miércoles, 9 de septiembre de 2015
MARCADOS: CAPITULO 4
Al día siguiente, Pedro salió del cobertizo junto a la bodega, armado con una caja de herramientas en una mano y una bolsa de juguetes en la otra. Emma y Paula se habían marchado por la mañana temprano, seguramente a la iglesia, y acababan de regresar.
Debería mantenerse alejado de ella. Solo hacía un año que había fallecido su marido y estaba en un momento muy vulnerable tras perder su casa. Sin embargo, había algo en
esa mujer que le despertaban deseos de estar cerca de ella.
¿Química? Sin duda formaba parte. No podía negar que se sentía atraído por ella, y hacía mucho tiempo que una mujer no le producía ese efecto.
Aun así estaba decidido a mantener las distancias. Era lo mejor para ambos. Llamó a la puerta de la cabaña y Paula le abrió con gesto de sorpresa.
–Hola, Pedro. Acabamos de regresar de la iglesia.
Paula se había cambiado de ropa, poniéndose una blusa floreada y unos pantalones cortos. Se había trenzado los cabellos y parecía más una adolescente que una fisioterapeuta de treinta años.
–Espero no molestar. Ayer me di cuenta de que la mosquitera de la puerta está torcida y que cuesta mucho abrir las ventanas de los dormitorios. ¿Te importa si echo un vistazo?
–No, no me importa. Es cierto que me costó mucho abrir la ventana de Emma esta mañana. Pasa, todavía nos estamos instalando –Paula señaló a Emma, ocupada pintando–. Está haciendo unos dibujos para colgar en su habitación. Espero que no os importe.
–Puedes hacer todos los agujeros que quieras. Pueden rellenarse –Pedro se acercó a Paula–. Tengo algo para Emma – susurró–. Sé que perdió casi todos sus juguetes. ¿Te importa si se lo doy?
–No tenías por qué hacer eso.
–Lo sé, pero me apetecía hacerlo. Lo compré la semana pasada, cuando supe que vendríais.
Los ojos de Paula reflejaron admiración y a Pedro le sorprendió la satisfacción que sintió.
–¿Puedes venir, por favor? –Paula llamó a su hija.
Emma levantó la vista y sonrió a Pedro con timidez.
–Te he encontrado un amigo –le dijo él–. Me ladró cuando pasé a su lado en la tienda.
–¿En serio? –la niña abrió los ojos desmesuradamente.
–Mete la mano en la bolsa. A lo mejor consigues que salga a jugar –Pedro sonrió.
–¿Puedo? –Emma lo consultó con su madre.
–Adelante.
La niña metió la mano en la bolsa y sacó un perro de peluche blanco y negro.
–¿Te gusta? –preguntó Pedro.
–¿Es para mí?
–Lo será si le pones un nombre.
–¿Lo puedo llamar Moppy?
–A mí me parece bien. Apuesto a que te ayudará a pintar.
Emma corrió de regreso a la mesa donde había estado dibujando, pero Paula la llamó de nuevo.
–¿Qué tienes que decirle al señor Pedro?
–Gracias –la pequeña lo miró sonriente.
–Es todo un placer.
–Nunca se separará de él –Paula se acercó a Pedro y susurró–. Perdió su osito en el incendio.
Estaba tan cerca que casi podría tocarla, y casi lo bastante para besarla. Era una locura. No era ni de lejos el motivo por el que la había invitado a alojarse en la cabaña. Estaba en deuda con ella por haberle devuelto una vida. Pero esa mujer olía tan bien… seguramente utilizaba un champú o acondicionador de fresa, pues el delicioso aroma emanaba de sus cabellos.
–No quisiera interrumpirte –Pedro reculó un paso–. Empezaré por la ventana del cuarto de Emma –recogió la caja de herramientas del suelo y se dirigió al más pequeño de los dormitorios.
Diez minutos más tarde había terminado con las ventanas de ambos cuartos. Paula estaba sentada en la cocina concentrada en unos papeles. Decidió no preguntar. No era asunto suyo.
–Voy a quitar la mosquitera de la puerta para aplanarla. La madera está combada.
–Me gusta la madera, le da un aspecto anticuado. Por eso resulta tan acogedora esta cabaña.
–Y supongo que también te gustará la hiedra. Papá lleva tiempo intentando que el jardinero la arranque, pero siempre terminan discutiendo.
–También me gusta la hiedra –Paula recogió los documentos y los guardó en una carpeta. La mirada de Pedro se posó en los papeles–. Estos documentos y recibos estaban en el coche, por eso se han salvado. Qué ironía: como la puerta del garaje estaba estropeada, tenía el coche aparcado en la calle. De lo contrario, a lo mejor también habría ardido en el incendio.
–Un optimista diría que no hay mal que por bien no venga – Pedro se dirigió hacia la puerta.
–Iba a preparar la comida. Las voluntarias me llenaron la nevera. ¿Te gusta el salteado? Estás invitado a acompañarnos, a no ser que tengas costumbre de comer con tu padre los domingos.
Ante la falta de respuesta, ella interpretó el gesto erróneamente, sonrojándose.
–No pasa nada si no te apetece quedarte.
–La mayoría de las personas que han vivido en Fawn Grove toda su vida conocen mi historia.
–¿Tu historia? –Paula no entendía nada.
Pedro no solía confiar en la gente, y no revivía lo que prefería olvidar. Lo aplicaba tanto a su infancia como a sus experiencias como reportero gráfico. Pero Paula vivía en su cabaña y tenía derecho a saber la verdad. Quizás la ayudaría a comprender mejor a Hector.
–Como te dije, Hector Alfonso no es mi padre biológico. Yo tenía doce años cuando me adoptó.
Paula lo miraba fijamente, los ojos de color castaño dorado compasivos, la actitud atenta.
–Mi padre y yo nunca hemos sentido un gran apego. Quizás yo era demasiado mayor cuando vine aquí. Quizás él estaba demasiado cargado de manías. Nunca hemos hablado de ello.
–¿Por eso hace dos años, cuando te planteaste regresar, no sabías si encontrarías aquí tu lugar?
–En gran parte. Siempre me ha gustado el viñedo. Empecé a trabajar las uvas al poco de llegar. Mi padre me enseñaba qué hacer y yo lo hacía. Podar y atar las viñas no eran simples tareas para mí porque estaba fascinado por todo el proceso. Pronto aprendí todo sobre las diferentes variedades de uva, la tierra, el proceso de elaboración del vino. Mi padre y yo teníamos eso en común, pero por otro lado no sé si era él o era yo quien se mantenía distante. En cualquier caso, desde mi regreso, aparte del trabajo en las viñas, llevamos vidas separadas.
–Qué pena –observó Paula–. Vivís juntos. Deberíais encontrar un punto de entendimiento.
–Quizás no lo deseamos ninguno de los dos.
–Pero deberíais.
–Paula… –le advirtió él.
–Pedro, mi única familia es Emma. ¿Crees que permitiría que algo nos distanciara?
–Eres una buena madre, Paula, es lógico que pienses así. Pero cuando fui adoptado, yo no era una inocente criatura sin pasado –a pesar de la mirada inquisitiva de Paula, él optó por no continuar.
–Por mucho pasado que tuvieras, lo único que quieren los niños es ser amados. Maldita sea, es lo que quieren hasta los adultos.
–¿Volverías a casarte? –preguntó Pedro.
–No.
–¿Podrías elaborar un poco más tu respuesta? –por el modo en que había contestado, él tuvo la sensación de que el matrimonio de Paula no había estado a la altura de sus expectativas.
–La verdad, no me apetece.
Por supuesto que no. Se estaba metiendo en un terreno privado y lo sabía.
–Si quieres puedes anular la invitación a comer.
–No –ella sacudió la cabeza–, pero no hablemos de nada demasiado personal.
Siendo su paciente, sí habían hablado de temas personales.
No en balde, la infidelidad de Aldana había sido en gran medida la causante de su actitud pesimista.
–Me encantaría comer con vosotras. Será una agradable pausa antes de volver a la oficina.
–¿Trabajas en domingo?
–Un viñedo es como una granja. Las cosas que crecen no se van de vacaciones, ni el trabajo que generan. Tengo una reunión con Leonardo esta tarde. ¿Ya conoces a Leonardo?
–No.
–Es un tipo amigable, incluso demasiado amigable con las damas. Cada fin de semana sale con una distinta.
–¿Cuántos años tiene?
–Es mayor que yo. Tendrá unos cuarenta y cinco.
–Y tú tienes treinta y seis.
–¿Te acuerdas?
–Los terapeutas nunca olvidan a algunos de sus pacientes.
Las palabras de Paula hicieron que el corazón de Pedro se acelerara. Seguramente se refería a que su estado había sido peor que el de otros pacientes. Seguramente se refería a que las cicatrices emocionales por el ataque y la traición de Aldana habían sido más numerosas que las de la mayoría.
Aunque también podía referirse a que lo recordaba, como él la recordaba a ella.
–La puerta estará lista para cuando hayas terminado el salteado. Podemos hacer una carrera.
–O podríamos tomarnos nuestro tiempo sin importarnos quién termina primero –sugirió ella.
A Pedro le gustó la visión positiva que tenía Paula y se preguntó cuándo había perdido él la suya.
Durante la comida, la conversación se dedicó en su mayor parte a contestar las preguntas de Paula sobre los viñedos y tipos de vinos que se producían. Cuando Emma hubo terminado, se bajó de la silla y se acurrucó con su nuevo peluche.
–¿Está en el centro de día del Club de las Mamás mientras trabajas? –preguntó él.
–Sí. Las empleadas son maravillosas.
–Cuando hablé con Marisa me enteré de que ella también lleva allí a su hijo, Julian –su secretaria le había explicado que las tarifas variaban en función de los ingresos de los padres–. Parece estar muy tranquila encomendándole a su hijo.
–Creo que Catalina participó en la elección del personal – explicó ella–. Me encanta poder acercarme durante la hora de la comida. En otoño, Emma empezará a ir a la guardería.
–Ser padre nunca es sencillo ¿verdad? Y ser madre soltera deber ser el doble de complicado.
Paula no parecía querer hablar del tema. Pedro se preguntó si alguna vez estaría dispuesta a hablar de su matrimonio.
Debería mantenerse alejado de ella y su pasado. Su propio pasado le había convertido en lo que era. Todo el mundo tenía secretos que no deseaba compartir.
–Te ayudaré a fregar –Pedro se levantó y recogió su plato.
–De eso nada –ella también se puso en pie–. No quiero retenerte más tiempo.
En otras palabras, ya era hora de que se marchara.
Echó un vistazo a Emma y comprobó que estaba dormida, abrazada a Moppy.
–Tiene una foto preciosa –Pedro sonrió–. Casi me dan ganas de retomar mi cámara.
–¿Ya no haces fotos? ¡Eres buenísimo!
–No he hecho una foto desde mi regreso a casa –él la miró con amargura–. Me trae demasiados recuerdos de las últimas – eran fotos tomadas en el campo de refugiados el día del ataque.
–No puedes permitir que lo sucedido te arrebate tu don. Te acompaño a la puerta.
Salieron al exterior. Hasta ellos llegó el aroma de las rosas trepadoras. Pedro miró a Paula. El deseo de besarla era casi palpable.
Y, sin embargo, hizo lo mejor para ambos. Recogió la caja de herramientas y se despidió.
–Adiós, Paula –al alejarse sintió la mirada de Paula clavada en su espalda.
MARCADOS: CAPITULO 3
Tras ducharse, Pedro paseó inquieto por su habitación. Era sábado por la mañana y Paula llegaría pronto. Rezó para que su decisión de invitarla a Raintree no hubiera sido un error.
Hasta entonces, el único error que había cometido en su vida había sido el de unirse a Aldana, una mujer atractiva, excitante y entusiasmada con su carrera. Pedro no había visto más allá de las curvas y había empezado a soñar con una vida compartida. Sin embargo, incapaz de soportar sus heridas y la incertidumbre de la recuperación, Aldana se había buscado otro hombre tras el accidente. Durante los últimos dos años, Pedro se había dedicado en cuerpo y alma a convertir Raintree en el viñedo de más éxito de California, sin tiempo para mujeres o sus maquinaciones.
Sacó un par de vaqueros limpios del armario y se vistió. El problema era que no incluía a Paula en la categoría de las demás mujeres. Gracias a ella podía mover los hombros.
Gracias a ella había recuperado poco a poco las fuerzas, el tono muscular y su actitud ante la vida.
No podía negar que, siendo su paciente, se había sentido atraído por ella, pero la alianza en el dedo y oírle hablar con ternura de su hija le habían hecho desistir de cualquier intención.
«Pero ahora es viuda», le susurró el diablillo sentado en su hombro.
Una viuda vulnerable y sin hogar de la que jamás se aprovecharía. Por su experiencia, nada bueno duraba para siempre, y lo cierto era que no era capaz de volver a confiar en una mujer.
¿Había tomado la decisión acertada al invitar a Paula a Raintree? Su padre estaba furioso, y él mismo no tenía ni idea de cómo acabaría todo.
****
«Agradecimiento», ni siquiera se aproximaba a lo que Paula sentía mientras Pedro ayudaba a una de las voluntarias del club de las mamás a meter un bonito sofá en tonos malva y verde en la cabaña. Era el día de la mudanza.
Aún no estaba segura de haber tomado la decisión correcta, pero ver a Emma pintar sentada bajo un roble, la tranquilizó enormemente.
Pedro llamó su atención desde la puerta. Los anchos hombros llenaban todo el espacio y no se veía nada detrás de él, ni siquiera veía a su hija.
–Está bien –la tranquilizó Pedro–. Sabe dónde estás –se volvió a su secretaria, Marisa, que había aparecido con un estuche de rotuladores para Emma–. ¿Puedes echarle un vistazo?
Marisa sonrió y asintió.
–Marisa fue la que me informó sobre el Club de las Mamás y me pasó el teléfono de Catalina. Al parecer, la ayudaron cuando se quedó embarazada. Dinos dónde quieres el sofá.
Paula no había visto a Pedro desde el día en que había visitado Raintree para ver la cabaña. Había hablado con él por teléfono un par de veces y el sonido de su voz había permanecido en sus oídos mucho tiempo después de colgar.
Al dejarle entrar, y muy a su pesar, no pudo evitar impregnarse del aroma a aftershave.
–Prefiero que no esté contra la pared –observó al fin–. Mejor frente a la chimenea. Emma y yo podremos acurrucarnos allí cuando haga frío. Ese sillón estaría bien junto a la ventana para que Emma pueda ver la televisión.
–¿Tú no ves televisión?
–Apenas. Si me siento en el sofá después de acostar a Emma, suelo quedarme dormida –o sentada en la oscuridad, preocupada por cómo iba a pagar las facturas.
Pero eso era algo que Pedro no necesitaba saber. Si le contaba el asunto de Claudio y las deudas, estaría abriendo la puerta a unas confidencias que no estaba segura de querer compartir.
–Me pregunto de dónde han salido estos muebles –ella cambió de tema–. Está todo como nuevo.
–He encontrado un montón de ángeles de la guarda en el club. Desde personas que ingresan dinero en una cuenta hasta las voluntarias que echan una mano.
En ese momento llegó Catalina Foster, una mujer impresionante de cabellos rubios y ojos verdes, capaz de despertar la envidia de cualquier mujer. Y su personalidad compasiva de pediatra era tan impresionante como su aspecto. Una compasión que parecía extenderse a todos los aspectos de su vida. Había sido muy amable con Paula y buena con Emma.
–Solo falta enchufar esto para que Emma tenga lista su habitación –anunció mostrando una lámpara en tonos rosas y blancos–. Te he dejado las sábanas sobre la cama.
–No sé cómo voy a devolver todo esto al Club de las Mamás. ¿Hay algo que pueda hacer?
–Tenemos prevista una entrega de comida y un programa de verano para niños y padres –contestó la mujer–. Proporcionamos comidas y cestas para familias necesitadas. Aunque la comida no sea más que un sándwich y una manzana, a los críos les parece un festín. Siempre nos viene bien ayuda. Cuando estés instalada, hablamos sobre ello.
–A mí también me gustaría ayudar –intervino Pedro.
Ambas mujeres lo miraron sorprendidas.
–¿Qué pasa? ¿Un hombre no puede ayudar en el Club de las Mamás? Puedo donar algún dinero y parte de mi tiempo. Estoy muy ocupado, pero ayudar a los niños solía ser mi objetivo.
De nuevo la mente de Paula se pobló de fotos de Pedro y de artículos que había escrito. Ella sabía exactamente qué había sucedido para cambiar ese objetivo. ¿Echaría de menos su antigua vida?
Catalina prometió mantenerles informados sobre el reparto de comida y se dirigió a la habitación de Emma mientras Pedro empujaba el sofá al lugar que ella le había indicado.
–¿Qué te parece?
–Perfecto. Si alguna vez te hartas de fabricar vino, puedes pasarte a las mudanzas –bromeó ella.
Pedro contempló el viñedo desde la ventana. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, ella percibió una ligera nostalgia. ¿Con qué soñaba Pedro Alfonso?
–Si soy capaz de mover este sofá es gracias a tus cuidados – él se acercó un poco más a ella.
–Pedro…
–No me digas que no es así.
–Cualquier terapeuta te habría enderezado ese brazo y el hombro.
–No sé si estoy de acuerdo con eso. Fueron tus cuidados y tu espíritu positivo los que me hicieron comprender que tenía un futuro aquí, que el fotoperiodismo no lo era todo. Me diste algo más que fisioterapia, Paula. Aunque supongo que lo haces con todos tus pacientes.
Al mirar fijamente a Pedro y comprender que había hablado en serio, el corazón de Paula se aceleró. Recordó las cicatrices del hombro, la que cruzaba el estómago donde las balas casi habían terminado con su vida. Un médico de campaña del campo de refugiados le había operado de urgencia en unas penosas condiciones y salvado la vida. Pedro tenía suerte de estar vivo.
Emma entró corriendo y se abrazó a las piernas de su madre, proporcionándole la excusa para desviar su atención de Pedro a la niña. Su prioridad siempre debía ser Emma.
–¿Qué pasa, bichito?
–No soy un bichito, soy Emma.
–¿Te sentías sola ahí fuera? –Paula abrazó a su hija.
–Quiero ver mi habitación.
–Buena idea. Aún no está lista del todo, pero puedes ayudarme a hacer la cama.
–¿Puede ayudar también el señor Pedro? –Emma le dedicó a Pedro una amplia sonrisa.
Era más que evidente que lo había aceptado en su vida. El bollito había tenido mucho que ver, pero su actitud también.
No solo toleraba a Emma, se ponía a su nivel.
–Estoy segura de que el señor Alfonso tiene muchas cosas que hacer.
–Me he tomado la mañana libre –Pedro le ofreció una mano a Emma–. Vamos a ver esa habitación.
En la habitación de Emma había una cama sencilla con un cabecero blanco, una coqueta infantil con espejo y, junto a la cama, una alfombra estampada con gatitos. Sobre el colchón descansaba un juego de sábanas sin estrenar en tonos rosas.
–Me gusta el rosa –observó Emma, perpleja ante las visibles dudas de su madre.
Paula tenía un nudo en la garganta. Alguien se había tomado muchas molestias por su hija.
Pedro pareció comprender la situación. Se acercó a la cama y dio una palmadita en el colchón.
–Ven a probar el colchón. No deberías saltar, pero sí puedes botar un poco.
–Es muy blandito –la niña olvidó a su madre por un instante y se subió a la cama.
–Intenta meter la almohada en la funda –Pedro le pasó la funda rosa–. Me sería de gran ayuda.
Emma se bajó de la cama y, con la ayuda de su madre, le puso la funda a la almohada mientras Pedro colocaba las sábanas.
–¿Sueles hacer esto a menudo? –bromeó ella.
–Estoy acostumbrado a montar campamentos –contestó él–. No hay gran diferencia.
–Apuesto a que de niño nunca tuviste que hacerte la cama.
El rostro de Pedro se ensombreció. Ella ya lo había visto durante la terapia cada vez que recordaba algo que preferiría olvidar. Era normal que fuera así con respecto a sus heridas y la traición de su prometida, pero ¿con su infancia?
–La asistenta se ocupaba de eso.
–¿Tiene tu padre alguna ayuda en la casa ahora? –sin duda debía tenerla.
–Una cocinera viene tres veces por semana. Prepara la comida y llena la nevera. Una vez a la semana viene la señora de la limpieza. A mi padre no le gusta ver gente por aquí.
–De modo que solo accedió a que nos alojásemos aquí porque será temporal.
–Algo así.
–Y porque tú le convenciste –continuó Paula mientras colocaba la almohada.
–No quiero que te preocupes por lo que piensa mi padre.
–Pero es que me preocupa.
–A mi padre no le gustan los cambios, no te lo tomes como algo personal. Se ha acostumbrado a la presencia de Leonardo y también se acostumbrará a Emma y a ti. Es un hombre solitario, Pedro.
Paula se preguntó qué estaría intentando decirle Pedro, pero Emma la distrajo tirándole de la manga.
–¿Puedo tomar zumo? Tengo sed.
–Creo que he visto zumo de manzana en una de las bolsas ¿te gusta? –preguntó él–. Vamos a buscarlo mientras tu mamá termina de hacer la cama.
El momento para confidencias se había pasado, pero le vendría bien saber algo más sobre Hector.
En el fondo, lo que quería era saber algo más de Pedro, pero la curiosidad podría meterla en líos.
MARCADOS: CAPITULO 2
A sus oídos llegó el sonido de pisadas y, segundos después, Hector Alfonso entró en la cocina. Paula lo reconoció por las fotos de los artículos que se publicaban sobre los viñedos Raintree. Los vinos Raintree habían sido galardonados con numerosos premios.
Como nunca había visto a Hector Alfonso en persona, Paula no sabía qué esperar de él, pero sí percibió claramente el gesto de desaprobación del hombre al posar la mirada en Emma y en ella. Pedro y su padre no se parecían en nada.
Mientras que Pedro era moreno, pelo negro y ojos grises, su padre era rubio y poseía unos fríos ojos azules.
–¿Es esta la señorita Chaves? –le preguntó a su hijo.
–Sí, son Paula y su hija, Emma.
–Siento que hayáis perdido vuestro hogar –les saludó Hector con mirada escrutadora.
Paula no sabía qué decir ni qué se ocultaba tras las amables palabras, aunque algo había.Pedro le había asegurado que su padre estaba de acuerdo en alojarlas en la casa de invitados, pero empezaba a preguntarse si sería cierto o no.
–Pedro nos ha invitado a tomar unos bollitos mientras decidimos si nos quedamos en la cabaña. Ha sido muy amable al ofrecérnosla.
–Fue Pedro quien la ofreció, y yo estuve de acuerdo en que era lo correcto. Pero, en cuanto te hayas recuperado del bache, espero que te busques un hogar propio.
–¡Padre!
–Señor Alfonso, si prefiere que no nos quedemos, encontraré otro alojamiento.
–De no ser por Paula –intervino Pedro con gesto tenso–, no me habría recuperado tan deprisa. Tengo una deuda con ella.
–Lo sé –Hector suspiró–. Y cuando su estancia aquí haya concluido, consideraremos la deuda saldada –miró a Paula fijamente–. ¿Ya has tomado una decisión?
Las circunstancias distaban mucho de ser ideales, pero sus opciones, al igual que las finanzas, eran muy limitadas.
Confiaba en que tanto ella como Emma serían capaces de mantenerse lejos de Hector. De día, la niña estaría en la guardería y ella trabajando. Y por la noche se mantendrían lejos de la casa. Los fines de semana, estaría ocupada reconstruyendo su vida. No había razón alguna para tropezarse con Hector Alfonso, ni con Pedro. El sol, el campo y una habitación propia le vendrían bien a Emma.
Sería una estupidez no aceptar.
–Raintree es un lugar hermoso, y creo que es justo lo que necesita Emma en estos momentos. Hasta que empecemos a recomponer nuestras vidas, nos encantaría alojarnos en la cabaña.
–No olvides la reunión que tenemos con Leonardo en la bodega a la una –Hector se dirigió a su hijo–. Quiero hablar sobre los nuevos barriles.
–No me he olvidado.
La voz de Pedro sonaba tensa y Paula se preguntó si esa tensión se debía únicamente a su presencia o si había algo más. ¿Habría preferido Hector que su hijo trabajara en los viñedos mientras este se dedicaba a recorrer el mundo como fotógrafo? De ser así, ya lo había conseguido. ¿No le bastaba?.
El hombre asintió y abandonó la cocina cerrando la puerta.
Paula se dirigió al armario en busca de otra toallita de papel y Pedro la siguió.
–No sé qué le pasa.
–¿Suele ser tan… frío?
–Siempre ha sido una persona distante y algo fría. He llegado a aceptarlo.
–No te entiendo.
–Hector Alfonso es mi padre adoptivo.
–No lo sabía.
–No suelo hablar de ello. La gente de Fawn Grove de toda la vida lo sabe.
–Yo vine a vivir aquí después de sacarme el master en fisioterapia.
–¿Dónde te criaste?
–En San Francisco. Estudié en Berkeley.
–¿Tu familia sigue allí?
–Perdí a mis padres el día de la graduación. Sufrieron un accidente de coche camino de la ceremonia.
–Paula… –Pedro la agarró por los hombros y la giró–. Has sufrido demasiadas pérdidas.
–Todo el mundo ha sufrido pérdidas. Todo el mundo echa de menos a algún ser querido. Sin embargo, aunque siempre los echaremos de menos, hay que conseguir ponerlo en perspectiva. Yo lo conseguí concentrándome en el master y las prácticas, pero necesitaba empezar de nuevo y acudí a una oficina de empleo que me encontró este puesto en Fawn Grove. He sido feliz aquí.
–Hasta este último año.
En realidad mucho antes, pero Pedro no lo sabía. Las manos que apoyaba en sus hombros parecían encajar perfectamente allí y su proximidad le permitió estudiar los pómulos y la barbilla. Las cicatrices en la sien destacaban blancas sobre la bronceada piel.
Bruscamente, Pedro la soltó. Algo brilló en los ojos grises y ella se preguntó si tendría algo que ver su relación con las mujeres, con la novia que le había abandonado en sus horas bajas.
Fuera cual fuera el motivo, Paula se alegraba de que la hubiera soltado. No estaba dispuesta a volver a mantener una relación, ni siquiera con un hombre que parecía entender a los niños, ni siquiera con un hombre cuya mera presencia le hacía vibrar por dentro. Ninguna relación.
Nunca. Jamás.
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