miércoles, 7 de octubre de 2015

DIMELO: CAPITULO 33




Estamos en la sala de juntas. No puedo creer lo injusta que he sido, no puedo creer que lo haya arruinado todo. Pedro está firmando muy concentrado, y yo sólo quiero que levante la cabeza y me mire, que pose sus ojos en mí y me haga sentir deseada.


—Listo, todo está firmado. Lo siento, señores, pero tengo otros compromisos, debo irme.


«No, Pedro, no te vayas.»


—Cuando quieras podemos revisar los estados financieros y empaparte de los proyectos.


—Envía a mi apoderado los informes, él me los hará llegar.


«Uf, cómo me ha dolido ese rechazo, y delante de todos. ¡Te lo mereces, Paula! ¿Qué esperabas después de cómo lo has tratado?»


Quiero salir tras él pero, no sé por qué, no lo hago. 


Abandona la sala y se me encoje el corazón al ver cómo se va.


La reunión ha terminado. En los pasillos de Saint Clair no se habla de otra cosa; el chisme, como siempre, corre rapidísimo.


Estela, que se había cogido la mañana libre para unos trámites personales, entra en mi despacho sin llamar siquiera.


—¿Es cierto lo que acabo de oír?


—Si te refieres a Pedro, sí, es cierto.


—No es posible.


—Sí lo es, y lo he perdido. Pasé de ser un buen polvo a uno extraordinario; luego me convertí en su posibilidad de algo más, y ahora sólo soy una inversión.


Estela me mira confundida. Sé que lo he mezclado todo, pero así funciona mi cabeza en este momento. Nos sentamos en la sala de estar y se lo cuento todo. También su rechazo.


—¿Y qué querías? Cuando lo has visto, tendrías que haberte tirado a sus brazos y estarle sumamente agradecida; en cambio, has seguido acusándolo absurdamente y comparándolo con la lacra de Poget. He intentado decírtelo todos estos días, pero estabas empecinada en no atender. Insistí en que habías actuado de forma apresurada. Me pediste que no me metiera, ¿lo recuerdas? Y fue lo que hice. Ahora date cabezazos contra la pared: realmente te lo mereces.


—Pareces mi enemiga.


—No. Mejor considérame la voz de tu conciencia. Te repetiré esto hasta hartarte: jódete, jódete, jódete... Me alegro de que te haya plantado.


Estela se va dejándome sola, con mi conciencia magullada y mi alma estrujada.


Tras unos instantes, pulso el interfono.


—Juliette, cancela toda mi agenda de esta tarde. Me voy.


Conduzco hasta mi casa. Cuando estoy a punto de entrar, me arrepiento; saco mi teléfono y marco el número de Estela.


—¿Qué quieres?


—Consígueme la dirección de Pedro, no quiero pedirla yo en Recursos Humanos.


—Ni lo sueñes, no soy tu secretaria. Además, va siendo hora de que te bajes del pedestal y tú también hagas algo. ¿O te parece que él ha hecho poco?


Estela me cuelga el teléfono y me quedo patitiesa. No sé si he escuchado bien... ¿No me ayudará? Aunque... en el fondo, sé que tiene razón.


Me trago el orgullo y llamo yo misma a Recursos Humanos para solicitar su dirección.


Conduzco hasta la calle de Charenton, en Bastille, busco dónde estacionar y luego bajo de mi automóvil. Camino decidida hasta el edificio del apartamento de Pedro y llamo a su puerta. Tengo que reconquistarlo. Espero unos minutos pero nadie contesta; vuelvo a llamar y nada. Me paso la mano por la frente... No sé qué hacer. Me siento en el escalón de la entrada a esperarlo. Pruebo a llamarlo por teléfono, pero no me coge el móvil; la llamada va directa al contestador. Sigo esperando a ver si aparece.


—Buenas tardes.


Una señora muy puesta se me acerca.


—Soy la casera del lugar, ¿busca a alguien?


—Gracias, estoy esperando a un amigo.


—¿A monsieur Alfonso?


—Sí.


—Me temo que se ha ido. Canceló su alquiler y se marchó.


—¿Que se ha ido? ¿Adónde?


La mujer se encoje de hombros, no sabe la respuesta.


Camino desanimada de vuelta al coche. No sé adónde ir a buscarlo. Intento contactar con él de nuevo, incluso le envío un mensaje y le digo dónde estoy... pero no me contesta.


Regreso a mi casa, me tiro en la cama y, no sé en qué momento, me arranco a llorar. Me repudio en silencio por haberlo estropeado todo, lloro desconsoladamente y no puedo parar. Lloro hasta que un sopor me vence, me siento agotada. Despierto en mi habitación; estoy bastante confundida, porque no sé cuánto he dormido. Lo primero que hago es mirar el móvil para ver si Pedro me ha devuelto las
llamadas o me ha respondido al mensaje que le envié, pero nada, el maldito aparato parece estar muerto.


Vuelvo a llamarlo, pero sigue sin coger el teléfono.


Llamo a André y, compadeciéndose de mí, me dice que ha regresado a Lyon.


—¿Tienes la dirección?


—Lo siento, no la tengo.


Miro la hora, son las diez de la noche; no es tan tarde y, si es tarde, lo siento. Busco el número del asesor legal de Pedro.


—Buenas noches, monsieur Darrieux, soy Paula Chaves. Disculpe por molestarlo a estas horas.


— Buenas noches, mademoiselle, no se preocupe. ¿En qué puedo ayudarla?


Me armo de valor y le pido la dirección, pero el hombre me dice que no puede facilitármela porque no tiene autorización de Pedro. Supuse que me contestaría eso; de todas formas, lo he intentado.


Cuelgo la llamada y se me ocurre buscar en Google la empresa de aeronáutica que era de Pedro.


Hago memoria, hoy por la mañana la ha nombrado. De pronto el nombre viene a mi mente: Le Ciel Ingénierie. Lo tecleo en el buscador. Estaba ubicada en el centro financiero de Lyon, así que es de suponer que su casa no debe de estar lejos. Preparo un equipaje ligero y luego llamo a un taxi para que me lleve hasta una de las estaciones de tren; allí compro un billete para Lyon. Miro el reloj; falta más de una hora para que salga. Me siento en una cafetería de la estación y, para matar el tiempo, entro en internet a ver qué encuentro de Pedro. Si su empresa era tan grande, debe de haber bastante información en la Red; doy con muchas fotografías.


—¿Qué hace Pedro con mi madre?


Abro la nota y comienzo a leer. Descubro que es un gran benefactor de la fundación de mamá.


Miro la hora; es muy tarde para llamarla y preguntarle... 


«Bah, al diablo, la llamo.»


—¿Qué sucede, cariño?


—Nada, no te alarmes.


—¿Estás bien?


—Sí, mami, estoy bien. Escúchame: sé que no lees las revistas, pero tengo una duda... Voy a enviarte una fotografía del nuevo modelo de la campaña de Saint Clair; creo que lo conoces porque he encontrado una fotografía tuya con él.


—¿Y para eso me llamas a estas horas y me pones el corazón en la boca? Ay, Paula, hija, modera tu ansiedad; podrías habérmela mandado y mañana te hubiese contestado.


—Por favor, mamá.


—Está bien, ya me has despertado, envíamela.


Mi teléfono suena, es mi madre.


—¿Qué hace Pedro Alfonso posando casi desnudo contigo?


—Entonces, ¿lo conoces?


—Por supuesto. Pedro estuvo en mi orfanato; yo intervine en su adopción, lo adoptaron de mayor. Es un hombre extraordinario.


Me tapo la boca. Probablemente mi chico Sensualité ha tenido una infancia tristísima; se me caen las lágrimas.


—Mamá, necesito su dirección en Lyon.


—¿Estás llorando? Paula, ¿estás bien?


—No, mamá, no estoy bien. Necesito encontrar a Pedro: lo dejé ir, lo perdí.


—Hija, ¿te puedes tranquilizar? No te entiendo.


Cojo aire y brevemente se lo explico todo a mi madre.


—¡Paula, Dios mío! Por todo lo que has estado pasando y yo sin enterarme.


—La dirección de Pedro, necesito la dirección de Pedro, mamá, sólo eso.


—Tranquilízate, ma chérie, déjame buscar a ver si la tengo. En un rato te llamo.


Ya he subido al tren. Mi madre aún no me ha llamado y estoy muy ansiosa. No puedo dejar de pensar en la vida que habrá tenido Pedro. De pronto el sonido de mi teléfono me sobresalta.


—¿La has conseguido?


—La de la casa de sus padres adoptivos.


—Envíamela por mensaje, por favor, mamá.


—¿Cómo piensas ir hasta allí?


—Puedes estar tranquila, no conduciré; estoy en el tren, que es más rápido que ir por carretera.


—Mon Dieu, Paula, ¡a estas horas de la madrugada viajando sola!


—Estaré bien, mamá; te llamaré cuando llegue, gracias.


—Cuídate, hija, por favor.


Una vez en Lyon, cojo un taxi hasta la dirección que me ha pasado mi madre. Llego a una casa muy lujosa que está en el límite del tercer distrito de Lyon, y veo que tiene un cartel que dice que la propiedad está en venta.


—¿Puede esperarme, por favor? —le solicito al taxista cuando bajo, y el conductor accede. Toco varias veces el timbre, pero nadie sale; es más que obvio que aquí no vive nadie.


Regreso al taxi, no sé hacia dónde ir. Le pido al chófer que regrese a la estación de trenes.


Cuando llegamos, pago la carrera y me bajo. He llorado durante todo el trayecto.


—Señorita, no es muy seguro que se quede aquí.


—Estaré bien, gracias.


Camino hacia el interior de la estación. No puedo parar de llorar, me siento inconsolable; no sé cómo encontrar a Pedro y estoy desesperada.


Comienzo a llamarlo incesantemente, alterno mis llamadas con mensajes; en el último, le indico dónde estoy.


Paula: «Pedro, he venido a buscarte. Fui a la casa de tus padres, pero obviamente no había nadie. No sé adónde ir, estoy sola en la estación de trenes. Dime tu dirección, por favor, y cogeré un taxi. Necesito verte.»


Suena mi teléfono; me tiembla la mano: es él.


—¿Estás loca? ¿Por qué te expones así?



—Necesito verte, te busqué en tu apartamento de Bastille y te habías ido —le explico entre hipos y sollozos—. Luego conseguí la dirección de la casa de tus padres. Es preciso que hablemos, necesito explicarte... Sé que no tiene justificación mi proceder de estos días, que me he comportado como una caprichosa y una inmadura... No quería seguir sufriendo, prefería quedarme con el recuerdo de lo que habíamos vivido; no quería que me hirieras y me armé de una coraza estúpida para protegerme.


—No te muevas de donde estás, salgo ahora mismo a buscarte.


Miro insistentemente hacia la entrada. Cuando lo veo entrar todo despeinado como siempre, me sonrío en medio del llanto; está tan sexi... Comienzo a correr hacia él, y él camina más rápido cuando me ve. Me echo en sus brazos sin pensarlo y Pedro me recibe. No puedo parar de llorar, parezco boba, creo que estoy llorando por todos los años que no lo he hecho.


Coge mi rostro entre sus manos y me obliga a mirarlo.


—Dime que me quieres


Su voz es apremiante. No me lo pide: me lo ordena.


—Te quiero, claro que te quiero, te adoro. No he podido dejar de pensar en ti ni un solo instante.


—Otra vez...


—¿Qué?


—Dime que me quieres.


—Te quiero, ¡te amo, Pedro!


Nos besamos desesperadamente; nuestras salivas se mezclan con el sabor salobre de mis lágrimas, pero nada importa. Abandona por unos instantes mi boca y me habla.


—No llores más. Vámonos a casa.


Sorbo por la nariz y asiento con la cabeza. Él me coge la mano y salimos de la estación. Miro nuestro agarre mientras caminamos y me parece mentira sentir el calor de su mano rodeando la mía.


Subimos a su coche, un BMW M6 negro descapotable que lleva puesta la cubierta. Conduce en silencio quemando el asfalto y de tanto en tanto me acaricia la mejilla. Llegamos enseguida; su casa no está lejos, queda en el bulevar des Belges, en Les Brotteaux. Estoy más calmada. Cuando entro, observo que su apartamento es realmente muy bonito y lujoso, pero ya es poco lo que me asombra; después de haber visto en internet el tamaño de la que fuera su empresa, me doy cuenta de que ha vivido rodeado de muchos lujos.


—Bonito apartamento.


—De las pocas cosas que me quedaron.


—Es muy masculino.


—¿Te lo parece?


—Sí.


—¿Quieres tomar algo?


—Agua.


El apartamento está decorado todo en blanco y negro, y las líneas son muy simples; todos los muebles son de estilo minimalista.


Me alcanza una botellita de agua y me la bebo casi de un tirón.


—Perdona, Pedro.


—Shhh, basta; estás aquí y estamos juntos.


Me coge de los hombros y me ayuda a quitarme el abrigo que llevo puesto.









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