Pedro le abrió la puerta del coche, notando su perfume e intentando no dejarse llevar.
–Deja que vaya a tu casa cuando termine aquí.
–No, esta noche no. Mi turno empieza a primera hora y tengo que dormir algo.
–Te dejaré dormir, lo prometo –le susurró Pedro al oído.
–No, imposible –dijo ella, riendo–. No confío en ti ni en mí misma.
–En ese caso, me quedaré aquí esta noche y empezaré a recoger mi habitación. Si cambias de opinión a las tres de la mañana…
Paula sonrió.
–Nos vemos el sábado por la tarde.
–En la fiesta maternal de Mariza.
–Tienes que hacerle compañía a Benja.
–Pero si apenas lo conozco –protestó Pedro.
–Pues entonces será una oportunidad para conocerlo.
****
El viernes, Pedro terminó ayudando a su madre a descolgar las cortinas y a quitar las alfombras. Tenían muchos empleados, pero a su madre le gustaba hacerlo personalmente. Su madre nunca había olvidado sus raíces y, de vez en cuando, volvía a ser la que había sido antes de casarse con su padre.
Al día siguiente tendría que acudir a la fiesta que Paula había organizado para su hermana Mariza, que estaba a punto de tener un bebé.
Normalmente no le importaba ser el único hombre en una habitación llena de mujeres, pero no cuando esas mujeres parecían peligrosamente a punto de ponerse de parto…
–¿Huelo a café recién hecho?
A Paula se le encogió el corazón. Ese tono arrogante solo podía ser de un hombre: Claudio Alfonso.
–Sí, ¿te apetece? Pedro ha ido un momento al baño, pero volverá enseguida.
Claudio asintió con la cabeza.
–Si no te molesta…
–No, claro que no.
–¿Cómo lo tomas, con azúcar, con leche?
–Solo, sin azúcar.
Claudio se apoyó en la pared, mirándola fijamente, tan cerca que casi le daba miedo y Paula tuvo que tragar saliva.
Parecía estar midiéndola, observándola y encontrando todos sus defectos.
–Bueno, Paula Chaves, así que ya no eres camarera.
Lo decía como si ser camarera no fuese un trabajo honesto y eso dejaba claro lo que ella ya sabía: que tenía prejuicios sociales. ¿O ella no le gustaba particularmente?
–No, ya no –respondió.
–Tomaré unos rollitos de pescado –Claudio señaló una bandeja– y un par de esos de cangrejo. Los platos están en ese armario. Entre tú y yo, no confío en el servicio de catering.
–¿Ah, no? –Paula tuvo que morderse los labios para no decirle lo que pensaba–. Esta empresa es estupenda, yo lo sé muy bien porque trabajé con ellos hace unos años.
–Paula –Elisa estaba en la puerta de la cocina y, por su expresión, llevaba allí un rato–. Espero que mi marido te esté tratando bien.
–Sí, claro.
–¿Dónde está Pedro?
–Estoy aquí, mamá.
Paula dejó escapar un suspiro de alivio.
–Te he comprado algo para el apartamento…
–Spencer Overton está aquí para discutir los planes de la nueva promoción –la interrumpió Claudio–. Se marcha a Estados Unidos mañana y me gustaría que hablases con él cuando tengas un momento.
–Muy bien, iré enseguida –Pedro miró a Paula antes de inclinarse para besar a su madre–. Gracias, mamá.
–¿No vas a abrirlo?
–Sí, claro –Pedro abrió el paquete y soltó una carcajada–. Ah, vaya, copas.
No eran simples copas, pensó Paula, sino copas de un famoso cristal que dejaban las suyas a la altura del betún. Y un sacacorchos de plata.
¿Cómo iba a competir ella con una familia millonaria?
–Nunca se tienen demasiadas copas –dijo Pedro, con una sonrisa conspiradora–. ¿Estás bien, Paula?
–Sí, claro.
Aunque no era verdad. Se sentía tensa y notaba frío bajo la falda. Habían jugado con fuego.
–Sera mejor que vaya a ver qué quiere mi padre –Pedro le dio un rápido beso antes de desaparecer.
–¿Te gusta leer, Paula? –le preguntó Elisa en cuanto su hijo desapareció.
–Sí, mucho, cuando tengo tiempo.
La madre de Pedro la llevó a la biblioteca.
–Tenemos una gran colección de libros. Si quieres llevarte alguno prestado, no hay ningún problema.
Todos eran ediciones fabulosas, forrados en piel.
–¿Poesía?
¿Blake, Browning? Paula negó con la cabeza.
–Me temo que no.
–¿Algún autor en particular? ¿Algún género?
Paula negó con la cabeza.
–Cualquier cosa que tenga una trama original para olvidar lo que veo en el hospital a diario.
La madre de Pedro asintió con la cabeza, mirando las estanterías.
–Estos son libros de Claudio o de su familia, a mí me gustan las novelas románticas –Elisa se dirigió a un antiguo escritorio y sacó un montón de viejas novelas.
Paula estudió las portadas: paisajes de ensueño, mujeres guapas con ropa interior sexy sobre sabanas de satén.
Hombres guapos de anchos hombros y ojos brillantes.
–Esta es una de mis autoras favoritas.
–También a ti te gustan los finales felices.
–Sí –respondió Paula, con un nudo en el estómago porque sabía que no habría un final feliz en su futuro. No había sitio allí para ella entre primeras ediciones y copas de cristal francés–. Pero es una fantasía. La vida real no es así.
–No, es verdad –asintió Elisa–. Y Pedro… en fin, parece muy duro, pero en el fondo no lo es.
Un hombre dulce envuelto en chocolate oscuro, Paula lo sabía.
–Lo sé.
–Se ha convertido en un experto en esconder sus emociones –siguió Elisa– pero contigo… es evidente lo que siente por ti. Puede que no me haya dicho nada, pero sé que temía que no vinieras y yo… en fin, soy su madre y no quiero que nadie le haga daño.
Una leona defendiendo a su cachorro.
–Lo entiendo. Tampoco yo –dijo Paula.
¿Y tu marido?, le gustaría preguntar. ¿Qué pensaría Pedro si supiera que su padre se había negado a ponerlos en contacto cinco años antes, que le había robado la oportunidad de saber de su embarazo?
–Pedro y yo somos buenos amigos, los dos entendemos y valoramos nuestra relación.
Elisa asintió, como satisfecha con la respuesta.
–¿Y tú, Paula? Entiendo lo duro que debió ser perder a tus padres.
–Lo fue, sí.
–Tu madre era una empleada leal y tú también has trabajado mucho para llegar donde estás.
–Así es.
«¿Y tú cómo vas a entender eso?».
Elisa pareció leer sus pensamientos porque sus ojos azules se nublaron.
–Mi padre era empleado de una fábrica, mi madre planchaba para una empresa –su voz era firme, seria, como si estuviera orgullosa de ello–. Trabajaron mucho durante toda su vida hasta que mi padre murió de un infarto, dejando a mi madre con dos hijos.
Paula se quedó completamente sorprendida.
–Lo siento, no lo sabía –murmuró. Porque Pedro no se lo había contado–. ¿Cómo conociste a tu marido?
–Trabajaba como cajera en su primer restaurante y luego, cuando empezó a tener éxito, me llevó a la oficina como ayudante personal –los recuerdos suavizaron el tono de Elisa–. En fin, todo eso fue hace mucho tiempo. ¿Qué tal si salvamos a mi hijo de esa aburrida reunión?
El coche que Pedro había contratado para ir a buscarla se detuvo frente a la casa de los Alfonso y Paula respiró, nerviosa. Había decidido ponerse una falda de terciopelo azul turquesa con un jersey de manga cóctel del mismo color encima de una camisola de seda, el cabello peinado con más cuidado que de costumbre.
–Aquí estamos, señorita Chaves –dijo el conductor, saliendo del coche para abrirle la puerta.
–Gracias –Paula sonrió, aunque estaba a punto de decirle que la llevase de vuelta a casa.
Entonces vio la fuente… ah, la recordaba muy bien.
El conductor volvió a arrancar, de modo que no había forma de escapar. Tenía que enfrentarse con lo inevitable. Los tacones de sus zapatos negros repiqueteaban sobre el pavimento mientras se dirigía hacia la enorme puerta de madera. Había hecho el amor con Pedro apoyada en esa puerta… ¿había algún sitio en aquella casa que no tuviera recuerdos?
¿Que tenía en común con esa gente? ¿Por qué había aceptado ir a la fiesta?, se preguntó. Pero la puerta se abrió en ese momento y Pedro apareció bajo una fabulosa lámpara de araña.
Llevaba un pantalón oscuro y una camisa de color crema que destacaba su piel bronceada, su sonrisa brillante. Él era la razón por la que había ido a la fiesta. La única razón.
–Menos mal que estás aquí para hacerme compañía –Pedro tiró de su mano para darle un rápido beso en los labios–. Tienes las manos heladas. Venga, entra.
Paula sonrió, pero le temblaban las piernas, todo el cuerpo.
Elisa Alfonso estaba en el vestíbulo; una guapa rubia con un elegante top de seda azul y un pantalón negro, perfectamente peinada y maquillada.
–Mamá, te presento a Paula Chaves.
–Buenas noches, señora Alfonso.
–Buenas noches, Paula. Y llámame Elisa, por favor. Me alegro mucho de que hayas podido venir.
–No tanto como yo –dijo Pedro, apretándole la mano.
–Encantada de conocerte. Pedro no suele presentarnos a sus amigas.
«Amigas», en plural, por supuesto. Pedro tenía muchas amigas y ella solo era una más.
–¿Conoces a Pedro desde hace mucho tiempo? –la voz de su madre la devolvió al presente.
–Nos conocimos hace cinco años. Yo trabajaba de camarera en un cóctel que organizó su marido.
Pedro le pasó un brazo por la cintura.
–Y hemos vuelto a encontrarnos.
–¿Os habéis mantenido en contacto todos estos años? –preguntó Elisa–. Qué vergüenza, nunca me has hablado de ella, hijo.
A Paula se le encogió el corazón. Por supuesto que nunca la había mencionado, porque solo había sido una aventura sin importancia.
–No manteníamos contacto. Nos hemos encontrado por casualidad.
–El destino –dijo Pedro.
–Su hijo ha tenido mucho éxito, imagino que se sentirá orgullosa de él.
–Sí, claro, pero ahora tiene su propio apartamento, así que no lo vemos tanto como nos gustaría.
–Mamá…
–Perdonad, tengo que atender a los demás invitados –se disculpó Elisa–. Sírvele una copa a tu amiga.
–Claro que sí.
Pedro tomó dos copas de champán de la bandeja de un camarero.
–Estas guapísima, por cierto.
–Gracias –Paula tomó un sorbo de champán.
–Me pregunto qué clase de ropa interior llevarás hoy…
–Más tarde –respondió ella–. ¿Dónde está tu padre?
No tenía que haber preguntado porque, por supuesto, Carlos Alfonso llamaba la atención con su traje de chaqueta oscuro, camisa blanca y corbata de rayas. Enseguida lo vio frente a la chimenea, conversando con un hombre mayor que estaba de espaldas a ella. Carlos los había visto, por supuesto, y estaba observándolos. O, más específicamente, a ella.
–Ven aquí –Pedro tiró de su mano para llevarla hacia la chimenea.
–Papá, te presento a Paula Chaves.
–Encantada, señor Alfonso.
–Llámame Carlos, por favor –dijo él, estrechando su mano–. Nos hemos visto alguna vez, ¿verdad? –antes de que Paula pudiese responder, Carlos se volvió hacia el hombre mayor–. Te presento a Sir Gerald Doyle…
–¡Paula, me alegro de verte!
–Hola, Gerry, ¿cómo estás?
–Genial. Incluso he vuelto a jugar al tenis.
–¿Y cómo está Minette? –le preguntó Paula, notando la sorpresa de Carlos Alfonso.
–Muy bien, gracias. Está en Melbourne ahora mismo con nuestro hijo, su mujer y nuestra nieta.
–Ah, me alegro.
–Carlos, esta chica es un ángel –dijo Gerald–. Cuando sufrí un infarto el año pasado ella estaba en urgencias y me salvó la vida. Se tomó un interés especial por mí cuando estaba recuperándome, eres un hombre muy afortunado, Pedro.
–Ya lo creo –asintió él, pasándole un brazo por los hombros, casi como reconociendo que eran una pareja de verdad.
–Ser enfermera es una profesión dura –dijo Carlos–. Evidentemente, has encontrado tu camino.
Paula levantó la barbilla, aceptando el cumplido con toda la gracia que pudo.
–Así es.
–Encantando de volver a verte, Paula. Minette lamentará no haber podido saludarte.
–Dale un abrazo de mi parte.
Pedro tiró de su mano para llevarla hacia uno de los ventanales.
–¿Lo ves? Ya te dije que no habría ningún problema. Incluso conoces a los amigos de mis padres.
Paula no conocía a nadie más, aunque reconocía algunas caras de las páginas de sociedad de las revistas.
Le dolían los dedos de apretar la copa, las mejillas de tanto sonreír, los pies por culpa de los tacones. Unos minutos después Pedro se disculpó para hablar con los camareros y Paula se encontró entre un grupo de mujeres mayores, escuchando cotilleos sobre desastres de cirugía plástica, aventuras extramaritales y rupturas mientras intentaba no perder la sonrisa.
Mientras miraba hacia la puerta porque la Pedro había desaparecido deseando que la rescatase se encontró con los ojos de Carlos, que la miraba con el ceño fruncido.
A su lado había una rubia despampanante y lo vio llamar a Pedro, que acababa de regresar al salón. Él se inclinó para darle un beso en la mejilla y se le encogió el estómago cuando el fotógrafo les pidió que posaran para una foto.
Pedro pasó un brazo por su hombro desnudo mientras la rubia sonreía de oreja a oreja. Pedro miró a Paula entonces como si supiera que estaba observando.
Hora de irse, decidió. Dejando su copa en la primera mesa que encontró, salió al pasillo y entró en la biblioteca.
Por suerte, no había nadie, solo el olor a libros viejos y cuero. Dejando escapar un suspiro de alivio, cerró tras ella y apoyó la cabeza en la puerta.
Estaba celosa. Nunca había estado celosa en toda su vida, pero reconocía los síntomas. Estaba celosa porque… No podía estar enamorada de Pedro otra vez.
Pero era un hombre por el que haría cualquier cosa, incluso acudir a la estúpida fiesta que había organizado su padre.
Un hombre en cuyo mundo no había sitio para ella.
No, no podía estar enamorada, era imposible. Solo iba a ser una aventura.
–¿Pau?
Paula dio un paso adelante cuando alguien empujó la puerta.
–Estoy aquí.
–Te pido disculpas por la insensibilidad de mi padre. Me estaba presentando a la nieta de una amiga, pero no sabía que iban a hacer fotos.
–Parece pensar que hacéis buena pareja y lo comprendo, es muy atractiva.
–No me he dado cuenta –dijo él, tomándola de la mano–. Yo prefiero a las morenas de piernas largas.
Paula se inclinó hacia delante para desabrocharle los dos primeros botones de la camisa.
–Tampoco te has dado cuenta de que era rubia, ¿verdad?
–Me he dado cuenta de que tú salías del salón –dijo él, empujándola suavemente hasta que su espalda chocó contra el escritorio.
–Pero no me he ido.
–No, es verdad –susurró Pedro, besándola el cuello.
–¿Quieres saber por qué? –Paula se quitó los zapatos.–Porque aún no has visto mi ropa interior.
–Pero he estado pensando en ella toda la noche –Pedro le levantó la falda–. Ah, medias negras con encaje –susurró, deslizando las manos por sus muslos y mirándola con cara de sorpresa–. ¿Has venido sin bragas?
–He venido preparada.
–Yo también.
Pedro sacó un sobrecito del bolsillo con la mano libre y lo rasgó con los dientes mientras la acariciaba hasta hacerla gemir.
–¿Quieres que nos arriesguemos, Pau?
–¿Aquí, en la biblioteca, con docenas de invitados a unos metros?
–¿Quieres que cierre la puerta?
Ella negó con la cabeza.
–Entonces no habría emoción.
Pedro se encogió de hombros.
–Lo había imaginado –murmuró mientras le bajaba la cremallera del pantalón.
–Espera, déjame –Paula le puso una mano en la entrepierna, deslizándola arriba y abajo, viendo cómo contenía el aliento.
Sus miradas se encontraron cuando le quitó el preservativo de la mano. Al otro lado de la puerta sonaban las notas de una sinfonía de Beethoven y el distante murmullo de conversaciones, pero el único sonido en la biblioteca eran sus jadeos.
Sin dejar de mirarlo a los ojos, le puso el preservativo y lo guio hasta que rozó su húmeda carne.
–No me canso de ti –murmuró Pedro, agarrando sus caderas mientras entraba en ella, mirándola a los ojos mientras empujaba hacia delante.
Paula tuvo que agarrarse a sus hombros para no caer al suelo. También ella miraba sus pálidos muslos en contraste con la piel más oscura de Pedro.
No quería pensar en nada. Aquello era sexo ilícito, ardiente, una descarga de adrenalina necesaria para los dos.
Sintió una explosión de calor y se dejó llevar, temblando, su clímax provocando el de Pedro con una última y salvaje embestida que tiró la lámpara del escritorio.
–Vaya, menos mal que no se ha roto –riendo, la ayudó a bajarse la falda–. ¿Estás bien?
Paula sonrió. Se sentía tan bien que no podía moverse.
–¿Tú qué crees?
Pedro la besó una, dos veces.
–Creo que será mejor volver a…
La puerta de la biblioteca se abrió en ese momento y enseguida oyeron risas, una masculina y otra femenina.
Rápido como el rayo, Pedro le bajó la falda mientras Paula intentaba ponerse en pie.
–Creo que estamos a salvo –murmuró una voz masculina en la oscuridad.
–No, me temo que no –dijo Pedro, con una sonrisa que solo ella podía ver.
Paula se mordió los labios para no reír, un poco achispada por el champán, pero lo bastante sobria como para contenerse.
De inmediato escucharon un gemido ahogado, seguido de pasos y un portazo que los hizo reír.
–No sé tú, pero se me ha abierto el apetito –dijo Pedro, inclinándose para buscar sus zapatos.
–Me vendría bien un café. ¿Crees que nos hemos perdido la cena?
–No, es demasiado pronto –Pedro se subió la cremallera del pantalón y se dirigió a la puerta para mirar el pasillo–. No hay moros en la costa. ¿Qué tal si vamos a la cocina a comer algo?
–¿Quieres que vaya a la fiesta de tus padres?
Pedro había pensado que no mostraría ningún entusiasmo.
–Claro que sí.
–En casa de tus padres.
–Ese es el plan.
Quería que conociese a sus padres para demostrarle que no eran los ogros que ella parecía creer.
–¿Has aceptado sin contar conmigo?
La hija de la empleada con los amigos de la familia Alfonso.
No lo había dicho en voz alta, pero Pedro casi oyó esas palabras.
–Te estoy pidiendo que vengas. Mis padres son lo que son, pero son mis padres.
Sin embargo, quería que ella los aceptara y hasta ese momento no se había dado cuenta de lo importante que era.
–Tú eres parte de mi vida –Pedro le puso las manos en los hombros– una buena parte. Y quiero que vayas.
Paula parpadeó
–No sabría cómo… hacer el papel.
–No tienes que hacer ningún papel, sé tú misma. Si quieres, podemos comprar un vestido…
–¿Qué le pasa a mi ropa?
–No, nada. Pensé que te gustaría ponerte algo nuevo.
–No veo por qué.
–Muy bien –Pedro metió las manos en los bolsillos del pantalón. Aquello estaba siendo más difícil que una excavación.
Paula dejó escapar un resignado suspiro.
–¿Qué tipo de ropa debo llevar, un vestido largo?
Pedro no lo había pensado. ¿Las mujeres no sabían instintivamente qué ponerse para esa clase de eventos?
–Algo con lo que te sientas cómoda. Aunque tal vez podrías dejar las botas y la cazadora en casa.
–Y seguro que alguien podrá prestarme una tiara, perdí la mía en el último baile.
Pedro se inclinó hacia delante para envolverla en sus brazos.
–No creo que eso sea necesario, pero me gustaría mucho verte con un vestido y tacones de aguja como los que llevabas el otro día, pero la decisión es tuya. Estás guapa con cualquier cosa.
–Veremos los que puedo hacer –dijo ella, con voz ronca–. ¿De qué color debo llevar la ropa interior?
Él esbozó una sonrisa.
–Sorpréndeme.
–Muy bien, creo que podre hacerlo.