viernes, 14 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 14




—Dadas las circunstancias, creo que lo mejor será que lo resolvamos todo cuanto antes —dijo ella a la mañana siguiente, mientras alisaba las arrugas del traje de Pedro y daba un mordisco a la tostada.


—¿Resolver qué?


—Lo de la ropa, las cunas. Todo doble. Colchones, todo eso. ¿De qué creías que estaba hablando?


—No lo sé, por eso he preguntado.


Entusiasmada con los planes, Paula continuó hablando sin caer en la cuenta del estado de humor de Pedro, que respondía con brevedad.


—Para empezar, haré una lista. Ahora me encuentro bien, puedo salir de compras —sonrió ella—. Dentro de unos meses no podré ni ponerme al volante, y menos aún cabré por la puerta. Creo que necesitaré que la policía me escolte para advertir al tráfico.


—Bien —contestó él sin sonreír.


Paula dirigió la vista con rapidez hacia él. Pedro parecia tenso, apenas hablaba, mientras ella charlaba como una cotorra desde el instante mismo de levantarse.


—¿No te preocupa el dinero que te van a costar los niños?


—No, gasta lo que quieras.


Él apartó el plato con los huevos sin tocar y se puso en pie.


De pronto, pensó en Celina y su mente se despejó como por arte de magia. No era la candidata ideal si le hubiera sido posible elegir. Pero, ¿qué otra alternativa tenía? Necesitaba a alguien que se ocupara de los contratos, alguien que no necesitara entrenamiento previo. En definitiva, no había elección.


Sin embargo, le impondría sus condiciones. Las relaciones laborales debían volver a su cauce normal. Juntos habían trabajado muy bien y todo podía volver a ser igual. No era el momento de dejarse guiar por los sentimientos, necesitaba una solución. Si tenía que quedarse en Deep Dene, entonces necesitaba a Celina. Tenía que verla aquel mismo día.


—He de marcharme, tengo unas entrevistas —afirmó Pedro con naturalidad—. ¿Qué tal llevo el traje?


—No está mal —comentó Paula tomándose su tiempo para admirarlo, pensando en lo maravilloso que era tenerlo de nuevo a su lado—, pero no le vendría mal media hora en la secadora.


—Gracias por levantarte pronto para lavarme y plancharme la camisa. Te lo agradezco.


—No importa —respondió ella, desconcertada ante tanta formalidad—. Pedro...


—Tengo que marcharme, voy a ver mi correo electrónico.


Él se marchó a su despacho antes de que Paula pudiera decir nada más. Ella recogió los platos y reflexionó sobre su extraño comportamiento. Decidió que Pedro debía sentirse como si hubiera chocado contra un vehículo pesado. 


Entonces se echó a reír. Aquel par de bebés habían cambiado por entero la vida de los dos. Los planes de él se habían ido al traste. Ella y los niños los habían echado a perder.


Apenas había transcurrido tiempo desde que Pedro había decidido que debían vivir separados. Y sin embargo ahí estaba, despertando a la realidad y comprendiendo que no podían estar lejos el uno del otro. Aún le costaría hacerse a la idea de que estaban hechos el uno para el otro, pensó contenta. Por eso debía darle tiempo.


Aquella noche, Pedro llamó por teléfono para avisar que llegaría tarde. Hacia media noche, corroída de nuevo por las dudas, Paula se marchó a la cama y esperó. Al escuchar crujir una tabla del suelo, salió de la cama. Él sacaba sábanas y una almohada de un armario.


—¡Pedro!, ¿qué estás haciendo? —preguntó ella, sorprendida.


—Lo siento, no pretendía despertarte. Iba a prepararme la cama en el cuarto de invitados...


—No —negó Paula con firmeza, abrazándolo atemorizada.


Si Pedro la rechazaba en ese instante, entonces ella sabría a ciencia cierta que aquel día él había estado con otra mujer.


Los celos, la inseguridad, eran intolerables.Paula los detestaba, pero no podía evitar preguntarse dónde había estado él. Y con quién. Pedro le besó la frente, pero no le devolvió el abrazo.


—Necesito dormir, llevo todo el día haciendo entrevistas...


—¿Ha habido suerte?


—Ejem... eso creo.


—Estupendo, entonces puedes relajarte...


—No, Paula. Voy a quedarme aquí y tú puedes recurrir a mí, pero tengo mucho trabajo. Escucha, será mejor que discutamos esto por la mañana. Estoy agotado.


—Por supuesto, pero no son horas de empezar a hacer la cama —respondió ella en tono de orden, empujándolo hacia el dormitorio—. Vamos, quítate la ropa y ven a la cama. ¿Son esas las cosas que te has traído?


—Sí, la maleta está aún en el coche —respondió Pedro llevándose la mano a la frente.


—¿Te duele la cabeza?


—Mmm.


—A la cama —ordenó Paula..


Él estaba demasiado fatigado como para discutir. Se tumbó tenso, mirando al techo. Ella apagó la luz y acarició con suavidad su frente. Si él no respondía, entonces ella lo sabría. Pero Pedro la amaba. Tenía que amarla.


—¿Mejor?


—Mmm.


Con delicadeza, Paula besó sus sienes. Lo sintió tensarse y, de pronto, él se dio la vuelta y comenzó a besarla. 


Entusiasmada, aliviada, ella se acurrucó en sus brazos mientras él le hacía el amor. «Por fin», pensó ella mientras se rendía a la pasión que hacía arder cada célula de su cuerpo. Pedro volvía a su lado.


Después, satisfecha y feliz, Paula yació en los brazos de él soñando con el futuro juntos. Entonces se dio cuenta de que, de forma gradual, uno a uno, los músculos de Pedro se iban tensando. Besó su cuello, su mandíbula, pero él continuó apretando los dientes. Trató de calmarlo con besos, pero los labios de él siguieron sin responder. Con pausa, Paula alzó las manos para acariciarlo justo como a él le gustaba.


—Estoy cansado —agregó, alterado, rodando por la cama y dándole la espalda para evitar más contacto.


Asustada por el rechazo, ella trató de razonar. La mayor parte de los hombres hubieran rechazado la oferta de hacer el amor con aquel agotamiento. Solo una persona tan viril como Pedro era capaz de encontrar la energía suficiente. 


Paula acarició su hombro, comprensiva, mordiéndose el labio y tratando de olvidar la forma en que la había rechazado. Él estaba confuso, recordó.


—Duérmete —susurró ella acurrucándose junto a él, deseando que aquel período extraño de sus vidas terminara al fin para volver a ser marido y mujer.


Paula comenzó al fin a respirar rítmica y profundamente y, entonces, Pedro se relajó. Había permanecido al borde de la cama, tenso. Se levantó, recogió las sábanas y la almohada que había sacado del armario y las arrojó sobre la cama libre.


Era inconcebible que hubiera roto la promesa que se había hecho a sí mismo. Furioso ante su debilidad, se tumbó en la otra cama. Paula sabía cómo excitarlo pero, si se acostumbraba a saciar su sed con ella, entonces Paula acabaría por esperar de él más de lo que estaba dispuesto a dar. Se mostraría frío desde ese mismo instante. Y ella tendría que captar el mensaje.


Pedro pensó por un momento en la posibilidad de contarle a Paula que había vuelto a contratar a Celina, pero comprendió que solo serviría para que ella se mostrara aún más hostil. Tenían que comportarse de forma civilizada el uno con el otro, como adultos; el solo hecho de nombrar a Celina podía echar a perder ese propósito. Incluso él tenía sentimientos contradictorios al respecto.


Pedro encendió el despertador. Se levantó pronto, tomó una ducha fría en el baño de invitados y volvió a ponerse la ropa del día anterior. Tomó té y tostadas en su despacho, encendió el ordenador y trató de olvidar su estupidez y debilidad de la noche anterior. Horas más tarde, la puerta se abrió. Paula entró descalza, cruzando la habitación con su ropa de seda crujiente.


—¡Dios, pero si te has levantado antes del amanecer! —exclamó, contenta, demasiado contenta para gusto de Pedro—. ¡Qué energía!


—No es cuestión de energía, tengo que trabajar —respondió él sin alzar siquiera la vista del ordenador, a pesar de que no estaba siquiera concentrado.


—¿Tanto trabajo tienes?


—¿Y cómo quieres que salgamos adelante, si no? —preguntó, irritado—. Escucha, ¿tienes algo que decirme? Estoy ocupado, tengo algo importante entre manos.


Pedro escuchó de nuevo el crujir de la ropa de Paula. Por el rabillo del ojo observó una larga y sedosa falda de color amarillo. Podía olería. Era el olor a naranja del jabón que ella usaba siempre. Aquellas sensaciones interferían en su concentración.


—Te he traído té.


Él observó la taza que Paula dejó sobre la mesa, con el brazo desnudo, moreno. Se resistió al impulso de posar los labios sobre aquella piel y esperó a que ella acomodara la taza entre los papeles, cerca del teclado. Por un segundo, al inclinarse, el cuerpo de Paula se aproximó peligrosamente al de él. Era cálido, de suaves curvas. Pero Pedro pegó la vista al monitor, reafirmándose en su decisión.


—Bien.


—Quería hablar contigo un momento —repuso ella.


—Si es solo un momento...


—Pero necesito toda tu atención —rió ella con voz ronca— ¿Podrás concedérmela?


Él reprimió un bramido de mal humor, se cruzó de brazos y giró la silla. Pero permaneció serio. En su interior, en cambio, anhelaba tocarla. Paula se apartó el pelo de la cara. 


Él observó aquel rostro radiante, sus ojos grises y sus espesas pestañas negras, en contraste con la piel rosada y los dientes como perlas. Ella sonreía de un modo irresistible. 


Llevaba un top diminuto de seda escarlata, al estilo indio, apenas capaz de contener sus pechos. Pedro ardió en deseos de tocarla. El esfuerzo por reprimirse casi lo hizo estallar de ira.


—¿Y bien?


—Te has ido a la habitación de invitados —comentó ella, directa como siempre.


—Necesitaba dormir —respondió él volviendo al ordenador.


—¿Es que no te gustó lo de anoche? —preguntó, seductora, acariciando su nuca.


Pedro juró en silencio. Ella no quería captar el mensaje. 


Tendría que decírselo a las claras. Agarró la mano de Paula y la apartó. Se puso en pie y dio unos cuantos pasos para distanciarse, optando al final por darle la espalda.


—Soy un hombre. Por supuesto que me gustó.


—Entonces duerme conmigo.


Todo era muy simple para Paula. Pedro se volvió hacia ella, con los ojos muy brillantes, y respondió:
—Serías para mí como una prostituta. ¿Es eso lo que quieres?


—¡Pedro, tú sabes que no es así...! —exclamó ella abriendo los ojos como platos.


—Lo es, llegamos a un acuerdo. íbamos a vivir separados hasta que esté construido el apartamento...


—Lo sé, pero pensé que...


Él se acercó de nuevo a grandes pasos al ordenador, interrumpiéndola. Se sentó en la silla y colocó las manos sobre el teclado, presionando la barra de espaciado con agresividad. El salvapantallas desapareció, volviendo a aparecer la pantalla con la base de datos de clientes.


—Creo que has llegado a conclusiones equivocadas acerca de los dos. Lo que ocurrió anoche fue pura casualidad. Yo necesitaba sexo y tú estabas cerca.


—¿Y eso es todo? —preguntó Paula, indignada.


—Cuanto antes terminen los obreros el apartamento, mejor para los dos. Así podrás seguir adelante con tu vida.


—¡ No, Pedro! Yo quiero...


—¡Paula! —exclamó él volviendo la cabeza hacia ella, fijando la mirada directamente sobre sus ojos con frialdad—. Anoche cometí un error. No quiero vivir contigo. Es el único modo. Debemos crear distancias, barreras entre los dos, y no saltárnoslas. Tenemos un pasado que interfiere en nuestras vidas, en nuestro acuerdo. Pero yo no puedo usarte así, no volveré a acostarme contigo. Ya no somos una pareja. Tú no confías en mí, y sin confianza la relación jamás podría sobrevivir. Así que no esperes de mí más que el respeto y la cortesía que te debo como madre de mis hijos.


—¿Es eso lo que sientes de veras? —preguntó Paula con voz trémula.


—No puedo expresarlo con más claridad.


—Comprendo. Gracias, ahora sé el terreno que piso.


Pedro observó el rostro de Paula, pálido, y luego la vio marcharse: lenta, con pesadez, como si llevara un terrible peso sobre las espaldas. Se repitió una y otra vez que eso era lo mejor, pero sentía una enorme angustia en el corazón.


Las últimas semanas habían sido un infierno. No volvería a gozar del sexo con ella. No más tentaciones. Eso era lo que quería. Pedro suspiró y alcanzó el teléfono para llamar a Celina.









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