamos la forma y no me escuchaste. Si no hubieras sido tan altanera...


—Lo siento.


—Es un poco tarde, Paula. Me duele que haya sido necesario contarte todo esto para que me veas con otros ojos. No me hagas sentir más estúpido de lo que ya me siento. Quedémonos con los negocios; el resto fue un magro intento de algo que no funcionó.