lunes, 28 de septiembre de 2015

DIMELO: CAPITULO 6




Desde esta mañana no puedo dejar de pensar en ella; esta rubia de ojos azules y cuerpo de muñeca Barbie me ha revolucionado la sangre y su insistencia en ignorarme hace que me empecine aún mucho más. Mi incapacidad de dejar de darle vueltas al asunto me tiene de mal humor; ella ha conseguido perforar mi armadura protectora y empiezo a creer que me siento obnubilado por esta mujer, cosa que me fastidia. La tengo sentada a mi lado; si aspiro con fuerza, puedo impregnarme de su perfume. Lo hago, no me resisto, y es tal como lo recordaba: dulce, con aroma a coco y cerezas, prominente, con toques cítricos, muy sensual, con un fondo de ámbar y almizcle. Cómo olvidarlo, si la he tenido tan cerca por la mañana que su olor se ha quedado en mí durante varias horas.


Paula habla con André, y eso me da la posibilidad de mirarla; parece que se llevan muy bien, lo que me lleva a conjeturar que tal vez a él le interesa como mujer, pero de inmediato rechazo ese pensamiento, ya que llevo toda la noche sintiéndome como un sujetavelas con André y Estela, y en más de una ocasión he advertido nítidamente cómo él le ha tirado la caña a ella. Me convenzo de que es muy improbable que me haya equivocado.


Todos terminamos nuestras bebidas, así que llamo al camarero, que no tarda en acercarse; el servicio en este lugar es muy eficiente.


—¿Tomaréis lo mismo? —pregunto, pero sólo la miro a ella, que únicamente atina a asentir con la cabeza; los demás también me contestan afirmativamente—. Otra ronda, por favor —le pido al empleado.


—Marcos, ¿cómo anda? —pregunta de pronto André, y su interrogación hace que ella deje de mirarme.


—Bien, está de viaje.


—Aaah, eso explica por qué estabas aquí sola.


—Sí, claro.


—¿Cuándo habrá boda?


Estela se ahoga cuando sorbe su bebida, pero pronto se le pasa.


—No está en nuestros planes por ahora. Estamos bien así.


Vaya cubo de agua helada: tiene pareja. «¿Quién es el idiota que se va de viaje y la deja aquí sola?»


—Sabes, Pocha, André ha sido el que más retratos ha vendido en la muestra —dice de pronto la diseñadora, cambiando de tema.


—¿Pocha? —pregunta André, extrañado, y siento ternura al ver cómo a ella se le encienden las mejillas.


—Me llama así desde que éramos pequeñas; antes me torturaba que me llamara de esa forma, pero ahora lo tomo como algo cariñoso.


—Tú me torturabas llamándome Stela Artois, Hueles a Borracho.


Todos nos carcajeamos.


—A mí me llamaban Jirafa porque siempre he sido muy alto; y ya de más mayor, en la universidad, me llamaban Wikipedia —señala André.


—¿Eras bueno en los estudios? —Estela se muestra interesada por saber más.


—¡El mejor! —le aseguro yo—. Nunca he conocido a nadie tan inteligente como André. Y lo que más rabia nos daba era que todos nos matábamos estudiando, mientras que él, que nunca lo hacía, siempre conseguía las mejores calificaciones.


—Ellos se conocieron en Cambridge —le explica Estela a Paula, a lo que ella hace un leve asentimiento de cabeza; sigue empecinada en ignorarme.


—Ni queráis saber cómo llamábamos a este sátrapa.


—No, por favor, no lo digas.


—Quiero saberlo, cuéntalo, André, por favor —lo arenga Estela.


—Lo apodábamos Katrina, haciendo alusión al devastador huracán de Estados Unidos; es que Pedro arrasaba con todas las mujeres a su paso.


—No era tan así... —argumento vagamente.


—No seas modesto, siempre has tenido un harén a tu alrededor.


—¡Ja! Engreído y mujeriego —acota Paula, y entonces trato de contener la expresión de mi rostro mientras le doy un trago a mi bebida, que ya ha llegado; no es por lo que dice, sino por el tono despectivo que utiliza.


—Tengo muy claras las ideas; si eso te hace pensar que soy engreído... De hecho, tal vez lo sea, pero sobre todo soy un hombre de convicciones. Deberías saber diferenciar ambos conceptos, son muy distintos. En cuanto a lo de mujeriego... No me parece un defecto; me gustan las féminas y lo reconozco, son mi gran debilidad, pero también es cierto que soy muy atento con mis mujeres — remarco pensando en el idiota que tiene por pareja—: la que pueda tenerme, siempre estará bien atendida y muy satisfecha y, sobre todo, jamás se sentirá sola.


Estela, por supuesto, entiende la indirecta y deja escapar una sonrisa. De inmediato, Paula la mira y su amiga intenta disimular y contenerse. La rubia sorbe de su copa y dice sin mirarme:
—La presunción es un regalo de los dioses a los hombres insignificantes.


—Hay muchos que creen saberlo todo, pero en realidad no saben nada de sí mismos.


Esta vez gira su cuerpo para encararme.


—Eres un grosero, Pedro. No entiendo cómo te han puesto ese mote, pues no imagino qué mujer podría haberte hecho caso. Aunque presumo el tipo: seguro que ligera de cascos.


No creía haber sido un grosero, no estaba de acuerdo, pero al parecer ella estaba acostumbrada a recibir sólo halagos.


—¿Yo soy el grosero? ¿Quieres que te recuerde todos los adjetivos que me vienes atribuyendo desde esta mañana?
»Mira, Paula, que seas la directora de Saint Clair me tiene sin cuidado, no por eso voy a cerrar la boca y dejar que digas lo que te venga en gana. Quizá, esta mañana cuando nos conocimos, sí fui algo grosero. ¿Quieres que lo admita?: lo admito. Pero tu imprudencia me había sacado de mis casillas y había hecho que aflorara lo peor de mí; si no hubiésemos frenado a tiempo, podríamos habernos lastimado ambos; por suerte sólo ha sido un arañazo en la puerta.


—Tendrás tu compensación económica, jamás dejo sin pagar una de mis deudas.


—¿Sabes lo que puedes hacer con tu dinero?... Ya está bien —digo mientras levanto ambas manos—. Que necesite un empleo no te da derecho a tratarme como escoria y a refregarme tu dinero y tu poderío. ¿Es que acaso, cuando fuiste al colegio, te saltaste la lección de buenos modales?
Gracias por la invitación a la muestra, André. Ya nos veremos, te llamaré, amigo. —Carraspeo tras el corto discurso; me hallo sorprendido por mi brutal honestidad. 


Normalmente no caigo en esos exabruptos, pero esta mujer logra sacarme de quicio.


Noto que está ardiendo de rabia, pero no continúa la estúpida discusión; el silencio se hace profundo y es protagonista del momento. Sin pensarlo, saco mi cartera, busco dinero suficiente y lo dejo sobre la mesa golpeando la superficie con la palma abierta.


—Pedro, por favor —me ruega Estela cuando me inclino para despedirme.


—Ha sido un placer conocerte, Estela, pero veo que a tu amiga no le caigo bien, y no quiero seguir incomodándola.


—Venga, hombre, ha sido sólo un juego de palabras, ¿verdad, Paula?


Ella no contesta, aunque tampoco esperaba que lo hiciera, así que cojo mi chaqueta y me voy, dejándolos a todos con la boca abierta.


Bajo la escalera salteando escalones, engulléndolos con mis pasos; enseguida me encuentro en la calle, caminando hacia el bulevar Saint-Germain.


«Maldita mujer, se cree la octava maravilla y tiene el ego por las nubes por ser la puta dueña del circo.»


Sólo me faltaba esto, me ha desquiciado y me ha hecho perder los estribos, rompiendo todos los códigos de autocontrol que siempre me impongo.


Continúo andando, casi llevándome por delante a todo el que me cruzo, porque mi humor está verdaderamente alterado. Lo cierto es que no estoy acostumbrado a que me traten como a un paria; por consiguiente, a esa muñeca tonta no se lo voy a permitir, por muy hermosa que sea... Ya me ha hartado con sus desplantes, sus ironías y sus aires de grandeza aburguesada. Me he movido en los mejores círculos de negocios del mundo y sé perfectamente cómo tratar a la gente; a ella, por lo visto, se le han subido los humos a la cabeza y se cree la mismísima reina de Saba.


Me dedico a la tarea de conseguir un taxi, tarea nada fácil al ser viernes, y mucho menos con tantos turistas en la ciudad. 


Camino un par de manzanas mientras saboreo la brisa nocturna; necesito con urgencia que mi mente se despeje. 


Finalmente, cuando voy a cruzar una intersección, se detiene delante de mí un taxi del que bajan dos pasajeros y, como queda libre, lo cojo. Le facilito la dirección al taxista y bajo un poco la ventanilla para que el aire me refresque la cara.


En pocos minutos llego a mi diminuto apartamento. Nada más entrar, subo directo al altillo, que funciona como dormitorio, y me dejo caer en la amplia y confortable cama; tras practicar unos ejercicios de respiración para relajarme, un adormecimiento me invade de inmediato. Asaltado por la somnolencia, me pongo en pie para quitarme la ropa, dejo mi teléfono sobre la mesilla de noche y veo que tengo un mensaje de André, pero no quiero volver a enredarme en ese rollo, así que no lo leo. Abro la cama y me meto en ella; luego apago la luz y me obligo a dormir; lo necesito, ha sido un día muy intenso, que ha empezado mal y ha terminado peor.


—Bueno, el lunes me espera volver a recorrer las calles de París en busca de trabajo, porque presumo que ya no tengo ninguno.






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