sábado, 15 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 16




Estaba embargado por la emoción que emanaba de él como el agua de un manantial, derritiéndolo por entero y debilitando su resolución. Sin saber cómo, los brazos de Paula se aferraron a él. Ella suspiraba y Pedro seguía explorando más allá, acariciando los pechos, tocándolos con exquisita delicadeza, hipnotizado por sus oscuros pezones.


Ella se quitó la seda. Su boca se posó sobre la de él y ambos se besaron larga, sensual y a conciencia, en un beso mucho más seductor y tentador de lo que lo habría sido un beso lleno de pasión. Lo que sentían el uno por el otro era adoración.


Pedro besó con delicadeza los párpados de Paula, tomó su rostro con suavidad entre las manos. Era la madre de sus hijos. Los había sentido moverse, darle la bienvenida, aunque por fin se habían quedado quietos, quizá dormidos.


Él estaba maravillado, necesitaba seguir besándola para asimilar tanta emoción. Y decidió explorar a fondo todo su cuerpo. Su boca saborearía cada centímetro de esa piel. 


Después, seguirían las manos. Necesitaba poder recordar a Paula en cada exquisito detalle para cuando estuviera solo.


De forma inesperada, ella comenzó a quitarle la ropa. Poco a poco, Pedro se sintió absorbido por algo oscuro y maravilloso, un torbellino de sensualidad. Ella tenía la piel ardiente, el cuerpo tembloroso, y gemía y jadeaba de placer.


—Hazme el amor —respiró ella en su oído.


—¡No, Paula! No, no era eso lo que...


—Demasiado tarde —murmuró ella.


—Solo quería...


—Lo sé, pero estas cosas ocurren —susurró de nuevo, en su boca.


—Es la emoción del momento —se disculpó Pedro—. Sentir a los niños moverse ha sido... increíble...


—Y los dos deseamos tocarnos desde hace semanas.


Paula era una mujer muy perceptiva. ¿O acaso era obvio que la deseaba? ¿Habría visto ella el deseo en sus ojos, habría notado sus desesperados esfuerzos por reprimirse?


—No es... una buena idea...


—Al diablo con las ideas.


—No... puedo —gimió él.


—Yo creo que sí —lo contradijo Paula poniendo una mano entre las piernas de él—. Las pruebas lo demuestran. Yo también te deseo, Pedro.


Aún habría podido negarse. Solo negarse. Pero ella lo besó seductora, enroscando la lengua en la de él, rozando de forma tentadora su torso con los pechos de tal modo, que la voluntad de hierro de Pedro se fundió. Él probó con los labios aquella miel. Su cuerpo se hizo cargo de la situación, sustituyendo a la razón.


—¿Sigue siendo seguro?


—Con suavidad, por favor. Es probable que sea la última vez.


Pedro besó apasionadamente a Paula, tratando de reprimir un grito desesperado de felicidad. Luego, con infinito cuidado, la atrajo y la sentó sobre su regazo. Aquella era su mujer, embarazada. La mujer a la que, en una ocasión, se había rendido, la mujer en la que había visto la salvación de una vida carente de amor, la mujer que le había fallado. 


Pero, a pesar de todo, la deseaba.


Era la última vez, se repitió en silencio, dejando que sus lenguas se enroscaran, invadiendo su boca, volviéndose loco ante la pasión con que Paula le correspondía, dejándose llevar a un mundo de pura sensación que creía olvidado para siempre.


Un extraño entusiasmo se apoderó de su sistema nervioso, cargándolo de electricidad y produciéndole sacudidas que recorrían todo su cuerpo una y otra vez. La suavidad sedosa de la piel de Paula, sus pequeños y frenéticos gemidos, todo contribuía a intensificar su goce mientras se dedicaba por entero a procurarle placer a la madre de sus hijos.


«Adiós, Paula», pensó, sintiendo un nudo en la garganta, mientras ella se sacudía temblorosa y se balanceaba en movimientos rítmicos contra él. Entonces Pedro sintió que se perdía en un lento clímax, olvidando por completo, por unos instantes, que aquel era el fin y que, desde ese momento en adelante, ambos volverían a ser dos extraños.


Hubiera querido que ese instante fuera eterno. Él hizo todo cuanto pudo para evitar que acabara, posponiendo el momento de volver a la realidad. Pero los movimientos de Paula frustraron ese objetivo y Pedro se vio abocado a un nuevo éxtasis prolongado, dulce y doloroso, para volver a caer en picado. Ella se tumbó sobre él, agotada y satisfecha. 


De pronto, él sintió un fuerte dolor en el pecho, se apartó de sus brazos y la miró. Paula tenía ojos ensoñadores.


—Ráscame la espalda —musitó ella medio dormida. Pedro respiró hondo, la hizo darse la vuelta y la sentó de espaldas sobre su regazo para darle un masaje que logró excitarlo. Por eso volvió a apartarse—. ¿Qué ocurre? —preguntó ella. No podía soportarlo. Aquella vida lo estaba destruyendo poco a poco. Solo había una solución—. ¡Pedro, me estás asustando! No me mires así —rogó Paula besándolo. Él se apartó—. No hemos hecho nada malo, somos marido y mujer...


—Eso es, precisamente, Paula. Vivimos una farsa y no puedo soportarlo más. No podemos seguir casados. Tenemos que romper. No está bien que sigamos satisfaciendo nuestros apetitos sexuales el uno con el otro.


—¡Pero...!


—¡No quiero escucharte! —la interrumpió Pedro gritando—. Cada vez que estamos juntos es como si volviéramos a encadenarnos. Quiero salir de aquí. Cuanto antes —afirmó él con férrea resolución, rogando por que la expresión desfallecida de Paula no lo hiciera echarse atrás—. Así, quizá, nos trataríamos como amigos, no como objetos
sexuales.


—Sexo —contesta ella con amargura—. El sexo es el culpable de todo.


—Entonces, lo mejor será dejarlo a un lado. Yo mantendré a tus hijos, seré su padre. Y si necesito sexo, iré a buscarlo a cualquier otra parte.


—Creía que eso ya lo habías hecho.


Pedro se encogió de hombros. ¿Qué importaba ya lo que ella pensara?


—Iré a ver a un abogado mañana por la mañana.


—Pues llévame a mí también, yo también necesito... un abogado —contestó Paula poniéndose en pie tambaleante y alcanzando un albornoz—. Por supuesto, alegaré infidelidad.


Él se alteró, pero de inmediato comprendió lo inútil que era tratar de darle una explicación. Lo mejor era callar. Asintió, se dio la vuelta, recogió su ropa y dijo:
—No pienso defenderme.


Y sin decir una palabra más, salió de la habitación.






viernes, 14 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 15




A FÍNALES de verano y principios de otoño comenzó a llover. Paula apenas veía a Pedro, más que cuando la llevaba de compras o en las raras ocasiones en que ella le pedía un favor. No obstante, los contactos entre ambos eran como una pesadilla: una mezcla de agonía y placer, de sed y desesperación. La tensión entre ellos era patente. Ambos trataban de mantener una actitud civilizada y neutral, mientras las pasiones se desataban en su interior. Él se mostraba ansioso, alterado ante la posibilidad de que su deseo por Paula lo arrastrara, haciéndolo flaquear, y ella... ella no deseaba otra cosa que la abrazara, que la estrechara con ternura, que la amara.


Cada vez que él la miraba, Paula contenía el aliento preguntándose cuándo rompería su promesa de celibato... o cuándo la abrazaría como a una amiga. Pero Pedro no hacía ninguna de las dos cosas. Él se mostraba agresivo, incluso consigo mismo, y ella pensó que la esperanza de salvar su matrimonio era cada vez menor.


Paula seguía tratando de seducirlo, luciendo tops provocativos y enseñando las largas piernas que Pedro siempre había adorado, pero él objetaba cualquier excusa y se marchaba. Un día se quedaron definitivamente solos. Los obreros terminaron su trabajo y se despidieron. La casa quedó magnífica, perfecta, sin embargo, ¿para qué? Tenían la casa de sus sueños, pero sus vidas estaban vacías.


Un día, durante una clase de preparación para el parto en Lewes, Paula se quedó observando su abultada barriga de seis meses, y pensó que Pedro jamás volvería a encontrarla atractiva. A pesar de lo que la gente dijera, sus días de Mata Han habían terminado. El había dejado muy claro que no la amaba y, por fin, había perdido todo interés físico hacia ella. Si permanecía en Deep Dene, era solo por los bebés. Pero para Paula esa razón no bastaba.


Junto a ella, Kirsty practicaba la respiración tendida en una colchoneta, ayudada por su marido, Tomas. Ambos reían a menudo, se tocaban y se miraban el uno al otro como si el resto del mundo no existiera.


—¿Cuándo va a venir tu marido? —preguntó Kirsty entre respiración y respiración—. Me muero por conocerlo, es un tipo impresionante. Lo vi esta tarde, cuando vino a traerte.


Pedro no tiene jefe, sino su propio negocio. Se ha acostumbrado a trabajar veinticuatro horas al día. Ahora no puede parar —contestó Paula sonriendo con debilidad, evadiendo la cuestión.


—No pretendo inmiscuirme —volvió a comentar Kirsty cuando la clase hubo terminado, mientras Tomas iba a por los abrigos—, pero deberías decirle a tu marido que viniera. Creo que necesitas su apoyo más que ninguna de nosotras. Dile que el dinero no es lo más importante. Tomas quiso aceptar un segundo empleo cuando me quedé embarazada, pero yo me negué. Prefiero que siga con la ruta, repartiendo leche, y vuelva a casa pronto para estar conmigo.


—Sí, se lo diré cuando venga a recogerme. Escucha... me gustaría que nos viéramos otro día. ¿Quieres que quedemos para comer?


—¡Estupendo! —respondió Kirsty—. Estoy harta de permanecer en casa por culpa de la lluvia. Este verano apenas hemos visto el sol. Menos mal que vivimos en un alto, si no, la casa se habría inundado. ¿Y tú?, ¿qué haces cuando hay inundaciones?


—Nosotros también vivimos en un alto, por suerte. Pero este verano quedamos incomunicados cuando el río se desbordó, inundando el pueblo y anegando la carretera que lleva a casa. Pedro compró un coche con tracción a las cuatro ruedas. Sin él, habríamos tenido problemas.


—¿Sabes qué? Dentro de dos semanas será la fiesta de Bonfire Night —explicó Kirsty—. Mi balcón da a la calle principal de Lewes, se ve de maravilla. ¿Has ido alguna vez?


Paula había oído hablar de aquella famosa fiesta. Miles de personas se acercaban al mercadillo del pueblo el día quince de noviembre, conmemorando la fecha en que Guy Fawkes trató de volar el Parlamento y el palacio del rey de Inglaterra, cuatrocientos años antes. La fiesta era espectacular.


—No. Pedro siempre ha querido ir, pero nunca hemos tenido tiempo...


—Pues merece la pena. Con gemelos a la vista, será vuestra última oportunidad en una buena temporada. Tráete una botella y algo para picar; lo veremos desde mi balcón. Tomas pertenece a la peña de los Bonfire Boy...


—¿A qué? —rió Paula.


—Hay muchas peñas asociadas a la fiesta —explicó Tomas saliendo al porche—. Te apuntas, pagas la suscripción y quemas tu falla con tu peña. Esa noche se hace una colecta y el dinero se da luego a la caridad...


—Es una tradición —lo interrumpió Kirsty—. Tomas es pirata. Apuntaremos a nuestro hijo en cuanto nazca, si es que encontramos un parche para él. ¡ Deberías ver a los guerreros zulúes! ¡Es increíble! La calle se llena de antorchas, la gente baja con toneles y hay bandas de música...


—¿Y si llueve? —preguntó Paula. —Da igual. Además, quizá para entonces haya dejado de llover. Aún faltan dos semanas —contestó Kirsty—. ¿Vendrás?


—Me encantaría —contestó Paula de forma impulsiva, comprendiendo que necesitaba distraerse—. No sé si Pedro podrá venir, pero quizá pueda convencerlo.


—Bien, entonces será mejor que llegues a Lewes antes de las seis de la tarde, porque luego lo cierran al tráfico. Aparca en una calle secundaria, habrá mucha gente. Toma, esta es mi dirección —añadió Kirsty tendiéndole un pedazo de papel—. ¡Tienes que venir! ¡Hasta pronto!


Paula se despidió contenta. Cuando Pedro apareció en el coche, apenas pudo esperar a contárselo.


—¿Te encuentras bien? —preguntó él con su acostumbrada frialdad.


—Sí, en realidad estoy de maravilla. Él desvió la vista, sorprendido. Entonces, Paula comprendió que hacía mucho tiempo que no estaba tan contenta.


—¿Te ha gustado la clase?


—Bueno, no exactamente, pero he hecho una amiga. Una madre. Kirsty. Ella y Tomas, su marido, me han invitado a ver la fiesta de Bonfire desde su terraza, que da a High Street. Dice que tiene unas vistas fabulosas. No puedo desperdiciar la oportunidad.


—¿Piensas ir sola?


—Sí, será mi última oportunidad antes de que nazcan los niños.


—¿Y piensas ir conduciendo para volver luego a altas horas de la noche?


—Bueno, eso había planeado.


—No me parece bien.


—Voy a ir, Pedro —afirmó ella, resuelta—. ¿O piensas encerrarme en el armario?


—Prefiero llevarte y volver a recogerte.


—Imposible, cierran el tráfico en Lewes. Si te preocupa que vuelva sola a altas horas de la noche, tendrás que venir conmigo. A Kirsty no le importa, se muere por conocerte —comentó Paula—. Pero tranquilo, no tendrás que quedarte con nosotras. Saludas con educación y desapareces. Tomas asiste al desfile, así que tampoco estará. Nos lo pasaremos bien las dos solas. Haz lo que quieras, Pedro. Yo voy a ir y no pienso ceder.


—Está bien, no me dejas elección —musitó él.


Paula se puso nerviosa pensando en que Pedro estaría con ella esa noche, aunque solo fuera durante un cuarto de hora. 


El deseo sexual parecía haberse desvanecido entre ambos. 


Los dos se mostraban tan fríos que ella no podía dejar de preguntarse si soportaría sus comentarios indiferentes.


Él condujo en silencio, bajo la lluvia. Parecía tenso, molesto por el hecho de que ella lo forzara a asistir a la fiesta. Al abrir la puerta y cederle el paso, preguntó con frialdad:
—¿Necesitas algo?


—No, gracias. Estoy destrozada, me voy a la cama.


—¿Te duele la espalda?


—Un poco —suspiró Paula—. No es de extrañar con el peso que tengo que soportar. De no haber visto la foto de la ecografía, pensaría que tengo toda una manada de monos en el vientre.


—Hasta mañana, que duermas bien —se despidió Pedro con expresión helada, dándose la vuelta.


—Buenas noches.


Él vaciló, pero se dirigió a su despacho. Mientras encendía el ordenador pensó que podía haber puesto una mano sobre el vientre de Paula para notar el movimiento de los bebés. 


Necesitaba con desesperación sentirse cerca de ellos, pero no se atrevía a tocarla.


Las últimas semanas habían sido una prueba para él, había estado a punto de ceder en muchas ocasiones. Su deseo por Paula había crecido hasta tal punto que se negaba siquiera a tocarla, aunque fuera lo mínimo. Prefería zambullirse en el trabajo y darse una ducha fría, mostrándose brusco y distante con ella.


Pero era inútil. Cada vez que la miraba, su cuerpo reaccionaba. Seguía sintiendo deseos de estrecharla entre los brazos, de acariciarle la espalda, de murmurar palabras eróticas a su oído y oírla reír. El deseo sexual era difícil de reprimir. Además, Paula tenía un aspecto increíblemente sensual en ese momento, con su amplio vestido rojo, ocultando el embarazo, que llevaba con orgullo y gracia. 


Todo en ella resultaba tentador.


Un piso más arriba, Paula se movía por el dormitorio. Pedro podía oírlo desde el despacho. Estaba sentado delante del ordenador, soñando con ella. De pronto, oyó el ruido de algo rompiéndose y, al mismo tiempo, un grito. Él salió presuroso del despacho y subió las escaleras de tres en tres.


—¡Paula, ya voy! —gritó Pedro temiéndose lo peor. Se asustó al verla en el suelo, con una mesa y fotografías tiradas por la alfombra—. ¡No te muevas! Llamaré a una ambulancia...


—¡No, por el amor de Dios! —gritó ella sentándose—. No me he caído, Pedro, estaba en el suelo. Estoy bien, de verdad. Detesto que me veas así, hecha un desastre.


Paula estaba casi desnuda. Una sencilla seda cubría escasamente su cuerpo. Él tragó, sobrecogido, sintiendo su cuerpo reaccionar mientras su mente dejaba de pensar. La respiración se le aceleró, de pronto tenía la boca seca... 


Eran los síntomas habituales.


—¿Y qué hacías en el suelo?


—Ejercicios con las piernas —explicó ella—. Creo que lo hice con excesivo vigor y tiré la mesa. Lamento que hayas tenido que subir para nada, estoy tan torpe...


—No, no estás torpe —la contradijo Pedro, a quien le costaba encontrar las palabras—. ¿Seguro que no te has hecho daño?


—No —rió Paula—. Solo mi orgullo está herido. Grité porque me asusté, pero no me he hecho daño. En serio...


—¿Te... te encuentras bien?... quiero decir, ¿los niños...?


—Ellos también están haciendo ejercicios con las piernas —sonrió ella—, ¿Quieres sentirlo?


—No... no creo que...


—Deja ya de pensar, Pedro, y haz lo que deseas. Son tus hijos. Salúdalos.


Él estaba desesperado por hacerlo, pero reprimió el entusiasmo y, adoptando la actitud de un médico, posó la palma de la mano donde ella le indicaba. Algo, una mano, un pie, se movió dentro del vientre de Paula. Pedro sintió que su corazón rebosaba de amor. Acarició la piel con delicadeza, maravillado, y se inclinó para besarla. En silencio, saludó a sus hijos y les prometió ser un buen padre, quererlos con todo su corazón.


Apoyó la mejilla sobre el abdomen y lo acarició con ternura mientras ella enredaba los dedos en sus cabellos. Resultaba alucinante que Paula y él hubieran creado a aquellos dos seres. La sola idea le produjo un vuelco en el corazón. Pedro besó con veneración cada centímetro de aquella piel, repitiendo una y otra vez en silencio su promesa.










EL ENGAÑO: CAPITULO 14




—Dadas las circunstancias, creo que lo mejor será que lo resolvamos todo cuanto antes —dijo ella a la mañana siguiente, mientras alisaba las arrugas del traje de Pedro y daba un mordisco a la tostada.


—¿Resolver qué?


—Lo de la ropa, las cunas. Todo doble. Colchones, todo eso. ¿De qué creías que estaba hablando?


—No lo sé, por eso he preguntado.


Entusiasmada con los planes, Paula continuó hablando sin caer en la cuenta del estado de humor de Pedro, que respondía con brevedad.


—Para empezar, haré una lista. Ahora me encuentro bien, puedo salir de compras —sonrió ella—. Dentro de unos meses no podré ni ponerme al volante, y menos aún cabré por la puerta. Creo que necesitaré que la policía me escolte para advertir al tráfico.


—Bien —contestó él sin sonreír.


Paula dirigió la vista con rapidez hacia él. Pedro parecia tenso, apenas hablaba, mientras ella charlaba como una cotorra desde el instante mismo de levantarse.


—¿No te preocupa el dinero que te van a costar los niños?


—No, gasta lo que quieras.


Él apartó el plato con los huevos sin tocar y se puso en pie.


De pronto, pensó en Celina y su mente se despejó como por arte de magia. No era la candidata ideal si le hubiera sido posible elegir. Pero, ¿qué otra alternativa tenía? Necesitaba a alguien que se ocupara de los contratos, alguien que no necesitara entrenamiento previo. En definitiva, no había elección.


Sin embargo, le impondría sus condiciones. Las relaciones laborales debían volver a su cauce normal. Juntos habían trabajado muy bien y todo podía volver a ser igual. No era el momento de dejarse guiar por los sentimientos, necesitaba una solución. Si tenía que quedarse en Deep Dene, entonces necesitaba a Celina. Tenía que verla aquel mismo día.


—He de marcharme, tengo unas entrevistas —afirmó Pedro con naturalidad—. ¿Qué tal llevo el traje?


—No está mal —comentó Paula tomándose su tiempo para admirarlo, pensando en lo maravilloso que era tenerlo de nuevo a su lado—, pero no le vendría mal media hora en la secadora.


—Gracias por levantarte pronto para lavarme y plancharme la camisa. Te lo agradezco.


—No importa —respondió ella, desconcertada ante tanta formalidad—. Pedro...


—Tengo que marcharme, voy a ver mi correo electrónico.


Él se marchó a su despacho antes de que Paula pudiera decir nada más. Ella recogió los platos y reflexionó sobre su extraño comportamiento. Decidió que Pedro debía sentirse como si hubiera chocado contra un vehículo pesado. 


Entonces se echó a reír. Aquel par de bebés habían cambiado por entero la vida de los dos. Los planes de él se habían ido al traste. Ella y los niños los habían echado a perder.


Apenas había transcurrido tiempo desde que Pedro había decidido que debían vivir separados. Y sin embargo ahí estaba, despertando a la realidad y comprendiendo que no podían estar lejos el uno del otro. Aún le costaría hacerse a la idea de que estaban hechos el uno para el otro, pensó contenta. Por eso debía darle tiempo.


Aquella noche, Pedro llamó por teléfono para avisar que llegaría tarde. Hacia media noche, corroída de nuevo por las dudas, Paula se marchó a la cama y esperó. Al escuchar crujir una tabla del suelo, salió de la cama. Él sacaba sábanas y una almohada de un armario.


—¡Pedro!, ¿qué estás haciendo? —preguntó ella, sorprendida.


—Lo siento, no pretendía despertarte. Iba a prepararme la cama en el cuarto de invitados...


—No —negó Paula con firmeza, abrazándolo atemorizada.


Si Pedro la rechazaba en ese instante, entonces ella sabría a ciencia cierta que aquel día él había estado con otra mujer.


Los celos, la inseguridad, eran intolerables.Paula los detestaba, pero no podía evitar preguntarse dónde había estado él. Y con quién. Pedro le besó la frente, pero no le devolvió el abrazo.


—Necesito dormir, llevo todo el día haciendo entrevistas...


—¿Ha habido suerte?


—Ejem... eso creo.


—Estupendo, entonces puedes relajarte...


—No, Paula. Voy a quedarme aquí y tú puedes recurrir a mí, pero tengo mucho trabajo. Escucha, será mejor que discutamos esto por la mañana. Estoy agotado.


—Por supuesto, pero no son horas de empezar a hacer la cama —respondió ella en tono de orden, empujándolo hacia el dormitorio—. Vamos, quítate la ropa y ven a la cama. ¿Son esas las cosas que te has traído?


—Sí, la maleta está aún en el coche —respondió Pedro llevándose la mano a la frente.


—¿Te duele la cabeza?


—Mmm.


—A la cama —ordenó Paula..


Él estaba demasiado fatigado como para discutir. Se tumbó tenso, mirando al techo. Ella apagó la luz y acarició con suavidad su frente. Si él no respondía, entonces ella lo sabría. Pero Pedro la amaba. Tenía que amarla.


—¿Mejor?


—Mmm.


Con delicadeza, Paula besó sus sienes. Lo sintió tensarse y, de pronto, él se dio la vuelta y comenzó a besarla. 


Entusiasmada, aliviada, ella se acurrucó en sus brazos mientras él le hacía el amor. «Por fin», pensó ella mientras se rendía a la pasión que hacía arder cada célula de su cuerpo. Pedro volvía a su lado.


Después, satisfecha y feliz, Paula yació en los brazos de él soñando con el futuro juntos. Entonces se dio cuenta de que, de forma gradual, uno a uno, los músculos de Pedro se iban tensando. Besó su cuello, su mandíbula, pero él continuó apretando los dientes. Trató de calmarlo con besos, pero los labios de él siguieron sin responder. Con pausa, Paula alzó las manos para acariciarlo justo como a él le gustaba.


—Estoy cansado —agregó, alterado, rodando por la cama y dándole la espalda para evitar más contacto.


Asustada por el rechazo, ella trató de razonar. La mayor parte de los hombres hubieran rechazado la oferta de hacer el amor con aquel agotamiento. Solo una persona tan viril como Pedro era capaz de encontrar la energía suficiente. 


Paula acarició su hombro, comprensiva, mordiéndose el labio y tratando de olvidar la forma en que la había rechazado. Él estaba confuso, recordó.


—Duérmete —susurró ella acurrucándose junto a él, deseando que aquel período extraño de sus vidas terminara al fin para volver a ser marido y mujer.


Paula comenzó al fin a respirar rítmica y profundamente y, entonces, Pedro se relajó. Había permanecido al borde de la cama, tenso. Se levantó, recogió las sábanas y la almohada que había sacado del armario y las arrojó sobre la cama libre.


Era inconcebible que hubiera roto la promesa que se había hecho a sí mismo. Furioso ante su debilidad, se tumbó en la otra cama. Paula sabía cómo excitarlo pero, si se acostumbraba a saciar su sed con ella, entonces Paula acabaría por esperar de él más de lo que estaba dispuesto a dar. Se mostraría frío desde ese mismo instante. Y ella tendría que captar el mensaje.


Pedro pensó por un momento en la posibilidad de contarle a Paula que había vuelto a contratar a Celina, pero comprendió que solo serviría para que ella se mostrara aún más hostil. Tenían que comportarse de forma civilizada el uno con el otro, como adultos; el solo hecho de nombrar a Celina podía echar a perder ese propósito. Incluso él tenía sentimientos contradictorios al respecto.


Pedro encendió el despertador. Se levantó pronto, tomó una ducha fría en el baño de invitados y volvió a ponerse la ropa del día anterior. Tomó té y tostadas en su despacho, encendió el ordenador y trató de olvidar su estupidez y debilidad de la noche anterior. Horas más tarde, la puerta se abrió. Paula entró descalza, cruzando la habitación con su ropa de seda crujiente.


—¡Dios, pero si te has levantado antes del amanecer! —exclamó, contenta, demasiado contenta para gusto de Pedro—. ¡Qué energía!


—No es cuestión de energía, tengo que trabajar —respondió él sin alzar siquiera la vista del ordenador, a pesar de que no estaba siquiera concentrado.


—¿Tanto trabajo tienes?


—¿Y cómo quieres que salgamos adelante, si no? —preguntó, irritado—. Escucha, ¿tienes algo que decirme? Estoy ocupado, tengo algo importante entre manos.


Pedro escuchó de nuevo el crujir de la ropa de Paula. Por el rabillo del ojo observó una larga y sedosa falda de color amarillo. Podía olería. Era el olor a naranja del jabón que ella usaba siempre. Aquellas sensaciones interferían en su concentración.


—Te he traído té.


Él observó la taza que Paula dejó sobre la mesa, con el brazo desnudo, moreno. Se resistió al impulso de posar los labios sobre aquella piel y esperó a que ella acomodara la taza entre los papeles, cerca del teclado. Por un segundo, al inclinarse, el cuerpo de Paula se aproximó peligrosamente al de él. Era cálido, de suaves curvas. Pero Pedro pegó la vista al monitor, reafirmándose en su decisión.


—Bien.


—Quería hablar contigo un momento —repuso ella.


—Si es solo un momento...


—Pero necesito toda tu atención —rió ella con voz ronca— ¿Podrás concedérmela?


Él reprimió un bramido de mal humor, se cruzó de brazos y giró la silla. Pero permaneció serio. En su interior, en cambio, anhelaba tocarla. Paula se apartó el pelo de la cara. 


Él observó aquel rostro radiante, sus ojos grises y sus espesas pestañas negras, en contraste con la piel rosada y los dientes como perlas. Ella sonreía de un modo irresistible. 


Llevaba un top diminuto de seda escarlata, al estilo indio, apenas capaz de contener sus pechos. Pedro ardió en deseos de tocarla. El esfuerzo por reprimirse casi lo hizo estallar de ira.


—¿Y bien?


—Te has ido a la habitación de invitados —comentó ella, directa como siempre.


—Necesitaba dormir —respondió él volviendo al ordenador.


—¿Es que no te gustó lo de anoche? —preguntó, seductora, acariciando su nuca.


Pedro juró en silencio. Ella no quería captar el mensaje. 


Tendría que decírselo a las claras. Agarró la mano de Paula y la apartó. Se puso en pie y dio unos cuantos pasos para distanciarse, optando al final por darle la espalda.


—Soy un hombre. Por supuesto que me gustó.


—Entonces duerme conmigo.


Todo era muy simple para Paula. Pedro se volvió hacia ella, con los ojos muy brillantes, y respondió:
—Serías para mí como una prostituta. ¿Es eso lo que quieres?


—¡Pedro, tú sabes que no es así...! —exclamó ella abriendo los ojos como platos.


—Lo es, llegamos a un acuerdo. íbamos a vivir separados hasta que esté construido el apartamento...


—Lo sé, pero pensé que...


Él se acercó de nuevo a grandes pasos al ordenador, interrumpiéndola. Se sentó en la silla y colocó las manos sobre el teclado, presionando la barra de espaciado con agresividad. El salvapantallas desapareció, volviendo a aparecer la pantalla con la base de datos de clientes.


—Creo que has llegado a conclusiones equivocadas acerca de los dos. Lo que ocurrió anoche fue pura casualidad. Yo necesitaba sexo y tú estabas cerca.


—¿Y eso es todo? —preguntó Paula, indignada.


—Cuanto antes terminen los obreros el apartamento, mejor para los dos. Así podrás seguir adelante con tu vida.


—¡ No, Pedro! Yo quiero...


—¡Paula! —exclamó él volviendo la cabeza hacia ella, fijando la mirada directamente sobre sus ojos con frialdad—. Anoche cometí un error. No quiero vivir contigo. Es el único modo. Debemos crear distancias, barreras entre los dos, y no saltárnoslas. Tenemos un pasado que interfiere en nuestras vidas, en nuestro acuerdo. Pero yo no puedo usarte así, no volveré a acostarme contigo. Ya no somos una pareja. Tú no confías en mí, y sin confianza la relación jamás podría sobrevivir. Así que no esperes de mí más que el respeto y la cortesía que te debo como madre de mis hijos.


—¿Es eso lo que sientes de veras? —preguntó Paula con voz trémula.


—No puedo expresarlo con más claridad.


—Comprendo. Gracias, ahora sé el terreno que piso.


Pedro observó el rostro de Paula, pálido, y luego la vio marcharse: lenta, con pesadez, como si llevara un terrible peso sobre las espaldas. Se repitió una y otra vez que eso era lo mejor, pero sentía una enorme angustia en el corazón.


Las últimas semanas habían sido un infierno. No volvería a gozar del sexo con ella. No más tentaciones. Eso era lo que quería. Pedro suspiró y alcanzó el teléfono para llamar a Celina.