viernes, 2 de octubre de 2015

DIMELO: CAPITULO 16





Hago el camino que me ha indicado y, cuando estoy llegando, la veo esperándome donde me ha dicho. Está hermosa vestida de blanco. La admiro desde lejos y creo que se me parará el corazón por la belleza de esta mujer. 


Siento que es mi edén, pero también se está convirtiendo en mi perdición.


Freno justo a la altura donde está parada y bajo la ventanilla de mi lado para ofrecerle una amplia sonrisa que me es correspondida. Estoy seguro de que está esperando a que me baje a abrirle la puerta, pero he decidido que no lo haré, así que me estiro, abro desde el interior la puerta del
acompañante y le indico con eso que estoy esperando a que suba. Al instante se muestra divertida, echa la cabeza hacia atrás y sé que ha adivinado mi intención; se ríe festejando mi falta de caballerosidad, así que comprendo también que no dirá nada porque ya ha entendido mi juego. Da la vuelta al coche y sube. Mientras ella camina, yo aprovecho para desprenderme del cinturón y así tener más libertad dentro del vehículo. No la dejo pensar siquiera y, nada más sentarse, la cojo por la nuca y me apropio de su boca; hurgo en ella con mi lengua pero intento ser mesurado, aunque la
verdad es que me encantaría perder la calma por completo. 


Retomando el control, me aparto; debemos ir a cenar y, si sigo besándola, de lo único que tendré ganas será de reclinar el asiento e intentar hacerla mía aquí mismo. Salgo de su boca y lamo sus labios antes de soltarla. Me relamo.


—Mmm, sabes a chicle Hollywood Sweetgum.


Ríe, sube una mano hasta mi nuca y no me deja apartarme por completo; su mano en mi piel me escuece.


—Es el brillo labial —me informa y luego me da un toque de labios con naturalidad.


Me libera, resuelta, para colocarse el cinturón de seguridad y que podamos marcharnos.


Me quedo mirándola un poco incrédulo; no me esperaba que actuara de forma tan natural conmigo. La imito y me abrocho el cinturón, dispuesto a salir de allí; pongo primera y doy la vuelta para encarar la salida. Vive en un barrio semiprivado. 


Cuando estamos llegando al portón, éste se abre y me doy cuenta de que lo ha activado ella con un mando a distancia. 


Una vez que salimos, vuelve a accionarlo y lo guarda en su bolso. Cojo la avenida Foch y me interno en el tráfico en
dirección al barrio de Saint-Germain. Tengo unas expectativas muy altas de esta noche juntos.


Llegamos a la calle d’Argenteuil, muy cerca del Palais Royal, y busco dónde estacionar mi automóvil.


—Hemos llegado —le indico, y ella me mira un poco desconcertada. Sé que está esperando que le diga adónde vamos—. Es ese restaurante que ves ahí. —Señalo con la mano un lugar muy sencillo, con un toldo de color naranja—. Como verás, aquí no podrás tomarte un Dom Pérignon, no creo que lo incluyan en su carta, pero te aseguro, como ya te comenté, que podrás comer las mejores tempuras que hayas probado jamás. ¿Qué dices, bajamos?


—Bajamos.


Toma la manija y, tras quitarse el cinturón, desciende del coche; no me extraña que no espere a que le abra la puerta, creo que ha entendido que no la trataré con ninguna de las deferencias a las que está acostumbrada. Me espera a un lado del automóvil mientras me apresuro a bajar y lo rodeo sin quitarle la vista de encima. Cuando me sitúo a su lado, le ofrezco mi mano para que caminemos juntos y ella, gustosa, me facilita la suya. Me encanta tenerla así; en un gesto cariñoso se la beso y echamos a andar. Anclo mi vista en ella; la miro sin dejar entrever lo que pienso, porque eso creo
que la haría sonrojar. Me ofrece una sonrisa plena y puedo notar que está distendida, como si hubiese encontrado su verdadera autonomía, y presumo que se siente así porque a mi lado no tiene necesidad de fingir, ni de comportarse de ninguna manera supuesta. Eso es lo que quiero, deseo demostrarle que, junto a mí, puede dejar de ser la figura pública y ser ella misma.


Por fin entramos en el modesto restaurante, y observo que estudia el entorno.


—¿Quieres comer aquí? —le pregunto porque quiero asegurarme; sé que el lugar dista mucho de los sitios donde ella debe de estar acostumbrada a comer y no deseo forzarla ni que se sienta incómoda.


—Todo se ve muy limpio, acomodémonos.


Atravesamos la terraza cubierta y las mesas en el interior; con mi mano apoyada en su cadera, la guío hacia la barra con vistas a la cocina, donde veo que hay espacio para que nos sentemos. La recepción que nos ofrecen es muy amable; los empleados son todos asiáticos y, si miramos
alrededor, se pueden ver muchos clientes japoneses, lo que por supuesto es buena señal. Le alcanzo la carta y le sugiero que pidamos el menú, que contiene una entrada de arroz y pollo en salsa salsifí y, como plato principal, una tempura de camarones y verduras.


—Pero a ti no te gusta la comida japonesa, obviemos el entrante —me dice, solícita.


La cojo por la barbilla y me acerco para hablarle a apenas cuatro o cinco de centímetros de distancia.


—Si tú puedes obviar el Dom Pérignon y sentarte en un lugar que dista mucho de los lugares a los que estás acostumbrada a ir, yo puedo comer un menú enteramente japonés.


Me besa suavemente los labios y el contacto sutil vuelve a cogerme por sorpresa.


—¿Podemos pedir antes un aperitivo?


—Por supuesto. ¿Te parece que tomemos un Calpis?


—No sé lo que es.


—Es un refresco típico de Japón, a base de lácteos, con sabor cítrico y dulce; creo que puede gustarte.


—Probemos.


Pido y no tardan en traernos los refrescos. Da el primer trago y exclama:
—Mmm..., ¡exquisito! Eres un gran conocedor de las costumbres japonesas para no gustarte su comida. —La obsequio guiñándole un ojo—. Pedro, hay algo que quisiera comentarte; no sé si te has enterado de que ha salido una noticia sobre nosotros en una revista.


—¿Ya han salido las fotos que preparamos?


—Lo que se ha publicado es una foto nuestra en las Tullerías: es una toma del momento en que tú me tienes abrazada, cuando me sacaste del tumulto. En la revista, que es de cotilleo, insinúan que tú y yo tenemos algo desde hace tiempo y que por eso se entiende por qué un total desconocido será la nueva cara de la campaña de Saint Clair.


—Bueno, esperemos que hoy no nos cace ningún paparazzi, si no, darán por sentado el romance. —Intento hacer un poco de broma—. ¿Te preocupa esa noticia?


Niega con la cabeza mientras sorbe su bebida.


—En absoluto.


—Tal vez no soy buena imagen para ti.


—Según tú, ¿cuál es una buena imagen para mí?


—Marcos Poget; supongo que él sí lo es.


—Hoy estuvo en Saint Clair.


Siento que se me anuda el estómago al oír lo que acaba de decirme; debería haber sabido que regresaría y debería haberme dado cuenta de que esta cena era para ponerme en mi lugar. No contesto nada; si quiere decir algo al respecto, que lo diga ya. Pero entonces... ¿por qué ha permitido que la besara? ¿Y por qué me ha besado ella a mí?


—Vino a pedirme explicaciones. —Nos traen nuestro pedido, pero sinceramente creo que nuestra noche se ha arruinado.


—Si lo que necesitas es que hable con él para dejarle claro que entre tú y yo no hay nada, no tengo problema en hacerlo.


—¿De qué hablas, Pedro? Estoy aquí sentada contigo. ¿Eso no significa nada para ti?


—¿Qué tendría que significar?


—Te creía más inteligente.


—Yo también pensaba eso de ti, pero supongo que la fortuna Poget es muy tentadora.


Saco mi billetera y no sé por qué de pronto me encabrono tanto, pero estoy así, cabreado a la enésima potencia. Le pido al camarero que me cobre todo lo que hemos pedido. 


Sin entender nada, y es lógico porque ni yo mismo lo hago, ella me mira.


Pedro, no quiero irme.


Coge mi mano y me quedo mirando su agarre.


—Deja de sacrificarte. ¿Cuál es tu juego? No tienes necesidad de seguir burlándote de mí, estás aquí haciendo un esfuerzo sobrehumano, sentada en un restaurantucho de mala muerte, cuando podrías estar cenando tal vez en... Le Procope, con Poget; sin duda sería un lugar más acorde a tu
rango y ahí te servirían tu maldito champán favorito.


—Eres un necio, eres más necio que él. Llévame a mi casa.


Se pone en pie esperando que me levante. Pero ¿quién es ella para ordenarme qué hacer? Está muy equivocada si cree que me va a manejar a su antojo. Dejo de mirarla a los ojos y me pongo a comer el arroz y el pollo.


—¿Sabes qué? Ahora el que no quiere irse soy yo, así que, si quieres marcharte, tendrás que buscarte un taxi, porque he venido a cenar y de aquí no me iré hasta que lo haga.


Pedro, por favor, nos estás poniendo en ridículo, todos nos están mirando.


—Siéntate y come si no quieres que nos miren, o vete de una vez.


«Mierda, malditas mujeres que todo lo hacen difícil.»


Contra todo pronóstico, se sienta a mi lado; en verdad creí que se iría. Deja su bolso a un lado, toma los palillos chinos y los hunde en el arroz.


Estoy cabreado y no sé por qué. Tal vez estoy siendo injusto y me estoy comportando como un cerdo. El silencio se instala entre nosotros. Le doy un sorbo a la clásica cerveza japonesa Kirin, con espuma congelada, y veo que ella también toma su vaso y bebe; luego hunde su dedo en la bebida y me toca la nariz, dejándome un copo de espuma esparcida en ella. Me limpio y nos quedamos mirándonos.


Pedro, me pareces un hombre sumamente interesante, pero a veces eres muy jodido. De todas formas, quiero conocerte, sería una hipócrita si no admitiese que ese beso que nos dimos me gustó. Quiero que esta noche lo pasemos bien, no espero nada más que esta noche; si tiene que haber una siguiente, supongo que se dará de forma natural.


Estiro mi mano y cojo la suya, entrelazando mis dedos con los suyos. Me gustaría preguntarle por Poget, pero me contengo; no me reconozco a mí mismo. Me quedo mirándola a los ojos y ella parece leerme la mente.


—Estoy aquí contigo, intentando tener una cena agradable y sacarte el mal humor.












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