martes, 29 de septiembre de 2015
DIMELO: CAPITULO 8
La guío hasta mi automóvil. Estoy asombrado porque no parece la misma persona de ayer; está mansa, dócil, me ha extrañado la rapidez con la que ha aceptado que la lleve hasta su casa. Menos mal que está en plan tranquilo, porque no me gustaría tener que arrepentirme de haberla ayudado.
—Perdóname por lo grosera que fui ayer, no había tenido un buen día.
—Creo que, en realidad, ambos estuvimos a la defensiva todo el tiempo. Tal vez por la forma en que nos conocimos y por lo intratable que me comporté por la mañana. —Frunzo los labios—. Tendría que haberme preocupado de que estuvieras bien y no por el arañazo del coche.
—Tenías razón en ofuscarte como lo hiciste, sólo una necia puede salir sin mirar el tráfico de la avenida.
—Son distracciones, a veces los problemas nos superan.
No contesta y se queda en silencio, con la vista perdida en el camino. Podría jurar que se ha quedado pensando en mi última frase. De vez en cuando ladeo la cabeza y la miro sin desatender la conducción. Es muy hermosa; a decir verdad, es asombrosamente bella. Mientras realizo ese escrutinio, conjeturo que nadie puede saber con seguridad cómo son los ángeles, pero en ese momento, mientras la observo, creo adivinarlo: estoy seguro de que deben parecerse a ella. Me
encanta la carnosidad de sus labios cuando habla; tiene una boca muy apetitosa, que provoca querer darle un mordisco.
En este instante quiero cogerla del mentón para indicarle que me mire; reprimo las ganas de acariciarle el pómulo y me asombro porque estoy ansiando que descanse su rostro sobre mi mano... Es demasiado bonita, casi un pecado, pero se la ve cansada y su mirada está apagada, no tiene la chispa que he advertido en ella las veces que la he visto enfadada.
Considero si es prudente preguntarle si le ocurre algo, pero lo cierto es que... ¿quién soy yo para meterme en su vida?
«¿Por qué los hombres siempre somos tan bobos y nos sentimos como Superman cuando vemos a una mujer que nos parece que no lo está pasando bien?»
Se produce un profundo silencio; ambos estamos midiendo al otro y estamos siendo muy cuidadosos para no volver a caer en un momento nefasto.
—Creo que yo hubiera gritado el doble si la imprudencia hubiera sido tuya —reflexiona mientras decide romper el hielo; luego cambia bruscamente de tema—. Esta semana te llamarán los de Recursos Humanos por tu contrato.
—¿Aún te interesa contratarme? —Elevo las cejas y me sonrío con la cabeza de lado mientras le pregunto.
—¿Aún te interesa trabajar en la campaña de Saint Clair?
Estaciono el coche, hemos llegado. Me quito el cinturón y me giro hacia ella para hablarle.
—Me interesa, porque, como te dije en la entrevista, necesito el trabajo. Hace dos semanas que estoy en París y no he podido conseguir nada aún, y mis reservas de dinero están casi en números rojos. André me comentó que pagas muy bien, así que bienvenido sea ese contrato. —Ella se sonríe y,
por primera vez desde que la he visto hoy, deja que la sonrisa le llegue a los ojos y se relaja.
Desabrocha el cinturón de seguridad y se lo quita; imitándome, se pone de lado para mirarme también de frente.
—Seguramente tendremos que viajar juntos a algunas localizaciones; esta semana André me presentará los lugares; él viajará con nosotros, y también otras personas más; haremos muchos exteriores. Supongo que dispones de flexibilidad horaria, porque la necesitarás.
—Por eso no hay problema.
Mueve la cabeza afirmativamente ante mi respuesta.
—Sales bien en cámara, deberías pensar en ser modelo profesional. ¿A qué te dedicas? Exactamente, ¿cuál es tu profesión?
—Lo mío es el área de finanzas.
—Vaya, no tiene nada que ver con esto, y sin embargo has demostrado mucha seguridad. Bueno, las finanzas, en cierto modo, también necesitan de una actitud segura, así que no me extraña que manejes tan bien tu temperamento; cuando uno negocia es muy importante conservar la calma y no mostrarse ansioso.
—Exacto, tú te dedicas a las finanzas y también eres modelo. Al parecer son actividades compatibles.
—Tienes razón.
Se sonríe con más libertad.
—¿Puedo preguntar qué pasó con tu anterior trabajo? Porque presumo que tenías uno.
—Es muy largo y no quiero aburrirte con esa historia. Tal vez otro día te la cuente, aunque en realidad es un tema que preferiría dejar de lado.
—No pretendía ser indiscreta.
—No lo has sido. —Agito la cabeza y siento cómo mis fosas nasales se abren mientras corroboro—: Supongo que, al ser mi jefa, te interesa saber si soy un timador. Y ya que no tengo referencias de trabajos anteriores en este campo, quizá debería contártelo... Pero puedes estar tranquila: soy un hombre muy honesto.
—Si te recomendó André, no lo pongo en duda. Aunque ayer me comportase como una loca, no siempre saco conclusiones apresuradas sobre las personas.
—Dejemos ese episodio aparcado de una buena vez, por favor; yo tampoco estuve muy agradable. Posiblemente deberíamos darnos la mano y presentarnos de nuevo. Pedro Alfonso, encantado —bromeo mientras le tiendo la mano; ella se carcajea.
—Paula Chaves, el gusto es mío.
Nos saludamos con un apretón y nos miramos a los ojos sin parar de reír.
Un bocinazo nos interrumpe; alguien necesita salir por el portón de rejas negras y mi coche está obstaculizando el paso. Miro hacia delante, pero no puedo avanzar porque hay otro coche estacionado; tampoco puedo ir hacia atrás, así que nos despedimos rápidamente con un beso.
Paula se baja del coche y yo me marcho.
Mientras mi vehículo atraviesa las calles de París de camino a mi apartamento, me pongo a repasar todo lo que ha ocurrido. Descubro que me gusta la Paula accesible tanto como me gusta la combativa, y me extraña estar pensando algo así, ya que por lo general las mujeres rubias no me atraen. Pero ella..., ella no es cualquier rubia, es la rubia con la que todo hombre desearía estar. De todas formas, debo tener en cuenta que es la jefa. Aunque vayamos a compartir la producción fotográfica, no deja de ser la CEO de Saint Clair; si yo fuera ella, jamás saldría con ninguno de mis empleados, así que resulta fácil presumir que ella debe de tener esa misma política.
Aprieto el acelerador para acortar el viaje.
DIMELO: CAPITULO 7
Llego desganada y no tengo voluntad de subir la escalera, así que camino hasta el final del corredor principal para coger el ascensor privado que hay en mi apartamento, que raramente uso, ya que prefiero subir y bajar a pie para ejercitar mis piernas y mantenerlas en forma. Bajo en la segunda planta, donde se encuentra mi dormitorio. Continúo contrariada; me he portado como una verdadera niña rica caprichosa y petulante. Pero es que Pedro me desencaja; ese hombre me convierte en una pila de nervios incontrolables y mis inseguridades afloran con su cercanía.
No puedo entender lo que me sucede cuando estoy junto a él, pero no quiero darle más vueltas al asunto. Necesito dormir, necesito descansar.
Me estoy despojando de toda mi ropa cuando mi teléfono comienza a sonar.
—Hola, Estela, ¿qué pasa?
—Nada, solamente quería saber si habías llegado bien; te fuiste tan descompuesta...
—Basta, por favor, basta por hoy —le ruego, desconociéndome a mí misma.
—Tómate un calmante para relajarte, debes descansar y dejar de pagarla con todos por culpa del infantil de Marcos.
—Finalmente, cuando Pedro ya se había ido, me dirigí al baño y Estela me siguió; allí le conté todo lo concerniente a mi exnovio—. Siempre te lo he dicho: el que se acuesta con niños, meado se levanta.
—Vale, tampoco hay para tanto... Soy sólo cuatro años mayor que él. No te preocupes más por mí, estaré bien; mañana todo estará más asimilado. Disfruta el resto de la noche. Espero que mañana me cuentes cómo te ha ido con André.
—Estoy en el baño de su apartamento —me dice de pronto entre dientes y puedo notar su entusiasmo.
—Me alegro de que tengas tu oportunidad, sé que te gusta desde hace tiempo. Cuelga y ve a devorar a ese hombre.
—Es lo que pienso hacer, te aseguro que no tengo otros planes. Mañana charlamos.
El sonido del teléfono me despierta. Había seguido el consejo de Estela y me había tomado un sedante; palpo a ciegas el iPhone y cojo la llamada.
—Hola, ¿cómo estás, mi vida? —Esa voz la conozco muy bien, es la de mi madre—. Estamos en París este fin de semana, ¿lo recuerdas? ¿Tienes tiempo para almorzar con nosotros?
—Hola, mamá. Me parece un plan perfecto. ¿Qué hora es?
—Las ocho... ¡Increíble, y tú durmiendo!
—Anoche salí con Estela y unos amigos a tomar una copa.
—¿Amigos? ¿Y Marcos?
Pienso que es muy temprano para dar explicaciones por teléfono. Definitivamente no quiero que mi madre me tenga una hora pegada al móvil intentando hacer de psicólogo conmigo.
—Marcos, bien. Charlaremos durante el almuerzo.
—Nos encontramos a las doce y media en Le Meurice, ¿te parece?
—Genial, allí estaré.
****
Entro por la majestuosa puerta de cristal y chapados dorados al opulento restaurante Le Meurice, un auténtico palacio inspirado en el salón de la Paix, en el palacio de Versalles, donde no se puede dejar de admirar el esplendor del recinto en el conjunto que conforman las arañas de cristal, los bronces, los mármoles, los frescos y los espejos antiguos. Es el acabose de la elegancia y jamás dejo de asombrarme cuando lo visito.
Mi madre y Alain me hacen señas nada más me ven entrar, así que me disculpo con el relaciones públicas y me dirijo a la mesa donde me esperan.
—Alain, mami —saludo a mi madre con un beso y un cálido abrazo; Alain, su esposo desde hace diez años, me abraza con mucho cariño cuando me acerco a él. A pesar de que no soy su hija, siempre me ha tratado con mucho afecto, y yo le tengo también un gran aprecio. Me acomodo en la silla que muy caballerosamente Alain retira para que me siente.
—¿Una copa de champán, cariño?
—Desde luego, Alain, muchas gracias. No recordaba que era este fin de semana el que veníais a París, siento mucho el descuido. Es que ayer fue un día de locos en la empresa, porque estamos con los preparativos de la nueva campaña de esta temporada; hemos empezado a organizar la muestra también.
—Supuse que lo habías olvidado, pero no te preocupes, tesoro, comprendo perfectamente que tu agenda es apretadísima. ¿Y Marcos? ¿Por qué no ha venido?
Ahí está otra vez el interrogatorio de mi madre, así que, esperando que deje el tema de lado bien rapidito, decido hablar de una buena vez:
—Marcos y yo hemos terminado, y no quiero hablar al respecto.
—¡Oh! —Mi madre se lleva una mano al pecho—. ¿Qué ha ocurrido? ¡La última vez que estuvisteis en Montpellier se os veía tan bien!
—Jeanette, cariño, ¿no has oído que no quiere hablar del tema? Brindemos por tu soltería, tesoro. —Alain levanta la copa y la choca con la mía.
—Gracias, Alain. —Él siempre es un gran mediador entre mi madre y yo.
—Brindo, pero soy tu madre y me gustaría que me dijeras, al menos, si estás bien; quisiera saber si ha sido decisión tuya cortar con la relación, y estar al tanto de tu estado de ánimo.
—Deja de lado tu plan de psicóloga conmigo, tengo mi terapeuta si lo necesito. Y no, no he sido yo quien ha cortado la relación, pero estoy increíblemente bien, ¿acaso no me ves?
—Porque te veo y porque te conozco, sé que tienes la particularidad de guardarte las cosas como si fueras de acero y jamás exteriorizas lo que sientes... ¿O debo recordarte en qué terminó tu anterior ruptura? ¿Estás comiendo bien?
—Ay, mamá, por favor, no hagas que me arrepienta de haber venido. Respeta mi decisión de guardarme mis sentimientos.
—Jeanette, cariño, déjame recordarte que ahora tu hija es una persona madura y adulta, ha crecido y seguramente nada será como antes.
—Eso mismo, Alain, muchas gracias. Me encantaría que me comprendieras como lo hace él.
—Contra vosotros dos no hay quien pueda, y menos mal que no está tu padre aquí, porque, si no, conformaríais un gran trío los tres.
—Mamá, te agradezco que te preocupes por mí, de verdad, sé que tu interés es sincero. Para que te quedes tranquila, diré que creo que la decisión que ha tomado Marosc es la que yo no me atrevía a tomar. Todo está muy bien.
Finalmente hacemos nuestra comanda; pedimos el menú fijo del almuerzo, que tiene muy buena pinta, sólo que resuelvo cambiar el entrante, ostras por cangrejos, que me gustan mucho más. Mi madre se calma al fin y decide confiar en que estoy bien; además, estar con ella me levanta el ánimo y me río mucho con las ocurrencias de Alain, es un bromista nato.
—¿Vendréis al desfile de este año?
—¿Cuándo nos perdemos un desfile tuyo, cielo?
—Lo sé, mamá, pero es bueno preguntar para saber de antemano que puedo contar con las personas que quiero; eso me da un incentivo extra, porque me siento apoyada. Esta noche acudiréis a la gala benéfica, ¿verdad?
—Sí —contesta Alain mientras me coge la mano—. ¿Por qué no vienes con nosotros?, como cuando eras más pequeña.
Me río por lo de «más pequeña»; a veces siguen tratándome como si todavía lo fuera.
—Te lo agradezco sinceramente, pero creo que paso: habrá prensa y luego saldrá en todas partes que llegué sola a la gala. Mejor no.
—Mira, cariño, al mal tiempo hay que ponerle buena cara y, cuanto más pronto pase todo, mucho mejor. Además, ¿quién te dice que él no aparecerá en alguna revista con otra mujer, y entonces ya sabrán que lo tuyo está superado?
—Gracias, mamá, por hacerme pensar en Marcos con otra mujer.
—Igual no debería importarte. ¿No has dicho antes que estás de acuerdo con la decisión?
—No es que me interese, pero supongo que, aun así, vivo un duelo por el fracaso que ha significado.
—Lo siento, cielo, tienes razón, pero sabes que soy muy pragmática.
—Sé perfectamente que tu profesión hace que quieras que todos afrontemos las cosas con total naturalidad, pero todos no tenemos tus mismos tiempos para asimilar los acontecimientos. —Me detengo unos segundos para pensar—. De acuerdo, acudiré a la gala. ¿Puedo ir con Estela, si es que no tiene mejor plan?
—¿Qué preguntas, Paula? Sabes que somos los organizadores, puedes venir con quien desees.
—Perfecto, me hará bien hacer un poco de beneficencia para los niños huérfanos de Francia. Inscribidme para servir las mesas, quiero hacerlo como cuando era una adolescente; creo que podré conseguir buenas propinas. Después os diré si Estela también participará.
—¡Esto es genial! —señala mi madre mientras aplaude, pletórica.
La gala consiste, exactamente, en una cena en el hotel donde estamos almorzando. Los organizadores son mi madre y mi padrastro, ambos comparten la misma profesión: son psicólogos infanto-juveniles y especialistas en autoayuda. Hace exactamente veinte años que organizan la misma gala benéfica anual, que se llevaba a cabo en París, Niza y Montpellier; ésta consiste en reunir a personalidades significativas de la sociedad francesa para que asistan al evento; algunos lo hacen como comensales, otros se prestan esa noche para hacer de camareros y así conseguir cuantiosas propinas que, en realidad, son las donaciones que hacen que la fundación que mi madre y mi padrastro presiden pueda seguir funcionando. Ellos se conocieron gracias a este proyecto.
Terminamos de almorzar. Todo ha estado exquisito, como de costumbre.
—Bueno, yo os dejo. Seguramente aún tenéis que ajustar detalles para esta noche, así que nos veremos más tarde.
—Estupendo, hija. Por cierto, creo que ya te lo dije, pero el vestido que me enviaste me queda perfecto.
—Me alegro de que te guste, mamá.
Me despido y salgo de allí con un plan forjado en mi cabeza.
Mientras almorzábamos, he estado mirando por los ventanales que dan al jardín de las Tullerías y me han entrado ganas de caminar un rato; después de todo, me vendrá bien airearme y gozar de un paseo diferente.
Llego a los jardines. El día está espléndido, y el lugar, lleno de gente. Saco mi iPod y me coloco los auriculares en los oídos; luego busco una carpeta de música con una selección muy ecléctica. La pongo a reproducir y me siento en uno de los bancos junto al estanque; hay niños correteando por doquier, enamorados tumbados en el césped, gente tomando el sol, otros merendando... Detrás de mí se halla el museo del Louvre; al fondo, al otro lado y en línea recta, está el Obelisco; tras los campos Elíseos se observa más lejos aún el Arco de Triunfo. Admiro el paisaje: París es majestuosa. Disfruto del sol que acaricia mi rostro y me relajo. Encandilada y gozando de un remanso de paz, cierro los ojos para regocijarme con las notas de la canción interpretada por Maroon 5, Let’s Stay Together.
Distendida, y mientras gozo de la naturaleza, me quedo dormida durante algunos minutos. De pronto despierto y a mi alrededor noto que hay bastante gente sacándome fotos.
Aunque no es mi intención, me asusto; me pongo en pie y algunos se acercan un poco más para pedirme una fotografía más personal, pero todo está un poco descontrolado. Me niego; la situación me sobrepasa y quiero apartarme de ahí, pero la gente sigue insistiendo. Siento que me cogen de la mano y tiran de mí; a continuación, unos fuertes brazos me envuelven y una voz que me resulta inconfundible me susurra al oído:
—Tranquila, estoy contigo. —Lo miro a los ojos y asiento con la cabeza, mientras él coge mi bolso y se hace cargo de la situación—. ¿Dónde está tu coche? —me pregunta, y aún no entiendo si estoy dentro de un sueño, pero de todas formas le contesto:
—No he venido en coche.
—Ven conmigo.
Pedro me toma por la cintura y me guía mientras con su cuerpo se abre camino para que nos dejen pasar. Su mano en mi talle parece grandiosa, protectora; me hace sentir muy segura y agradezco en silencio que haya estado ahí.
Comprendo que no es un sueño, es él, y está conmigo. No
quiero que me suelte, pero no tiene demasiado sentido que continuemos tan cerca; cuando ya no hemos alejado lo suficiente, aparta su brazo pero me coge la mano mientras me sonríe, y yo creo que la situación es aún más irreal que el tumulto anterior.
—Gracias —le digo, recomponiéndome.
—Creo que no ha sido buena idea echarte a tomar el sol en un lugar público. Eres muy conocida.
—No he medido las consecuencias. Jamás me expongo y, además, nunca me había pasado una cosa así.
—Ha sido una suerte que pasara por ahí.
—Sí, gracias, ha resultado un momento incómodo.
—Toma —me dice a la vez que me entrega el bolso—. ¿Quieres que te acerque a algún lado?
—Pillaré un taxi, muchas gracias, ya has hecho demasiado.
—Te llevo, de verdad que no tengo inconveniente en hacerlo.
Lo pienso apenas un instante.
—Voy a mi casa —le digo tímidamente; no quiero seguir siendo descortés.
—Perfecto, sé dónde queda. Bueno, eso creo... —rectifica—. ¿Es de donde salías ayer por la mañana?
—Sí, ahí mismo.
Posa su mano, ligera, casi rozándome, en mi cintura y con la otra señala el lugar al que debemos ir. Andamos en silencio.
Pedro es alto, y su espalda, muy ancha; viste una camiseta gris con rayas negras y un pantalón color caqui. Miro sus antebrazos: se ven fuertes y sus venas resaltan. Su piel es muy blanca. Sus pestañas, larguísimas, enmarcan a la perfección el azul de su intensa mirada; cuando sonríe se le marcan líneas de expresión en la comisura de la boca; tiene una sonrisa fresca, casi inocente, aunque percibo, por cómo me mira, que él, de inocente, tiene lo que yo de santa.
lunes, 28 de septiembre de 2015
DIMELO: CAPITULO 6
Desde esta mañana no puedo dejar de pensar en ella; esta rubia de ojos azules y cuerpo de muñeca Barbie me ha revolucionado la sangre y su insistencia en ignorarme hace que me empecine aún mucho más. Mi incapacidad de dejar de darle vueltas al asunto me tiene de mal humor; ella ha conseguido perforar mi armadura protectora y empiezo a creer que me siento obnubilado por esta mujer, cosa que me fastidia. La tengo sentada a mi lado; si aspiro con fuerza, puedo impregnarme de su perfume. Lo hago, no me resisto, y es tal como lo recordaba: dulce, con aroma a coco y cerezas, prominente, con toques cítricos, muy sensual, con un fondo de ámbar y almizcle. Cómo olvidarlo, si la he tenido tan cerca por la mañana que su olor se ha quedado en mí durante varias horas.
Paula habla con André, y eso me da la posibilidad de mirarla; parece que se llevan muy bien, lo que me lleva a conjeturar que tal vez a él le interesa como mujer, pero de inmediato rechazo ese pensamiento, ya que llevo toda la noche sintiéndome como un sujetavelas con André y Estela, y en más de una ocasión he advertido nítidamente cómo él le ha tirado la caña a ella. Me convenzo de que es muy improbable que me haya equivocado.
Todos terminamos nuestras bebidas, así que llamo al camarero, que no tarda en acercarse; el servicio en este lugar es muy eficiente.
—¿Tomaréis lo mismo? —pregunto, pero sólo la miro a ella, que únicamente atina a asentir con la cabeza; los demás también me contestan afirmativamente—. Otra ronda, por favor —le pido al empleado.
—Marcos, ¿cómo anda? —pregunta de pronto André, y su interrogación hace que ella deje de mirarme.
—Bien, está de viaje.
—Aaah, eso explica por qué estabas aquí sola.
—Sí, claro.
—¿Cuándo habrá boda?
Estela se ahoga cuando sorbe su bebida, pero pronto se le pasa.
—No está en nuestros planes por ahora. Estamos bien así.
Vaya cubo de agua helada: tiene pareja. «¿Quién es el idiota que se va de viaje y la deja aquí sola?»
—Sabes, Pocha, André ha sido el que más retratos ha vendido en la muestra —dice de pronto la diseñadora, cambiando de tema.
—¿Pocha? —pregunta André, extrañado, y siento ternura al ver cómo a ella se le encienden las mejillas.
—Me llama así desde que éramos pequeñas; antes me torturaba que me llamara de esa forma, pero ahora lo tomo como algo cariñoso.
—Tú me torturabas llamándome Stela Artois, Hueles a Borracho.
Todos nos carcajeamos.
—A mí me llamaban Jirafa porque siempre he sido muy alto; y ya de más mayor, en la universidad, me llamaban Wikipedia —señala André.
—¿Eras bueno en los estudios? —Estela se muestra interesada por saber más.
—¡El mejor! —le aseguro yo—. Nunca he conocido a nadie tan inteligente como André. Y lo que más rabia nos daba era que todos nos matábamos estudiando, mientras que él, que nunca lo hacía, siempre conseguía las mejores calificaciones.
—Ellos se conocieron en Cambridge —le explica Estela a Paula, a lo que ella hace un leve asentimiento de cabeza; sigue empecinada en ignorarme.
—Ni queráis saber cómo llamábamos a este sátrapa.
—No, por favor, no lo digas.
—Quiero saberlo, cuéntalo, André, por favor —lo arenga Estela.
—Lo apodábamos Katrina, haciendo alusión al devastador huracán de Estados Unidos; es que Pedro arrasaba con todas las mujeres a su paso.
—No era tan así... —argumento vagamente.
—No seas modesto, siempre has tenido un harén a tu alrededor.
—¡Ja! Engreído y mujeriego —acota Paula, y entonces trato de contener la expresión de mi rostro mientras le doy un trago a mi bebida, que ya ha llegado; no es por lo que dice, sino por el tono despectivo que utiliza.
—Tengo muy claras las ideas; si eso te hace pensar que soy engreído... De hecho, tal vez lo sea, pero sobre todo soy un hombre de convicciones. Deberías saber diferenciar ambos conceptos, son muy distintos. En cuanto a lo de mujeriego... No me parece un defecto; me gustan las féminas y lo reconozco, son mi gran debilidad, pero también es cierto que soy muy atento con mis mujeres — remarco pensando en el idiota que tiene por pareja—: la que pueda tenerme, siempre estará bien atendida y muy satisfecha y, sobre todo, jamás se sentirá sola.
Estela, por supuesto, entiende la indirecta y deja escapar una sonrisa. De inmediato, Paula la mira y su amiga intenta disimular y contenerse. La rubia sorbe de su copa y dice sin mirarme:
—La presunción es un regalo de los dioses a los hombres insignificantes.
—Hay muchos que creen saberlo todo, pero en realidad no saben nada de sí mismos.
Esta vez gira su cuerpo para encararme.
—Eres un grosero, Pedro. No entiendo cómo te han puesto ese mote, pues no imagino qué mujer podría haberte hecho caso. Aunque presumo el tipo: seguro que ligera de cascos.
No creía haber sido un grosero, no estaba de acuerdo, pero al parecer ella estaba acostumbrada a recibir sólo halagos.
—¿Yo soy el grosero? ¿Quieres que te recuerde todos los adjetivos que me vienes atribuyendo desde esta mañana?
»Mira, Paula, que seas la directora de Saint Clair me tiene sin cuidado, no por eso voy a cerrar la boca y dejar que digas lo que te venga en gana. Quizá, esta mañana cuando nos conocimos, sí fui algo grosero. ¿Quieres que lo admita?: lo admito. Pero tu imprudencia me había sacado de mis casillas y había hecho que aflorara lo peor de mí; si no hubiésemos frenado a tiempo, podríamos habernos lastimado ambos; por suerte sólo ha sido un arañazo en la puerta.
—Tendrás tu compensación económica, jamás dejo sin pagar una de mis deudas.
—¿Sabes lo que puedes hacer con tu dinero?... Ya está bien —digo mientras levanto ambas manos—. Que necesite un empleo no te da derecho a tratarme como escoria y a refregarme tu dinero y tu poderío. ¿Es que acaso, cuando fuiste al colegio, te saltaste la lección de buenos modales?
Gracias por la invitación a la muestra, André. Ya nos veremos, te llamaré, amigo. —Carraspeo tras el corto discurso; me hallo sorprendido por mi brutal honestidad.
Normalmente no caigo en esos exabruptos, pero esta mujer logra sacarme de quicio.
Noto que está ardiendo de rabia, pero no continúa la estúpida discusión; el silencio se hace profundo y es protagonista del momento. Sin pensarlo, saco mi cartera, busco dinero suficiente y lo dejo sobre la mesa golpeando la superficie con la palma abierta.
—Pedro, por favor —me ruega Estela cuando me inclino para despedirme.
—Ha sido un placer conocerte, Estela, pero veo que a tu amiga no le caigo bien, y no quiero seguir incomodándola.
—Venga, hombre, ha sido sólo un juego de palabras, ¿verdad, Paula?
Ella no contesta, aunque tampoco esperaba que lo hiciera, así que cojo mi chaqueta y me voy, dejándolos a todos con la boca abierta.
Bajo la escalera salteando escalones, engulléndolos con mis pasos; enseguida me encuentro en la calle, caminando hacia el bulevar Saint-Germain.
«Maldita mujer, se cree la octava maravilla y tiene el ego por las nubes por ser la puta dueña del circo.»
Sólo me faltaba esto, me ha desquiciado y me ha hecho perder los estribos, rompiendo todos los códigos de autocontrol que siempre me impongo.
Continúo andando, casi llevándome por delante a todo el que me cruzo, porque mi humor está verdaderamente alterado. Lo cierto es que no estoy acostumbrado a que me traten como a un paria; por consiguiente, a esa muñeca tonta no se lo voy a permitir, por muy hermosa que sea... Ya me ha hartado con sus desplantes, sus ironías y sus aires de grandeza aburguesada. Me he movido en los mejores círculos de negocios del mundo y sé perfectamente cómo tratar a la gente; a ella, por lo visto, se le han subido los humos a la cabeza y se cree la mismísima reina de Saba.
Me dedico a la tarea de conseguir un taxi, tarea nada fácil al ser viernes, y mucho menos con tantos turistas en la ciudad.
Camino un par de manzanas mientras saboreo la brisa nocturna; necesito con urgencia que mi mente se despeje.
Finalmente, cuando voy a cruzar una intersección, se detiene delante de mí un taxi del que bajan dos pasajeros y, como queda libre, lo cojo. Le facilito la dirección al taxista y bajo un poco la ventanilla para que el aire me refresque la cara.
En pocos minutos llego a mi diminuto apartamento. Nada más entrar, subo directo al altillo, que funciona como dormitorio, y me dejo caer en la amplia y confortable cama; tras practicar unos ejercicios de respiración para relajarme, un adormecimiento me invade de inmediato. Asaltado por la somnolencia, me pongo en pie para quitarme la ropa, dejo mi teléfono sobre la mesilla de noche y veo que tengo un mensaje de André, pero no quiero volver a enredarme en ese rollo, así que no lo leo. Abro la cama y me meto en ella; luego apago la luz y me obligo a dormir; lo necesito, ha sido un día muy intenso, que ha empezado mal y ha terminado peor.
—Bueno, el lunes me espera volver a recorrer las calles de París en busca de trabajo, porque presumo que ya no tengo ninguno.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)