martes, 29 de septiembre de 2015

DIMELO: CAPITULO 7




Llego desganada y no tengo voluntad de subir la escalera, así que camino hasta el final del corredor principal para coger el ascensor privado que hay en mi apartamento, que raramente uso, ya que prefiero subir y bajar a pie para ejercitar mis piernas y mantenerlas en forma. Bajo en la segunda planta, donde se encuentra mi dormitorio. Continúo contrariada; me he portado como una verdadera niña rica caprichosa y petulante. Pero es que Pedro me desencaja; ese hombre me convierte en una pila de nervios incontrolables y mis inseguridades afloran con su cercanía. 


No puedo entender lo que me sucede cuando estoy junto a él, pero no quiero darle más vueltas al asunto. Necesito dormir, necesito descansar.


Me estoy despojando de toda mi ropa cuando mi teléfono comienza a sonar.


—Hola, Estela, ¿qué pasa?


—Nada, solamente quería saber si habías llegado bien; te fuiste tan descompuesta...


—Basta, por favor, basta por hoy —le ruego, desconociéndome a mí misma.


—Tómate un calmante para relajarte, debes descansar y dejar de pagarla con todos por culpa del infantil de Marcos. 
—Finalmente, cuando Pedro ya se había ido, me dirigí al baño y Estela me siguió; allí le conté todo lo concerniente a mi exnovio—. Siempre te lo he dicho: el que se acuesta con niños, meado se levanta.


—Vale, tampoco hay para tanto... Soy sólo cuatro años mayor que él. No te preocupes más por mí, estaré bien; mañana todo estará más asimilado. Disfruta el resto de la noche. Espero que mañana me cuentes cómo te ha ido con André.


—Estoy en el baño de su apartamento —me dice de pronto entre dientes y puedo notar su entusiasmo.


—Me alegro de que tengas tu oportunidad, sé que te gusta desde hace tiempo. Cuelga y ve a devorar a ese hombre.


—Es lo que pienso hacer, te aseguro que no tengo otros planes. Mañana charlamos.


El sonido del teléfono me despierta. Había seguido el consejo de Estela y me había tomado un sedante; palpo a ciegas el iPhone y cojo la llamada.


—Hola, ¿cómo estás, mi vida? —Esa voz la conozco muy bien, es la de mi madre—. Estamos en París este fin de semana, ¿lo recuerdas? ¿Tienes tiempo para almorzar con nosotros?


—Hola, mamá. Me parece un plan perfecto. ¿Qué hora es?


—Las ocho... ¡Increíble, y tú durmiendo!


—Anoche salí con Estela y unos amigos a tomar una copa.


—¿Amigos? ¿Y Marcos?


Pienso que es muy temprano para dar explicaciones por teléfono. Definitivamente no quiero que mi madre me tenga una hora pegada al móvil intentando hacer de psicólogo conmigo.


—Marcos, bien. Charlaremos durante el almuerzo.


—Nos encontramos a las doce y media en Le Meurice, ¿te parece?


—Genial, allí estaré.



****


Entro por la majestuosa puerta de cristal y chapados dorados al opulento restaurante Le Meurice, un auténtico palacio inspirado en el salón de la Paix, en el palacio de Versalles, donde no se puede dejar de admirar el esplendor del recinto en el conjunto que conforman las arañas de cristal, los bronces, los mármoles, los frescos y los espejos antiguos. Es el acabose de la elegancia y jamás dejo de asombrarme cuando lo visito.


Mi madre y Alain me hacen señas nada más me ven entrar, así que me disculpo con el relaciones públicas y me dirijo a la mesa donde me esperan.


—Alain, mami —saludo a mi madre con un beso y un cálido abrazo; Alain, su esposo desde hace diez años, me abraza con mucho cariño cuando me acerco a él. A pesar de que no soy su hija, siempre me ha tratado con mucho afecto, y yo le tengo también un gran aprecio. Me acomodo en la silla que muy caballerosamente Alain retira para que me siente.


—¿Una copa de champán, cariño?


—Desde luego, Alain, muchas gracias. No recordaba que era este fin de semana el que veníais a París, siento mucho el descuido. Es que ayer fue un día de locos en la empresa, porque estamos con los preparativos de la nueva campaña de esta temporada; hemos empezado a organizar la muestra también.


—Supuse que lo habías olvidado, pero no te preocupes, tesoro, comprendo perfectamente que tu agenda es apretadísima. ¿Y Marcos? ¿Por qué no ha venido?


Ahí está otra vez el interrogatorio de mi madre, así que, esperando que deje el tema de lado bien rapidito, decido hablar de una buena vez:
—Marcos y yo hemos terminado, y no quiero hablar al respecto.


—¡Oh! —Mi madre se lleva una mano al pecho—. ¿Qué ha ocurrido? ¡La última vez que estuvisteis en Montpellier se os veía tan bien!


—Jeanette, cariño, ¿no has oído que no quiere hablar del tema? Brindemos por tu soltería, tesoro. —Alain levanta la copa y la choca con la mía.


—Gracias, Alain. —Él siempre es un gran mediador entre mi madre y yo.


—Brindo, pero soy tu madre y me gustaría que me dijeras, al menos, si estás bien; quisiera saber si ha sido decisión tuya cortar con la relación, y estar al tanto de tu estado de ánimo.


—Deja de lado tu plan de psicóloga conmigo, tengo mi terapeuta si lo necesito. Y no, no he sido yo quien ha cortado la relación, pero estoy increíblemente bien, ¿acaso no me ves?


—Porque te veo y porque te conozco, sé que tienes la particularidad de guardarte las cosas como si fueras de acero y jamás exteriorizas lo que sientes... ¿O debo recordarte en qué terminó tu anterior ruptura? ¿Estás comiendo bien?


—Ay, mamá, por favor, no hagas que me arrepienta de haber venido. Respeta mi decisión de guardarme mis sentimientos.


—Jeanette, cariño, déjame recordarte que ahora tu hija es una persona madura y adulta, ha crecido y seguramente nada será como antes.


—Eso mismo, Alain, muchas gracias. Me encantaría que me comprendieras como lo hace él.


—Contra vosotros dos no hay quien pueda, y menos mal que no está tu padre aquí, porque, si no, conformaríais un gran trío los tres.


—Mamá, te agradezco que te preocupes por mí, de verdad, sé que tu interés es sincero. Para que te quedes tranquila, diré que creo que la decisión que ha tomado Marosc es la que yo no me atrevía a tomar. Todo está muy bien.


Finalmente hacemos nuestra comanda; pedimos el menú fijo del almuerzo, que tiene muy buena pinta, sólo que resuelvo cambiar el entrante, ostras por cangrejos, que me gustan mucho más. Mi madre se calma al fin y decide confiar en que estoy bien; además, estar con ella me levanta el ánimo y me río mucho con las ocurrencias de Alain, es un bromista nato.


—¿Vendréis al desfile de este año?


—¿Cuándo nos perdemos un desfile tuyo, cielo?


—Lo sé, mamá, pero es bueno preguntar para saber de antemano que puedo contar con las personas que quiero; eso me da un incentivo extra, porque me siento apoyada. Esta noche acudiréis a la gala benéfica, ¿verdad?


—Sí —contesta Alain mientras me coge la mano—. ¿Por qué no vienes con nosotros?, como cuando eras más pequeña.


Me río por lo de «más pequeña»; a veces siguen tratándome como si todavía lo fuera.


—Te lo agradezco sinceramente, pero creo que paso: habrá prensa y luego saldrá en todas partes que llegué sola a la gala. Mejor no.


—Mira, cariño, al mal tiempo hay que ponerle buena cara y, cuanto más pronto pase todo, mucho mejor. Además, ¿quién te dice que él no aparecerá en alguna revista con otra mujer, y entonces ya sabrán que lo tuyo está superado?


—Gracias, mamá, por hacerme pensar en Marcos con otra mujer.


—Igual no debería importarte. ¿No has dicho antes que estás de acuerdo con la decisión?


—No es que me interese, pero supongo que, aun así, vivo un duelo por el fracaso que ha significado.


—Lo siento, cielo, tienes razón, pero sabes que soy muy pragmática.


—Sé perfectamente que tu profesión hace que quieras que todos afrontemos las cosas con total naturalidad, pero todos no tenemos tus mismos tiempos para asimilar los acontecimientos. —Me detengo unos segundos para pensar—. De acuerdo, acudiré a la gala. ¿Puedo ir con Estela, si es que no tiene mejor plan?


—¿Qué preguntas, Paula? Sabes que somos los organizadores, puedes venir con quien desees.


Perfecto, me hará bien hacer un poco de beneficencia para los niños huérfanos de Francia. Inscribidme para servir las mesas, quiero hacerlo como cuando era una adolescente; creo que podré conseguir buenas propinas. Después os diré si Estela también participará.


—¡Esto es genial! —señala mi madre mientras aplaude, pletórica.


La gala consiste, exactamente, en una cena en el hotel donde estamos almorzando. Los organizadores son mi madre y mi padrastro, ambos comparten la misma profesión: son psicólogos infanto-juveniles y especialistas en autoayuda. Hace exactamente veinte años que organizan la misma gala benéfica anual, que se llevaba a cabo en París, Niza y Montpellier; ésta consiste en reunir a personalidades significativas de la sociedad francesa para que asistan al evento; algunos lo hacen como comensales, otros se prestan esa noche para hacer de camareros y así conseguir cuantiosas propinas que, en realidad, son las donaciones que hacen que la fundación que mi madre y mi padrastro presiden pueda seguir funcionando. Ellos se conocieron gracias a este proyecto.


Terminamos de almorzar. Todo ha estado exquisito, como de costumbre.


—Bueno, yo os dejo. Seguramente aún tenéis que ajustar detalles para esta noche, así que nos veremos más tarde.


—Estupendo, hija. Por cierto, creo que ya te lo dije, pero el vestido que me enviaste me queda perfecto.


—Me alegro de que te guste, mamá.


Me despido y salgo de allí con un plan forjado en mi cabeza. 


Mientras almorzábamos, he estado mirando por los ventanales que dan al jardín de las Tullerías y me han entrado ganas de caminar un rato; después de todo, me vendrá bien airearme y gozar de un paseo diferente.


Llego a los jardines. El día está espléndido, y el lugar, lleno de gente. Saco mi iPod y me coloco los auriculares en los oídos; luego busco una carpeta de música con una selección muy ecléctica. La pongo a reproducir y me siento en uno de los bancos junto al estanque; hay niños correteando por doquier, enamorados tumbados en el césped, gente tomando el sol, otros merendando... Detrás de mí se halla el museo del Louvre; al fondo, al otro lado y en línea recta, está el Obelisco; tras los campos Elíseos se observa más lejos aún el Arco de Triunfo. Admiro el paisaje: París es majestuosa. Disfruto del sol que acaricia mi rostro y me relajo. Encandilada y gozando de un remanso de paz, cierro los ojos para regocijarme con las notas de la canción interpretada por Maroon 5, Let’s Stay Together.


Distendida, y mientras gozo de la naturaleza, me quedo dormida durante algunos minutos. De pronto despierto y a mi alrededor noto que hay bastante gente sacándome fotos. 


Aunque no es mi intención, me asusto; me pongo en pie y algunos se acercan un poco más para pedirme una fotografía más personal, pero todo está un poco descontrolado. Me niego; la situación me sobrepasa y quiero apartarme de ahí, pero la gente sigue insistiendo. Siento que me cogen de la mano y tiran de mí; a continuación, unos fuertes brazos me envuelven y una voz que me resulta inconfundible me susurra al oído:
—Tranquila, estoy contigo. —Lo miro a los ojos y asiento con la cabeza, mientras él coge mi bolso y se hace cargo de la situación—. ¿Dónde está tu coche? —me pregunta, y aún no entiendo si estoy dentro de un sueño, pero de todas formas le contesto:
—No he venido en coche.


—Ven conmigo.


Pedro me toma por la cintura y me guía mientras con su cuerpo se abre camino para que nos dejen pasar. Su mano en mi talle parece grandiosa, protectora; me hace sentir muy segura y agradezco en silencio que haya estado ahí. 


Comprendo que no es un sueño, es él, y está conmigo. No
quiero que me suelte, pero no tiene demasiado sentido que continuemos tan cerca; cuando ya no hemos alejado lo suficiente, aparta su brazo pero me coge la mano mientras me sonríe, y yo creo que la situación es aún más irreal que el tumulto anterior.


—Gracias —le digo, recomponiéndome.


—Creo que no ha sido buena idea echarte a tomar el sol en un lugar público. Eres muy conocida.


—No he medido las consecuencias. Jamás me expongo y, además, nunca me había pasado una cosa así.


—Ha sido una suerte que pasara por ahí.


—Sí, gracias, ha resultado un momento incómodo.


—Toma —me dice a la vez que me entrega el bolso—. ¿Quieres que te acerque a algún lado?


—Pillaré un taxi, muchas gracias, ya has hecho demasiado.


—Te llevo, de verdad que no tengo inconveniente en hacerlo.


Lo pienso apenas un instante.


—Voy a mi casa —le digo tímidamente; no quiero seguir siendo descortés.


—Perfecto, sé dónde queda. Bueno, eso creo... —rectifica—. ¿Es de donde salías ayer por la mañana?


—Sí, ahí mismo.


Posa su mano, ligera, casi rozándome, en mi cintura y con la otra señala el lugar al que debemos ir. Andamos en silencio.


Pedro es alto, y su espalda, muy ancha; viste una camiseta gris con rayas negras y un pantalón color caqui. Miro sus antebrazos: se ven fuertes y sus venas resaltan. Su piel es muy blanca. Sus pestañas, larguísimas, enmarcan a la perfección el azul de su intensa mirada; cuando sonríe se le marcan líneas de expresión en la comisura de la boca; tiene una sonrisa fresca, casi inocente, aunque percibo, por cómo me mira, que él, de inocente, tiene lo que yo de santa.





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