sábado, 3 de octubre de 2015

DIMELO: CAPITULO 21





He pasado el domingo con un humor endiablado y, aunque quiero disimular, sé perfectamente el motivo. Tan sólo estoy engañándome a mí misma.


Alfonso y el plantón del sábado me dejaron desequilibrada. 


De no haber sido por Antoniette, que no me lo permitió, me hubiese pasado el día en la empresa.


Me doy ánimos y me preparo para salir de casa. A diferencia de la mayoría, yo no odio los lunes; al contrario, los prefiero: con ellos comienza mi semana laboral y el trabajo en la empresa sin duda me ayuda a encontrar la tranquilidad.


Sigo mis rutinas matutinas como de costumbre, pero hoy es realmente temprano, así que no espero hallar a Juliette en su mesa; a veces llega un poco antes, ya que conoce mis hábitos, pero hoy he llegado a una hora absolutamente intempestiva. Hasta Benoît se asombra al verme entrar.


Paso la tarjeta electrónica y entro en Saint Clair. Me quedo de pie en medio de mi empresa y me siento orgullosa de cómo ha crecido, del sitio que ocupa y de las posibilidades de expansión que tiene, que parecen no acabarse. Calculo que muy pronto tendremos que alquilar otro piso en la Tour GAN, ya que el lugar se nos está quedando pequeño. Se abre el ascensor y me topo con el personal de limpieza, que viene a asear el sitio antes de que comiencen a llegar los empleados. Me quedo parada abstraída por el pensamiento de la ampliación del local, hasta que me doy cuenta de que será mejor que me mueva porque estoy entorpeciendo el trabajo de esta gente; así que, después de saludar con un gesto, me dirijo al ala donde se halla mi oficina, paso mi tarjeta magnética para acceder a esa zona y entro en la gran recepción que conforma la antesala de mi centro de operaciones.


Me acomodo tras mi escritorio y me dispongo a preparar la reunión de hoy. Con la poca concentración que pude reunir el domingo, consideré que era necesario promover una serie de acciones de feedback con los clientes. Necesitamos demostrar lo elitista de nuestro trato con ellos, así que creo que sería bueno idear una campaña, de vídeo o fotográfica, en la que se muestre a nuestros consumidores satisfechos con el trato de todo nuestro personal. Sin demora, me dedico a elaborar el meeting con lo que quiero resaltar de la calidad de las relaciones profesional-cliente.


Quiero que quede bien claro que es primordial para Saint Clair mantener una retroalimentación constructiva, tanto de estrategia como de ejecución, para poder continuar creciendo en calidad.


Miro la hora y ni siquiera intento llamar a Juliette; no creo posible que ya esté en la empresa, así que me levanto a buscar un café. Al abrir la puerta, para mi sorpresa, me encuentro con ella, que acaba de llegar. Mi secretaria es muy eficiente y sabe que hoy nuestra agenda es muy apretada; supongo que por eso ha llegado casi una hora antes.


—Buenos días,Paula, ¿necesitas algo?


—Buenos días, Juliette, salía a buscar un café.


—No te preocupes, yo te lo traigo.


—Muchas gracias.


Vuelvo a introducirme en la oficina y reanudo mis tareas.


Han pasado casi dos horas y el murmullo de mis empleados ya es notorio; aun cuando tengo puesta la música y estando mi oficina aislada de los ruidos, se oye. Quizá se deba a que he llegado tan temprano, a una hora en que todo estaba sumergido en un profundo silencio, que ahora me resulta muy evidente la diferencia.


Ya le he entregado las pautas que se tratarán en la reunión a Juliette y le he solicitado que haga copias y que las distribuya en la sala de conferencias en cada puesto. Me tomo un descanso y apoyo la espalda en el sillón de directora. Al instante me maldigo por pensar en Alfonso.


«¡Maldición!»


No puedo dejar de blasfemar, ya que hasta ese momento el trabajo había acallado mis pensamientos, pero ahora que he hecho un alto en mis actividades, inmediatamente han regresado a mí.


«Parezco idiota, no es posible que, habiéndome dejado plantada, siga recordándolo.»


De improviso la puerta se abre con ímpetu, y Marcos entra precipitadamente y da un portazo cuando la cierra. Me levanto como un resorte, porque lo veo crispado y eso hace que me ponga en guardia.


—¿No sabes anunciarte?


—No me jodas,Pau.


Lanza un sobre de color amarillo hacia mi escritorio, y me dedica una mirada censuradora.


—¿Qué quieres?


—Saber si seguirás negándomelo todo en mi propia cara.


—No sé de qué hablas. Deja de gritar y de comportarte como un loco, que estamos en la empresa.


—Deja de verme la cara de tonto, entonces.


Entiendo que desea que eche un vistazo a lo que hay en el sobre, así que lo cojo entre mis manos y reviso el contenido. 


Son fotografías en las que salimos Pedro y yo; estamos en el restaurante japonés, en el cabaret besándonos, también bailando y dándonos de comer en la boca, y luego en la
calle me tiene arrinconada contra el coche y me está besando de una forma que hace que, sólo con recordarlo, mi sexo se humedezca.


Adopto una actitud altiva y desafiante.


—Me has hecho seguir, pero ¿con qué derecho?


—¿Con qué derecho? ¿Y aún te atreves a preguntármelo? Con el derecho de haber sido tu pareja durante dos años; de haberte montado tu empresita para que jugases a ser la directora general; de haberte hecho conocer los mejores lugares de París, Londres, Nueva York y Roma; con el derecho de haberte hecho vivir una vida de reina. ¿Sabes qué creo?, que me has visto cara de estúpido. Pero no
vas a burlarte más de mí, y mucho menos a ponerme en boca de todos. Te aseguro que vas a arrepentirte, Paula.


—Deja de amenazarme. Terminaste conmigo hace casi dos semanas, ¿lo recuerdas? Hago con mi vida personal lo que me apetece; mientras he estado contigo, siempre te he sido fiel. Y además, déjame sacarte de un gran error, porque parece que no tienes memoria: la empresa no la has montado tú. Te recuerdo que tenemos una sociedad, porque yo me negué a aceptar tu dinero cuando quisiste ponerlo en mi cuenta, y por eso te hice participar en el negocio que he levantado con mi trabajo y con mi talento, y también con mis ahorros, porque no has sido el único que ha hecho una inversión. No me regalaste ni me regalas nada de nada; recibes tu remuneración mensual de los beneficios de la empresa, de la que jamás te preocupaste, porque siempre te empeñaste en dejar claro que no te interesaba.
»Es cierto que, de no haber sido por tu aportación económica, quizá Saint Clair no hubiera crecido tan pronto, pero igualmente hubiera conseguido un gran desarrollo, porque eso lo he logrado con mi trabajo diario, no con tu holgazanería. Eres un estúpido, Marcos. Ya me he hartado de ti.


—Yo también estoy harto de ti, de esta maldita sociedad que ha sido la razón de nuestra separación.


—Nooo, nada de eso. Saint Clair no nos ha separado; lo que nos ha separado ha sido tu descuido, tu pereza, tu falta de compromiso con mis asuntos, tu falta de consideración conmigo. Tú crees que en la vida todo se arregla con viajes y cosas materiales, y no es así. Estoy cansada de que sólo importen tus prioridades. Cuando no es el fútbol, es el polo o, si no, el esquí o el snowboard o la fiesta o el evento al que no se puede faltar. Y todo solventado por el apellido que forjó tu papaíto, porque sin pelos en la lengua tengo que decirte que pienso que eres un parásito, que vives como un esnob, quejándote de todo y de todos. En todos estos años, ¿cuándo te has interesado verdaderamente por mí, si no era porque querías darte ínfulas demostrando que salías con la modelo más cotizada de Europa y, además, la propietaria de Saint Clair? ¡Ah, por supuesto...! En esas ocasiones la empresa te era útil, ¿no?


—Me cago en esta empresa, y no me hagas reír llamándola empresa; esto sólo es una casa de moda, deja de soñar.


—¡Infeliz! Eres un infeliz, Marcos. ¿Cómo he podido perder mi tiempo con un hombre vacío de sentimientos? Tú sólo te quieres a ti mismo. Eres un inmaduro.


La puerta se abre y entra Estela; tras ella vislumbro la cara de circunstancias de Juliette, que permanece en su sitio; presumo ha oído toda la pelea.


—¿Qué pasa? ¡Dejad de chillar, por Dios! Los gritos se oyen en todos los pasillos de Saint Clair, todo el mundo se ha enterado ya de vuestros problemas.


Marcos la ignora y continúa con la vista fija en mí.


—Te vas a arrepentir, Paula, vas a lamentar haberme puesto en ridículo.


Sale de mi despacho dando un portazo y casi llevándose por delante a Estela.


—¡Este tipo está loco! ¿Qué le sucede?


Suelto un suspiro; estoy apoyada con los puños cerrados sobre el escritorio y dejo caer la cabeza. Me siento agotada. 


Tengo los ojos cerrados y, cuando los abro, me encuentro con el escandaloso beso que Pedro me dio el viernes por la noche. No quiero seguir viéndonos, así que cojo las fotos, que están esparcidas en forma de abanico sobre mi mesa, las junto y les doy la vuelta. Pero sé que Estela no se quedará con las ganas de saber. Efectivamente, mi amiga camina hasta donde estoy, las coge y empieza a mirarlas.


Silba.


—¡Madre de Dios! Me he quedado sin aliento sólo con veros en las fotografías.


—Basta, no bromees.


—No, si no bromeo... Te tiene contra el coche, apoyando en ti su aparato sexual y metiéndote la lengua hasta la garganta.


—Otro idiota más.




Suena mi interfono y contesto a la llamada de Juliette.


—Dime, Jul.


—Disculpe que la moleste, mademoiselle Chaves, pero monsieur Alfonso está aquí y desea verla.
Acabo de indicarle que debo revisar su agenda para ver si puede atenderlo, ya que no tiene cita.


Pongo los ojos en blanco; si algo me faltaba es Pedro en la oficina. Imagino que por eso Juliette me está hablando de usted.


—¿Por qué no habrá llegado cinco minutos antes? Así le habría dado su merecido al idiota de Marcos —murmura mi amiga.


—¿Qué dices, Estela? Como si me hiciera falta más escándalo del que ya se ha organizado.


Me dispongo a contestar a mi secretaria.


—Lo siento, Juliette, dile al señor Alfonso que estoy muy ocupada y que no puedo atenderlo. Que pida cita, por favor.


Estela me gesticula por lo bajo cuestionando mi respuesta. 


Cuando cuelgo, hace efectiva su apreciación.


—¿Te has vuelto loca? ¿Que pida cita? ¿Por qué no le atiendes?


—Porque de ahora en adelante las relaciones con Alfonso serán netamente laborales.


—En la foto no lo parece —me dice Estela, mientras deja la fotografía del coche nuevamente sobre el escritorio.


—He dicho «de ahora en adelante», escúchame cuando hablo —le contesto y volteo la foto, demostrándole que no bromeo.



*****


—La he oído; no se preocupe, Juliette, pediré cita tal como ha sugerido la señorita Chaves.


La interrumpo antes de que hable y, cuando estoy a punto de irme, veo a Poget que sale de una oficina. Él también me ve y se queda mirándome; luego cambia de rumbo y se mete en la oficina de Paula, así que creo entender claramente el porqué del rechazo de la directora de Saint Clair. Al principio he pensado que está cabreada por el plantón del sábado, pero ahora tengo ante mis ojos la verdadera razón.


—¿Le doy una cita, señor Alfonso?


Cuando estoy a punto de decirle a la asistente que no es necesario, comienzan a oírse gritos dentro del despacho de Paula; la secretaria me mira y abre los ojos elevando las cejas con asombro. Oigo nítidamente a Paula pedirle que se vaya, pero él grita más fuerte y descubro que, además, la insulta. Sin poder contenerme y haciendo caso omiso al hecho de que ella no quiere recibirme, irrumpo en el despacho.


Al idiota no le permito ni reaccionar: le doy la vuelta, lo cojo por las solapas de su chaqueta y lo empujo hacia la salida.


—¿Eres sordo? La señorita Chaves te ha pedido que te vayas.


Todo pasa muy rápido: me lanza un puñetazo y yo le propino otro que lo deja desparramado en el suelo.


—¿Quién te ha pedido que te metas, Pedro? —oigo que me grita Paula y no sé si en verdad la estoy entendiendo bien o lo que dice es producto de mi imaginación.


La miro con asombro: tan sólo la he defendido, he hecho lo que cualquier hombre haría. Estela permanece muda, me mira, nos mira y luego veo que mira hacia la puerta, por donde se ha ido el desgraciado de Poget.


—He creído que necesitabas ayuda. Lo siento, oí cómo te insultaba.


—Sé defenderme sola perfectamente, no te he pedido nada.


El idiota de Poget vuelve a entrar con el labio partido y acompañado del personal de seguridad de la empresa. Me mira, altanero y escudado por los dos vigilantes, y les indica que me saquen del lugar. Miro a Paula, pero ella no se mete. 


Uno de los guardias me quiere coger por el brazo para sacarme de allí, pero por supuesto no voy a permitir que me toque.


—No es preciso, conozco la salida.


Me expreso muy dignamente y me dispongo a irme.


—Adiós, Pedro.


Estela me saluda tímidamente y hace un gesto con la boca indicándome que lo siente. Le hago una inclinación de cabeza a modo de reconocimiento y me dispongo a abandonar el lugar; sin embargo, en mi salida me llevo por delante a propósito al idiota.


—Cobarde, esto no termina aquí —le dejo bien claro mientras le hablo entre dientes antes de marcharme.


Salgo blasfemando del edificio, tomo la calle y voy a buscar mi coche. Estoy furioso conmigo mismo... y con ella, por supuesto.


—¡Maldita mujer del demonio! ¿Acaso me chupó el cerebro? Pero... ¿por qué mierda he tenido que meterme?


Sin duda hay hechos trascendentales en la vida de cada uno, hechos que nos marcan, algunos para bien y otros para mal. Y presumo que haber conocido a Paula Chaves es de esos hechos que preferiría que nunca hubiesen ocurrido. 


Lamentablemente ella forma parte de los que uno no elige pero ocurren, esos que acontecen sin proponérselo y nos dejan huella para siempre. Vine a París con una meta, pero siento que cada día me alejo más de lo que persigo.


«Sólo tengo que encauzar mi vida, y sacarla de mi cabeza. Maldito contrato, que me tiene ligado a ella.» Maldigo la hora en que lo firmé; maldigo haberle hecho caso a André y haberme presentado a ese estúpido casting.


Conduzco por las calles de París y, aunque lo intento, no consigo dejar de pensar en ella.


Parezco un necio. Estaba hermosa con esa falda de tubo negra y esa camisa blanca; aunque vestía de forma clásica, en ella nada se ve común.


Definitivamente, creo que esta mujer ha dañado mi amor propio; sólo así logro explicar que me esté sintiendo como me siento a pesar de la forma en la que ella ha dejado que me echaran. ¿Dónde está mi orgullo?


«Basta, Pedro Alfonso, debes quitártela de la cabeza y de tu entrepierna.»









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