miércoles, 9 de septiembre de 2015

MARCADOS: CAPITULO 4





Al día siguiente, Pedro salió del cobertizo junto a la bodega, armado con una caja de herramientas en una mano y una bolsa de juguetes en la otra. Emma y Paula se habían marchado por la mañana temprano, seguramente a la iglesia, y acababan de regresar.


Debería mantenerse alejado de ella. Solo hacía un año que había fallecido su marido y estaba en un momento muy vulnerable tras perder su casa. Sin embargo, había algo en
esa mujer que le despertaban deseos de estar cerca de ella. 


¿Química? Sin duda formaba parte. No podía negar que se sentía atraído por ella, y hacía mucho tiempo que una mujer no le producía ese efecto.


Aun así estaba decidido a mantener las distancias. Era lo mejor para ambos. Llamó a la puerta de la cabaña y Paula le abrió con gesto de sorpresa.


–Hola, Pedro. Acabamos de regresar de la iglesia.


Paula se había cambiado de ropa, poniéndose una blusa floreada y unos pantalones cortos. Se había trenzado los cabellos y parecía más una adolescente que una fisioterapeuta de treinta años.


–Espero no molestar. Ayer me di cuenta de que la mosquitera de la puerta está torcida y que cuesta mucho abrir las ventanas de los dormitorios. ¿Te importa si echo un vistazo?


–No, no me importa. Es cierto que me costó mucho abrir la ventana de Emma esta mañana. Pasa, todavía nos estamos instalando –Paula señaló a Emma, ocupada pintando–. Está haciendo unos dibujos para colgar en su habitación. Espero que no os importe.


–Puedes hacer todos los agujeros que quieras. Pueden rellenarse –Pedro se acercó a Paula–. Tengo algo para Emma – susurró–. Sé que perdió casi todos sus juguetes. ¿Te importa si se lo doy?


–No tenías por qué hacer eso.


–Lo sé, pero me apetecía hacerlo. Lo compré la semana pasada, cuando supe que vendríais.


Los ojos de Paula reflejaron admiración y a Pedro le sorprendió la satisfacción que sintió.


–¿Puedes venir, por favor? –Paula llamó a su hija.


Emma levantó la vista y sonrió a Pedro con timidez.


–Te he encontrado un amigo –le dijo él–. Me ladró cuando pasé a su lado en la tienda.


–¿En serio? –la niña abrió los ojos desmesuradamente.


–Mete la mano en la bolsa. A lo mejor consigues que salga a jugar –Pedro sonrió.


–¿Puedo? –Emma lo consultó con su madre.


–Adelante.


La niña metió la mano en la bolsa y sacó un perro de peluche blanco y negro.


–¿Te gusta? –preguntó Pedro.


–¿Es para mí?


–Lo será si le pones un nombre.


–¿Lo puedo llamar Moppy?


–A mí me parece bien. Apuesto a que te ayudará a pintar.


Emma corrió de regreso a la mesa donde había estado dibujando, pero Paula la llamó de nuevo.


–¿Qué tienes que decirle al señor Pedro?


–Gracias –la pequeña lo miró sonriente.


–Es todo un placer.


–Nunca se separará de él –Paula se acercó a Pedro y susurró–. Perdió su osito en el incendio.


Estaba tan cerca que casi podría tocarla, y casi lo bastante para besarla. Era una locura. No era ni de lejos el motivo por el que la había invitado a alojarse en la cabaña. Estaba en deuda con ella por haberle devuelto una vida. Pero esa mujer olía tan bien… seguramente utilizaba un champú o acondicionador de fresa, pues el delicioso aroma emanaba de sus cabellos.


–No quisiera interrumpirte –Pedro reculó un paso–. Empezaré por la ventana del cuarto de Emma –recogió la caja de herramientas del suelo y se dirigió al más pequeño de los dormitorios.


Diez minutos más tarde había terminado con las ventanas de ambos cuartos. Paula estaba sentada en la cocina concentrada en unos papeles. Decidió no preguntar. No era asunto suyo.


–Voy a quitar la mosquitera de la puerta para aplanarla. La madera está combada.


–Me gusta la madera, le da un aspecto anticuado. Por eso resulta tan acogedora esta cabaña.


–Y supongo que también te gustará la hiedra. Papá lleva tiempo intentando que el jardinero la arranque, pero siempre terminan discutiendo.


–También me gusta la hiedra –Paula recogió los documentos y los guardó en una carpeta. La mirada de Pedro se posó en los papeles–. Estos documentos y recibos estaban en el coche, por eso se han salvado. Qué ironía: como la puerta del garaje estaba estropeada, tenía el coche aparcado en la calle. De lo contrario, a lo mejor también habría ardido en el incendio.


–Un optimista diría que no hay mal que por bien no venga – Pedro se dirigió hacia la puerta.


–Iba a preparar la comida. Las voluntarias me llenaron la nevera. ¿Te gusta el salteado? Estás invitado a acompañarnos, a no ser que tengas costumbre de comer con tu padre los domingos.


Ante la falta de respuesta, ella interpretó el gesto erróneamente, sonrojándose.


–No pasa nada si no te apetece quedarte.


–La mayoría de las personas que han vivido en Fawn Grove toda su vida conocen mi historia.


–¿Tu historia? –Paula no entendía nada.


Pedro no solía confiar en la gente, y no revivía lo que prefería olvidar. Lo aplicaba tanto a su infancia como a sus experiencias como reportero gráfico. Pero Paula vivía en su cabaña y tenía derecho a saber la verdad. Quizás la ayudaría a comprender mejor a Hector.


–Como te dije, Hector Alfonso no es mi padre biológico. Yo tenía doce años cuando me adoptó.


Paula lo miraba fijamente, los ojos de color castaño dorado compasivos, la actitud atenta.


–Mi padre y yo nunca hemos sentido un gran apego. Quizás yo era demasiado mayor cuando vine aquí. Quizás él estaba demasiado cargado de manías. Nunca hemos hablado de ello.


–¿Por eso hace dos años, cuando te planteaste regresar, no sabías si encontrarías aquí tu lugar?


–En gran parte. Siempre me ha gustado el viñedo. Empecé a trabajar las uvas al poco de llegar. Mi padre me enseñaba qué hacer y yo lo hacía. Podar y atar las viñas no eran simples tareas para mí porque estaba fascinado por todo el proceso. Pronto aprendí todo sobre las diferentes variedades de uva, la tierra, el proceso de elaboración del vino. Mi padre y yo teníamos eso en común, pero por otro lado no sé si era él o era yo quien se mantenía distante. En cualquier caso, desde mi regreso, aparte del trabajo en las viñas, llevamos vidas separadas.


–Qué pena –observó Paula–. Vivís juntos. Deberíais encontrar un punto de entendimiento.


–Quizás no lo deseamos ninguno de los dos.


–Pero deberíais.


–Paula… –le advirtió él.


Pedro, mi única familia es Emma. ¿Crees que permitiría que algo nos distanciara?


–Eres una buena madre, Paula, es lógico que pienses así. Pero cuando fui adoptado, yo no era una inocente criatura sin pasado –a pesar de la mirada inquisitiva de Paula, él optó por no continuar.


–Por mucho pasado que tuvieras, lo único que quieren los niños es ser amados. Maldita sea, es lo que quieren hasta los adultos.


–¿Volverías a casarte? –preguntó Pedro.


–No.


–¿Podrías elaborar un poco más tu respuesta? –por el modo en que había contestado, él tuvo la sensación de que el matrimonio de Paula no había estado a la altura de sus expectativas.


–La verdad, no me apetece.


Por supuesto que no. Se estaba metiendo en un terreno privado y lo sabía.


–Si quieres puedes anular la invitación a comer.


–No –ella sacudió la cabeza–, pero no hablemos de nada demasiado personal.


Siendo su paciente, sí habían hablado de temas personales. 


No en balde, la infidelidad de Aldana había sido en gran medida la causante de su actitud pesimista.


–Me encantaría comer con vosotras. Será una agradable pausa antes de volver a la oficina.


–¿Trabajas en domingo?


–Un viñedo es como una granja. Las cosas que crecen no se van de vacaciones, ni el trabajo que generan. Tengo una reunión con Leonardo esta tarde. ¿Ya conoces a Leonardo?


–No.


–Es un tipo amigable, incluso demasiado amigable con las damas. Cada fin de semana sale con una distinta.


–¿Cuántos años tiene?


–Es mayor que yo. Tendrá unos cuarenta y cinco.


–Y tú tienes treinta y seis.


–¿Te acuerdas?


–Los terapeutas nunca olvidan a algunos de sus pacientes.


Las palabras de Paula hicieron que el corazón de Pedro se acelerara. Seguramente se refería a que su estado había sido peor que el de otros pacientes. Seguramente se refería a que las cicatrices emocionales por el ataque y la traición de Aldana habían sido más numerosas que las de la mayoría. 


Aunque también podía referirse a que lo recordaba, como él la recordaba a ella.


–La puerta estará lista para cuando hayas terminado el salteado. Podemos hacer una carrera.


–O podríamos tomarnos nuestro tiempo sin importarnos quién termina primero –sugirió ella.


Pedro le gustó la visión positiva que tenía Paula y se preguntó cuándo había perdido él la suya.


Durante la comida, la conversación se dedicó en su mayor parte a contestar las preguntas de Paula sobre los viñedos y tipos de vinos que se producían. Cuando Emma hubo terminado, se bajó de la silla y se acurrucó con su nuevo peluche.


–¿Está en el centro de día del Club de las Mamás mientras trabajas? –preguntó él.


–Sí. Las empleadas son maravillosas.


–Cuando hablé con Marisa me enteré de que ella también lleva allí a su hijo, Julian –su secretaria le había explicado que las tarifas variaban en función de los ingresos de los padres–. Parece estar muy tranquila encomendándole a su hijo.


–Creo que Catalina participó en la elección del personal – explicó ella–. Me encanta poder acercarme durante la hora de la comida. En otoño, Emma empezará a ir a la guardería.


–Ser padre nunca es sencillo ¿verdad? Y ser madre soltera deber ser el doble de complicado.


Paula no parecía querer hablar del tema. Pedro se preguntó si alguna vez estaría dispuesta a hablar de su matrimonio. 


Debería mantenerse alejado de ella y su pasado. Su propio pasado le había convertido en lo que era. Todo el mundo tenía secretos que no deseaba compartir.


–Te ayudaré a fregar –Pedro se levantó y recogió su plato.


–De eso nada –ella también se puso en pie–. No quiero retenerte más tiempo.


En otras palabras, ya era hora de que se marchara.


Echó un vistazo a Emma y comprobó que estaba dormida, abrazada a Moppy.


–Tiene una foto preciosa –Pedro sonrió–. Casi me dan ganas de retomar mi cámara.


–¿Ya no haces fotos? ¡Eres buenísimo!


–No he hecho una foto desde mi regreso a casa –él la miró con amargura–. Me trae demasiados recuerdos de las últimas – eran fotos tomadas en el campo de refugiados el día del ataque.


–No puedes permitir que lo sucedido te arrebate tu don. Te acompaño a la puerta.


Salieron al exterior. Hasta ellos llegó el aroma de las rosas trepadoras. Pedro miró a Paula. El deseo de besarla era casi palpable.


Y, sin embargo, hizo lo mejor para ambos. Recogió la caja de herramientas y se despidió.


–Adiós, Paula –al alejarse sintió la mirada de Paula clavada en su espalda.




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