sábado, 3 de octubre de 2015

DIMELO: CAPITULO 20




Estoy de regreso en París. Ha sido un fin de semana maratoniano; me siento agotado, desesperanzado y con un humor de perros. En Lyon las cosas no están bien, pero lo he dejado todo lo más ordenado posible para regresar y alejarme de los problemas, que no acaban; por el contrario, parecen multiplicarse. Finalmente tuve que viajar, aunque no deseaba hacerlo.


Estoy bajo la ducha a la espera de que el agua caliente aplaque el agarrotamiento de mis músculos, pero los sucesos del viaje me tienen en vilo y me cuesta conseguirlo.


Repaso mi fin de semana. Cuando bajé del tren en la estación Lyon-Part-Dieu, comenzó el caos...


Es de madrugada. Me muero de sed, así que me acerco a la máquina expendedora de bebidas, pero la muy desgraciada se traga el dinero y no me da la botella. Dejo mi equipaje de mano en el suelo intentando armarme de paciencia para ver por qué demonios la máquina se ha trabado; descubro que le metieron un objeto para que eso ocurra, así que no podré sacar mi bebida. Resignado, le pego un golpe con la palma de la mano. Lisa y llanamente soy un idiota. Cuando me dispongo a recoger mi mochila..., ¡oh, sorpresa!, ha desaparecido. Miro rápidamente a mi alrededor y veo a un joven que corre hacia la salida; lo persigo por instinto, pero él cuenta con ventaja, así que finalmente termina escabulléndose.


Sin aire, intento serenarme y comienzo a pensar qué hacer. 


Recuerdo que sólo llevaba mis objetos de aseo, así que no vale la pena poner la denuncia, no deseo retrasarme más. 


Me toco los bolsillos para constatar que llevo mi documentación encima al igual que el dinero. Como en definitiva no se ha llevado nada importante, decido irme.


Cojo un taxi y llego a mi apartamento en el barrio de Les Brotteaux, en Lyon. Está a punto de amanecer y estoy muy cansado, necesito dormir al menos algunas horas. Anoche, en París, al regresar a mi apartamento del barrio de Bastille tras dejar a Dominique en su casa, me encontré con esta emergencia que hizo que tuviese que salir de inmediato para acá.


El apartamento, en el quinto piso del bulevar des Belges, está frío a pesar de que la temperatura fuera es muy agradable. Se nota que está deshabitado, pero no me detengo a pensar mucho en ello, no quiero recrearme en mi esplendor malogrado. Voy hasta mi habitación, descubro la cama, que está tapada por una sábana blanca, y me tiro en ella. Estoy por dormirme, pero antes de que eso ocurra
decido ponerme la alarma porque tengo una reunión con los abogados y los acreedores a las diez y podría no despertarme a tiempo. En ese momento es cuando me doy cuenta de que el ratero se ha llevado mi móvil, ya que antes de bajar del tren lo había metido en el bolsillo de la mochila.


¡Maldita suerte! Automáticamente entiendo que no tengo forma de avisar a Paula ni a André de que no podré acudir a la fiesta de cumpleaños de esta noche.


—Basta, necesito descansar, mañana debo tener la mente despejada.


Duermo sobresaltado por miedo a que se me haga tarde, pero eso no sucede y a la hora pactada llego a la reunión, en la que no me va del todo bien pero tampoco del todo mal. 


Como no quiero ser pesimista, decido no considerarla tan negativa. Hemos llegado a un arreglo y eso es bueno, aunque no me favorezca.


Tras salir de la reunión, decido ir al Brasserie Le Splendid, un restaurante situado frente a la antigua estación de ferrocarril de Lyon, que está a tan sólo dos paradas de autobús de donde me encuentro, en el centro financiero de la Part-Dieu. Entro en el lugar decidido a comer los famosos escargots à la bourguignonne, me acomodo, pido una copa de vino blanco y, cuando me traen el platillo, sabe exquisito, tal cual lo recordaba. Lo disfruto mientras intento dejar atrás la reunión de la mañana.


Cuando termino de almorzar, regreso caminando a casa; está a unas pocas manzanas de aquí y considero que el aire me despejará la cabeza. Por la tarde, tras ver un poco de televisión y pegarme una ducha, me ocupo de salir a comprar un nuevo móvil y gestiono el mismo número que tenía, pero la línea aún no está habilitada. Completada esa tarea, voy hasta una inmobiliaria para contactar con un agente de bienes raíces y poner en venta la casa de mi madre. Me duele mucho tener que hacerlo, pero no me queda otra opción y ella ya no la volverá a habitar, tengo que asumirlo.


El domingo visito a mi madre en la clínica. Cada día está peor; me duele que ya ni me reconozca, creo que está entrando en un estadio grave del Alzheimer; su cuidadora así me lo advierte... Al parecer, los fármacos ya no retrasan más el avance de su patología. Eso me hunde más el ánimo; ella siempre ha sido una persona sumamente presumida y activa, y verla así, repitiendo frases inconexas una y otra vez y sin reconocerse a ella misma frente al espejo, me desgarra el alma.


Le pido perdón por poner su casa en venta; me mira, me oye, pero no procesa lo que le digo, no me comprende. 


Estoy un rato más con ella. La peino, e incluso le pinto las uñas de las manos, porque a ella le gustaba llevarlas arregladas. Me siento extraño haciendo esto, pero no sé de qué forma compartir vivencias con ella, ya que es imposible que mantengamos una conversación coherente.


Luego la beso y parece molestarle. La abrazo con fuerza y parece más fastidiada, así que, ya que no voy a recibir de su parte el abrazo que necesito, decido no torturarla más y también dejo de torturarme a mí mismo: me despido y me voy. Me duele dejarla aquí, pero sé que está bien atendida; necesita una atención permanente y en la clínica se la brindan.


Es lunes por la mañana y espero conseguir aturdirme con el bullicio de París, ya que necesito olvidarme de todos los sucesos del fin de semana. He terminado de ducharme, cierro los grifos y me quedo en el plato de ducha para que se escurra un poco el agua de mi cuerpo. Aprieto con fuerza los ojos y la imagino; concluyo que tengo ganas de verla y no pretendo refrenar mis ansias. No haber podido siquiera oír su voz en todos estos días me tiene nervioso, y eso me descoloca, porque está empezando a asustarme esto que siento con sólo pensar en ella. Paula ha puesto mi vida patas arriba.







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