miércoles, 7 de octubre de 2015

DIMELO: CAPITULO 34







No puedo creer que esté en mi casa, no puedo creer cuánto la he echado de menos.


Me abraza y la abrazo muy fuerte; entiendo su necesidad y por eso afianzo más mi agarre y me embebo de su perfume. 


Luego la beso lentamente en todo el rostro, hasta que me otorgo el placer de sus labios; me apropio de ellos con toda la necesidad que he acumulado estos días.


—Quiero hacerte el amor.


—Házmelo, no tienes que pedirme permiso.


La llevo a mi dormitorio porque voy a disfrutarla en la cama. 


La ayudo a desvestirse; me parece muy sensual hacerlo, pues hace más íntimo el encuentro y también menos carnal y, aunque la deseo con lujuria, son otras las cosas que ambiciono hacerle sentir. Sin más demora, la recuesto y, mientras la observo en mi cama, expuesta y aguardando por mí, me quito la ropa bajo su escrutadora mirada.


Me arrodillo en la cama y me tiendo a su lado; inicio una caricia interminable, recorriendo palmo a palmo cada centímetro de su cuerpo. Es hermosa, nunca tendré demasiado. La beso en la boca y luego desciendo por su cuello y muerdo su clavícula; esa zona me parece muy sensual en ella.


Pedro.


—¿Qué? —le pregunto mientras acaricio su abdomen y la siento temblar.


—Dime que me quieres.


Me sonrío; la entiendo perfectamente: yo también tuve esa necesidad de oírle decir que me quería. Y es extraño porque antes nunca había necesitado que una mujer me lo dijera..., pero con ella todo es inconmensurable, todas mis sensaciones son nuevas a su lado.


—Te quiero, Paula Chaves, te quiero como nunca imaginé que iba a querer a una persona.
Me has hipnotizado. Creo que me enamoraste, estoy completamente eclipsado, paralizado, muerto de amor. 


Le hago el amor durante largo rato; también dejo que ella me lo haga a mí, que me bese, que me saboree, que me dé placer y cariño... Yo también quiero sentirme cuidado por ella. Consumando el momento, llegamos a la liberación repentina de toda la tensión que acumulamos, pero se trata de algo más que placer. Es algo distinto, me siento diferente, y creo que ella también. Finalmente todo se vuelve muy intenso; exclamamos nuestros nombres mientras nos miramos a los ojos, nos mordemos mientras alcanzamos lo que el cuerpo del otro nos entrega. Exhaustos como cada vez que estamos juntos, nos acariciamos con las miradas y, sin poder apartar nuestras manos de la piel del otro, comenzamos a hablar. Nos debemos muchas explicaciones; también es preciso que nos sinceremos,
que mostremos nuestra vulnerabilidad y ese lado oscuro que uno sólo puede permitirse en la intimidad con la persona que ama.


Hablamos durante toda la noche. Me explica cómo consiguió la dirección de la casa de mis padres y no puedo creer que la doctora Jeanette sea su madre. Le cuento la historia de mi vida, me despojo de todos mis pesares ante ella, y entiendo que Paula ha llegado para que yo nunca más me sienta solo.


—Nunca he sabido quiénes son mis padres biológicos.


—¿Los has buscado?


—Sí, lo hice durante algún tiempo... Hay un momento en la vida en que uno quiere conocer sus raíces, pero nunca pude averiguar nada de ellos. Luego abandoné la búsqueda porque entendí que mis raíces son las del corazón de mis padres adoptivos; ellos me dieron todo lo que soy, me forjaron como hombre, me inculcaron valores, me dieron mucho amor, un apellido, una identidad. No necesito otros padres, sólo los que me dio el destino.


—Me has dicho que tu padre murió. ¿Y tu madre?


—Mi madre está internada en un centro especializado en enfermos con Alzheimer.


—Lo siento mucho, Pedro —Me acaricia y me besa.


—Yo también lo siento. Se encuentra en una etapa avanzada de la enfermedad, está muy perdida, ya no me reconoce. Cuando me adoptaron, los Alfonso eran personas bastante mayores; ayudaban a la fundación de tu madre y allí me conocieron. El hogar que preside Jeanette fue mi segundo hogar; antes había estado en otro, pero cuando empecé a crecer me trasladaron al de tu madre. Siempre
adoptaban a los otros niños y yo me quedaba; era bastante frustrante para mí pensar que nadie me quería. Tu madre me ayudó mucho a tener más confianza en mí mismo. Les habló a mis padres de mí, nos presentó y todos nos encariñamos. A ellos no les importó que yo ya tuviera diez años y me llevaron con ellos; me quisieron tal vez más de lo que se quiere a un hijo propio.


—Me gusta que hables con tanto cariño de ellos.


—Se lo debo todo, Paula.


—Me gustaría conocer a tu madre.


—Te llevaré a la residencia. Aunque estoy seguro de que no comprenderá nada, deseo que te conozca.


Ella también decide poner las cartas boca arriba y me habla de sus problemas de autoestima, de que tiende a cerrarse y a no dejar salir sus angustias, de que años atrás tuvo trastornos alimentarios...


Me explica cómo nació Saint Clair, lo mucho que la empresa la ayudó a sentirse una mujer segura y con confianza en sí misma. Me relata también cómo conoció a Estela, y que son como hermanas.


Finalmente nos quedamos dormidos y nos despertamos casi al mediodía.


Tras ducharnos, nos arreglamos y la llevo a almorzar. 


Después, le muestro un poco la ciudad: paseamos por la plaza des Terraux, donde está emplazado el Ayuntamiento; caminamos un rato por la zona... Visitamos la famosa fuente que lleva el nombre de la plaza, creación del mismo diseñador de la estatua de la Libertad, y al pasar junto a una niña que lleva una canasta de flores, le compro un ramo de amapolas rojas para Paula.


—Mademoiselle, es usted muy afortunada —expresa la niña.


—¿Por qué? —pregunto.


—Porque, de todas las flores que vendo, monsieur ha elegido ésas.


La miramos sin entender y, al ver que no sabemos de qué está hablando, nos explica:
—Esta flor representa el reposo, la tranquilidad y el consuelo; su amor será eterno.


Paula me coge de la cara y me besa con delicadeza los labios, inmediatamente mira a la niña con insistencia y se acuclilla frente a ella, tomándola de las manitos.


—¿Cómo te llamas?


—Angèle.


Se queda mirándola con fascinación y le acaricia la mejilla, la niña le hace honor a su nombre, tiene la cara de un ángel. 


Luego Paula busca insistente en su bolso hasta que saca una cadenita con un colgante de ángel con alas amarillas y se lo coloca a la niña en el cuello.


—Llévalo siempre contigo, Angèle, te protegerá de todo lo que te rodea.


—Así lo haré, mademoiselle, siempre lo llevaré conmigo, muchas gracias.


—¿Me das un beso?


La niña le rodea el cuello y la besa en el carrillo, Paula acaricia su espalda.


—Cuídate.


—Lo haré, pero ahora su ángel me protegerá —dice mientras toma con su mano la cadenita—. Usted también es muy afortunado, tiene un ángel de la guarda propio. Adiós —añade y coge su canasta y se va caminando en dirección contraria a nosotros.


Seguimos paseando; recorremos la orilla del río Ródano pero, como se está haciendo tarde, le prometo que otro día volveremos con más tiempo. A última hora y antes de regresar a París, visitamos a mi madre, que increíblemente la confunde con la doctora Jeanette Guillard, la madre de Paula.


Estamos viajando de vuelta a la capital y ella duerme recostada en mi hombro; la he mirado embobado durante todo el trayecto; estamos entrando en la ciudad de París.


Me alegro de no haberme equivocado: en esta ciudad no sólo he encontrado una nueva oportunidad de resurgir en los negocios, también he hallado el amor.










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