Pedro estuvo con sus padres los dos días siguientes, conteniendo el deseo de llamar a Paula. Quería darle una sorpresa y hacerlo bien, de modo que llamó a German para pedirle la información que necesitaba. Esa noche, Paula salía del hospital a las nueve y no tenía que volver hasta las tres de la tarde del día siguiente. Tendrían tiempo para una cena íntima.
Sonriendo para sí mismo, colocó dos velas de jazmín sobre la mesa de madera bruñida. La nueva cubertería brillaba, las copas también. Y la vajilla era nueva. Había contratado a un chef que había llenado la nevera con rollitos vietnamitas de verduras, ensalada, un plato de carne y piña caramelizada con crema.
Pedro miró su reloj y, después de comprobar que todo estaba en su sitio, tomó las llaves del coche.
*****
–¿Qué haces aquí? –exclamó Paula, al verlo en el pasillo del hospital.
–Yo podría preguntar lo mismo. Me dijeron que salías a las nueve y llevó aquí quince minutos.
–Esta noche tenemos mucho trabajo –respondió Paula. No iba a contarle que se había presentado voluntaria para trabajar una hora más durante los últimos días porque no quería verlo–. Una de mis pacientes no se encuentra bien y voy a quedarme con ella un rato. Le llevaba algo para dormir.
–¿A qué hora terminarás?
–En una hora o dos.
Pedro frunció el ceño.
–Eso no es verdad. La enfermera de información me ha dicho que estabas a punto de salir y he hecho planes para esta noche.
–¿Qué planes? –preguntó ella–. ¿Por qué no me has llamado?
–Quería darte una sorpresa.
–Bueno, pues me la has dado –Paula siguió caminando por el pasillo, con Pedro tras ella–. Lo siento, tengo que quedarme un rato con Judy.
–Te esperaré.
Pedro metió las manos en los bolsillos del pantalón y ella tragó saliva. ¿De verdad iba a esperarla en el pasillo? No había sabido nada de él en dos días y, de repente, aparecía en el hospital con planes.
–¡Paula! –la llamó una compañera–. Deberías haberte marchado hace quince minutos –dijo luego, quitándole la bandeja de la mano–. El horario de trabajo ha terminado, jovencita, y hay un hombre muy atractivo esperándote.
–No estoy vestida para salir –protestó Paula mientras se ponía la cazadora en el coche.
Pedro giró la cabeza para mirarla, en sus ojos un brillo promesa.
–No tienes que arreglarte, vamos a cenar en mi apartamento.
Ah, claro, y ella sabía lo que eso significaba. Pero una vocecita le decía que sus padres se habían ido y, por lo tanto, estaba de vuelta en su vida. ¿Durante cuánto tiempo?
Cuando llegaron al apartamento se quedó sorprendida al ver la elegante mesa con un jarroncito de violetas y velas, todo tan romántico.
–¿Una cena íntima?
Pedro carraspeó, incómodo.
–Bueno, era una idea. Tal vez me haya pasado, pero…
–Es un detalle –lo interrumpió ella–. Incluso le has pedido prestada a tu madre la vajilla.
–No, es mía.
Paula parpadeó, sorprendida.
–La chica de la tienda me dijo que a las mujeres les gustaba mucho este diseño.
–¿Has comprado esta vajilla por mí?
Pedro se encogió de hombros, confuso.
–Demonios, no sé qué te gusta. Nunca sé dónde estoy contigo.
Y esa siempre había sido la atracción y el dilema. Paula era diferente a las demás mujeres que conocía. Nunca dejaría de sorprenderlo.
–Por el momento lo estás haciendo muy bien.
–Quiero conocerte y quiero que tú me conozcas a mí.
–Pensé que ya nos conocíamos.
–Conocemos nuestras zonas erógenas y cómo darnos placer el uno al otro, ¿pero qué más sabemos? ¿Cuál es mi película favorita? ¿Y la tuya? ¿Qué pienso sobre si hay vida en otros planetas? ¿Te gusta pasear bajo la lluvia?
Paula lo miró, perpleja.
–Yo…
–Lo de esta noche es un experimento. Nada de sexo.
–Nada de sexo, ¿eh?
–Cariño, solo será esta noche –dijo Pedro–. No porque no quiera sino porque quiero conocerte de otra manera.
¿Podemos hacerlo?
Ella asintió con la cabeza.
–Podemos intentarlo. La cuestión es por qué.
Pedro no quería responder porque no estaba seguro de conocer la respuesta.
–Sígueme la corriente, ¿de acuerdo?
–Muy bien. Mi película favorita es Pretty Woman y me gusta pasear por la playa bajo la lluvia. La tuya es 2001, una odisea en el espacio, y si pudieras irías a la primera misión geológica en el Planeta Rojo. Bueno, pues ya que hemos aclarado eso. ¿Qué hay de cena, Romeo?
Pedro la miraba, boquiabierto. Había acertado.
–Dime el nombre del perro que tenía a los doce años.
–Meteoro –dijo ella–. Te conozco bien –añadió, abriendo la puerta de la nevera.
Pedro apoyó un hombro en el quicio de la puerta para admirar ese trasero respingón, lamentando de inmediato el plan de no incluir sexo en aquella cena.
–¿Así que te has convertido en un gourmet en mi ausencia? –preguntó Pau, sacando el postre de piña.
–Ojalá. No, me temo que sigo siendo de los que se hacen un bocadillo para cenar. Un chef se ha encargado de todo.
Ella probó la piña.
–Mmm, está muy rica. ¿Qué tal si le ponemos crema o nata?
Pedro tragó saliva. Demonios, todo en él le pedía que lamiera esos labios. Y ella debió darse cuenta porque, de repente, se quedó inmóvil.
Juegos eróticos con la comida… Pau y él podrían escribir un libro sobre eso. Los recuerdos enviaban dardos de deseo que apenas podía controlar.
Estaba tan cerca que podía ver una peca sobre su labio superior. Y podía olerla… la suya era una fragancia sensual que no podría embotellarse.
Paula le ofreció un trozo de piña y Pedro abrió la boca. Le gustaría más saborearla a ella, pero Paula se apartó con una sonrisa.
–Nada de sexo, ¿no?
–La comida no es sexo –protestó Pedro. Pero él sabía que no era verdad y, a juzgar por la expresión burlona de Pau, también ella lo sabía.
–Muy bien, vamos a comer a la manera tradicional.
¿Cómo iba a poder tragar mientras veía a Paula mojar el rollo vietnamita en salsa y metérselo luego en los labios? ¿Tenía que hacer de todo un ejercicio erótico?
Pero logró superar la cena e incluso recordó encender las velas y servir el vino mientras conversaban, aunque no recordaba de qué habían hablado.
Pero sí recordaba cómo Paula parecía hacer el amor con la copa de vino, cómo se pasaba la punta de la lengua por los labios…
En cuanto terminaron se levantó de la mesa para calmarse un poco y admiró el arcoíris. Había calculado mal. Fatal.
Sintió que se le erizaba el vello de su nunca y supo que Paula estaba detrás de él.
–Una cena estupenda –musitó, mirándolo con ojos ardientes.
–Gracias.
El pulso se le aceleró de nuevo. Paula llevaba un simple jersey, pero él sabía lo que había debajo. Su cerebro estaba dejando de funcionar porque sus piernas no respondieron cuando se lo ordenó y su boca se abrió para fundirse con la de Paula. Sabía a caramelo, a deseo.
No, aquello no entraba en sus planes.
De alguna forma, consiguió apartarse y recuperar la cordura, recordando que aquello había sido idea suya, su regalo. Y era él quien estaba saltándose las reglas. Intentó llevar oxígeno a sus pulmones mientras Paula lo miraba con unos ojos cargados de pasión.
–¿Qué hacemos ahora?
–Dar ese paseo bajo la lluvia –respondió él–. ¿No es eso lo que te gusta?
–Deja que lo haga Benja –dijo Mariza cuando Pau se levantó para limpiar la mesa.
–Pero él ha hecho la cena…
–Tú tienes que trabajar esta noche –la interrumpió su hermana–. Además, a Benja no le importa.
–No me importa porque tenemos lavaplatos –bromeó su cuñado–. Además, ya sabes que por mi mujer haría cualquier cosa.
Benja desapareció en la cocina y Mariza se levantó a toda prisa.
–Perdona un momento…
Paula miró su reloj. Tenía que irse al hospital en unos minutos. Tomando su copa, se dirigió a la cocina… y soltó una carcajada al ver a su hermana y su cuñado abrazados.
–Benjamin, que el bebé va a tener palpitaciones –bromeó–. Venga, ya has monopolizado a tu mujer durante mucho tiempo, ahora es mi turno.
–Lo siento –se disculpó su cuñado–. Me he dejado llevar.
Riendo, Pau le puso una mano en el abdomen a su hermana y la apartó de inmediato.
–Ha dado una patada –murmuró, con el corazón encogido.
–Pau… –Mariza no tenía que decir nada más.
–No pasa nada. Me alegro tanto por ti y por Benja.
–Ven, vamos al salón –Mariza tomó su mano para llevarla al sofá–. Bueno, cuéntame cómo va tu vida amorosa. Y quiero detalles –su hermana dio un golpecito en el asiento del sofá.
Paula le contó que había pasado la noche en casa de Pedro y que la llegada de sus padres había interrumpido el encuentro.
–Estuve a punto de contarle lo del niño, pero al final no me atreví.
–¿Por qué?
–Ni siquiera sé cuánto va a durar esto.
–Yo vi cómo te miraba en el pub la otra noche.
–¿Para qué tener una relación si Pedro va a marcharse tarde o temprano? Se irá y no volveré a verlo.
–¿Te lo ha dicho él?
Paula negó con la cabeza.
–No, solo es una impresión.
–Podrías irte con él.
–¿Si me lo pidiera como hizo la última vez?
–Ha comprado un apartamento aquí, ¿no?
Paula se encogió de hombros.
–Como una inversión.
–Muy bien, dejando eso de lado, ¿qué sientes por él?
–Lo mismo y diferente –respondió Pau, suspirando–. Es el único hombre al que querría como padre de un hijo mío.
–El hombre que no sabe que lo fue –murmuró su hermana.
–Intenté decírselo hace cinco años, pero fue imposible, ya lo sabes. ¿Para qué voy a contárselo ahora?
–Porque es lo más justo. Yo pensé lo mismo de Benjamin, ¿te acuerdas? Creí que estaría mejor sin saber nada.
Paula asintió con la cabeza, sabiendo que su hermana tenía razón, sabiendo que debería contárselo, pero temía consecuencias.
Pedro había dejado claro lo que pensaba de la relación y ella no podía permitirse el lujo de enamorarse… ¿o ya era demasiado tarde?
En cuanto sus padres se fueron, Pedro sacó el móvil para llamar a Pau y decirle que había estado pensando en ella.
Después de enseñar el apartamento a sus padres habían comido algo en un restaurante cercano mientras hablaban de negocios, pero no había podido dejar de pensar en Paula ni un solo momento. No podía librarse de la imagen de Pau desnuda en su cama… ni de la fría mujer que era cuando se marchó.
Estaba decepcionada porque no habían podido terminar lo que empezaron esa mañana y él también.
Por fin, saltó el buzón de voz. Una decepción. Le gustaría poder verla, olerla, tocarla, decirle… ¿qué?
–Soy Pedro, Paula. Espero que estés despierta… voy a buscarte –dijo antes de cortar la comunicación.
¿Qué le pasaba? Una noche de sexo y… Pedro sacudió la cabeza. Sexo, eso era todo. ¿O no? Sexo con una mujer que llevaba en su cabeza cinco años.
Unos minutos después llamaba al timbre de su casa con una mano, en la otra un ramo de flores.
Esperó, pero no hubo respuesta. El coche de German no estaba en el aparcamiento, pero el de Paula sí.
–Sé que estás ahí –dijo, levantando la voz–. Abre o tendré que usar la llave que me ha dado German.
Una mentira, pero tuvo el efecto deseado porque Paula abrió la puerta, pálida, con aspecto cansado. ¿No había dormido o había algo más detrás de esas ojeras?
–¿Puedo entrar?
–Sí, claro, pero German no te ha dado una llave –dijo Paula, cruzando los brazos sobre el pecho.
Solo llevaba una camisa y las piernas denudas… las piernas que habían estado enredadas en su cintura unas horas antes.
–¿Cómo lo sabes?
–German no le daría una llave de la casa a nadie sin consultarlo conmigo.
–Muy inteligente. Oye, siento lo de esta mañana.
–Lo entiendo, no pasa nada.
No, no lo entendía porque tomó las flores evitando rozarlo o mirarlo a los ojos.
–¿Te gustan?
–Son preciosas, gracias. Por cierto, lo siento –se disculpó Pau, señalando la ropa que colgaba de las sillas–. Se ha roto la secadora. El salón también está lleno de ropa. Tengo que llamar al alguien para que la arregle, pero no he encontrado el momento.
–Olvídate de la ropa y de las flores –la interrumpió Pedro, acercándose–. Quiero hablar contigo.
–Yo no quiero hablar.
–Yo tampoco –Pedro esbozó una sonrisa traviesa.
–Quiero dormir. Anoche no dormimos mucho.
–Pensé que habías estado durmiendo.
–He estado haciendo recados y poniendo la lavadora –respondió Pau.
–Bueno, entonces podemos irnos a la cama si quieres.
–Sola, Pedro.
No todo estaba perdido, pensó él, al ver que los pezones se le marcaban bajo la camisa.
–Me iré dentro de un rato.
Saber que estaba desnuda bajo la camisa hizo que la sangre se le agolpase en la entrepierna y no pudo evitar acariciarle los pechos…
–Para –le pidió ella, arqueándose hacia su mano.
–Tú no quieres que pare –Pedro inclinó la cabeza para chupar un pezón por encima de la tela–. Y yo tampoco –añadió, empujándola hasta que sus piernas chocaron con el sofá.
Paula le pasó una mano por la hebilla del cinturón.
–Con nosotros siempre se trata de sexo, ¿verdad?
Pedro la miró durante unos segundos, intentando entender su estado de ánimo. Le pareció ver algo frío y duro en sus ojos.
–Pau…
–Pedro…
–Tú primero –dijo él.
Su tono serio hizo que se preparase para lo peor. Paula se llevó una mano al abdomen, como si le doliese, y dejó escapar un suspiro que parecía salirle del alma.
–No es nada importante. ¿Qué ibas a decir?
–¿Te acuerdas de anoche? Cuando te toqué por todas partes con las manos, los labios, la lengua… me perdí dentro de ti y tú te perdiste en mí.
Y eso era lo que echaba de menos con otras mujeres, que Paula se entregaba por completo, abiertamente, sin inhibiciones. Era algo más que sexo.
–No lo he olvidado –Paula giró la cabeza, ofreciéndole su cuello–. Eres mi hombre.
No sabía por qué, pero esa expresión le pareció algo temporal, como si fuera bueno hasta que llegase otro.
«Temporal». Eso era lo que quería, ¿no? Alguien temporal en su vida. Además, había sido Paula quien dijo que su relación nunca sería nada serio.
Cinco años atrás esas palabras habían herido su amor propio, pero en aquel momento era algo más.
La noche anterior había significado algo para él.
Y mientras intentaba entender que era ese esquivo «algo más», Paula abrió los ojos y lo miró como si pudiera ver dentro de él.
–¿Te has preguntado alguna vez cómo sería nuestra relación si no hubiera sexo?
Ella parpadeó varias veces, confusa.
–¿Sin sexo? No, imposible, nuestra relación está basada en el sexo, nada más.
¿Tendría razón? Porque él estaba cansado de vivir solo y quería alguien con quien volver a casa, alguien con quien compartir su vida. Había querido eso durante mucho tiempo, pero acababa de darse cuenta.
–Vete a casa, Pedro. Tu familia es lo primero. Yo estaré de guardia durante los próximos días y tengo la reunión del comité para el proyecto Rainbow Road.
–¿Por qué trabajas tanto? –la interrumpió él. Era casi como si no quisiera tener días libres para verlo.
–Llevo cinco años haciéndolo –respondió Paula– me mantiene concentrada.
La mantenía distraída, pensó él, recordando a la chica que solía hacer novillos para salir con él.
Su rechazo lo turbaba y lo irritaba a la vez.
–Muy bien. Duerme un rato.
Salió de la casa y se quedó en la puerta un momento, pensativo. ¿Qué había pasado en esos cinco años que tanto la había cambiado?
Pedro tiró las llaves sobre la mesa de la cocina. Lo único que deseaba era tumbarla sobre la alfombra, pero su deber como anfitrión exigía que aguantase un poco más.
–¿Quieres comer algo?
–Tal vez.
Tan ambigua respuesta hizo que se volviera. ¿Tal vez?
¿Estaba haciéndose ilusiones o había un brillo de deseo en sus ojos?
Pedro tragó saliva mientras ella se quitaba la cazadora, revelando un tirante del sujetador bajo el jersey.
–Primero tengo que quitarme estas botas. Me duelen los pies.
Pedro solo podía mirar sus labios, brillantes del azúcar del algodón que habían compartido.
–Tienes azúcar en la boca.
–¿Qué?
Paula entreabrió los labios cuando él inclinó la cabeza para besarla. Y qué dulce sabía. Cuando ella abrió la boca para decir algo, Pedro aprovechó la oportunidad para deslizar la lengua.
Pero Paula se apartó. En sus ojos reconocía la misma intensidad que debía haber en los suyos, pero también algo más.
Quería borrar esa mirada de confusión y calmar sus dudas.
«No le des tiempo para pensar», le dijo una vocecita.
–Paula…
Desesperado, metió las manos bajo el jersey para encontrar algo satinado de color rosa…
–Solo estamos nosotros –murmuró, con voz ronca.
–Yo…
–Solo nosotros, aquí, ahora.
–Solo nosotros –repitió ella y Pedro notó el temblor en su voz.
–Paula…
–Solo nosotros, aquí, ahora –Pau metió las manos bajo el jersey para acariciarlo–. Ahora, ahora.
Pedro tuvo que tragar saliva mientras desabrochaba el botón de los vaqueros. Tiró de ellos hacia abajo, junto con las bragas, para acariciar la suave piel de su trasero. Se quitó el jersey y cayeron sobre la alfombra con las piernas y los brazos enredados, jadeando.
–¿Estás bien?
Experimentó un sentimiento de primitiva posesión al ver su pálida piel, el pelo negro extendido sobre la alfombra como ébano, sus pezones oscuros…
Pau arqueó la espalda.
–Lo estaré pronto.
Pedro le abrió las piernas y se colocó entre ellas, donde quería estar, donde había soñado estar tantas veces.
¿Cuántas mañanas había despertado duro como una piedra y sudando, con el sabor de su sexo en la lengua, su aroma llenándole los pulmones?
–Eres todo lo que recuerdo y más.
El brillo de sus ojos la empujaba al precipicio y Paula se rindió mientras la alfombra acariciaba su espalda desnuda, las manos de Pedro abrían sus muslos.
Temblaba bajo su mirada, cada latido de su corazón le hacía eco en todo el cuerpo. Le sopló suavemente entre las piernas… un soplido ligero. Paula suspiró, a punto de explotar bajo su ardiente mirada. Un segundo después, de su garganta escapaba un grito de placer mientras llegaba al clímax.
–Eres asombrosa, ¿lo sabes? –murmuró Pedro, enterrando en ella su lengua en una perversa y deliciosa tortura cuando aún no habían terminado los espasmos.
–Pedro… –Paula se agarró a su pelo mientras él pellizcaba los sensibles pezones.
Excitada, le bajó la cremallera del pantalón y metió la mano bajo el calzoncillo para encontrarlo duro como el acero.
–Sigue haciendo lo que estabas haciendo.
–Hago lo que puedo –Pedro sacó algo del bolsillo, un paquetito que rasgó con los dientes.
Paula se quedó inmóvil. Nunca habían usado preservativo porque ella tomaba la píldora. ¿Y si volvía a quedarse embarazada?
Benja había usado preservativo, pero Mariza estaba esperando un niño, de modo que no era seguro al cien por cien. ¿Podría pasar por eso otra vez?
–No pasa nada, Pau, no lo pienses. Te necesito esta noche, he querido hacer esto desde que volvimos a vernos.
El deseo los envolvía, arrastrándolos en un torrente de calor y sensaciones. Cuando se enterró en ella, Paula se arqueó para recibirlo con renovado deseo, ahogándose en esa ola de amor.
¡No!
Amor no, le dijo una vocecita. No tenía nada que ver con el amor. Solo era deseo, una atracción física irresistible.
Pedro aminoró el ritmo de repente para acariciarle el pelo.
–Quédate conmigo.
–Estoy aquí.
Las caricias se volvían frenéticas hasta que la razón desapareció y era imposible pensar. Solo existía el deseo que los empujaba hasta que, por fin, Pedro se derramó dentro de ella.
Horas después, Paula despertó con el calor del cuerpo de Pedro sobre el suyo. Relajado, parecía un dios satisfecho después de haber cumplido con sus divinas obligaciones.
Y había sido divino, tenía que reconocerlo. En una docena de maneras diferentes sobre la alfombra y más tarde sobre las sábanas de satén. Solo habían parado un momento para comer algo antes de volver a la cama y seguir haciendo el amor. Se sentía demasiado feliz como para pensar en por qué aquello era un gran error o para considerar las consecuencias de una relación con Pedro.
No, no era una relación. Aquello era sexo; genial, el mejor, pero nada más.
–Buenos días.
–Buenos días –Paula sonrió, acariciándole el torso–. Muy buenos.
–¿Me merezco un beso?
–Eso depende.
–¿De qué?
–De lo que me ofrezcas de desayuno.
–¿Qué tienes en mente?
–Necesito algo que me sostenga antes de empezar otra ronda. Café, fresas y bollos recién hechos.
–¿Qué tal dos de tres? Te ofrezco café y fresas si tú vas a comprar los bollos. Hay una pastelería aquí al lado.
–Muy bien.
–¿Seguro que quieres comer antes?
–Desde luego.
–¿Esto es una especie de prueba?
Como respuesta, Paula se colocó sobre él, frotando su sexo contra el duro muslo masculino.
–Podríamos llamarlo un soborno.
–Algunos dirían que es ilegal –Pedro metió una mano entre sus piernas–. ¿Quieres los bollos calientes ante de nada? –susurró, hundiendo un dedo en su centro.
–Sí… –consiguió decir Paula, pero no parecía nada convincente.
Pedro introdujo dos dedos, tres, haciendo círculos, creando una fricción que prometía llevarla al paraíso.
–¿Con canela o sin ella?
Paula abrió las piernas, arqueándose hacia su mano
–Con azúcar… pero estás jugando sucio.
–Muy bien, lo admito –Pedro apartó la mano, tan excitado como ella.
–Creo que iré yo. Necesito hacer ejercicio.
–El café estará frío y yo también –bromeó Paula.
Riendo, Pedro saco una camiseta de la cómoda.
–Volveré enseguida.
Paula se sentó en la cama y respiró profundamente intentando controlarse. Su ropa estaba en el salón, donde Pedro la había tirado, así que inspeccionó su vestidor y encontró una camisa de franela que serviría a modo de albornoz.
Encontró un paquete de café en la cocina y, mientras esperaba que la cafetera hiciera su trabajo, empezó a sacar platos y tazas de un armario.
Pedro volvió unos minutos después y dejó la bolsa con los aromáticos bollos sobre la mesa.
–Justo a tiempo.
–Qué bien hueles –murmuró él, abrazándola.
–Llevo tu camisa.
–Ah, entonces yo también huelo bien.
–¿Nos comemos los bollos después?
Él dejó escapar un suspiro.
–Acabo de escuchar los mensajes del móvil. Mis padres volvieron anoche y quieren saber por qué tenía el teléfono desconectado.
Paula, a punto de servir el café, se quedó inmóvil.
–¿Qué les has dicho?
–Que estaba ocupado con una mujer preciosa que no me dejaba usar el teléfono –bromeó Pedro–. He quedado a comer con ellos en una hora.
–Ah, bueno, entonces supongo que me echarás de aquí en una hora.
–Seguramente querrán ver mi nuevo apartamento…
–Y no me quieres aquí –lo interrumpió Paula. Ni ella tenía intención de ver a su padre–. No pasa nada, no te preocupes.
–Siento que haya sido hoy precisamente.
Paula también lo sentía. Podrían estar en la cama, abrazados, disfrutando el uno del otro. Pero la noche había pasado, había salido el sol y era otro día.
–Yo necesito dormir un poco y hacer cosas en casa y tú tiene que ver a tus padres. Lo entiendo.
–Bueno, vamos a desayunar.
–No, gracias. Es mejor que me marche.
–Pero he ido a comprar los bollos –protestó él.
–Supongo que querrás arreglar el apartamento antes de que lleguen.
Hacer la cama, tirar el preservativo, los preservativos…
–No voy a tardar una hora.
–Será mejor que me vista.