sábado, 3 de octubre de 2015
DIMELO: CAPITULO 19
Me quedo apoyada en la puerta de entrada, hasta que oigo el sonido del motor del coche de Pedro, que vuelve a pasar por delante de mi casa después de haber dado la vuelta.
No puedo moverme; continúo junto a la puerta en penumbras, mientras paso la mano por mi cuello, por mis labios, por mis senos, recorriendo con la palma abierta cada huella que él ha dejado en mi cuerpo. Busco en mi memoria y no encuentro a otra persona que haya producido o produzca esta sensación en mí. Quiero más, deseo que me acaricie mucho más de lo que le he permitido, pero a pesar de desearlo, me felicito por haber sido capaz de no sucumbir a él. Como le advertí, quiero que sepa que todo no va a ser tan fácil como haber conseguido mi teléfono. Me sonrío porque en el fondo sé que solamente estoy retrasando el momento. Cierro los ojos y sueño despierta con ese día:
imagino nuestros cuerpos desnudos y sudorosos, colisionando de deseo... Quiero llegar a la parte de cómo será tenerlo dentro de mí, pero prefiero no hacerlo porque eso no es bueno tras haberlo rechazado.
Finalmente me muevo y entro en la sala. Soñadora, me dirijo hacia la escalera que me lleva al dormitorio y voy subiendo los peldaños; estoy flotando inmersa en mis pensamientos.
Al entrar en mi habitación, comienzo a despojarme de la ropa para meterme en la cama. Estoy casi segura de que me costará conciliar el sueño, porque Pedro ha dejado mi piel alterada, ardiendo de deseo, pero así lo he querido yo, por lo que no me queda más remedio que aguantarme.
Antes de acostarme, voy al baño y me paro frente al espejo para quitarme el maquillaje y lavarme los dientes. La sorpresa se apodera de todo mi cuerpo justo cuando me encuentro, pegada en el cristal, una fotografía en la que salimos Marcos y yo. La arranco, furiosa; no estaba ahí cuando me fui, por lo que comprendo al instante que él ha estado en mi apartamento. Farfullo varios insultos mientras salgo del dormitorio hecha una tromba y me precipito a revisar cada rincón para cerciorarme de que en la casa solamente estoy yo. Me siento espiada y me enfurezco. Con determinación, pongo todos los cerrojos para estar segura de que nadie podrá entrar. Sigo presa de la rabia y por un momento considero la opción de llamarlo para mandarlo a la mierda y exigirle que me devuelva el juego de llaves que posee, pero decido ignorarlo.
«Haré algo mejor que darle el gusto de llamarlo: mañana temprano llamaré a un cerrajero y haré cambiar todas las cerraduras.»
Debo intentar calmarme. Respiro profundamente y me dirijo al vestidor a buscar mi pijama. Sin embargo, veo colgada la ropa de Marcos y estallo otra vez. Resuelvo que no quiero que esté más aquí.
Como una posesa, retiro las perchas y vacío los cajones que contienen sus pertenencias. Es tarde, pero no me importa porque me siento bien haciéndolo. Lo dejo todo en una de las habitaciones auxiliares y hago una anotación mental.
«Mañana se lo enviaré todo con un mensajero. Quiero a Marcos totalmente fuera de mi intimidad.»
Regreso al dormitorio y me doy cuenta de que tengo una llamada perdida; cuando me fijo, veo que es de Pedro.
Blasfemo por lo bajo por no haber oído el teléfono, lo tenía en modo vibración. Miro la hora de la llamada y, como no ha pasado demasiado tiempo, me dispongo a devolvérsela. No obstante, me atiende el buzón de voz, así que me toca fastidiarme.
—Seguramente ya está durmiendo.
No le dejo mensaje; odio hablar con un contestador, solamente lo hago si es algo urgente, así que pienso en enviarle un texto para que lo lea cuando se despierte, pero presumo que verá mi llamada perdida y creo que con eso será suficiente.
Me despierta el sonido insistente del timbre y unos golpes en la puerta. Tardo algunos instantes en reaccionar y entender que es aquí. Descalza y adormilada, bajo la escalera y, cuando llego a la entrada, miro por la mirilla. Aunque estoy bastante dormida, sé que no es una ilusión lo que veo: Marcos está montando un verdadero escándalo, y eso me saca de quicio. Le contesto a través de la puerta:— ¿Qué quieres?
—Ábreme.
—No quiero verte. Eres un maleducado insolente, ¡mira el patético espectáculo que estás dando!
—¿Dónde estabas anoche?
—¡¿Qué te importa?! No tengo por qué darte explicaciones.
—No juegues conmigo, Pau.
—No estoy jugando y no me amenaces. Lo nuestro terminó, y porque tú así lo decidiste. A decir verdad, te lo agradezco de todo corazón, creo que en el fondo era lo que yo no me atrevía a hacer.
Abro la puerta, me parece infantil estar hablando a través de ella. Lo dejo entrar y nos encaminamos hacia la sala, donde nos sentamos en el sofá, uno en cada punta.
—Podemos arreglarlo, Pau, yo sé que podemos.
—Deja de actuar como un caprichoso; estoy harta de tus idas y venidas, estoy harta de que sólo importen tus necesidades; no tengo por qué sentirme culpable, siempre te he dedicado tiempo y a veces hasta he descuidado mis asuntos por complacerte, porque de eso se trata siempre: de complacerte. Tú llevas una vida holgada y te puedes pasar todo el tiempo de viaje en viaje, o haciendo el vago, pero yo no puedo darme ese lujo, debo cuidar mis intereses, tengo metas.
—Voy a cambiar, te juro que lo haré y, en cuanto a una vida holgada, tú trabajas porque quieres.
—Trabajo porque el trabajo dignifica a las personas. Trabajo porque quiero tener mis propios méritos; no me gusta ser una mantenida. Y no sigamos discutiendo más, porque siempre acabamos en lo mismo. Se acabó Marcos; en realidad nuestra relación está rota desde hace tiempo, sólo que ni tú ni yo queríamos verlo.
Cuando le hice entrar, se había calmado, pero de golpe el gesto en su rostro se transforma. Marcos no está acostumbrado a no salirse con la suya, y mucho menos a que le contradigan. Se pone en pie y, sin decir más, se va dando un portazo que se oye desde la sala.
No quiero ponerme psicótica, pero sé que esto no ha acabado. Voy en busca de mi teléfono; lamento tener que llamar a Antoniette, porque hoy es su día libre, pero la necesito: es primordial que se encargue de llamar a los cerrajeros para que cambien las cerraduras. Después de hablar con Antoniette, telefoneo a mi secretaria.
—Perdona que te moleste en tu día de descanso, Juliette, pero necesito que me envíes un mensajero para que lleve unas cajas a casa del señor Marcos Poget, y necesito otro favor: el señor Bettencourt celebra hoy su cumpleaños, y me olvidé de pedirte que le compraras un regalo... ¿Podrías ocuparte también de eso y enviármelo a mi casa?
—No te preocupes, Paula, yo me encargo de todo. ¿Tienes alguna idea de lo que deseas regalarle al señor Bettencourt?
—Lo dejo a tu elección, confío en tu criterio.
Aunque es el día festivo de Juliette, ella siempre está disponible, a tiempo completo, para mí. Ésa fue la principal condición cuando la contraté, y su remuneración es realmente buena, así que es bien recompensada por los contratiempos. Por otra parte, no soy una jefa abusiva, siempre trato de no molestar a mis empleados si no es realmente necesario.
Tras terminar mi desayuno, doy un vistazo a mi teléfono. No tengo noticias de Pedro, pero no lo llamaré: anoche le devolví la llamada y no me atendió; ahora que vuelva a llamar él.
Con el fin de matar el tiempo y calmar el lío que tengo en la cabeza, decido ocuparme de mí. Me interno en el lavabo a darme un relajante baño de espuma y sales, lo necesito; me quedo un buen rato y eso me sosiega bastante. Cuando salgo, Antoniette, que hace rato que está en casa, me informa de que todas las cerraduras ya han sido cambiadas y eso acaba de tranquilizarme.
Me dispongo a adelantar algo de trabajo, así que entro en el despacho para poder hacerlo.
Abstraída en mi tarea, no me doy cuenta de que alguien entra; además, llevo los auriculares en los oídos, pues estoy escuchando música. Estela me quita uno de un tirón y en ese instante es cuando me entero de que no estoy sola.
—¡Estela!
—Hola, nena. ¿Qué haces trabajando un sábado por la tarde? Me abrió Antoniette..., ¿no es su día libre?
—Sí, pero tuvo que venir porque necesitaba que llamase a un cerrajero para cambiar las cerraduras de la casa.
—¿Y eso? ¿Ha pasado algo de lo que no estoy enterada?
—Anoche salí, y cuando regresé me encontré con una foto de Marcos conmigo, pegada en el espejo del baño. Estuvo aquí en mi ausencia.
—Ahora entiendo por qué anoche me llamó para ver si estabas conmigo. Me dijo que no le cogías el teléfono. Se le notaba bastante alterado.
—Lo tenía en vibración, pero obviamente tampoco se lo hubiese cogido. Nada más ver las llamadas, las descarté.
—¿Y dónde habías ido?
—Salí por ahí a tomar una copa. —Hago un gesto con la mano restándole importancia—. No quería quedarme sola en casa un viernes por la noche.
—¿Ahora te ha dado por salir sola?
—¿Y con quién quieres que salga? Te recuerdo que mi mejor amiga anda tras un fotógrafo que le ha quitado la voluntad y me tiene sumida en el olvido. —Nos reímos de forma escandalosa.
—¿Y Pedro? Ayer no pudimos seguir hablando en la empresa, pero la otra noche en casa de André os vi muy animados hablando. ¿Algo nuevo que deba saber?
—Nada, ya te he dicho que, debido al trabajo simplemente, intento tener una buena relación con él.
—Claaaro, y yo soy Caperucita Roja jugando en el bosque mientras el lobo no está. No me subestimes, querida amiga, te conozco muy bien.
Le saco la lengua. Me resisto a contarle nada; creo que aún no es el momento, pues, aunque Pedro me gusta mucho, a veces me siento insegura. No sé si estaré haciendo bien dando lugar a que ocurra algo más entre nosotros.
—Vas al cumple de André, ¿verdad? Pedro irá. Vengo del salón de belleza —me dice mientras sacude su pelo.
—Sí —intento sonar desinteresada—. A ti no te pregunto, ya sé la respuesta.
—Con permiso, Paula, ha llegado un muchacho que dice que viene a buscar unas cajas.
—Ah, sí, Anto, están en la habitación de huéspedes, la que está pegada a la mía. Pregúntale si sabe dónde tiene que llevarlas y, si no, facilítale la dirección de Marcos, por favor. Dale también los trajes que están sobre la cama, que se lleve todo lo de él.
Antoniette se me queda mirando. Aún no está enterada de que Marcos y yo hemos roto, pero creo que ahora empieza a entender el cambio de cerraduras.
—¿Qué? —la interrogo, replicando su mirada escrutadora.
—Nada, no he dicho nada.
—Por fin, Anto —le contesta Estela, verificando lo que ella supone—, aunque no lo puedas creer, ha dejado al niñato ricachón. —Antoniette intenta contener una risita ante las palabras de Estela.
—Basta —reprendo a Estela. No quiero que hable despectivamente de Marcos, aunque ella siempre lo ha llamado así. Pero ahora es diferente. Creo que la relación que hemos tenido merece respeto y por eso me molesta.
Antoniette nos prepara una crema de calabaza y espinacas y la obligamos a que se siente con nosotros a almorzar. Como de costumbre, Estela la hace reír tanto con sus ocurrencias que la pobre se atraganta varias veces con la comida. Como es su día libre y yo se lo he interrumpido, no le permitimos que recoja la mesa: lo hacemos nosotras y también nos encargamos de lavar los cacharros sucios, pero como ella es incapaz de quedarse quieta, anda tras nosotras haciendo sobre lo hecho.
— ¿Por qué miras tanto el móvil? Vas a gastarle la pantalla de tanto desbloquearlo —me dice Estela, y pongo los ojos en blanco—. ¿La llamada de quién estás esperando, a ver?
Intenta quitarme el teléfono, pero ni de coña se lo voy a dar.
—Deja de decir estupideces. No espero la llamada de nadie. Tengo un momento de ocio, que son pocos en mi vida, y estoy revisando mi cuenta de Facebook; hace mucho que no entro.
Entrecierra los ojos calculando si digo la verdad; sé que no me ha creído.
—Bueno, digamos que me creo la versión según la cual revisas tu cuenta de Facebook, pero no me chupo el dedo. Me voy temprano para arreglarme; pasaré a buscarte a las ocho, porque tenemos casi dos horitas de viaje.
—Bien, estaré esperándote.
Estela se va y yo sigo toda la tarde revisando cada dos segundos el móvil, pero no llega ni una llamada ni un mensaje de texto; ninguna señal de Pedro y eso ya me está fastidiando.
«Pero ¿qué se cree? ¿Piensa ignorarme después de lo que pasó anoche? Pues bien, yo también puedo ignorarle: ya se enterará, durante la fiesta, de lo que va a costarle su indiferencia.»
Estela pasa a buscarme puntualmente. Ambas estamos monísimas: ella con un minivestido con brillos en tonos bronce y dorado, y yo con un modelito blanco muy ceñido al cuerpo, con escote palabra de honor que resalta mis pechos, y que además tiene la espalda descubierta; es una creación de Estela que combino con unas sandalias doradas.
Durante el camino mi amiga parece desquiciada porque en el cumpleaños estarán los padres de André y no sabe a título de qué va él a presentarla.
—Tranquilízate. ¿Para qué estar nerviosa desde ahora? Espera a que llegue el momento.
—No quiero que me pille por sorpresa, no quiero quedar como una tonta.
—No creo que André te haga quedar como una tonta. ¿No habéis hablado de esto?
—¿Cómo dices? Te recuerdo que hace muy poco que estamos juntos. No espero que diga que soy su rollito, pero tampoco que me presente como su pareja.
—Bueno, entonces ¿qué problema hay? Seguramente no lo hará: como dices, hace muy poco que salís juntos, así que, si te los presenta, dirá que eres una amiga. ¿O tal vez ése es el problema? ¿Acaso sí quieres que diga que sois algo más?
—¡Tienes cada ocurrencia! —Sube el volumen de la música y, como la conozco, sé que la he pillado y la he puesto en evidencia, sólo que no se atreve a reconocer que está hasta las trancas por él.
Llegamos. La casa de los padres de André es una mansión en el valle del Loira, en la región de Perche, tan sólo a unas dos horas al sur de París. Ya están aquí algunos invitados.
Cuando entramos, André nos recibe apenas nos ve.
—Estás muy hermosa —le dice a Estela, mientras le da un suave beso en los labios.
—Tú también estás muy guapo.
—Venid, os presentaré a mi familia.
Entusiasmado, André coge de la mano a Estela y tira de ella hacia el interior de la casa; yo los sigo. Creo que mi amiga está a punto de desvanecerse por los nervios que tiene.
El señor y la señora Bettencourt se ven muy jóvenes y no salgo de mi asombro; además, parecen muy modernos.
—Mamá, papá, os presento a Estela Saunière, mi pareja. Ella es la diseñadora estrella de Saint Clair.
—Encantada, tesoro, ¡esto sí que es una sorpresa! —dice la mujer y Estela no reacciona, así que disimuladamente le pellizco el culo para que regrese del limbo y salude; noto también que André le aprieta ligeramente la mano—. Mi nombre es Ivette —le indica mientras la abraza. Quiero reírme, me hace mucha gracia, porque mi amiga está cohibida.
Luego es el turno del padre de André, que es más formal pero no menos afectuoso. La saluda con muchísima cordialidad y noto que Estela respira menos sofocada.
Finalmente es mi turno y André me presenta.
—Ay, pero si a ella la conozco... Eres más mona en persona.
—Gracias, señora Bettencourt.
—Ivette, tesoro, llámame Ivette. —Le sonrío mientras asiento con la cabeza.
—¡Tengo tanta ropa de Saint Clair! Me encanta y, desde que sé que mi hijo hace las fotos, se han vuelto mis prendas favoritas.
—Eres buena prensa, André —bromeo y nos reímos.
—Tal vez hasta tenga diseños de la novia de mi hijo, ¡qué emoción! —A Estela parece que se le ha comido la lengua el gato, pero de pronto se decide a hablar:
—Cuando quieras, lo organizamos para que pases por la casa matriz y elijas algunas prendas.
—Me encantará.
—Sí, Ivette, podrás elegir lo que desees; sólo tienes que concretar el día con Estela. Ella te buscará prendas exclusivas —le hago saber.
—Tous exclusive. Ma chérie, est un honneur.
Seguimos conversando sobre moda. André nos deja unos instantes con su madre, que no para de hablar. Luego ella nos lleva a presentarnos a unos tíos, a unos amigos de la familia y, por último, a los abuelos paternos de André.
Afortunadamente, para entonces Estela ya está más relajada.
Entre presentación y presentación, miro por todas partes buscándolo, pero no consigo encontrarlo. El corazón me late fuerte. Quiero verlo ya.
—¿A quién buscas? —me pregunta Estela en cuanto percibe mi mirada curiosa.
—A nadie.
—Tal vez todavía no ha llegado —me dice de manera socarrona—. Vayamos con André, así podremos preguntarle.
—No quiero preguntar por nadie.
—Cabezona. Te mueres por saber de Pedro.
Pongo los ojos en blanco y no le contesto. Justo pasa un camarero y me ofrece un daiquiri, que acepto de inmediato.
La fiesta avanza y no hay ni rastro de Alfonso. Estoy cabreada; recuerdo cómo me metió mano ayer y que se lo permití, y ahora tiene el descaro de dejarme plantada.
Encima ni siquiera ha sido capaz de llamarme.
Estoy de pie en la terraza mirando el cielo y bebiendo el tercer daiquiri. Varias modelos se me han acercado a saludarme; a algunas las conozco de la época en que solamente me dedicaba a las pasarelas y a otras, simplemente porque sé que pertenecen al medio. Todas saben que establecer relaciones conmigo es sinónimo de un posible trabajo, incluso algunas intentan indagar acerca de la próxima campaña. A quienes me parece que pueden servir, les he dicho la fecha del casting.
Me disculpo y me alejo. Me siento fastidiada. He venido a distraerme y no para hablar de trabajo, y encima mi mal humor es tal que creo que, si fuera una traca, ya hubiese estallado sin necesidad de ninguna llama.
—¿Aburrida?
—No, Estela. Hasta ahora he estado conversando sin parar.
Noto que me mira como queriendo decirme algo, la conozco.
—¿Qué pasa, qué me quieres decir?
—Nada.
Veo que mira a André y él le hace una seña; entonces ella parece más incómoda.
—Dímelo, Estela; te conozco.
—Ay, querida, es que André quiere que me quede con él todo el finde, pero le he dicho que no, que regresaré contigo.
—¿Eres tonta? Dame las llaves de tu coche, volveré sola.
—No te dejaré sola.
—Ni se te ocurra no quedarte; si no me das las llaves, te juro que regreso en taxi.
—Es que ésa no era la idea. Encima, Alfonso no ha venido.
—¿Qué tiene que ver Alfonso en esto?
—Le he preguntado por él a André y me ha dicho que no sabe qué le ha podido pasar. Le extraña, porque hasta ayer estuvo diciendo que sí vendría.
Me encojo de hombros y estallo:
—Sé muy bien por qué no ha venido: el rey de los machos se sintió herido por mi rechazo y se lo ha querido cobrar. Pero es un insolente y un muy mal amigo, porque André nada tiene que ver con que yo no haya querido acostarme con él.
—¿Qué? —Me coge del brazo y me lleva a un aparte, donde nadie puede escucharnos—. ¿Cómo que no quisiste acostarte con él? ¿Cuándo sucedió eso?
—Anoche. Salimos y, la verdad, no quise quedar como una chica fácil.
Mi amiga se tapa la boca y los ojos están a punto de salírsele de las órbitas; la he dejado ojiplática.
—Sabía que había algo más, y te juro que anoche, cuando llamó el niñato, rogué para que estuvieras con Pedro. Quiero saberlo todo.
—No hay mucho que contar. Eso: salimos, nos besamos, nos tocamos, y hoy me ha dejado plantada.
—¿Os tocasteis y no te quisiste acostar con él? Te has contagiado de la imbecilidad de Marcos y de sus niñerías. Ya lo digo yo: dime con quién andas y te diré quién eres.
—No seas mala; se lo quise poner difícil.
Se carcajea.
—Pero ahora te has quedado con las ganas. Estás jodida.
—El que se jode es él, porque hoy lo podría haber conseguido. Pero ya no, que se dé una ducha de agua fría, porque nunca más le permitiré nada de lo que obtuvo.
André se acerca y no podemos seguir hablando.
—Dame las llaves, Estela —le digo delante de él.
—¿Te quedas? —le pregunta André, esperanzado, y Estela ya no puede negarse. Por supuesto, me alegro: mi amiga se merece todo lo que le está pasando.
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