sábado, 3 de octubre de 2015

DIMELO: CAPITULO 21





He pasado el domingo con un humor endiablado y, aunque quiero disimular, sé perfectamente el motivo. Tan sólo estoy engañándome a mí misma.


Alfonso y el plantón del sábado me dejaron desequilibrada. 


De no haber sido por Antoniette, que no me lo permitió, me hubiese pasado el día en la empresa.


Me doy ánimos y me preparo para salir de casa. A diferencia de la mayoría, yo no odio los lunes; al contrario, los prefiero: con ellos comienza mi semana laboral y el trabajo en la empresa sin duda me ayuda a encontrar la tranquilidad.


Sigo mis rutinas matutinas como de costumbre, pero hoy es realmente temprano, así que no espero hallar a Juliette en su mesa; a veces llega un poco antes, ya que conoce mis hábitos, pero hoy he llegado a una hora absolutamente intempestiva. Hasta Benoît se asombra al verme entrar.


Paso la tarjeta electrónica y entro en Saint Clair. Me quedo de pie en medio de mi empresa y me siento orgullosa de cómo ha crecido, del sitio que ocupa y de las posibilidades de expansión que tiene, que parecen no acabarse. Calculo que muy pronto tendremos que alquilar otro piso en la Tour GAN, ya que el lugar se nos está quedando pequeño. Se abre el ascensor y me topo con el personal de limpieza, que viene a asear el sitio antes de que comiencen a llegar los empleados. Me quedo parada abstraída por el pensamiento de la ampliación del local, hasta que me doy cuenta de que será mejor que me mueva porque estoy entorpeciendo el trabajo de esta gente; así que, después de saludar con un gesto, me dirijo al ala donde se halla mi oficina, paso mi tarjeta magnética para acceder a esa zona y entro en la gran recepción que conforma la antesala de mi centro de operaciones.


Me acomodo tras mi escritorio y me dispongo a preparar la reunión de hoy. Con la poca concentración que pude reunir el domingo, consideré que era necesario promover una serie de acciones de feedback con los clientes. Necesitamos demostrar lo elitista de nuestro trato con ellos, así que creo que sería bueno idear una campaña, de vídeo o fotográfica, en la que se muestre a nuestros consumidores satisfechos con el trato de todo nuestro personal. Sin demora, me dedico a elaborar el meeting con lo que quiero resaltar de la calidad de las relaciones profesional-cliente.


Quiero que quede bien claro que es primordial para Saint Clair mantener una retroalimentación constructiva, tanto de estrategia como de ejecución, para poder continuar creciendo en calidad.


Miro la hora y ni siquiera intento llamar a Juliette; no creo posible que ya esté en la empresa, así que me levanto a buscar un café. Al abrir la puerta, para mi sorpresa, me encuentro con ella, que acaba de llegar. Mi secretaria es muy eficiente y sabe que hoy nuestra agenda es muy apretada; supongo que por eso ha llegado casi una hora antes.


—Buenos días,Paula, ¿necesitas algo?


—Buenos días, Juliette, salía a buscar un café.


—No te preocupes, yo te lo traigo.


—Muchas gracias.


Vuelvo a introducirme en la oficina y reanudo mis tareas.


Han pasado casi dos horas y el murmullo de mis empleados ya es notorio; aun cuando tengo puesta la música y estando mi oficina aislada de los ruidos, se oye. Quizá se deba a que he llegado tan temprano, a una hora en que todo estaba sumergido en un profundo silencio, que ahora me resulta muy evidente la diferencia.


Ya le he entregado las pautas que se tratarán en la reunión a Juliette y le he solicitado que haga copias y que las distribuya en la sala de conferencias en cada puesto. Me tomo un descanso y apoyo la espalda en el sillón de directora. Al instante me maldigo por pensar en Alfonso.


«¡Maldición!»


No puedo dejar de blasfemar, ya que hasta ese momento el trabajo había acallado mis pensamientos, pero ahora que he hecho un alto en mis actividades, inmediatamente han regresado a mí.


«Parezco idiota, no es posible que, habiéndome dejado plantada, siga recordándolo.»


De improviso la puerta se abre con ímpetu, y Marcos entra precipitadamente y da un portazo cuando la cierra. Me levanto como un resorte, porque lo veo crispado y eso hace que me ponga en guardia.


—¿No sabes anunciarte?


—No me jodas,Pau.


Lanza un sobre de color amarillo hacia mi escritorio, y me dedica una mirada censuradora.


—¿Qué quieres?


—Saber si seguirás negándomelo todo en mi propia cara.


—No sé de qué hablas. Deja de gritar y de comportarte como un loco, que estamos en la empresa.


—Deja de verme la cara de tonto, entonces.


Entiendo que desea que eche un vistazo a lo que hay en el sobre, así que lo cojo entre mis manos y reviso el contenido. 


Son fotografías en las que salimos Pedro y yo; estamos en el restaurante japonés, en el cabaret besándonos, también bailando y dándonos de comer en la boca, y luego en la
calle me tiene arrinconada contra el coche y me está besando de una forma que hace que, sólo con recordarlo, mi sexo se humedezca.


Adopto una actitud altiva y desafiante.


—Me has hecho seguir, pero ¿con qué derecho?


—¿Con qué derecho? ¿Y aún te atreves a preguntármelo? Con el derecho de haber sido tu pareja durante dos años; de haberte montado tu empresita para que jugases a ser la directora general; de haberte hecho conocer los mejores lugares de París, Londres, Nueva York y Roma; con el derecho de haberte hecho vivir una vida de reina. ¿Sabes qué creo?, que me has visto cara de estúpido. Pero no
vas a burlarte más de mí, y mucho menos a ponerme en boca de todos. Te aseguro que vas a arrepentirte, Paula.


—Deja de amenazarme. Terminaste conmigo hace casi dos semanas, ¿lo recuerdas? Hago con mi vida personal lo que me apetece; mientras he estado contigo, siempre te he sido fiel. Y además, déjame sacarte de un gran error, porque parece que no tienes memoria: la empresa no la has montado tú. Te recuerdo que tenemos una sociedad, porque yo me negué a aceptar tu dinero cuando quisiste ponerlo en mi cuenta, y por eso te hice participar en el negocio que he levantado con mi trabajo y con mi talento, y también con mis ahorros, porque no has sido el único que ha hecho una inversión. No me regalaste ni me regalas nada de nada; recibes tu remuneración mensual de los beneficios de la empresa, de la que jamás te preocupaste, porque siempre te empeñaste en dejar claro que no te interesaba.
»Es cierto que, de no haber sido por tu aportación económica, quizá Saint Clair no hubiera crecido tan pronto, pero igualmente hubiera conseguido un gran desarrollo, porque eso lo he logrado con mi trabajo diario, no con tu holgazanería. Eres un estúpido, Marcos. Ya me he hartado de ti.


—Yo también estoy harto de ti, de esta maldita sociedad que ha sido la razón de nuestra separación.


—Nooo, nada de eso. Saint Clair no nos ha separado; lo que nos ha separado ha sido tu descuido, tu pereza, tu falta de compromiso con mis asuntos, tu falta de consideración conmigo. Tú crees que en la vida todo se arregla con viajes y cosas materiales, y no es así. Estoy cansada de que sólo importen tus prioridades. Cuando no es el fútbol, es el polo o, si no, el esquí o el snowboard o la fiesta o el evento al que no se puede faltar. Y todo solventado por el apellido que forjó tu papaíto, porque sin pelos en la lengua tengo que decirte que pienso que eres un parásito, que vives como un esnob, quejándote de todo y de todos. En todos estos años, ¿cuándo te has interesado verdaderamente por mí, si no era porque querías darte ínfulas demostrando que salías con la modelo más cotizada de Europa y, además, la propietaria de Saint Clair? ¡Ah, por supuesto...! En esas ocasiones la empresa te era útil, ¿no?


—Me cago en esta empresa, y no me hagas reír llamándola empresa; esto sólo es una casa de moda, deja de soñar.


—¡Infeliz! Eres un infeliz, Marcos. ¿Cómo he podido perder mi tiempo con un hombre vacío de sentimientos? Tú sólo te quieres a ti mismo. Eres un inmaduro.


La puerta se abre y entra Estela; tras ella vislumbro la cara de circunstancias de Juliette, que permanece en su sitio; presumo ha oído toda la pelea.


—¿Qué pasa? ¡Dejad de chillar, por Dios! Los gritos se oyen en todos los pasillos de Saint Clair, todo el mundo se ha enterado ya de vuestros problemas.


Marcos la ignora y continúa con la vista fija en mí.


—Te vas a arrepentir, Paula, vas a lamentar haberme puesto en ridículo.


Sale de mi despacho dando un portazo y casi llevándose por delante a Estela.


—¡Este tipo está loco! ¿Qué le sucede?


Suelto un suspiro; estoy apoyada con los puños cerrados sobre el escritorio y dejo caer la cabeza. Me siento agotada. 


Tengo los ojos cerrados y, cuando los abro, me encuentro con el escandaloso beso que Pedro me dio el viernes por la noche. No quiero seguir viéndonos, así que cojo las fotos, que están esparcidas en forma de abanico sobre mi mesa, las junto y les doy la vuelta. Pero sé que Estela no se quedará con las ganas de saber. Efectivamente, mi amiga camina hasta donde estoy, las coge y empieza a mirarlas.


Silba.


—¡Madre de Dios! Me he quedado sin aliento sólo con veros en las fotografías.


—Basta, no bromees.


—No, si no bromeo... Te tiene contra el coche, apoyando en ti su aparato sexual y metiéndote la lengua hasta la garganta.


—Otro idiota más.




Suena mi interfono y contesto a la llamada de Juliette.


—Dime, Jul.


—Disculpe que la moleste, mademoiselle Chaves, pero monsieur Alfonso está aquí y desea verla.
Acabo de indicarle que debo revisar su agenda para ver si puede atenderlo, ya que no tiene cita.


Pongo los ojos en blanco; si algo me faltaba es Pedro en la oficina. Imagino que por eso Juliette me está hablando de usted.


—¿Por qué no habrá llegado cinco minutos antes? Así le habría dado su merecido al idiota de Marcos —murmura mi amiga.


—¿Qué dices, Estela? Como si me hiciera falta más escándalo del que ya se ha organizado.


Me dispongo a contestar a mi secretaria.


—Lo siento, Juliette, dile al señor Alfonso que estoy muy ocupada y que no puedo atenderlo. Que pida cita, por favor.


Estela me gesticula por lo bajo cuestionando mi respuesta. 


Cuando cuelgo, hace efectiva su apreciación.


—¿Te has vuelto loca? ¿Que pida cita? ¿Por qué no le atiendes?


—Porque de ahora en adelante las relaciones con Alfonso serán netamente laborales.


—En la foto no lo parece —me dice Estela, mientras deja la fotografía del coche nuevamente sobre el escritorio.


—He dicho «de ahora en adelante», escúchame cuando hablo —le contesto y volteo la foto, demostrándole que no bromeo.



*****


—La he oído; no se preocupe, Juliette, pediré cita tal como ha sugerido la señorita Chaves.


La interrumpo antes de que hable y, cuando estoy a punto de irme, veo a Poget que sale de una oficina. Él también me ve y se queda mirándome; luego cambia de rumbo y se mete en la oficina de Paula, así que creo entender claramente el porqué del rechazo de la directora de Saint Clair. Al principio he pensado que está cabreada por el plantón del sábado, pero ahora tengo ante mis ojos la verdadera razón.


—¿Le doy una cita, señor Alfonso?


Cuando estoy a punto de decirle a la asistente que no es necesario, comienzan a oírse gritos dentro del despacho de Paula; la secretaria me mira y abre los ojos elevando las cejas con asombro. Oigo nítidamente a Paula pedirle que se vaya, pero él grita más fuerte y descubro que, además, la insulta. Sin poder contenerme y haciendo caso omiso al hecho de que ella no quiere recibirme, irrumpo en el despacho.


Al idiota no le permito ni reaccionar: le doy la vuelta, lo cojo por las solapas de su chaqueta y lo empujo hacia la salida.


—¿Eres sordo? La señorita Chaves te ha pedido que te vayas.


Todo pasa muy rápido: me lanza un puñetazo y yo le propino otro que lo deja desparramado en el suelo.


—¿Quién te ha pedido que te metas, Pedro? —oigo que me grita Paula y no sé si en verdad la estoy entendiendo bien o lo que dice es producto de mi imaginación.


La miro con asombro: tan sólo la he defendido, he hecho lo que cualquier hombre haría. Estela permanece muda, me mira, nos mira y luego veo que mira hacia la puerta, por donde se ha ido el desgraciado de Poget.


—He creído que necesitabas ayuda. Lo siento, oí cómo te insultaba.


—Sé defenderme sola perfectamente, no te he pedido nada.


El idiota de Poget vuelve a entrar con el labio partido y acompañado del personal de seguridad de la empresa. Me mira, altanero y escudado por los dos vigilantes, y les indica que me saquen del lugar. Miro a Paula, pero ella no se mete. 


Uno de los guardias me quiere coger por el brazo para sacarme de allí, pero por supuesto no voy a permitir que me toque.


—No es preciso, conozco la salida.


Me expreso muy dignamente y me dispongo a irme.


—Adiós, Pedro.


Estela me saluda tímidamente y hace un gesto con la boca indicándome que lo siente. Le hago una inclinación de cabeza a modo de reconocimiento y me dispongo a abandonar el lugar; sin embargo, en mi salida me llevo por delante a propósito al idiota.


—Cobarde, esto no termina aquí —le dejo bien claro mientras le hablo entre dientes antes de marcharme.


Salgo blasfemando del edificio, tomo la calle y voy a buscar mi coche. Estoy furioso conmigo mismo... y con ella, por supuesto.


—¡Maldita mujer del demonio! ¿Acaso me chupó el cerebro? Pero... ¿por qué mierda he tenido que meterme?


Sin duda hay hechos trascendentales en la vida de cada uno, hechos que nos marcan, algunos para bien y otros para mal. Y presumo que haber conocido a Paula Chaves es de esos hechos que preferiría que nunca hubiesen ocurrido. 


Lamentablemente ella forma parte de los que uno no elige pero ocurren, esos que acontecen sin proponérselo y nos dejan huella para siempre. Vine a París con una meta, pero siento que cada día me alejo más de lo que persigo.


«Sólo tengo que encauzar mi vida, y sacarla de mi cabeza. Maldito contrato, que me tiene ligado a ella.» Maldigo la hora en que lo firmé; maldigo haberle hecho caso a André y haberme presentado a ese estúpido casting.


Conduzco por las calles de París y, aunque lo intento, no consigo dejar de pensar en ella.


Parezco un necio. Estaba hermosa con esa falda de tubo negra y esa camisa blanca; aunque vestía de forma clásica, en ella nada se ve común.


Definitivamente, creo que esta mujer ha dañado mi amor propio; sólo así logro explicar que me esté sintiendo como me siento a pesar de la forma en la que ella ha dejado que me echaran. ¿Dónde está mi orgullo?


«Basta, Pedro Alfonso, debes quitártela de la cabeza y de tu entrepierna.»









DIMELO: CAPITULO 20




Estoy de regreso en París. Ha sido un fin de semana maratoniano; me siento agotado, desesperanzado y con un humor de perros. En Lyon las cosas no están bien, pero lo he dejado todo lo más ordenado posible para regresar y alejarme de los problemas, que no acaban; por el contrario, parecen multiplicarse. Finalmente tuve que viajar, aunque no deseaba hacerlo.


Estoy bajo la ducha a la espera de que el agua caliente aplaque el agarrotamiento de mis músculos, pero los sucesos del viaje me tienen en vilo y me cuesta conseguirlo.


Repaso mi fin de semana. Cuando bajé del tren en la estación Lyon-Part-Dieu, comenzó el caos...


Es de madrugada. Me muero de sed, así que me acerco a la máquina expendedora de bebidas, pero la muy desgraciada se traga el dinero y no me da la botella. Dejo mi equipaje de mano en el suelo intentando armarme de paciencia para ver por qué demonios la máquina se ha trabado; descubro que le metieron un objeto para que eso ocurra, así que no podré sacar mi bebida. Resignado, le pego un golpe con la palma de la mano. Lisa y llanamente soy un idiota. Cuando me dispongo a recoger mi mochila..., ¡oh, sorpresa!, ha desaparecido. Miro rápidamente a mi alrededor y veo a un joven que corre hacia la salida; lo persigo por instinto, pero él cuenta con ventaja, así que finalmente termina escabulléndose.


Sin aire, intento serenarme y comienzo a pensar qué hacer. 


Recuerdo que sólo llevaba mis objetos de aseo, así que no vale la pena poner la denuncia, no deseo retrasarme más. 


Me toco los bolsillos para constatar que llevo mi documentación encima al igual que el dinero. Como en definitiva no se ha llevado nada importante, decido irme.


Cojo un taxi y llego a mi apartamento en el barrio de Les Brotteaux, en Lyon. Está a punto de amanecer y estoy muy cansado, necesito dormir al menos algunas horas. Anoche, en París, al regresar a mi apartamento del barrio de Bastille tras dejar a Dominique en su casa, me encontré con esta emergencia que hizo que tuviese que salir de inmediato para acá.


El apartamento, en el quinto piso del bulevar des Belges, está frío a pesar de que la temperatura fuera es muy agradable. Se nota que está deshabitado, pero no me detengo a pensar mucho en ello, no quiero recrearme en mi esplendor malogrado. Voy hasta mi habitación, descubro la cama, que está tapada por una sábana blanca, y me tiro en ella. Estoy por dormirme, pero antes de que eso ocurra
decido ponerme la alarma porque tengo una reunión con los abogados y los acreedores a las diez y podría no despertarme a tiempo. En ese momento es cuando me doy cuenta de que el ratero se ha llevado mi móvil, ya que antes de bajar del tren lo había metido en el bolsillo de la mochila.


¡Maldita suerte! Automáticamente entiendo que no tengo forma de avisar a Paula ni a André de que no podré acudir a la fiesta de cumpleaños de esta noche.


—Basta, necesito descansar, mañana debo tener la mente despejada.


Duermo sobresaltado por miedo a que se me haga tarde, pero eso no sucede y a la hora pactada llego a la reunión, en la que no me va del todo bien pero tampoco del todo mal. 


Como no quiero ser pesimista, decido no considerarla tan negativa. Hemos llegado a un arreglo y eso es bueno, aunque no me favorezca.


Tras salir de la reunión, decido ir al Brasserie Le Splendid, un restaurante situado frente a la antigua estación de ferrocarril de Lyon, que está a tan sólo dos paradas de autobús de donde me encuentro, en el centro financiero de la Part-Dieu. Entro en el lugar decidido a comer los famosos escargots à la bourguignonne, me acomodo, pido una copa de vino blanco y, cuando me traen el platillo, sabe exquisito, tal cual lo recordaba. Lo disfruto mientras intento dejar atrás la reunión de la mañana.


Cuando termino de almorzar, regreso caminando a casa; está a unas pocas manzanas de aquí y considero que el aire me despejará la cabeza. Por la tarde, tras ver un poco de televisión y pegarme una ducha, me ocupo de salir a comprar un nuevo móvil y gestiono el mismo número que tenía, pero la línea aún no está habilitada. Completada esa tarea, voy hasta una inmobiliaria para contactar con un agente de bienes raíces y poner en venta la casa de mi madre. Me duele mucho tener que hacerlo, pero no me queda otra opción y ella ya no la volverá a habitar, tengo que asumirlo.


El domingo visito a mi madre en la clínica. Cada día está peor; me duele que ya ni me reconozca, creo que está entrando en un estadio grave del Alzheimer; su cuidadora así me lo advierte... Al parecer, los fármacos ya no retrasan más el avance de su patología. Eso me hunde más el ánimo; ella siempre ha sido una persona sumamente presumida y activa, y verla así, repitiendo frases inconexas una y otra vez y sin reconocerse a ella misma frente al espejo, me desgarra el alma.


Le pido perdón por poner su casa en venta; me mira, me oye, pero no procesa lo que le digo, no me comprende. 


Estoy un rato más con ella. La peino, e incluso le pinto las uñas de las manos, porque a ella le gustaba llevarlas arregladas. Me siento extraño haciendo esto, pero no sé de qué forma compartir vivencias con ella, ya que es imposible que mantengamos una conversación coherente.


Luego la beso y parece molestarle. La abrazo con fuerza y parece más fastidiada, así que, ya que no voy a recibir de su parte el abrazo que necesito, decido no torturarla más y también dejo de torturarme a mí mismo: me despido y me voy. Me duele dejarla aquí, pero sé que está bien atendida; necesita una atención permanente y en la clínica se la brindan.


Es lunes por la mañana y espero conseguir aturdirme con el bullicio de París, ya que necesito olvidarme de todos los sucesos del fin de semana. He terminado de ducharme, cierro los grifos y me quedo en el plato de ducha para que se escurra un poco el agua de mi cuerpo. Aprieto con fuerza los ojos y la imagino; concluyo que tengo ganas de verla y no pretendo refrenar mis ansias. No haber podido siquiera oír su voz en todos estos días me tiene nervioso, y eso me descoloca, porque está empezando a asustarme esto que siento con sólo pensar en ella. Paula ha puesto mi vida patas arriba.







DIMELO: CAPITULO 19





Me quedo apoyada en la puerta de entrada, hasta que oigo el sonido del motor del coche de Pedroque vuelve a pasar por delante de mi casa después de haber dado la vuelta.


No puedo moverme; continúo junto a la puerta en penumbras, mientras paso la mano por mi cuello, por mis labios, por mis senos, recorriendo con la palma abierta cada huella que él ha dejado en mi cuerpo. Busco en mi memoria y no encuentro a otra persona que haya producido o produzca esta sensación en mí. Quiero más, deseo que me acaricie mucho más de lo que le he permitido, pero a pesar de desearlo, me felicito por haber sido capaz de no sucumbir a él. Como le advertí, quiero que sepa que todo no va a ser tan fácil como haber conseguido mi teléfono. Me sonrío porque en el fondo sé que solamente estoy retrasando el momento. Cierro los ojos y sueño despierta con ese día:
imagino nuestros cuerpos desnudos y sudorosos, colisionando de deseo... Quiero llegar a la parte de cómo será tenerlo dentro de mí, pero prefiero no hacerlo porque eso no es bueno tras haberlo rechazado.


Finalmente me muevo y entro en la sala. Soñadora, me dirijo hacia la escalera que me lleva al dormitorio y voy subiendo los peldaños; estoy flotando inmersa en mis pensamientos. 


Al entrar en mi habitación, comienzo a despojarme de la ropa para meterme en la cama. Estoy casi segura de que me costará conciliar el sueño, porque Pedro ha dejado mi piel alterada, ardiendo de deseo, pero así lo he querido yo, por lo que no me queda más remedio que aguantarme. 


Antes de acostarme, voy al baño y me paro frente al espejo para quitarme el maquillaje y lavarme los dientes. La sorpresa se apodera de todo mi cuerpo justo cuando me encuentro, pegada en el cristal, una fotografía en la que salimos Marcos y yo. La arranco, furiosa; no estaba ahí cuando me fui, por lo que comprendo al instante que él ha estado en mi apartamento. Farfullo varios insultos mientras salgo del dormitorio hecha una tromba y me precipito a revisar cada rincón para cerciorarme de que en la casa solamente estoy yo. Me siento espiada y me enfurezco. Con determinación, pongo todos los cerrojos para estar segura de que nadie podrá entrar. Sigo presa de la rabia y por un momento considero la opción de llamarlo para mandarlo a la mierda y exigirle que me devuelva el juego de llaves que posee, pero decido ignorarlo.


«Haré algo mejor que darle el gusto de llamarlo: mañana temprano llamaré a un cerrajero y haré cambiar todas las cerraduras.»


Debo intentar calmarme. Respiro profundamente y me dirijo al vestidor a buscar mi pijama. Sin embargo, veo colgada la ropa de Marcos y estallo otra vez. Resuelvo que no quiero que esté más aquí.


Como una posesa, retiro las perchas y vacío los cajones que contienen sus pertenencias. Es tarde, pero no me importa porque me siento bien haciéndolo. Lo dejo todo en una de las habitaciones auxiliares y hago una anotación mental.


«Mañana se lo enviaré todo con un mensajero. Quiero a Marcos totalmente fuera de mi intimidad.»


Regreso al dormitorio y me doy cuenta de que tengo una llamada perdida; cuando me fijo, veo que es de Pedro


Blasfemo por lo bajo por no haber oído el teléfono, lo tenía en modo vibración. Miro la hora de la llamada y, como no ha pasado demasiado tiempo, me dispongo a devolvérsela. No obstante, me atiende el buzón de voz, así que me toca fastidiarme.


—Seguramente ya está durmiendo.


No le dejo mensaje; odio hablar con un contestador, solamente lo hago si es algo urgente, así que pienso en enviarle un texto para que lo lea cuando se despierte, pero presumo que verá mi llamada perdida y creo que con eso será suficiente.


Me despierta el sonido insistente del timbre y unos golpes en la puerta. Tardo algunos instantes en reaccionar y entender que es aquí. Descalza y adormilada, bajo la escalera y, cuando llego a la entrada, miro por la mirilla. Aunque estoy bastante dormida, sé que no es una ilusión lo que veo: Marcos está montando un verdadero escándalo, y eso me saca de quicio. Le contesto a través de la puerta:— ¿Qué quieres?


—Ábreme.


—No quiero verte. Eres un maleducado insolente, ¡mira el patético espectáculo que estás dando!


—¿Dónde estabas anoche?


—¡¿Qué te importa?! No tengo por qué darte explicaciones.


—No juegues conmigo, Pau.


—No estoy jugando y no me amenaces. Lo nuestro terminó, y porque tú así lo decidiste. A decir verdad, te lo agradezco de todo corazón, creo que en el fondo era lo que yo no me atrevía a hacer.


Abro la puerta, me parece infantil estar hablando a través de ella. Lo dejo entrar y nos encaminamos hacia la sala, donde nos sentamos en el sofá, uno en cada punta.


—Podemos arreglarlo, Pau, yo sé que podemos.


—Deja de actuar como un caprichoso; estoy harta de tus idas y venidas, estoy harta de que sólo importen tus necesidades; no tengo por qué sentirme culpable, siempre te he dedicado tiempo y a veces hasta he descuidado mis asuntos por complacerte, porque de eso se trata siempre: de complacerte. Tú llevas una vida holgada y te puedes pasar todo el tiempo de viaje en viaje, o haciendo el vago, pero yo no puedo darme ese lujo, debo cuidar mis intereses, tengo metas.


—Voy a cambiar, te juro que lo haré y, en cuanto a una vida holgada, tú trabajas porque quieres.


—Trabajo porque el trabajo dignifica a las personas. Trabajo porque quiero tener mis propios méritos; no me gusta ser una mantenida. Y no sigamos discutiendo más, porque siempre acabamos en lo mismo. Se acabó Marcos; en realidad nuestra relación está rota desde hace tiempo, sólo que ni tú ni yo queríamos verlo.


Cuando le hice entrar, se había calmado, pero de golpe el gesto en su rostro se transforma. Marcos no está acostumbrado a no salirse con la suya, y mucho menos a que le contradigan. Se pone en pie y, sin decir más, se va dando un portazo que se oye desde la sala.


No quiero ponerme psicótica, pero sé que esto no ha acabado. Voy en busca de mi teléfono; lamento tener que llamar a Antoniette, porque hoy es su día libre, pero la necesito: es primordial que se encargue de llamar a los cerrajeros para que cambien las cerraduras. Después de hablar con Antoniette, telefoneo a mi secretaria.


—Perdona que te moleste en tu día de descanso, Juliette, pero necesito que me envíes un mensajero para que lleve unas cajas a casa del señor Marcos Poget, y necesito otro favor: el señor Bettencourt celebra hoy su cumpleaños, y me olvidé de pedirte que le compraras un regalo... ¿Podrías ocuparte también de eso y enviármelo a mi casa?


—No te preocupes, Paula, yo me encargo de todo. ¿Tienes alguna idea de lo que deseas regalarle al señor Bettencourt?


—Lo dejo a tu elección, confío en tu criterio.


Aunque es el día festivo de Juliette, ella siempre está disponible, a tiempo completo, para mí. Ésa fue la principal condición cuando la contraté, y su remuneración es realmente buena, así que es bien recompensada por los contratiempos. Por otra parte, no soy una jefa abusiva, siempre trato de no molestar a mis empleados si no es realmente necesario.


Tras terminar mi desayuno, doy un vistazo a mi teléfono. No tengo noticias de Pedro, pero no lo llamaré: anoche le devolví la llamada y no me atendió; ahora que vuelva a llamar él.


Con el fin de matar el tiempo y calmar el lío que tengo en la cabeza, decido ocuparme de mí. Me interno en el lavabo a darme un relajante baño de espuma y sales, lo necesito; me quedo un buen rato y eso me sosiega bastante. Cuando salgo, Antoniette, que hace rato que está en casa, me informa de que todas las cerraduras ya han sido cambiadas y eso acaba de tranquilizarme.


Me dispongo a adelantar algo de trabajo, así que entro en el despacho para poder hacerlo.


Abstraída en mi tarea, no me doy cuenta de que alguien entra; además, llevo los auriculares en los oídos, pues estoy escuchando música. Estela me quita uno de un tirón y en ese instante es cuando me entero de que no estoy sola.


—¡Estela!


—Hola, nena. ¿Qué haces trabajando un sábado por la tarde? Me abrió Antoniette..., ¿no es su día libre?


—Sí, pero tuvo que venir porque necesitaba que llamase a un cerrajero para cambiar las cerraduras de la casa.


—¿Y eso? ¿Ha pasado algo de lo que no estoy enterada?


—Anoche salí, y cuando regresé me encontré con una foto de Marcos conmigo, pegada en el espejo del baño. Estuvo aquí en mi ausencia.


—Ahora entiendo por qué anoche me llamó para ver si estabas conmigo. Me dijo que no le cogías el teléfono. Se le notaba bastante alterado.


—Lo tenía en vibración, pero obviamente tampoco se lo hubiese cogido. Nada más ver las llamadas, las descarté.


—¿Y dónde habías ido?


—Salí por ahí a tomar una copa. —Hago un gesto con la mano restándole importancia—. No quería quedarme sola en casa un viernes por la noche.


—¿Ahora te ha dado por salir sola?


—¿Y con quién quieres que salga? Te recuerdo que mi mejor amiga anda tras un fotógrafo que le ha quitado la voluntad y me tiene sumida en el olvido. —Nos reímos de forma escandalosa.


—¿Y Pedro? Ayer no pudimos seguir hablando en la empresa, pero la otra noche en casa de André os vi muy animados hablando. ¿Algo nuevo que deba saber?


—Nada, ya te he dicho que, debido al trabajo simplemente, intento tener una buena relación con él.


—Claaaro, y yo soy Caperucita Roja jugando en el bosque mientras el lobo no está. No me subestimes, querida amiga, te conozco muy bien.


Le saco la lengua. Me resisto a contarle nada; creo que aún no es el momento, pues, aunque Pedro me gusta mucho, a veces me siento insegura. No sé si estaré haciendo bien dando lugar a que ocurra algo más entre nosotros.


—Vas al cumple de André, ¿verdad? Pedro irá. Vengo del salón de belleza —me dice mientras sacude su pelo.


—Sí —intento sonar desinteresada—. A ti no te pregunto, ya sé la respuesta.


—Con permiso, Paula, ha llegado un muchacho que dice que viene a buscar unas cajas.


—Ah, sí, Anto, están en la habitación de huéspedes, la que está pegada a la mía. Pregúntale si sabe dónde tiene que llevarlas y, si no, facilítale la dirección de Marcos, por favor. Dale también los trajes que están sobre la cama, que se lleve todo lo de él.


Antoniette se me queda mirando. Aún no está enterada de que Marcos y yo hemos roto, pero creo que ahora empieza a entender el cambio de cerraduras.


—¿Qué? —la interrogo, replicando su mirada escrutadora.


—Nada, no he dicho nada.


—Por fin, Anto —le contesta Estela, verificando lo que ella supone—, aunque no lo puedas creer, ha dejado al niñato ricachón. —Antoniette intenta contener una risita ante las palabras de Estela.


—Basta —reprendo a Estela. No quiero que hable despectivamente de Marcos, aunque ella siempre lo ha llamado así. Pero ahora es diferente. Creo que la relación que hemos tenido merece respeto y por eso me molesta.


Antoniette nos prepara una crema de calabaza y espinacas y la obligamos a que se siente con nosotros a almorzar. Como de costumbre, Estela la hace reír tanto con sus ocurrencias que la pobre se atraganta varias veces con la comida. Como es su día libre y yo se lo he interrumpido, no le permitimos que recoja la mesa: lo hacemos nosotras y también nos encargamos de lavar los cacharros sucios, pero como ella es incapaz de quedarse quieta, anda tras nosotras haciendo sobre lo hecho.


— ¿Por qué miras tanto el móvil? Vas a gastarle la pantalla de tanto desbloquearlo —me dice Estela, y pongo los ojos en blanco—. ¿La llamada de quién estás esperando, a ver?


Intenta quitarme el teléfono, pero ni de coña se lo voy a dar.


—Deja de decir estupideces. No espero la llamada de nadie. Tengo un momento de ocio, que son pocos en mi vida, y estoy revisando mi cuenta de Facebook; hace mucho que no entro.


Entrecierra los ojos calculando si digo la verdad; sé que no me ha creído.


—Bueno, digamos que me creo la versión según la cual revisas tu cuenta de Facebook, pero no me chupo el dedo. Me voy temprano para arreglarme; pasaré a buscarte a las ocho, porque tenemos casi dos horitas de viaje.


—Bien, estaré esperándote.


Estela se va y yo sigo toda la tarde revisando cada dos segundos el móvil, pero no llega ni una llamada ni un mensaje de texto; ninguna señal de Pedro y eso ya me está fastidiando.


«Pero ¿qué se cree? ¿Piensa ignorarme después de lo que pasó anoche? Pues bien, yo también puedo ignorarle: ya se enterará, durante la fiesta, de lo que va a costarle su indiferencia.»


Estela pasa a buscarme puntualmente. Ambas estamos monísimas: ella con un minivestido con brillos en tonos bronce y dorado, y yo con un modelito blanco muy ceñido al cuerpo, con escote palabra de honor que resalta mis pechos, y que además tiene la espalda descubierta; es una creación de Estela que combino con unas sandalias doradas.


Durante el camino mi amiga parece desquiciada porque en el cumpleaños estarán los padres de André y no sabe a título de qué va él a presentarla.


—Tranquilízate. ¿Para qué estar nerviosa desde ahora? Espera a que llegue el momento.


—No quiero que me pille por sorpresa, no quiero quedar como una tonta.


—No creo que André te haga quedar como una tonta. ¿No habéis hablado de esto?


—¿Cómo dices? Te recuerdo que hace muy poco que estamos juntos. No espero que diga que soy su rollito, pero tampoco que me presente como su pareja.


—Bueno, entonces ¿qué problema hay? Seguramente no lo hará: como dices, hace muy poco que salís juntos, así que, si te los presenta, dirá que eres una amiga. ¿O tal vez ése es el problema? ¿Acaso sí quieres que diga que sois algo más?


—¡Tienes cada ocurrencia! —Sube el volumen de la música y, como la conozco, sé que la he pillado y la he puesto en evidencia, sólo que no se atreve a reconocer que está hasta las trancas por él.


Llegamos. La casa de los padres de André es una mansión en el valle del Loira, en la región de Perche, tan sólo a unas dos horas al sur de París. Ya están aquí algunos invitados. 


Cuando entramos, André nos recibe apenas nos ve.


—Estás muy hermosa —le dice a Estela, mientras le da un suave beso en los labios.


—Tú también estás muy guapo.


—Venid, os presentaré a mi familia.


Entusiasmado, André coge de la mano a Estela y tira de ella hacia el interior de la casa; yo los sigo. Creo que mi amiga está a punto de desvanecerse por los nervios que tiene.


El señor y la señora Bettencourt se ven muy jóvenes y no salgo de mi asombro; además, parecen muy modernos.


—Mamá, papá, os presento a Estela Saunière, mi pareja. Ella es la diseñadora estrella de Saint Clair.


—Encantada, tesoro, ¡esto sí que es una sorpresa! —dice la mujer y Estela no reacciona, así que disimuladamente le pellizco el culo para que regrese del limbo y salude; noto también que André le aprieta ligeramente la mano—. Mi nombre es Ivette —le indica mientras la abraza. Quiero reírme, me hace mucha gracia, porque mi amiga está cohibida.


Luego es el turno del padre de André, que es más formal pero no menos afectuoso. La saluda con muchísima cordialidad y noto que Estela respira menos sofocada. 


Finalmente es mi turno y André me presenta.


—Ay, pero si a ella la conozco... Eres más mona en persona.


—Gracias, señora Bettencourt.


—Ivette, tesoro, llámame Ivette. —Le sonrío mientras asiento con la cabeza.


—¡Tengo tanta ropa de Saint Clair! Me encanta y, desde que sé que mi hijo hace las fotos, se han vuelto mis prendas favoritas.


—Eres buena prensa, André —bromeo y nos reímos.


—Tal vez hasta tenga diseños de la novia de mi hijo, ¡qué emoción! —A Estela parece que se le ha comido la lengua el gato, pero de pronto se decide a hablar:
—Cuando quieras, lo organizamos para que pases por la casa matriz y elijas algunas prendas.


—Me encantará.


—Sí, Ivette, podrás elegir lo que desees; sólo tienes que concretar el día con Estela. Ella te buscará prendas exclusivas —le hago saber.


—Tous exclusive. Ma chérie, est un honneur.


Seguimos conversando sobre moda. André nos deja unos instantes con su madre, que no para de hablar. Luego ella nos lleva a presentarnos a unos tíos, a unos amigos de la familia y, por último, a los abuelos paternos de André. 


Afortunadamente, para entonces Estela ya está más relajada.


Entre presentación y presentación, miro por todas partes buscándolo, pero no consigo encontrarlo. El corazón me late fuerte. Quiero verlo ya.


—¿A quién buscas? —me pregunta Estela en cuanto percibe mi mirada curiosa.


—A nadie.


—Tal vez todavía no ha llegado —me dice de manera socarrona—. Vayamos con André, así podremos preguntarle.


—No quiero preguntar por nadie.


—Cabezona. Te mueres por saber de Pedro.


Pongo los ojos en blanco y no le contesto. Justo pasa un camarero y me ofrece un daiquiri, que acepto de inmediato. 


La fiesta avanza y no hay ni rastro de Alfonso. Estoy cabreada; recuerdo cómo me metió mano ayer y que se lo permití, y ahora tiene el descaro de dejarme plantada. 


Encima ni siquiera ha sido capaz de llamarme.


Estoy de pie en la terraza mirando el cielo y bebiendo el tercer daiquiri. Varias modelos se me han acercado a saludarme; a algunas las conozco de la época en que solamente me dedicaba a las pasarelas y a otras, simplemente porque sé que pertenecen al medio. Todas saben que establecer relaciones conmigo es sinónimo de un posible trabajo, incluso algunas intentan indagar acerca de la próxima campaña. A quienes me parece que pueden servir, les he dicho la fecha del casting.


Me disculpo y me alejo. Me siento fastidiada. He venido a distraerme y no para hablar de trabajo, y encima mi mal humor es tal que creo que, si fuera una traca, ya hubiese estallado sin necesidad de ninguna llama.


—¿Aburrida?


—No, Estela. Hasta ahora he estado conversando sin parar.


Noto que me mira como queriendo decirme algo, la conozco.


—¿Qué pasa, qué me quieres decir?


—Nada.


Veo que mira a André y él le hace una seña; entonces ella parece más incómoda.


—Dímelo, Estela; te conozco.


—Ay, querida, es que André quiere que me quede con él todo el finde, pero le he dicho que no, que regresaré contigo.


—¿Eres tonta? Dame las llaves de tu coche, volveré sola.


—No te dejaré sola.


—Ni se te ocurra no quedarte; si no me das las llaves, te juro que regreso en taxi.


—Es que ésa no era la idea. Encima, Alfonso no ha venido.


—¿Qué tiene que ver Alfonso en esto?


—Le he preguntado por él a André y me ha dicho que no sabe qué le ha podido pasar. Le extraña, porque hasta ayer estuvo diciendo que sí vendría.


Me encojo de hombros y estallo:
—Sé muy bien por qué no ha venido: el rey de los machos se sintió herido por mi rechazo y se lo ha querido cobrar. Pero es un insolente y un muy mal amigo, porque André nada tiene que ver con que yo no haya querido acostarme con él.


—¿Qué? —Me coge del brazo y me lleva a un aparte, donde nadie puede escucharnos—. ¿Cómo que no quisiste acostarte con él? ¿Cuándo sucedió eso?


—Anoche. Salimos y, la verdad, no quise quedar como una chica fácil.


Mi amiga se tapa la boca y los ojos están a punto de salírsele de las órbitas; la he dejado ojiplática.


—Sabía que había algo más, y te juro que anoche, cuando llamó el niñato, rogué para que estuvieras con Pedro. Quiero saberlo todo.


—No hay mucho que contar. Eso: salimos, nos besamos, nos tocamos, y hoy me ha dejado plantada.


—¿Os tocasteis y no te quisiste acostar con él? Te has contagiado de la imbecilidad de Marcos y de sus niñerías. Ya lo digo yo: dime con quién andas y te diré quién eres.


—No seas mala; se lo quise poner difícil.


Se carcajea.


—Pero ahora te has quedado con las ganas. Estás jodida.


—El que se jode es él, porque hoy lo podría haber conseguido. Pero ya no, que se dé una ducha de agua fría, porque nunca más le permitiré nada de lo que obtuvo.


André se acerca y no podemos seguir hablando.


—Dame las llaves, Estela —le digo delante de él.


—¿Te quedas? —le pregunta André, esperanzado, y Estela ya no puede negarse. Por supuesto, me alegro: mi amiga se merece todo lo que le está pasando.