viernes, 2 de octubre de 2015

DIMELO: CAPITULO 17





No sé por qué me he quedado, aún no entiendo el motivo por el cual todavía estoy sentada aquí.


Lo miro, lo miro un poco más y lo sigo mirando... y entonces me doy cuenta de que sé perfectamente la razón, pero no quiero reconocerla; si no la reconozco, puedo hacer como que no es así. Aunque, por más que lo niegue, por más que no lo diga, lo cierto es que este hombre está volviéndome loca y me atrae muchísimo.


Se acerca y me retira el pelo de la cara. No me dice nada, él también me observa y no aparta la mirada de mí. Creo que también está intentado entender algo.


—Come —me dice con un tono que me pone más a mil todavía; le da un trago largo a su cerveza y continúa comiendo.


«¿Es que acaso piensa ignorarme toda la noche?»


Maldigo todo lo que le he dicho, maldigo no tener la fuerza suficiente para levantarme e irme, maldigo que mi cuerpo haga todo lo contrario de lo que pienso. Me pongo de pie y no levanta la cabeza de su plato.


«¡Aaah, qué hombre más odioso!»


Quiero gritar, quiero salir corriendo de aquí. Sin embargo, me quedo tiesa. Continúo sin entender qué es lo que me detiene.


—¿Dónde está el baño?


Levanta la cabeza, me sonríe, burlón, y sé que sabe que nuevamente no he sido capaz de irme y dejarlo plantado.


—Al fondo. —Señala con la mano y sigue comiendo.


Me voy hacia el baño toda enfurruñada; es el colmo de la descortesía y no creo merecerlo. Allí, me miro en el espejo y me desconozco: no soy una mujer sin carácter, pero Pedro parece habérmelo quitado. Me refresco y salgo; al volver, nos sirven el segundo plato. Ya tengo un nudo en el estómago y no sé si me pasará bocado. Realmente estoy pasándolo mal.


Moja una tempura en salsa tentsuyu y, cogiéndome por sorpresa, me la mete en la boca.


—Crocante y deliciosa, ¿verdad?


Está realmente así, pero no sé qué decir. Estoy desconcertada por lo cambiante que es su estado de ánimo. ¿Será siempre así?


—¿Te gusta? —insiste para que le dé una respuesta.


—Sí, está deliciosa, tal como has dicho.


—Dime, ¿tienes idea de cuándo viajaremos?


—Aún falta conseguir algunos permisos; en cuanto estén, concretaremos y sacaremos los pasajes.


—¿Cuántos días calculas que estaremos fuera?


—Supongo que no serán más de siete. —Me llevo un bocado a la boca y luego le digo—: Tienes razón, se come muy bien aquí.


—¿Has visto?


Pedro, ¿puedo preguntarte algo?


—Dime.


—¿Por qué te has enojado tanto?


Me mira y, cuando creo que me contestará, me dice:
—¿Irás al cumpleaños de André?


—¿Tú irás?


—Sí.


—Le he prometido que acudiré. André siempre organiza buenas fiestas. —Es evidente que no piensa contestarme. Hombre terco.


—¿Hace cuánto que conoces a André?


—Hace... cuatro años, más o menos. Lo conocí en una producción fotográfica para Agent Provocateur, cuando trabajaba como modelo para la marca. Me gustaron tanto las imágenes que me sacaba cuando él me fotografiaba que me lo llevé conmigo cuando creé Saint Clair; se lo robé. A
fecha de hoy es el único que me saca fotos. Salvo en eventos, claro.
»Tendremos que ir a algunos eventos cuando salga la nueva colección, deberemos hacer promoción. Eso te ayudará a ti también a promocionarte. ¿Has pensado en lo que te comenté de buscar un agente?


—No lo he hecho, ya veremos.


Seguimos comiendo; poco a poco nos vamos relajando y la cena se vuelve muy amena; nos reímos mucho, nos damos de comer en la boca... Pedro, cuando quiere, puede ser muy caballeroso y en extremo seductor.


Terminamos de cenar y me invita a tomar una copa en un bar del que nunca he oído hablar, aunque según él es un sitio muy interesante. No deja de extrañarme que, sin ser de París, conozca tantos lugares inusuales; bueno, inusuales para mí, que estoy acostumbrada a ir sólo a sitios de cinco
estrellas... Así era siempre con Marcos: todo locales selectos para VIP. Los lugares a los que me lleva Pedro tienen su encanto; a decir verdad, él tiene su encanto: es diferente, enigmático, decidido y, aunque a veces tenga un carácter muy incívico, creo que me gusta el conjunto de este hombre.


Llegamos a un local sencillo y donde apenas concurren turistas, por lo que me asombra mucho más no conocerlo. 


Es un piano-bar llamado Aux Trois Mailletz y está ubicado en la entrada del barrio Latino, junto a la iglesia de Saint-Severine. Su particularidad radica en que no es un típico bar.


En la planta principal hay una mezcla ecléctica de jazz, ópera, canciones de Édith Piaf... Pero no nos quedamos aquí, sino que descendemos por una escalera de metal hacia un sótano donde la edificación es llamativa: es una cueva con un tablado; los techos abovedados le confieren un aire misterioso y me recuerdan a los arcos de las famosas catacumbas de París. Pedro me guía de la cintura y nos
acomodamos en una mesa apartada. Por primera vez durante la noche, se muestra muy caballeroso: aparta mi silla y espera a que me siente. En ese espacio todo es el mejor estilo latino francés: rumba, sabor y mucho ritmo. Y se nota que se está gestando en el lugar una gran fiesta.


—Espero que te guste el sitio. Es muy peculiar: un cabaret donde los artistas que cantan y tocan en vivo son los mismos empleados a los que seguramente verás también sirviendo las mesas.


Se acerca a mi oído para hablarme y su aliento me produce un hormigueo en todo el cuerpo. Me remuevo sin poder evitarlo y me quito la chaqueta, que cuelgo en el respaldo de la silla. Estamos sentados contra la pared y Pedro ajusta su silla para quedar más cerca de mí. Noto de pronto cómo
mira mi escote sin disimulo, pero no me molesta; a decir verdad, elegí esta camiseta para que lo hiciera.


Comienza el show y diferentes personajes van pasando por el entarimado que está al fondo del local. Cantan temas en varios idiomas y todo se anima muchísimo; se nota que parte de los presentes son clientes habituales. Animados por los ritmos de Latinoamérica, se suben a las mesas y bailan, y
otros cantan a la par de los artistas... Cada uno está en lo suyo, muy divertidos. El ambiente del local es de penumbra, dado que la iluminación procede de las velas de las mesas y de los focos del entarimado. Decidimos tomar postre porque no lo hemos llegado a tomar en el otro sitio, y ambos elegimos una tarta de frutas de temporada.


—¿Te animas a tomar una champán que no sea el que bebes siempre, o prefieres que pida vino?


—Vamos con el champán.


Hoy estoy dispuesta a que todo sea diferente; creo que necesitaba hacer algo distinto con mi vida y de la mano de Pedro lo estoy haciendo.


Cantamos Propuesta indecente. Conocía la canción en la voz de Romeo Santos, pero la versión del cantante que ahora la ejecuta es muy buena.


Él quiere bailar; yo me siento un poco avergonzada y no sé por qué; insiste y, finalmente, me animo. Nos levantamos y nos unimos a los demás, que se mueven al ritmo de la música que nos eclipsa. De pronto me siento muy sensual; esto es adrenalina corriendo por mi cuerpo, y me gusta.


Bailo junto a Pedro, que se mueve también estupendamente. 


Lo cierto es que los ritmos latinos se le dan genial. Me asombra cómo se mueve, me encanta, y sumo algo más a las muchas cosas que estoy descubriendo que me gustan de él.


Me río y en ese momento me coge de la cintura, se acerca a mí y... Estoy ardiendo. De un movimiento, me sube en el banco central y él, sin esfuerzo, aparece a mi lado; no somos los únicos subidos a la tarima, pero así nos lo parece, como si solamente él y yo estuviéramos ahí.


Mientras bailamos, nos besamos y nada importa, nada existe a nuestro alrededor; no dejamos de movernos, esto es verdaderamente muy caliente: el baile es caliente, la canción es caliente..., pero no quiero ir tan deprisa.


«Pedro Alfonso, eres un cohete lanzado por la Nasa. ¿Cómo detenerte? No paras de seducirme.»


Dios, me da vergüenza pensar y sentir así, pero estoy encharcada, y léase este término en todos los sentidos que presenta, porque así es como me siento.


«¿Es esto normal?»


Me desconozco, nunca un hombre me ha puesto las hormonas a pensar tanto.






DIMELO: CAPITULO 16





Hago el camino que me ha indicado y, cuando estoy llegando, la veo esperándome donde me ha dicho. Está hermosa vestida de blanco. La admiro desde lejos y creo que se me parará el corazón por la belleza de esta mujer. 


Siento que es mi edén, pero también se está convirtiendo en mi perdición.


Freno justo a la altura donde está parada y bajo la ventanilla de mi lado para ofrecerle una amplia sonrisa que me es correspondida. Estoy seguro de que está esperando a que me baje a abrirle la puerta, pero he decidido que no lo haré, así que me estiro, abro desde el interior la puerta del
acompañante y le indico con eso que estoy esperando a que suba. Al instante se muestra divertida, echa la cabeza hacia atrás y sé que ha adivinado mi intención; se ríe festejando mi falta de caballerosidad, así que comprendo también que no dirá nada porque ya ha entendido mi juego. Da la vuelta al coche y sube. Mientras ella camina, yo aprovecho para desprenderme del cinturón y así tener más libertad dentro del vehículo. No la dejo pensar siquiera y, nada más sentarse, la cojo por la nuca y me apropio de su boca; hurgo en ella con mi lengua pero intento ser mesurado, aunque la
verdad es que me encantaría perder la calma por completo. 


Retomando el control, me aparto; debemos ir a cenar y, si sigo besándola, de lo único que tendré ganas será de reclinar el asiento e intentar hacerla mía aquí mismo. Salgo de su boca y lamo sus labios antes de soltarla. Me relamo.


—Mmm, sabes a chicle Hollywood Sweetgum.


Ríe, sube una mano hasta mi nuca y no me deja apartarme por completo; su mano en mi piel me escuece.


—Es el brillo labial —me informa y luego me da un toque de labios con naturalidad.


Me libera, resuelta, para colocarse el cinturón de seguridad y que podamos marcharnos.


Me quedo mirándola un poco incrédulo; no me esperaba que actuara de forma tan natural conmigo. La imito y me abrocho el cinturón, dispuesto a salir de allí; pongo primera y doy la vuelta para encarar la salida. Vive en un barrio semiprivado. 


Cuando estamos llegando al portón, éste se abre y me doy cuenta de que lo ha activado ella con un mando a distancia. 


Una vez que salimos, vuelve a accionarlo y lo guarda en su bolso. Cojo la avenida Foch y me interno en el tráfico en
dirección al barrio de Saint-Germain. Tengo unas expectativas muy altas de esta noche juntos.


Llegamos a la calle d’Argenteuil, muy cerca del Palais Royal, y busco dónde estacionar mi automóvil.


—Hemos llegado —le indico, y ella me mira un poco desconcertada. Sé que está esperando que le diga adónde vamos—. Es ese restaurante que ves ahí. —Señalo con la mano un lugar muy sencillo, con un toldo de color naranja—. Como verás, aquí no podrás tomarte un Dom Pérignon, no creo que lo incluyan en su carta, pero te aseguro, como ya te comenté, que podrás comer las mejores tempuras que hayas probado jamás. ¿Qué dices, bajamos?


—Bajamos.


Toma la manija y, tras quitarse el cinturón, desciende del coche; no me extraña que no espere a que le abra la puerta, creo que ha entendido que no la trataré con ninguna de las deferencias a las que está acostumbrada. Me espera a un lado del automóvil mientras me apresuro a bajar y lo rodeo sin quitarle la vista de encima. Cuando me sitúo a su lado, le ofrezco mi mano para que caminemos juntos y ella, gustosa, me facilita la suya. Me encanta tenerla así; en un gesto cariñoso se la beso y echamos a andar. Anclo mi vista en ella; la miro sin dejar entrever lo que pienso, porque eso creo
que la haría sonrojar. Me ofrece una sonrisa plena y puedo notar que está distendida, como si hubiese encontrado su verdadera autonomía, y presumo que se siente así porque a mi lado no tiene necesidad de fingir, ni de comportarse de ninguna manera supuesta. Eso es lo que quiero, deseo demostrarle que, junto a mí, puede dejar de ser la figura pública y ser ella misma.


Por fin entramos en el modesto restaurante, y observo que estudia el entorno.


—¿Quieres comer aquí? —le pregunto porque quiero asegurarme; sé que el lugar dista mucho de los sitios donde ella debe de estar acostumbrada a comer y no deseo forzarla ni que se sienta incómoda.


—Todo se ve muy limpio, acomodémonos.


Atravesamos la terraza cubierta y las mesas en el interior; con mi mano apoyada en su cadera, la guío hacia la barra con vistas a la cocina, donde veo que hay espacio para que nos sentemos. La recepción que nos ofrecen es muy amable; los empleados son todos asiáticos y, si miramos
alrededor, se pueden ver muchos clientes japoneses, lo que por supuesto es buena señal. Le alcanzo la carta y le sugiero que pidamos el menú, que contiene una entrada de arroz y pollo en salsa salsifí y, como plato principal, una tempura de camarones y verduras.


—Pero a ti no te gusta la comida japonesa, obviemos el entrante —me dice, solícita.


La cojo por la barbilla y me acerco para hablarle a apenas cuatro o cinco de centímetros de distancia.


—Si tú puedes obviar el Dom Pérignon y sentarte en un lugar que dista mucho de los lugares a los que estás acostumbrada a ir, yo puedo comer un menú enteramente japonés.


Me besa suavemente los labios y el contacto sutil vuelve a cogerme por sorpresa.


—¿Podemos pedir antes un aperitivo?


—Por supuesto. ¿Te parece que tomemos un Calpis?


—No sé lo que es.


—Es un refresco típico de Japón, a base de lácteos, con sabor cítrico y dulce; creo que puede gustarte.


—Probemos.


Pido y no tardan en traernos los refrescos. Da el primer trago y exclama:
—Mmm..., ¡exquisito! Eres un gran conocedor de las costumbres japonesas para no gustarte su comida. —La obsequio guiñándole un ojo—. Pedro, hay algo que quisiera comentarte; no sé si te has enterado de que ha salido una noticia sobre nosotros en una revista.


—¿Ya han salido las fotos que preparamos?


—Lo que se ha publicado es una foto nuestra en las Tullerías: es una toma del momento en que tú me tienes abrazada, cuando me sacaste del tumulto. En la revista, que es de cotilleo, insinúan que tú y yo tenemos algo desde hace tiempo y que por eso se entiende por qué un total desconocido será la nueva cara de la campaña de Saint Clair.


—Bueno, esperemos que hoy no nos cace ningún paparazzi, si no, darán por sentado el romance. —Intento hacer un poco de broma—. ¿Te preocupa esa noticia?


Niega con la cabeza mientras sorbe su bebida.


—En absoluto.


—Tal vez no soy buena imagen para ti.


—Según tú, ¿cuál es una buena imagen para mí?


—Marcos Poget; supongo que él sí lo es.


—Hoy estuvo en Saint Clair.


Siento que se me anuda el estómago al oír lo que acaba de decirme; debería haber sabido que regresaría y debería haberme dado cuenta de que esta cena era para ponerme en mi lugar. No contesto nada; si quiere decir algo al respecto, que lo diga ya. Pero entonces... ¿por qué ha permitido que la besara? ¿Y por qué me ha besado ella a mí?


—Vino a pedirme explicaciones. —Nos traen nuestro pedido, pero sinceramente creo que nuestra noche se ha arruinado.


—Si lo que necesitas es que hable con él para dejarle claro que entre tú y yo no hay nada, no tengo problema en hacerlo.


—¿De qué hablas, Pedro? Estoy aquí sentada contigo. ¿Eso no significa nada para ti?


—¿Qué tendría que significar?


—Te creía más inteligente.


—Yo también pensaba eso de ti, pero supongo que la fortuna Poget es muy tentadora.


Saco mi billetera y no sé por qué de pronto me encabrono tanto, pero estoy así, cabreado a la enésima potencia. Le pido al camarero que me cobre todo lo que hemos pedido. 


Sin entender nada, y es lógico porque ni yo mismo lo hago, ella me mira.


Pedro, no quiero irme.


Coge mi mano y me quedo mirando su agarre.


—Deja de sacrificarte. ¿Cuál es tu juego? No tienes necesidad de seguir burlándote de mí, estás aquí haciendo un esfuerzo sobrehumano, sentada en un restaurantucho de mala muerte, cuando podrías estar cenando tal vez en... Le Procope, con Poget; sin duda sería un lugar más acorde a tu
rango y ahí te servirían tu maldito champán favorito.


—Eres un necio, eres más necio que él. Llévame a mi casa.


Se pone en pie esperando que me levante. Pero ¿quién es ella para ordenarme qué hacer? Está muy equivocada si cree que me va a manejar a su antojo. Dejo de mirarla a los ojos y me pongo a comer el arroz y el pollo.


—¿Sabes qué? Ahora el que no quiere irse soy yo, así que, si quieres marcharte, tendrás que buscarte un taxi, porque he venido a cenar y de aquí no me iré hasta que lo haga.


Pedro, por favor, nos estás poniendo en ridículo, todos nos están mirando.


—Siéntate y come si no quieres que nos miren, o vete de una vez.


«Mierda, malditas mujeres que todo lo hacen difícil.»


Contra todo pronóstico, se sienta a mi lado; en verdad creí que se iría. Deja su bolso a un lado, toma los palillos chinos y los hunde en el arroz.


Estoy cabreado y no sé por qué. Tal vez estoy siendo injusto y me estoy comportando como un cerdo. El silencio se instala entre nosotros. Le doy un sorbo a la clásica cerveza japonesa Kirin, con espuma congelada, y veo que ella también toma su vaso y bebe; luego hunde su dedo en la bebida y me toca la nariz, dejándome un copo de espuma esparcida en ella. Me limpio y nos quedamos mirándonos.


Pedro, me pareces un hombre sumamente interesante, pero a veces eres muy jodido. De todas formas, quiero conocerte, sería una hipócrita si no admitiese que ese beso que nos dimos me gustó. Quiero que esta noche lo pasemos bien, no espero nada más que esta noche; si tiene que haber una siguiente, supongo que se dará de forma natural.


Estiro mi mano y cojo la suya, entrelazando mis dedos con los suyos. Me gustaría preguntarle por Poget, pero me contengo; no me reconozco a mí mismo. Me quedo mirándola a los ojos y ella parece leerme la mente.


—Estoy aquí contigo, intentando tener una cena agradable y sacarte el mal humor.












jueves, 1 de octubre de 2015

DIMELO: CAPITULO 15




Voy saliendo de una reunión de último momento, que se convocó para tratar un tema del área de gestión de operaciones. Necesitamos encontrar un nuevo proveedor de materia prima, porque el que normalmente nos sirve ha tenido un problema y no podrá cumplir con todo el pedido que le hemos hecho; el proveedor alternativo al que acudimos siempre en estos casos no cuenta con la cantidad
suficiente, algo inverosímil, y eso hace que peligre poder llegar a tiempo con la producción de la próxima colección.


Suena mi móvil y miro la pantalla; no tengo registrado el número y, por lo general, no cojo ninguna llamada de desconocidos, pero espero la llamada de Pedro y, aunque me parece poco probable que sea él, atiendo.


—Hola, Paula, soy Pedro.


Quería decirle que no es preciso que me aclare quién es, porque ya he reconocido su voz apenas ha dicho «hola», pero no lo hago.


—Llámame en diez minutos, por favor, ahora salgo de una reunión; dame tiempo para llegar a mi despacho. —No quiero que nadie me oiga hablando con él. El corazón me late muy fuerte y de inmediato aprieto el paso.


—Perfecto.


Ambos colgamos; guardo su número en mi móvil y trato de despedirme rápido de todos los que están allí. Salgo de la sala de juntas y camino directa a mi despacho; ando lo más rápido que puedo considerando que estoy subida a unos tacones de dieciocho centímetros, pero eso no es mayor
impedimento. Cuando llego a la antesala de mi despacho, me encuentro con la becaria contable, a la cual he llamado para que me asista en un tema de análisis que quiero terminar con urgencia.


—Fanny, ¿puedes esperarme unos instantes? Enseguida veremos eso. Sírvele un café o lo que quiera mientras me espera —le indico a Juliette.


—No hay problema, vaya tranquila.


Entro en el despacho y ellas se quedan cotilleando; en otro momento no lo hubiera permitido, porque detesto que la gente esté ociosa; tareas hay de sobra en la empresa. Pero ahora mi prioridad es otra, así que ni me preocupo por ellas. 


Me siento en el sofá e intento inspirar y expirar con calma
mientras miro la pantalla de mi móvil, esperando que él vuelva a llamar.


—No es posible que esté tan ansiosa —digo en voz alta con el fin de regañarme por el estúpido momento que estoy viviendo.


De pronto mi teléfono empieza a sonar en mi mano y leo el nombre de Pedro; dejo que suene unas cuantas veces y, tras respirar profundamente, atiendo:


Pedro, disculpa que antes te haya cortado.


—No te preocupes, entiendo perfectamente las actividades de un gerente general.


—No has tardado en conseguir mi teléfono —apunto con un poco de sorna.


—Conseguirlo ha sido como un juego de niños, tendrías que haberme puesto un obstáculo más difícil. —Una oleada de risas se oye a ambos lados de la línea; no me importa que me perciba relajada; a decir verdad, no me importa nada.


—Tal vez no quería ponerte uno muy complicado.


—¿No confías en que hubiese podido superarlo?


—Creo que eres muy hábil, Pedro, pero debes saber que no todo será tan fácil como conseguir mi teléfono.


—¿Ah, no? Conseguir un beso tuyo tampoco fue una tarea muy difícil.


—No presumas tanto. Te lo puedo poner verdaderamente complicado, no me subestimes.


—No lo hago; créeme, sé que tienes tendencia a ser un poco estirada.


—Esa apreciación no ha sido muy caballerosa.


—¿No te gusta que te digan la verdad?


—No tengo problemas en oír la verdad, pero me molesta cuando la verdad viene de un hombre que es un completo capullo.


—Qué mal concepto tienes de mí, mira que puedes equivocarte.


—Tendrás que esforzarte por demostrármelo.


—No hay problema, puedo refutar tus palabras y espero que tú también puedas refutar las mías.


—Veremos... No siempre soy estirada, sólo lo soy con quien se lo merece.


—Uf, tiene un lenguaje muy agudo, señorita Chaves. Tu lengua parece muy diestra.


Me río en silencio. Sé lo que intenta insinuar; es un insolente, pero me encanta que sea así de desvergonzado. 


En este momento estoy imaginando su cara de provocador, con ese pelo revuelto que le da un aire de recién follado. 


¿Qué pinta tendrá recién follado? ¡Basta, Paula!, céntrate en la conversación y deja tus pensamientos a un lado, demuestra que tienes un poquito de recato.


—He aprendido que una respuesta corta y directa, al grano, surte más efecto que una larga y poco concisa.


Se ríe sonoramente porque sabe que he esquivado su insinuación. Pero él parece no tener fin en sus indirectas.


—¿Y qué más sabes hacer con tu lengua? Digo, además de hablar y besar, ¿sabes hacer otra cosa?


Maldito pervertido, no tiene un ápice de respeto.


—Sé hacer muchas cosas... Lamer un helado, degustar una copa de Dom Pérignon, saborear un excelente plato de tempura.


—¿Puedes esta noche?


—Ven a buscarme a las ocho y media por mi casa.


—Genial, allí estaré. Vístete de forma sencilla.


—¿Cómo?


—Que tu ropa sea casual; iremos a un lugar sencillo, pero donde podrás comer la mejor tempura que hayas probado en tu vida.


—Gracias por avisar cómo debe ser mi atuendo, eso es muy caballeroso.


—¿Has visto? Sé cómo serlo.


—Espero que esta noche te comportes como tal.


—Puedo ser el hombre más respetuoso del universo, si eso es lo que esperas. ¿Eso es lo que quieres?


Me quedo callada, pues no se me ocurre nada ocurrente que responder: lo que me ha preguntado me ha dejado sin habla. 

Quiero decirle que no, pero él va muy rápido y yo tengo que mostrar un poco de cordura en mis emociones. No estoy dispuesta a revelarle que me muero por probarlo íntegro,
aunque creo que él ya lo sospecha y por eso su atrevimiento no tiene límites.


—¿Sigues ahí?


—Te espero a las ocho y media, sé puntual.


Corto la llamada como mecanismo de defensa, y me siento débil; su lujuria hace que pierda todo mi sentido común y que lo desee como hace mucho que no deseo a ningún hombre.


—Marcos. —Su nombre sale de mi boca como un claro deseo de lo que no quiero más en mi vida y en ese instante no puedo dejar de pensar en lo estancada que había estado nuestra relación, hasta el punto de haber perdido todo interés en él.


Pedro vuelve de inmediato a mi pensamiento, y su recuerdo me provoca un cosquilleo en todo el cuerpo que me hace estremecer. Recuerdo de pronto que fuera me espera la becaria, y es absolutamente necesario que deje mis pensamientos voluptuosos de lado y me ponga a trabajar.


La puerta se abre en ese instante y, como un torbellino, aparece Marcos en mi despacho.


—Monsieur Marcos, déjeme anunciarlo.


Alcanzo a oír cómo mi secretaria intenta detenerlo, en vano porque él ya está dentro.


—Está bien, Juliette. —Mi secretaria cierra la puerta y desaparece.


—¿Qué haces aquí? —No tengo ganas de verlo.


—Las preguntas las hago yo.


Lanza una revista sobre mi escritorio y me dice de una forma nada agradable:
—¿Qué mierda significa esto?


—No sé de qué estás hablando.


La coge de nuevo y me la pone delante de los ojos para que la vea.


—De esto estoy hablando —dice mientras, ofuscado, golpea la publicación con la otra mano.


Fijo mi vista en el ejemplar de una de las revistas de cotilleo de Francia y veo una foto en la que salimos Pedro y yo en los jardines de las Tullerías; en ella, él me tiene contra su pecho y rodea mi cintura con su mano.


«Mierda.»


Leo rápidamente el título del artículo: «La nueva conquista de Paula Chaves es la cara de la próxima campaña de Saint Clair».


Me siento en mi sillón y, con aire despreocupado, le digo:
—No tengo por qué darte ninguna explicación, tú y yo hemos terminado.


Tira la revista contra los ventanales que hay detrás de mí y me sobresalto.


—Paula, no me jodas. ¿Hemos terminado? ¡Y una mierda!


Rodea el escritorio, me coge por el brazo y me pone en pie sin ningún esfuerzo. Con su otra mano, me coge por el mentón y me habla muy cerca. Puedo ver y sentir la tensión en su cuerpo.


—¿Qué coño tienes con ese estúpido modelito?


Lo aparto de mí y lo fulmino con la mirada.


—Primero, nunca más te atrevas a tratarme así —le advierto levantando el índice—. Segundo, no tengo por qué darte explicaciones: tú y yo cortamos, y la decisión la tomaste tú.


—¿Dónde lo conociste? ¿Cuánto hace que te está follando?


Le doy una bofetada; me ha sacado de mis cabales. ¡¿Cómo puede insinuar algo así?! Me agarra por una muñeca e intenta besarme, pero me resisto.


—¡Basta, Marcos, basta! ¡Por Dios, no te comportes como un cerdo!


Me abraza.


—Te amo, Pau.


Yo no le contesto; él se aparta y se pasa las manos por el pelo. Siento un poco de piedad por él y le digo:


—Marcos, esa foto no es lo que parece, te juro que jamás te he engañado. Mientras hemos estado juntos, siempre te he sido fiel, y me duele que pienses lo contrario. No voy a explicarte esa foto porque no merezco que desconfíes de mí. Pedro es sólo el modelo de la próxima campaña.


—Me ves cara de estúpido, ¿no? Ahora entiendo por qué tanto desinterés... Ya tenías algo con él —afirma, entrecerrando los ojos—. Te aseguro, Paula, que ni tú ni nadie se burla de mí. Atente a las consecuencias.


Tras lanzar la amenaza, da media vuelta y sale de mi despacho dando un portazo que me hace estremecer. 


Superada por el desagradable momento, me siento en el sillón de directora y apoyo los codos en el escritorio mientras me cojo la cabeza. Sé positivamente que los gritos se han escuchado desde fuera; me levanto y cojo la revista que está tirada en el suelo de cualquier manera y la pongo en uno de los cajones del mueble. Antes de cerrarlo, miro la foto de la portada, donde se ve a Pedro abrazándome; suspiro mientras nos observo y luego lo cierro.


Vuelvo a mi sitio tras el escritorio e inmediatamente me cubro de un manto de dignidad; a continuación, le indico a Juliette que haga pasar a la becaria.



****


Son las ocho y ya estoy lista, esperándolo. Me dijo que me vistiera casual y pensé que sería fácil elegir la ropa, pero la verdad es que se volvió una tarea mucho más complicada de lo que creí en un principio. Me cambié cuatro veces, pues nada me convencía; quería estar sencilla pero sexi y nada me parecía adecuado para la imagen que quería dar. 


Finalmente, me decidí por unos pantalones blancos
desgastados en la rodilla, una camiseta blanca sin mangas muy ajustada, con un escote redondo que tiene una fisura en el medio y deja ver el valle entre mis senos, y de abrigo, una cazadora de cuero de color blanco. En los pies llevo unas botas cortas de color suela que combina con el de mi bolso.


Estoy ansiosa; tengo la boca seca, así que rápidamente cojo una botella de agua y me la bebo completa. A la hora acordada, suena mi teléfono.


—Estoy fuera.


—Entra, te abro el portón; ve en línea recta hasta la rotonda y luego gira a tu izquierda hasta el final de la calle, te esperaré en la puerta.


Corto la llamada y le abro; luego, a toda marcha, paso por el baño para retocar mi brillo labial, que seguro que se me ha borrado al beber el agua. Inspiro profundamente, ahueco mi cabello para separar las mechas y me dirijo a la puerta.