lunes, 10 de agosto de 2015
EL ENGAÑO: CAPITULO 2
ERAN piernas esbeltas, observó ella. Con uñas pintadas de rojo. Paula sintió que todo su mundo se venía abajo. No se atrevió a mirar más arriba.
—¡Dios mío,Paula! —exclamó la mujer de largas piernas—, ¿qué llevas en los pies?
La risa de Celina la estremeció. Celina tenía la vista fija en las uñas de sus pies, que extendía sobre la alfombra reclamando la posesión de toda la casa, al tiempo que la de su marido. Era la secretaria de Pedro, su mano derecha. Y, desde aquel momento, también su mano izquierda, sus dos piernas, su torso... En apariencia, toda Celina era ya del dominio de él. Y ella ni siquiera parecía avergonzada.
Paula se puso furiosa. Observó el aire triunfante de Celina, tapada apenas con una toalla azul, su toalla, y entró en el dormitorio. En comparación, ella debía parecer una rata recién salida del agua. Pero poco le importaba su aspecto, aunque estuviera poniendo perdida la alfombra color crema.
—¡Llevo botas cubiertas de barro, y te aseguro que hacen daño, con los pies desnudos! —gritó ella mientras la secretaria se echaba atrás—. ¡Y ahora explícame tu atuendo, Celina!
—¡Paula! —gritó de pronto Pedro, horrorizado.
Ella alzó la cabeza en dirección a la puerta del baño, delante de la cual estaba Pedro, de pie.
Cerró los ojos y juró. Él estaba desnudo excepto por una pequeña toalla enrollada a las caderas.
Su formidable cuerpo, masculino y musculoso, y sus cabellos, estaban mojados. Se había dado una ducha tras el acto sexual, pensó Paula respirando hondo. Así que era cierto, él le había sido infiel. No podía creerlo.
—¡Desgraciado! —gritó furiosa mientras veía su mundo desplomarse.
—¡Oh, Dios mío! —gimió Pedro.
Herida hasta extremos inconcebibles, Paula observó la expresión de los ojos de él, que mostraban vergüenza y horror. Estaba pálido, tenía los labios blancos. Su rostro era la más clara imagen de la culpabilidad. Ella sintió que todo le daba vueltas.
—¡Pedro! —gritó Paula en tono de reproche, incapaz de pronunciar palabra.
—¡Cariño! —gritó él a su vez, alargando una mano en un gesto de reconciliación, que ella rechazó con disgusto.
—¡No, no me toques!
—No comprendes —alegó él serio, frunciendo el ceño—. No es lo que piensas...
—¿No? ¡No me mientas! ¡No me tomes por una idiota! —gritó Paula, histérica.
Era inconcebible que Pedro se atreviera incluso a soltar la clásica respuesta masculina de «no es lo que piensas». Pero sí lo era. Siempre lo era.
—¡No te miento! —exclamó él cruzándose de brazos, desafiante. A pesar de su actitud, Paula observó que estaba nervioso, que le costaba respirar. Y prefería no averiguar por qué—. Estás llegando a conclusiones precipitadas...
—¿Precipitadas? ¡Pero mírate!, ¡mírala a ella! —exclamó ella señalando a la sirena de toalla azul—. ¿No llegarías a conclusiones precipitadas tú también?
—¡Celina, te dije que...! —comenzó a decir Pedro.
—¡No puedo creerlo! No irás a echarle la culpa a ella, ¿no? —continuó Paula. —¡Basta, deja de fingir que eres inocente! ¡Hacen falta dos para acabar desnudos en la cama! Tenía una buena opinión de ti, pero según parece estaba equivocada. No puedo creer que seas tan cobarde como para echarle toda la culpa a ella. ¿Cómo has podido hacerme esto? —sollozó Paula con ojos llorosos—. Si te importara, jamás habrías...
—¡Paula! —gritó Pedro con el ceño fruncido, sorprendido.
—¿Qué?, ¿qué pasa?
—¡Tienes un aspecto terrible! —afirmó él con crueldad.
—Muchas gracias —respondió ella con una mueca—.Solo me faltaba eso.
Paula desvió la vista hacia Celina, que dejó resbalar con gran arte la toalla para ofrecer una panorámica más reveladora de sus suaves y voluptuosos pechos. Celina no estaba mojada ni tenía el rostro rojo de ira, no tenía el pelo aplastado y lleno de barro por la lluvia. El contraste era patente. En lugar de sofisticada e irresistible, Paula estaba cubierta de barro y tenía un aspecto enfermizo. No podía competir con ella, daba pena.
—Bueno, es que tienes mal aspecto —insistió Pedro con el ceño fruncido.
—Sí, pero ni Cleopatra resultaría atractiva, dadas las circunstancias —respondió ella resentida, alzando la cabeza—. ¿Alguna vez, al volver a casa, encontró la Reina del Nilo a su marido arrancándole la ropa a otra mujer, y dejándola caer artísticamente por las escaleras?
—¿Arrancarle qué?, ¿de qué estás hablando? —exigió saber él, la viva imagen de la indignación.
—¡Eso! —gritó Paula con amargura, señalando en dirección a las escaleras.
Pedro esbozó una expresión de confusión convincente en extremo; sus largas piernas acortaron la distancia que los separaba con impaciencia, en cuestión de segundos.
—¡Dios mío! —comentó despacio, observando las prendas tiradas como si no las hubiera visto antes.
La interpretación resultó brillante. No era de extrañar que hubiera conseguido ocultarle su infidelidad hasta ese momento, pensó Paula. Pedro era una estrella de Hollywood, interpretando al marido inocente acusado por error de tener una amante.
—¿Vas recordando, o tenías tanta prisa que ni siquiera te diste cuenta de lo que hacías? —preguntó ella.
Pedro explotó entonces de ira. Una aterradora rabia hizo presa de él, que no dudó en dirigir hacia Celina. Ella, a su vez, se tapó la boca en un gesto revelador, como diciendo: «¡qué traviesos somos!»
—¡Eres una estúpida!
La secretaria, por toda respuesta, se encogió de hombros y parpadeó. Paula llegó incluso a temer por ella. Pedro parecía reventar de rabia, la expresión de su rostro era atronadora.
—¡No te atrevas a descargar tu ira en ella! —exclamó Paula consumida por la ira—. ¡Mírate a ti!, ¡eres tú quien ha provocado esta situación! ¡Tú...!
—¡No! —gritó él girándose en dirección a Paula—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? ¡Yo no sé nada de esto!
Ella, intimidada, dio un paso atrás. Pedro estaba dispuesto a negar la evidencia, pensó atónita. A mostrarse incluso ofendido, a afirmar que ella estaba cometiendo una injusticia.
—En serio, ¿es que estás drogado?, ¿te ha violado, acaso? ¡No puedo creer que te atrevas a negarlo!
—¡Es la verdad! —protestó él.
—¡Por favor! —gritó Paula—, ¡ahórrate el esfuerzo de negarlo y fingir que eres inocente! ¡No soporto la mentira!
Desesperada, alzó la vista hacia los ojos de Pedro y sollozó cuando vio en ellos compasión. No necesitaba su lástima, sino su fidelidad.
—No miento —repitió él con más calma—, pero ya nos ocuparemos luego de eso. Ahora necesitas reponerte, Paula. Estás calada, cubierta de barro y...
—¡Como si no lo supiera!
—¡Basta ya de sarcasmos! ¿Qué te ha pasado, te has caído? —preguntó Pedro.
—¡Sí, así de tonta soy! —exclamó ella con lágrimas en los ojos—. Vi... vi las cortinas del dormitorio echadas y... y... —tartamudeó, restregándose los ojos—... Vi tu coche, y pensé que estarías enfermo... ¡Me preocupé! ¡Dios, si hubiera sabido...! Pero corrí como una idiota, para venir a cuidarte y... resbalé en el barro...
—¡Oh, cariño! —exclamó Pedro con una tierna expresión de preocupación, dando un paso hacia Paula con los brazos abiertos.
—¡No te acerques a mí! —sollozó ella—. ¡No me toques! ¡Y no me llames cariño!
—¡Pero, cariño, te juro que estás malinterpretando la situación...!
—¡No es cierto, ojalá lo fuera! —dijo Paula, desesperada—. ¡Está bien, adelante! ¡Cuéntame lo que ha pasado! Estoy ansiosa por saber por qué estáis los dos aquí, desnudos, y por qué Celina parece tan... satisfecha.
—Celina—dijo Pedro en tono de orden—, recoge tu ropa y... vístete.
Paula observó a Celina. La toalla había resbalado unos centímetros más. Pedro parpadeaba con rapidez, observando de reojo el pezón, de pronto al descubierto. Parecía atónito. Paula se sintió defraudada.
—Claro —contestó Celina tomándose su tiempo, asegurándose de montar el espectáculo—, Pero no te olvides de la reunión, dentro de una hora...
—¡No! —negó él pasándose la mano por los cabellos, en un evidente esfuerzo por pensar con claridad—. Yo... ; Demonios! Cancela esa reunión. Llama a un taxi y sal de aquí. Quiero verte esta noche en mi despacho...
—En tu despacho, comprendo —rió entrecortadamente la secretaria.
—Lo dudo —respondió Pedro furioso, respirando entre dientes—. Recoge tus cosas y no vuelvas más.
Celina abrió atónita los ojos y esbozó una expresión maliciosa, antes de decir:
—¿Cómo puedes tratarme así, después de lo que hemos significado el uno para el otro? Ten en cuenta lo que te pierdes, Pedro, atado a esta... aburrida y desastrosa mujer. Lo hemos pasado bien, eres un tipo estupendo. Y estamos muy bien juntos. Al menos, eso dijiste.
Celina entrecerró los ojos esbozando una expresión aductora y cómplice, para no dejar lugar a la duda. Se refería a lo viril que se mostraba Pedro en la cama con ella. Él comenzó a tartamudear con incoherencia, lleno de ira, y apretó los puños, dispuesto a abofetearla por echar a perder su única posibilidad de salir bien parado de la situación.
—¡Desgraciada! ¡Sal de mi casa! ¡Fuera! ¡Ahora! —estalló Paula.
Celina se bajó de la cama.Paula cerró los ojos. A su lado, ella resultaba aburrida. Era inevitable que Pedro tuviera una aventura. Él necesitaba algo más que una extraña con la que cruzarse de noche para servirle la cena y plancharle las camisas. Y esa debía ser la razón por la que él se había acercado a Celina. Más aún, su unión había significado mucho para los dos. Y dijera lo que dijera, Pedro jamás pondría de patitas en la calle a su secretaria. Celina era demasiado valiosa como profesional. El gesto de él no era más que eso, un gesto. Solo trataba de apaciguar a su mujer porque no era más que un despreciable cobarde.
Paula comenzó a sollozar. Siempre había creído que su marido era valiente y noble, una persona en quien se podía confiar. Y sexy. En cuestión de segundos, el pedestal en el que lo había tenido se había hecho añicos. Su respeto por él había desaparecido. Deseaba gritar de desesperación, decepcionada. Su vida, hasta donde podía recordar, siempre había estado ligada a Pedro. Pero, de pronto, descubría que todo había sido una farsa.
Paula apenas oyó la voz profunda de Pedro, que urgía a Celina a marcharse. No podía abrir los ojos. Su matrimonio había terminado, su amor se tambaleaba. De pronto, se sintió terriblemente sola y vulnerable. Entonces, sintió una náusea y se llevó la mano a la boca, sofocada, corriendo al baño. Él debió gritarle algo a Celina y seguirla luego porque, de pronto, ella sintió sus pesadas manos sobre los hombros, haciéndola prisionera, y su torso desnudo en la espalda, en un contacto íntimo y alarmante.
—Cariño... —dijo él en voz baja, tranquilizadora.
—¡No soy tu cariño! ¡No finjas que te importo! —exclamó Paula histérica, sacudiéndose las manos de los hombros.
—¡Por supuesto que me importas, me preocupas! Y creo que estás enferma...
—¡Estoy enferma, pero de rabia! ¡Vine a casa porque estoy muy constipada! —sollozó ella aferrándose al lavabo como si su vida dependiera de ello.
—Necesitas irte a la cama...
—¡La cama! —exclamó Paula alzando la mirada y encontrándose con la de él en el espejo.
—¿Qué?, ¿qué he dicho?
—¿Piensas cambiar las sábanas primero?
Pedro hizo una mueca, como si Paula le hubiera dado un latigazo. Ella reconoció el dolor en su gesto. Estaba pálido, tenía mal aspecto, pero Paula no quiso preocuparse por eso.
—¡No hace ninguna falta cambiar las sábanas!
—Entonces, ¿es que no lo habéis hecho en el dormitorio? ¡Claro, supongo que no podías esperar! —gritó ella, desesperada, incapaz de soportar la idea de que su marido sintiera esa pasión por otra mujer—. ¿Dónde ha sido? ¡Dímelo, para que no me acerque! ¡Vamos, dilo! ¿En el vestíbulo? Quemaré la alfombra, arrancaré los baldosines. Los cambiaré por...
—¡Paula, basta! ¡Estás siendo de lo más irracional...!
—Lo sé, pero tengo una buena razón —sollozó ella—. , Eres un bruto! ¡Te detesto por lo que me has hecho!
Incapaz de controlarse, ella se dio media vuelta y golpeó el pecho desnudo de Pedro con los puños. Él se lo permitió, como si creyera que lo merecía. Pero aquel estallido acabó con las energías de Paula.
—Basta, Paula. Cálmate.
—Pues dime qué ha ocurrido. ¡Tengo derecho a saberlo! —exclamó ella llorando, dejándose caer de pronto en sus brazos.
—Te lo diré —contestó él sujetándola—. No te tortures más, por favor. Confía en mí...
—¿Es que te has vuelto loco? —preguntó Paula apoyándose en él y sintiendo acto seguido un ataque de celos al imaginar los ojos de Pedro mirando a Celina con deseo, al imaginar sus manos tocándola, y su cuerpo excitándose—. ¡Vete, Pedro! ¡No quiero volver a verte, no quiero volver a oír nada de ti! ¡Nunca!
—¡No digas eso! —exclamó él estrechándola—. ¡No digas eso jamás, Paula! No pienso marcharme...
—Tendrás que marcharte, es imposible que me des una explicación satisfactoria —afirmó ella con gravedad.
—Te equivocas, puedo explicarlo. Y te lo explicaré. Pero métete en la cama, antes de que agarres una neumonía. Tienes un aspecto...
—¡Ya sé qué aspecto tengo! ¡Estoy horrible! ¡Vete con tu preciosa Celina, y déjame en paz!
—¡Pobre amor mío, estás pasando un infierno! —exclamó Pedro acariciando sus cabellos sucios en una maestral interpretación de ternura.
Paula estuvo a punto de sucumbir. Deseaba tanto sentirse amada, estrechada y querida, que se quedó inmóvil, con los ojos cerrados, esperando, deseando, adorando. Oler su fragancia, tan familiar, sentir su calor, su energía, y escuchar su seductora voz la relajaba. —Vamos, cariño.
Ante aquel murmullo ronco, ella abrió los ojos. Pedro le estaba desabrochando la chaqueta.
Rígida, atónita, Paula le apartó la mano pensando que había hecho exactamente lo mismo con Celina.
—¡Eres un... un animal! ¿Es esa tu solución?, ¿es que no puedes pensar en otra cosa?, ¿solo piensas en darte un revolcón? ¿Es que no tienes conciencia?, ¿no tienes valores morales? ¡Suéltame, déjame... en paz!
—¡Cálmate! No era esa mi intención, solo trataba de ayudar. ¿O es que piensas meterte en la cama vestida?
—No me importa. ¡Simplemente... no... me... toques!
—Bien, si eso es lo que quieres...
Él se tomó la advertencia al pie de la letra, y la soltó. Paula cayó al suelo redonda, llorando de frustración. Debía de estar patética, pensó. Ridícula.Pedro y Celina podían reírse a gusto de ella.
—¡Eres una cabezota! —musitó él entre dientes.
Pedro le quitó las botas antes de que Paula pudiera retenerlo, y las arrojó a la bañera. Ella se acurrucó en el suelo, en posición fetal, llorando.
—¡Vete!
—No.
El hizo caso omiso de sus aspavientos y patadas, y le quitó la ropa. Una o dos veces Paula acertó a dar en el blanco, pero él no se dejó amilanar. En medio de un gran silencio, ambos lucharon en el resbaladizo suelo, demostrando ella una resistencia febril. Cuando él por fin le quitó las medias, dejándola en ropa interior, Paula se rindió al fin, demasiado débil y resignada, ante a insistente determinación de Pedro de humillarla otro poco más.
Él debía de estar comparando su cuerpo con el de Celina.
Debía de pensar que todas las mujeres llevaban interior de encaje, seductora, en lugar de prendas sencillas de algodón.
Y, seguramente, se alegraba en secreto de que Paula hubiera descubierto la aventura, porque así podría abandonarla y elegir a otra mujer más atractiva.
—Me encuentro mal —musitó ella con tono débil.
Pedro gruñó y la envolvió en una toalla. Ella se relajó, agarrándose al lavabo de nuevo con la esperanza de vomitar por fin y acabar de una vez. Pero las náuseas cesaron. Él volvió a sujetarla, le restregó el pelo con una toalla y le limpió la cara. La sensación era peligrosamente deliciosa.
Era como cuando su madre la cuidaba de niña, cuando estaba enferma. Pero fue su perdición.
Acurrucada en los fuertes brazos y pecho de Pedro, Paula luchó contra el urgente deseo de estrecharlo por el cuello.
Era su marido, y aquella era la primera vez que se encontraban físicamente cerca el uno del otro en muchos meses. Por supuesto, su cuerpo no podía evitar reaccionar.
Él le desabrochó el sujetador con rostro impasible. Sus ojos quedaron fijos en los pechos de Paula por un momento. Ella sintió la esperanza renacer. Quizá la encontrara atractiva, a pesar de todo... Pero esa esperanza murió cuando él, sin decir palabra, le alzó los brazos y le puso el camisón. Fue entonces cuando vio que Pedro estaba excitado. Debía de haberlos interrumpido, a él y a Celina, antes de hacer el amor. Él debía de estar aún insatisfecho.
Atormentada, Paula desvió la vista y cerró los ojos en un vano intento por detener las lágrimas.
No lloraría. Necesitaba mantener la cabeza despejada, la mente clara. El malestar físico la había debilitado, pero volvería a luchar en cuanto se encontrara mejor para defender sus derechos.
El colchón se hundió bajo el peso del cuerpo de Pedro, que alargó una mano para apartarle el cabello de la cara.
—Lamento mucho que te encuentres mal. ¿Quieres que te traiga algo, cariño?
—¡El divorcio! ¡Ya!
EL ENGAÑO: CAPITULO 1
TENÍA una amante su marido? Pálida, horrorizada, Paula permaneció inmóvil, atónita, en el vestíbulo, sin darse cuenta de que estaba poniendo perdida la alfombra nueva. Atravesó la puerta principal con la mirada fija en la prenda interior rosa, tirada sobre el primer escalón. No quería moverse, temerosa de descubrir más ropa decorando la escalera de madera, que desaparecía haciendo una curva. El corazón le retumbaba. Aquellas braguitas eran muy seductoras, y definitivamente no eran suyas. Era el tipo de prenda que lucían las modelos en las revistas, y estaba en su casa. Pero, ¿cómo había llegado allí?
Paula abrió inmensamente los ojos grises y se quedó en blanco, observando el ridículo lazo que adornaba los bordes de seda de la prenda. ¿Quién podía llevar algo tan incómodo y poco práctico? ¿Y qué hacía ahí, tirado en medio de la escalera? La sospecha comenzó a embargarla.
Había demasiados cabos sueltos. Apenas podía respirar. Cada vez que lo hacía, sentía un intenso dolor en el pecho. Se sentía fatal. Gimió y cerró con fuerza los ojos, luchando contra la sensación de náusea y de debilidad que había estado padeciendo durante toda la mañana.
Ladeó la cabeza y escuchó con atención, tratando de oír los ruidos que la orgía debía producir.
Al menos, risas femeninas sofocadas.
Pero los albañiles se habían ausentado durante un par de semanas, y solo oyó el ruido de la lluvia torrencial sobre el tejado. ¿Sería una buena señal?
Paula se estremeció y se desabrochó el abrigo mojado. No era el catarro lo que la hacía sentirse mal, sino el miedo y la decepción. Estaba tiritando. Las pruebas del delito comenzaban a asustarla. Número uno: una mujer, sexualmente activa, había dejado caer aquella prenda íntima en la escalera de su casa. Paula se mordió el labio inferior, comprendiendo por qué había llegado a aquella conclusión en primer lugar. Ella no era una mujer sexualmente activa. Pedro y ella llegaban tan cansados del trabajo, que apenas se veían. Y menos aún hacían el amor. Por eso usaba ropa interior práctica, no prendas de revista.
Número dos: minutos antes, mientras se ponía las botas en el coche, imprescindibles en aquel lluvioso mes de junio, había visto que las cortinas del dormitorio principal estaban echadas, cosa increíble en pleno día. El hecho la había sorprendido tanto, que se había olvidado del paraguas en el coche. Por eso se había calado el pelo mientras, atónita, observaba la ventana como una idiota, tratando de comprender qué estaba sucediendo.
Debía de haber ladrones, había pensado al principio. Pero la ocurrencia era una estupidez.
Ningún ladrón se habría molestado en echar sólo las cortinas del dormitorio principal únicamente mientras saqueaba toda la casa. Eso la había llevado al punto tres. Solo una persona tenía llaves de la casa, aparte de ella: su marido.Paula desvió entonces la vista hacia el granero, delante del cual aparcaba siempre Pedro el coche. Fue un alivio verlo allí, en lugar de la camioneta de los ladrones. Entonces pensó que Pedro debía haber vuelto a casa antes de tiempo, como ella, por culpa del mismo constipado. En sus prisas por atender a Pedro, Paula había tropezado y caído de bruces al barro, maldiciendo el día en que decidieron mudarse a vivir al campo. Pero eso último no era ninguna novedad. Ella se había puesto en pie y había seguido corriendo, soñando con acurrucarse junto a él frente a la chimenea, mientras ambos se sonaban la nariz.
¡Ah! Lo más probable era que Pedro no tuviera ningún constipado. Los ojos de Paula brillaron resentidos y rabiosos. Quizá fuera otra cosa lo que lo hubiera tumbado. Otra persona, de hecho.
Ella hizo una mueca, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Lo amaba. Adoraba todo en él. Y, como siempre, se precipitaba a sacar conclusiones cuando lo más probable era que hubiera una explicación perfectamente sencilla e inocente.
Pero... la prenda íntima sobre las escaleras, su marido en casa, las cortinas echadas... todo resultaba desalentador. Paula se apartó el pelo de la cara y, por fin, las gotas de agua dejaron de resbalar por su rostro, nublándole la vista. Tenía que averiguar la verdad.
Consciente apenas de que no se había quitado las botas llenas de barro, y de que estaba manchando la casa, Paula se acercó al pie de la escalera y se agarró a la barandilla nueva evitando desmayarse. Tenía un nudo en la garganta, era incapaz de razonar y arrojar alguna luz sobre lo que estaba ocurriendo. Pero estaba segura de que debía haber una explicación. Él jamás la traicionaría. «No, Pedro no», se repetía una y otra vez, estrujándose los sesos.
Quizá se hubiera puesto enfermo. Quizá, antes de volver a casa, le hubiera comprado ropa interior erótica para animar su inexistente vida sexual y, por accidente, alguna prenda se hubiera caído de la bolsa, mientras subía las escaleras. Le dolía la cabeza. Paula se detuvo un momento, esperando que se le pasara el mareo. El constipado la hacía sentirse débil. Le había costado un gran esfuerzo volver de Londres, tras sentir que se desmayaba de camino al trabajo.
Y el viaje había sido agotador: dos largas caminatas, dos estaciones de metro, una hora de viaje en tren, y veinte minutos conduciendo.
Por lo general, ella pasaba todo el día fuera de casa. Era ejecutiva financiera de uno de los más importantes almacenes de moda de Knightsbridge, en Londres. Aquel día, Paula había decidido volver a casa antes de tiempo. Y ojalá no lo hubiera hecho, pensaba mientras las dudas la carcomían, aterrorizada ante la posibilidad de que Pedro estuviera en el dormitorio con otra mujer. Ella alzó la cabeza y, para su desesperación, observó de pronto otra prenda, unos cuantos escalones más arriba. Era una media de seda. Su pareja estaba enrollada de manera erótica sobre la barandilla de la escalera.
—¡Oh, Pedro! —exclamó Paula en un tono trágico, esperando aún que hubiera una explicación racional para todo aquello—. ¡Por favor, no estés en el dormitorio! ¡No podría soportarlo!
Pedro lo era todo para ella. Por él, había accedido incluso a mudarse a aquella horrible casa, rodeada de barro, con un ático lleno de ardillas que no dejaban de correr durante toda la noche.Paula había tratado de hacer caso omiso de las arañas, que aparecían por los rincones más inconcebibles de la casa. Cualquier cosa, con tal de hacerlo feliz. Porque habían sido felices, ¿o no? Dos años antes, el día de su boda, él le había jurado amor eterno y había atravesado el umbral de la puerta de aquella casa campestre de Deep Dene con ella en brazos, señalando orgulloso las enormes posibilidades del lugar, mientras Paula solo veía en ella abandono y aislamiento. Pero, por él, ella había funcionamiento de la cocina y el horno.
Criada en la ciudad, Paula soñaba con calles pavimentadas, carreteras alquitranadas llenas de tráfico e inhalaciones de monóxido de carbono. Pedro, en cambio, adoraba Deep Dene y sus vigas antiguas de madera, sus chimeneas y los cinco acres de jardín, por lo que ella había acabado cediendo, horrorizada. Y así, tras contratar a un constructor, ambos habían comenzado sus viajes diarios a Londres, al trabajo, desde su futura casa de ensueño en Sussex Downs. Aquello era una pesadilla.
Paula se quedó pensativa. Quizá el problema fueran aquellos largos viajes diarios al trabajo.
Apenas se veían. Hacía siglos que no se abrazaban, semanas y semanas que no hacían el amor.
Ella llegaba tarde a casa y metía algo en el microondas. Pedro volvía a altas horas de la noche, a veces demasiado cansado incluso para pronunciar palabra. Y era demasiado viril, demasiado masculino como para permanecer célibe durante mucho tiempo. Era justo en esos momentos cuando los hombres se extraviaban.
—¡Pedro, no me hagas esto! —susurró Paula suplicante, sintiendo un insoportable dolor en el estómago que no sabía si achacar al resfriado o al miedo.
Ella subió con lentitud las escaleras. Su frente sudaba, fría. Estaba más enferma de lo que creía.
Fue entonces cuando oyó voces. Eran débiles, distantes, y procedían del dormitorio principal.
De inmediato, la hipótesis de la vuelta a casa de Pedro, con compras de lencería, quedó descartada. Paula pudo identificar su voz firme, profunda, y enseguida escuchó la de una mujer desconocida.
—¡No, no! —negó inútilmente.
Había una mujer en el dormitorio. Sin ropa interior. Con su marido. Paula tragó. No había que ser un genio para imaginar lo que estaba ocurriendo. Ella se quedó paralizada a causa del shock, mientras la cabeza le daba vueltas, escuchando aquellas voces en su mente. No podía soportarlo.
Amaba a Pedro. Confiaba plenamente en él. No podía ser cierto. Tenía que haber un error.
Quizá hubiera alguna otra explicación, quizá quedara otra alternativa: la salida del cobarde.
Paula se imaginó a sí misma atosigada por las explicaciones de él acerca de reuniones de trabajo, de preparativos de fiestas sorpresa... Pero luego imaginó las dudas que corroían su interior, silenciadas para siempre ante el miedo a la verdad. No, jamás podría vivir consigo misma, ni con Pedro, a menos que supiera a ciencia cierta si le había sido infiel. Debía saber si la había engañado en su propia casa, en su propio dormitorio. Y, por supuesto, no tenía más alternativa que subir. Ella alzó la cabeza y observó aterrada las escaleras, deseando encontrar una explicación. Quizá aquella mujer fuera diseñadora de interiores, experta en tapicerías, y hubiera corrido las cortinas para... para...
Paula se llevó el puño a la boca desesperada, tratando de ahogar un grito. ¿Y la ropa interior?, ¿para qué, por qué iba nadie a quitárselas? Ella siguió subiendo y vio otras... cosas más allá, cosas de las que no fue capaz de apartar el ojo. Era imposible, Pedro la amaba. Pero quizá no la amara ya más. Quizá la hubiera amado, hacía tiempo. ¿Cuánto tiempo hacía que no hacían el amor, que no se procuraban afecto? Demasiado. En realidad, llevaban vidas separadas.
Paula comenzó a sentirse culpable. Había estado demasiado ocupada, demasiado cansada... pero hacían falta dos para bailar el tango. También él había alegado cansancio y agotamiento.
Pero agotamiento, ¿de qué?, preguntó una voz suspicaz en su mente.
Pedro siempre llegaba cansado a casa. Era como estar casada con un hombre invisible. Algunos días, lo más cerca que estaba de él era cuando se levantaba de madrugada para plancharle la camisa. Él utilizaba dos camisas limpias al día, a veces tres. Tras quemar un par él, una mañana con la plancha, ella había decidido ocuparse de esa tarea. En aquel momento se preguntaba si no habría estado preparándolo para su amante.
Paula se armó de valor y siguió subiendo, sin mirar los zapatos rojos de tacón. Eran zapatos de fulana. Más arriba un sujetador, un liguero y una camiseta. Luego una camisa azul de ejecutiva, una falda y una chaqueta, tiradas de forma artística encima del último escalón. Tenía la boca seca. Cada escalón era como la cima de una alta montaña, acercándola cada vez más a la temida verdad. Apenas oía las voces de Pedro y aquella mujer; no podía oír lo que decían, tal era el retumbar de su corazón. El cuerpo le pesaba. Rogaba por que todo fuera un sueño, una alucinación. Soñaba con despertar y reír a carcajadas, junto a él, mientras la abrazaba, juraba que jamás miraría a otra mujer, y reconocía que en los últimos tiempos la tenía muy abandonada...
Había llegado el momento, se lamentó ella. Había alcanzado el final de las escaleras.Paula sollozaba y jadeaba sin control mientras observaba un par de piernas femeninas desnudas.
EL ENGAÑO: SINOPSIS
Paula estaba locamente enamorada de Pedro, su guapísimo marido; pero acababa de pillarlo in fraganti con su secretaria.
Ahora que su matrimonio había acabado, ¡Paula descubría que estaba embarazada!
Pedro jamás habría hecho nada que pudiera poner en peligro su matrimonio; todo había sido un malentendido y ahora no sería capaz de hacer que su relación funcionara si no conseguía que su mujer confiara en él. Fue entonces cuando supo que Paula estaba esperando gemelos y se dio cuenta de que no tenía otro remedio que convertirse en un padre a tiempo completo.
domingo, 9 de agosto de 2015
LA TENTACIÓN: CAPITULO FINAL
Como ultimátum, era el colmo. ¿Lo quería allí invadiendo su vida otra vez? ¿Quería que la encandilara con palabras bonitas y volviera a acostarse con ella porque el asunto seguía sin resolverse? Sin embargo, vaciló porque le aterraba lo concluyente de su oferta. Quizá no hubiera creído que volvería a verlo, pero, en ese momento, se daba cuenta de que lo había esperado porque su amor era tan intenso que le parecía increíble que pudiera dejarla sin más. En ese momento, sabía que, si le daba la espalda, no volvería a verlo y esa débil esperanza quedaría aniquilada.
—¿Y bien? —insistió Pedro con voz temblorosa.
—¡Sí! ¡Te he echado de menos! Vaya cosa. ¿Acaso cambia algo?
—Eres la primera mujer a la que he echado de menos.
—¿Debería sentirme halagada?
Sin embargo, lo estaba y no quería estarlo, como no quería sentir el corazón acelerado, como no quería sentirse ridículamente conmovida porque la miraba con unos ojos desvalidos. No quería nada de eso porque nada de eso iba a cambiar a ese hombre incapaz de dar.
—No puedes dar nada, Pedro. Tampoco tienes derecho a engatusar a mi amiga para que te deje entrar y puedas sentarte ahí inventándote cuentos chinos solo porque no te di lo que querías.
—No estoy aquí para inventarme cuentos chinos.
Sin embargo, ella no podía olvidarse de lo mucho que había dado y lo poco que había recibido.
—¡Estás vacío por dentro, Pedro! Bastó una absurda conversación de tres segundos con una persona que te encontraste en el pueblo para que salieras corriendo. Bastó la más leve insinuación de que podría esperarse que ofrecieras algo más que sexo imaginativo para que huyeras como alma que lleva el diablo. Y, encima, tienes el valor de venir a decirme que me echas de menos.
—Lo entiendo, Paula. Debería haberlo entendido antes, pero lo entiendo ahora.
—¡Ni se te ocurra intentar congraciarte conmigo por tu propio interés! Repítelo. ¡No puedes comprometerte! ¡Ni siquiera puedes planear nada que dure más de un mes con una mujer porque podrías tener que salir corriendo antes! ¡No solo no quieres echar raíces, ni siquiera quieres dejar huella! —exclamó ella temblando como una hoja por la rabia.
—Paula, ¿crees que no sé que todo lo que has dicho es verdad? —él se inclinó hacia delante para apoyar los brazos en los muslos—. Tenías razón cuando me acusaste de ser sentimentalmente vago. Lo soy. Lo era. Siempre lo he sido.
«¿Lo era?». La esperanza brotó con la tenacidad de la hiedra. Exhausta por el arrebato y por el torbellino de emociones que se había adueñado de ella, se quedó en silencio y con la respiración entrecortada como si hubiese corrido un maratón. Quería apartar la mirada de él, pero no podía, como tampoco podía evitar que el corazón le sangrara como una herida abierta.
—Quiero que te vayas —susurró ella—. Tienes que irte.
—Por favor, déjame que… Es complicado para mí, pero escúchame. Hay algo que seguramente no sepas de mí… No, hay algo que no sabes de mí…
Volvió a sentirse en el borde del precipicio, pero le dio igual si se caía o no. Nada podía ser peor que las semanas que había pasado sin ella.
—Me crié en casas de acogida. Tú me contaste tu historia y yo, quizá, debería haber correspondido a tu confianza, pero nunca he sabido confiar. Es algo que te arrebatan cuando eres un niño en acogida. Enseguida aprendes a ser duro. Por eso, nunca le he contado mi historia a nadie —él esbozó una sonrisa torcida—. Hasta ahora.
—¿Casas de acogida? —preguntó ella sacudiendo la cabeza lentamente.
—Sí. No tuve una infancia privilegiada. En realidad, no tuve una infancia. Solo tuve ambición y, afortunadamente, un cerebro capaz de convertir esa ambición en éxito profesional, pero también fui alguien devorado por esa ambición, alguien que tuvo que luchar para salir de ese pasado lúgubre. ¿Qué puedo decir? No me quedó sitio dentro para compartir, quería dinero y todo lo que supone porque me hacía invencible. Eso fui durante mucho tiempo, invencible —la miró leyéndole el pensamiento—. Nada de palabras bonitas,Paula. Solo soy yo.
—¿Qué pasó entonces? Eras invencible…
Intentó imaginarse a un Pedro joven, desafiante y airado. Se le encogió el corazón. Él había levantado las mismas defensas que ella, pero las suyas habían sido de acero y nunca las había bajado, y podía entenderlo.
—No vas a enredarme otra vez en una relación inexistente con una historia triste.
—No quiero enredarte otra vez en una relación inexistente.
—Ah…
La decepción la quemó como un hierro candente. Había ido a explicarse. Que hubiese pensado en ella lo bastante como para contarle su pasado era algo, pero ella quería mucho más.
—Necesito que entiendas que, para mí, era imposible meterme en una relación. Solo dependía de mí mismo y no estaba dispuesto a que nadie compartiera ese espacio. Hasta que apareciste, Paula, y, poco a poco, fuiste abriéndote paso…
—Nunca insinuaste siquiera que querías algo que no fuera una relación sexual.
—Me negaba a creerlo. He sido un necio, Paula —alargó una mano y tembló por el alivio cuando ella le permitió tomarle la mano—. Debería haber sabido que eras distinta, y no solo porque fueras más alta que las mujeres con las que solía salir. Fui así de torpe.
Él volvió a esbozar una sonrisa torcida y ella volvió a sentir todo lo que sentía cuando él estaba cerca
—Pasé de mirarte a fantasear y a desearte más de lo que había deseado a ninguna mujer en mi vida. Además, por el camino, llegó todo lo demás.
—¿Qué es todo lo demás?
—El deseo… el anhelo… la necesidad y el amor.
—¿Me amas?
—Sí, y nunca me di cuenta de lo que era —contestó él con la voz temblorosa—. No he venido para retomar una relación inexistente, como tú la llamas. He venido para pedirte que te cases conmigo y podamos empezar una historia de compromiso, de cuento de hadas y de ir al altar como nunca me había imaginado que viviría porque, Paula Chaves, me doy cuenta de que no puedo vivir sin ti. Si no puedes contestarme ahora, y lo entendería porque he sido un enamorado nefasto, puedes pensártelo.
Él se levantó y ya estaba en la puerta de la cocina cuando ella salió corriendo.
—Ni se te ocurra marcharte —dijo ella mientras lo rodeaba con los brazos y lo abrazaba con todas sus fuerzas—. Te amo, Pedro Alfonso. ¡Sí, sí y sí! Quiero casarme contigo, quiero estar contigo el resto de mi vida.
—¿No son palabras bonitas?
Ella se rio, sollozó y volvió a reírse.
—Yo también tenía mis barreras —reconoció ella llevándolo a la mesa otra vez y sentándose en sus rodillas—. Ya sabes todo lo de mi padre y supongo que creía que lo más seguro era no dejarse llevar, no exponerme a que me hicieran daño. Estaba decidida a no enamorarme de ti. Te catalogué a los pocos días de empezar a trabajar contigo y creí que eso me daba seguridad.
Le acarició el pelo, le besó la mejilla y cayó rendida cuando él también la besó cariñosamente.
—Quieres decir que, si era un malnacido, nunca te enamorarías de mí.
—Sí, pero esa imagen empezó a esfumarse poco a poco, y luego llegó París.
—Y luego llegó París.
—Yo… me dejé arrastrar por ti. Fue como si te adueñaras de mi corazón y me sentí aterrada porque habías dejado claras tus reglas, porque sabía lo que pensabas del compromiso. Decidí que la única forma de sobrellevarlo era echarme atrás completamente, que, si lo hacía, desaparecería el sentimiento que me mantenía pegada a ti, pero era demasiado tarde.
—Paula, también fue demasiado tarde para mí. Estabas todo el rato en mi cabeza y, como era un idiota, no me paré a pensar que era porque te amo, señorita Chaves, y estoy impaciente de que te conviertas en la señora de Alfonso.
—Yo también estoy impaciente.
Su mundo se había abierto el día que él entró en él y se sintió flotando en el aire cuando pensó en el porvenir que se presentaba ante ella.
—Quiero que me abraces y que nunca me sueltes, porque yo no voy a soltarte
LA TENTACIÓN: CAPITULO 21
Pedro había tenido que buscarla. El mes pasado había sido la peor pesadilla posible. No había podido concentrarse y había estado de un humor de perros. La gente se marchaba en dirección contraria en cuanto lo oían por la oficina.
Incluso, había batido su récord personal y había salido con seis mujeres, con ninguna de las cuales había llegado más allá de una conversación cordial durante la cena. Esa condenada mujer lo había calcinado dos veces y, además, tampoco había encontrado una sustituta adecuada. Ya iba por la tercera secretaria y los presagios no eran buenos. Más de una vez se había reprochado haberle permitido que se despidiera sin cumplir con los trámites. Debería haberla obligado a que cumpliera las dos semanas exigidas.
Las noches no habían sido mejores que los días. El trabajo no había conseguido librarlo de unos pensamientos que no quería ni buscaba. La echaba de menos. Echaba de menos que dijera lo que pensaba, cómo se reía y cómo lo miraba. Incluso, echaba de menos cómo olía. Por todo eso estaba donde estaba, sentado en su cocina después de haber echado a su amiga, quien le había dejado entrar después de un interrogatorio inquisitorial.
—Creía que no ibas a volver. ¿Puede saberse dónde te habías metido?
Él lo preguntó en tono desenfadado para disimular sus emociones nada desenfadadas. Ella, que iba a tomar una botella de agua de la nevera para aliviar la sed que le habían dado las tres copas de vino, estuvo a punto de desmayarse al oír esa voz que la había perseguido durante el mes pasado. Muda, se dio media vuelta para mirar a la persona que estaba en la silla. Le flaquearon las piernas, se dejó caer en otra silla y se quedó mirándolo sin dar crédito a lo que estaba viendo.
—Llevo más de una hora esperando.
¿Había estado con un hombre? No. En ese caso, no habría vuelto tan pronto. Quizá hubiese salido con uno que había sido un desastre. Le gustaba esa idea. Él también había salido con muchas mujeres desastrosas.
—Pedro…
Ella no pudo decir nada más. Tenía la boca seca y el corazón le latía con tanta fuerza que parecía que le iba a explotar.
—Tu compañera de casa me ha dejado entrar.
—Lucia.
Era una conversación absurda. No podía dejar de mirarlo.
Estaba… desmejorado. Todavía llevaba el traje, pero se había quitado la corbata y se había desabrochado dos botones de la camisa. Para ser un hombre que siempre iba despreocupadamente elegante, estaba desaliñado.
—Efectivamente.
—¿Por qué has venido?
Ella sabía que tendría que parecer más tajante y enfadada, pero la voz le salía débil y vacilante. Se aclaró la garganta y siguió mirándolo en la penumbra. Aunque estaba distinto, seguía siendo ese hombre tan guapo que se le había clavado como una espina que no podía quitarse. Entonces, toda la rabia brotó. No podía olvidarse de que era el hombre sentimentalmente vago que se había alejado de ella sin mirar atrás porque se le había metido en la cabeza que ella podría, solo podría, querer algo más que un revolcón. Era el hombre que no tenía nada que ofrecer.
—No —siguió ella con frialdad—. A ver si adivino por qué has venido. Las secretarias que me han sustituido no te sirven. Si crees que voy a ceder y a hacer una buena obra, estás equivocado. Has perdido el tiempo y puedes marcharte. Ya sabes dónde está la puerta.
A él nunca le había faltado la seguridad en sí mismo. Eso le había dado el impulso para dejar atrás el pasado y la confianza de que podía hacerlo. En ese momento, la seguridad en sí mismo brillaba por su ausencia. Tenía la sensación de que estaba al borde de un precipicio con un pie colgando y sin una red que lo recogiera si se caía.
—No he venido para intentar que vuelvas al trabajo —replicó él con aspereza—. Aunque es verdad que tus sustitutas no me han servido.
—Entonces, ¿qué haces aquí, Pedro?
—Estoy aquí… porque… porque…
Estaba balbuceando. ¿Desde cuándo balbuceaba Pedro Alfonso el invencible? Sin embargo, ella no iba a permitir que la más mínima esperanza se abriera paso entre los muros que había intentado levantar a su alrededor.
—Olvídalo —Paula apretó los dientes y lo miró a los ojos sin inmutarse—. No pienso volver a tener una relación contigo.
Ella se rio al darse cuenta de la tontería que acababa de decir. Nadie normal habría llamado a eso una relación.
—Una relación —siguió ella burlándose de sí misma—. Vaya chiste. Como me has dicho con orgullo, tú no tienes relaciones, ¿verdad, Pedro?
—Lo dije, pero ¿cómo iba a saber que el destino tiene la mala costumbre de reírse de tus buenas intenciones?
—Olvídalo, Pedro. Olvida las palabras bonitas. ¿Has salido con algunas de tus amigas de bolsillo y has decidido que todavía no has acabado conmigo?
—Te he echado de menos. ¿Me has echado de menos? Dime que no y me marcharé de esta casa y no volverás a verme.
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