jueves, 27 de agosto de 2015

SEDUCIDA: CAPITULO 30




–¿Huelo a café recién hecho?


A Paula se le encogió el corazón. Ese tono arrogante solo podía ser de un hombre: Claudio Alfonso.


–Sí, ¿te apetece? Pedro ha ido un momento al baño, pero volverá enseguida.


Claudio asintió con la cabeza.


–Si no te molesta…


–No, claro que no.


–¿Cómo lo tomas, con azúcar, con leche?


–Solo, sin azúcar.


Claudio se apoyó en la pared, mirándola fijamente, tan cerca que casi le daba miedo y Paula tuvo que tragar saliva. 


Parecía estar midiéndola, observándola y encontrando todos sus defectos.


–Bueno, Paula Chaves, así que ya no eres camarera.


Lo decía como si ser camarera no fuese un trabajo honesto y eso dejaba claro lo que ella ya sabía: que tenía prejuicios sociales. ¿O ella no le gustaba particularmente?


–No, ya no –respondió.


–Tomaré unos rollitos de pescado –Claudio señaló una bandeja– y un par de esos de cangrejo. Los platos están en ese armario. Entre tú y yo, no confío en el servicio de catering.


–¿Ah, no? –Paula tuvo que morderse los labios para no decirle lo que pensaba–. Esta empresa es estupenda, yo lo sé muy bien porque trabajé con ellos hace unos años.


–Paula –Elisa estaba en la puerta de la cocina y, por su expresión, llevaba allí un rato–. Espero que mi marido te esté tratando bien.


–Sí, claro.


–¿Dónde está Pedro?


–Estoy aquí, mamá.


Paula dejó escapar un suspiro de alivio.


–Te he comprado algo para el apartamento…


–Spencer Overton está aquí para discutir los planes de la nueva promoción –la interrumpió Claudio–. Se marcha a Estados Unidos mañana y me gustaría que hablases con él cuando tengas un momento.


–Muy bien, iré enseguida –Pedro miró a Paula antes de inclinarse para besar a su madre–. Gracias, mamá.


–¿No vas a abrirlo?


–Sí, claro –Pedro abrió el paquete y soltó una carcajada–. Ah, vaya, copas.


No eran simples copas, pensó Paula, sino copas de un famoso cristal que dejaban las suyas a la altura del betún. Y un sacacorchos de plata.


¿Cómo iba a competir ella con una familia millonaria?


–Nunca se tienen demasiadas copas –dijo Pedro, con una sonrisa conspiradora–. ¿Estás bien, Paula?


–Sí, claro.


Aunque no era verdad. Se sentía tensa y notaba frío bajo la falda. Habían jugado con fuego.


–Sera mejor que vaya a ver qué quiere mi padre –Pedro le dio un rápido beso antes de desaparecer.


–¿Te gusta leer, Paula? –le preguntó Elisa en cuanto su hijo desapareció.


–Sí, mucho, cuando tengo tiempo.


La madre de Pedro la llevó a la biblioteca.


–Tenemos una gran colección de libros. Si quieres llevarte alguno prestado, no hay ningún problema.


Todos eran ediciones fabulosas, forrados en piel.


–¿Poesía?


¿Blake, Browning? Paula negó con la cabeza.


–Me temo que no.


–¿Algún autor en particular? ¿Algún género?


Paula negó con la cabeza.


–Cualquier cosa que tenga una trama original para olvidar lo que veo en el hospital a diario.


La madre de Pedro asintió con la cabeza, mirando las estanterías.


–Estos son libros de Claudio o de su familia, a mí me gustan las novelas románticas –Elisa se dirigió a un antiguo escritorio y sacó un montón de viejas novelas.


Paula estudió las portadas: paisajes de ensueño, mujeres guapas con ropa interior sexy sobre sabanas de satén. 


Hombres guapos de anchos hombros y ojos brillantes.


–Esta es una de mis autoras favoritas.


–También a ti te gustan los finales felices.


–Sí –respondió Paula, con un nudo en el estómago porque sabía que no habría un final feliz en su futuro. No había sitio allí para ella entre primeras ediciones y copas de cristal francés–. Pero es una fantasía. La vida real no es así.


–No, es verdad –asintió Elisa–. Y Pedro… en fin, parece muy duro, pero en el fondo no lo es.


Un hombre dulce envuelto en chocolate oscuro, Paula lo sabía.


–Lo sé.


–Se ha convertido en un experto en esconder sus emociones –siguió Elisa– pero contigo… es evidente lo que siente por ti. Puede que no me haya dicho nada, pero sé que temía que no vinieras y yo… en fin, soy su madre y no quiero que nadie le haga daño.


Una leona defendiendo a su cachorro.


–Lo entiendo. Tampoco yo –dijo Paula.


¿Y tu marido?, le gustaría preguntar. ¿Qué pensaría Pedro si supiera que su padre se había negado a ponerlos en contacto cinco años antes, que le había robado la oportunidad de saber de su embarazo?


Pedro y yo somos buenos amigos, los dos entendemos y valoramos nuestra relación.


Elisa asintió, como satisfecha con la respuesta.


–¿Y tú, Paula? Entiendo lo duro que debió ser perder a tus padres.


–Lo fue, sí.


–Tu madre era una empleada leal y tú también has trabajado mucho para llegar donde estás.


–Así es.


«¿Y tú cómo vas a entender eso?».


Elisa pareció leer sus pensamientos porque sus ojos azules se nublaron.


–Mi padre era empleado de una fábrica, mi madre planchaba para una empresa –su voz era firme, seria, como si estuviera orgullosa de ello–. Trabajaron mucho durante toda su vida hasta que mi padre murió de un infarto, dejando a mi madre con dos hijos.


Paula se quedó completamente sorprendida.


–Lo siento, no lo sabía –murmuró. Porque Pedro no se lo había contado–. ¿Cómo conociste a tu marido?


–Trabajaba como cajera en su primer restaurante y luego, cuando empezó a tener éxito, me llevó a la oficina como ayudante personal –los recuerdos suavizaron el tono de Elisa–. En fin, todo eso fue hace mucho tiempo. ¿Qué tal si salvamos a mi hijo de esa aburrida reunión?





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