miércoles, 9 de septiembre de 2015

MARCADOS: CAPITULO 3





Tras ducharse, Pedro paseó inquieto por su habitación. Era sábado por la mañana y Paula llegaría pronto. Rezó para que su decisión de invitarla a Raintree no hubiera sido un error.


Hasta entonces, el único error que había cometido en su vida había sido el de unirse a Aldana, una mujer atractiva, excitante y entusiasmada con su carrera. Pedro no había visto más allá de las curvas y había empezado a soñar con una vida compartida. Sin embargo, incapaz de soportar sus heridas y la incertidumbre de la recuperación, Aldana se había buscado otro hombre tras el accidente. Durante los últimos dos años, Pedro se había dedicado en cuerpo y alma a convertir Raintree en el viñedo de más éxito de California, sin tiempo para mujeres o sus maquinaciones.


Sacó un par de vaqueros limpios del armario y se vistió. El problema era que no incluía a Paula en la categoría de las demás mujeres. Gracias a ella podía mover los hombros. 


Gracias a ella había recuperado poco a poco las fuerzas, el tono muscular y su actitud ante la vida.


No podía negar que, siendo su paciente, se había sentido atraído por ella, pero la alianza en el dedo y oírle hablar con ternura de su hija le habían hecho desistir de cualquier intención.


«Pero ahora es viuda», le susurró el diablillo sentado en su hombro.


Una viuda vulnerable y sin hogar de la que jamás se aprovecharía. Por su experiencia, nada bueno duraba para siempre, y lo cierto era que no era capaz de volver a confiar en una mujer.


¿Había tomado la decisión acertada al invitar a Paula a Raintree? Su padre estaba furioso, y él mismo no tenía ni idea de cómo acabaría todo.



****


«Agradecimiento», ni siquiera se aproximaba a lo que Paula sentía mientras Pedro ayudaba a una de las voluntarias del club de las mamás a meter un bonito sofá en tonos malva y verde en la cabaña. Era el día de la mudanza.


Aún no estaba segura de haber tomado la decisión correcta, pero ver a Emma pintar sentada bajo un roble, la tranquilizó enormemente.


Pedro llamó su atención desde la puerta. Los anchos hombros llenaban todo el espacio y no se veía nada detrás de él, ni siquiera veía a su hija.


–Está bien –la tranquilizó Pedro–. Sabe dónde estás –se volvió a su secretaria, Marisa, que había aparecido con un estuche de rotuladores para Emma–. ¿Puedes echarle un vistazo?


Marisa sonrió y asintió.


–Marisa fue la que me informó sobre el Club de las Mamás y me pasó el teléfono de Catalina. Al parecer, la ayudaron cuando se quedó embarazada. Dinos dónde quieres el sofá.


Paula no había visto a Pedro desde el día en que había visitado Raintree para ver la cabaña. Había hablado con él por teléfono un par de veces y el sonido de su voz había permanecido en sus oídos mucho tiempo después de colgar.


Al dejarle entrar, y muy a su pesar, no pudo evitar impregnarse del aroma a aftershave.


–Prefiero que no esté contra la pared –observó al fin–. Mejor frente a la chimenea. Emma y yo podremos acurrucarnos allí cuando haga frío. Ese sillón estaría bien junto a la ventana para que Emma pueda ver la televisión.


–¿Tú no ves televisión?


–Apenas. Si me siento en el sofá después de acostar a Emma, suelo quedarme dormida –o sentada en la oscuridad, preocupada por cómo iba a pagar las facturas.


Pero eso era algo que Pedro no necesitaba saber. Si le contaba el asunto de Claudio y las deudas, estaría abriendo la puerta a unas confidencias que no estaba segura de querer compartir.


–Me pregunto de dónde han salido estos muebles –ella cambió de tema–. Está todo como nuevo.


–He encontrado un montón de ángeles de la guarda en el club. Desde personas que ingresan dinero en una cuenta hasta las voluntarias que echan una mano.


En ese momento llegó Catalina Foster, una mujer impresionante de cabellos rubios y ojos verdes, capaz de despertar la envidia de cualquier mujer. Y su personalidad compasiva de pediatra era tan impresionante como su aspecto. Una compasión que parecía extenderse a todos los aspectos de su vida. Había sido muy amable con Paula y buena con Emma.


–Solo falta enchufar esto para que Emma tenga lista su habitación –anunció mostrando una lámpara en tonos rosas y blancos–. Te he dejado las sábanas sobre la cama.


–No sé cómo voy a devolver todo esto al Club de las Mamás. ¿Hay algo que pueda hacer?


–Tenemos prevista una entrega de comida y un programa de verano para niños y padres –contestó la mujer–. Proporcionamos comidas y cestas para familias necesitadas. Aunque la comida no sea más que un sándwich y una manzana, a los críos les parece un festín. Siempre nos viene bien ayuda. Cuando estés instalada, hablamos sobre ello.


–A mí también me gustaría ayudar –intervino Pedro.


Ambas mujeres lo miraron sorprendidas.


–¿Qué pasa? ¿Un hombre no puede ayudar en el Club de las Mamás? Puedo donar algún dinero y parte de mi tiempo. Estoy muy ocupado, pero ayudar a los niños solía ser mi objetivo.


De nuevo la mente de Paula se pobló de fotos de Pedro y de artículos que había escrito. Ella sabía exactamente qué había sucedido para cambiar ese objetivo. ¿Echaría de menos su antigua vida?


Catalina prometió mantenerles informados sobre el reparto de comida y se dirigió a la habitación de Emma mientras Pedro empujaba el sofá al lugar que ella le había indicado.


–¿Qué te parece?


–Perfecto. Si alguna vez te hartas de fabricar vino, puedes pasarte a las mudanzas –bromeó ella.


Pedro contempló el viñedo desde la ventana. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, ella percibió una ligera nostalgia. ¿Con qué soñaba Pedro Alfonso?


–Si soy capaz de mover este sofá es gracias a tus cuidados – él se acercó un poco más a ella.


Pedro


–No me digas que no es así.


–Cualquier terapeuta te habría enderezado ese brazo y el hombro.


–No sé si estoy de acuerdo con eso. Fueron tus cuidados y tu espíritu positivo los que me hicieron comprender que tenía un futuro aquí, que el fotoperiodismo no lo era todo. Me diste algo más que fisioterapia, Paula. Aunque supongo que lo haces con todos tus pacientes.


Al mirar fijamente a Pedro y comprender que había hablado en serio, el corazón de Paula se aceleró. Recordó las cicatrices del hombro, la que cruzaba el estómago donde las balas casi habían terminado con su vida. Un médico de campaña del campo de refugiados le había operado de urgencia en unas penosas condiciones y salvado la vida. Pedro tenía suerte de estar vivo.


Emma entró corriendo y se abrazó a las piernas de su madre, proporcionándole la excusa para desviar su atención de Pedro a la niña. Su prioridad siempre debía ser Emma.


–¿Qué pasa, bichito?


–No soy un bichito, soy Emma.


–¿Te sentías sola ahí fuera? –Paula abrazó a su hija.


–Quiero ver mi habitación.


–Buena idea. Aún no está lista del todo, pero puedes ayudarme a hacer la cama.


–¿Puede ayudar también el señor Pedro? –Emma le dedicó a Pedro una amplia sonrisa.


Era más que evidente que lo había aceptado en su vida. El bollito había tenido mucho que ver, pero su actitud también. 


No solo toleraba a Emma, se ponía a su nivel.


–Estoy segura de que el señor Alfonso tiene muchas cosas que hacer.


–Me he tomado la mañana libre –Pedro le ofreció una mano a Emma–. Vamos a ver esa habitación.


En la habitación de Emma había una cama sencilla con un cabecero blanco, una coqueta infantil con espejo y, junto a la cama, una alfombra estampada con gatitos. Sobre el colchón descansaba un juego de sábanas sin estrenar en tonos rosas.


–Me gusta el rosa –observó Emma, perpleja ante las visibles dudas de su madre.


Paula tenía un nudo en la garganta. Alguien se había tomado muchas molestias por su hija.


Pedro pareció comprender la situación. Se acercó a la cama y dio una palmadita en el colchón.


–Ven a probar el colchón. No deberías saltar, pero sí puedes botar un poco.


–Es muy blandito –la niña olvidó a su madre por un instante y se subió a la cama.


–Intenta meter la almohada en la funda –Pedro le pasó la funda rosa–. Me sería de gran ayuda.


Emma se bajó de la cama y, con la ayuda de su madre, le puso la funda a la almohada mientras Pedro colocaba las sábanas.


–¿Sueles hacer esto a menudo? –bromeó ella.


–Estoy acostumbrado a montar campamentos –contestó él–. No hay gran diferencia.


–Apuesto a que de niño nunca tuviste que hacerte la cama.


El rostro de Pedro se ensombreció. Ella ya lo había visto durante la terapia cada vez que recordaba algo que preferiría olvidar. Era normal que fuera así con respecto a sus heridas y la traición de su prometida, pero ¿con su infancia?


–La asistenta se ocupaba de eso.


–¿Tiene tu padre alguna ayuda en la casa ahora? –sin duda debía tenerla.


–Una cocinera viene tres veces por semana. Prepara la comida y llena la nevera. Una vez a la semana viene la señora de la limpieza. A mi padre no le gusta ver gente por aquí.


–De modo que solo accedió a que nos alojásemos aquí porque será temporal.


–Algo así.


–Y porque tú le convenciste –continuó Paula mientras colocaba la almohada.


–No quiero que te preocupes por lo que piensa mi padre.


–Pero es que me preocupa.


–A mi padre no le gustan los cambios, no te lo tomes como algo personal. Se ha acostumbrado a la presencia de Leonardo y también se acostumbrará a Emma y a ti. Es un hombre solitario, Pedro.


Paula se preguntó qué estaría intentando decirle Pedro, pero Emma la distrajo tirándole de la manga.


–¿Puedo tomar zumo? Tengo sed.


–Creo que he visto zumo de manzana en una de las bolsas ¿te gusta? –preguntó él–. Vamos a buscarlo mientras tu mamá termina de hacer la cama.


El momento para confidencias se había pasado, pero le vendría bien saber algo más sobre Hector.


En el fondo, lo que quería era saber algo más de Pedro, pero la curiosidad podría meterla en líos.







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