lunes, 10 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 2




ERAN piernas esbeltas, observó ella. Con uñas pintadas de rojo. Paula sintió que todo su mundo se venía abajo. No se atrevió a mirar más arriba. 


—¡Dios mío,Paula! —exclamó la mujer de largas piernas—, ¿qué llevas en los pies? 


La risa de Celina la estremeció. Celina tenía la vista fija en las uñas de sus pies, que extendía sobre la alfombra reclamando la posesión de toda la casa, al tiempo que la de su marido. Era la secretaria de Pedro, su mano derecha. Y, desde aquel momento, también su mano izquierda, sus dos piernas, su torso... En apariencia, toda Celina era ya del dominio de él. Y ella ni siquiera parecía avergonzada. 


Paula se puso furiosa. Observó el aire triunfante de Celina, tapada apenas con una toalla azul, su toalla, y entró en el dormitorio. En comparación, ella debía parecer una rata recién salida del agua. Pero poco le importaba su aspecto, aunque estuviera poniendo perdida la alfombra color crema. 


—¡Llevo botas cubiertas de barro, y te aseguro que hacen daño, con los pies desnudos! —gritó ella mientras la secretaria se echaba atrás—. ¡Y ahora explícame tu atuendo, Celina!



—¡Paula! —gritó de pronto Pedro, horrorizado. 


Ella alzó la cabeza en dirección a la puerta del baño, delante de la cual estaba Pedro, de pie. 


Cerró los ojos y juró. Él estaba desnudo excepto por una pequeña toalla enrollada a las caderas. 


Su formidable cuerpo, masculino y musculoso, y sus cabellos, estaban mojados. Se había dado una ducha tras el acto sexual, pensó Paula respirando hondo. Así que era cierto, él le había sido infiel. No podía creerlo. 


—¡Desgraciado! —gritó furiosa mientras veía su mundo desplomarse. 


—¡Oh, Dios mío! —gimió Pedro. 


Herida hasta extremos inconcebibles, Paula observó la expresión de los ojos de él, que mostraban vergüenza y horror. Estaba pálido, tenía los labios blancos. Su rostro era la más clara imagen de la culpabilidad. Ella sintió que todo le daba vueltas. 


—¡Pedro! —gritó Paula en tono de reproche, incapaz de pronunciar palabra. 


—¡Cariño! —gritó él a su vez, alargando una mano en un gesto de reconciliación, que ella rechazó con disgusto. 


—¡No, no me toques! 


—No comprendes —alegó él serio, frunciendo el ceño—. No es lo que piensas... 


—¿No? ¡No me mientas! ¡No me tomes por una idiota! —gritó Paula, histérica. 


Era inconcebible que Pedro se atreviera incluso a soltar la clásica respuesta masculina de «no es lo que piensas». Pero sí lo era. Siempre lo era. 


—¡No te miento! —exclamó él cruzándose de brazos, desafiante. A pesar de su actitud, Paula observó que estaba nervioso, que le costaba respirar. Y prefería no averiguar por qué—. Estás llegando a conclusiones precipitadas... 


—¿Precipitadas? ¡Pero mírate!, ¡mírala a ella! —exclamó ella señalando a la sirena de toalla azul—. ¿No llegarías a conclusiones precipitadas tú también? 


—¡Celina, te dije que...! —comenzó a decir Pedro. 


—¡No puedo creerlo! No irás a echarle la culpa a ella, ¿no? —continuó Paula. —¡Basta, deja de fingir que eres inocente! ¡Hacen falta dos para acabar desnudos en la cama! Tenía una buena opinión de ti, pero según parece estaba equivocada. No puedo creer que seas tan cobarde como para echarle toda la culpa a ella. ¿Cómo has podido hacerme esto? —sollozó Paula con ojos llorosos—. Si te importara, jamás habrías... 


—¡Paula! —gritó Pedro con el ceño fruncido, sorprendido. 


—¿Qué?, ¿qué pasa? 


—¡Tienes un aspecto terrible! —afirmó él con crueldad. 


—Muchas gracias —respondió ella con una mueca—.Solo me faltaba eso. 


Paula desvió la vista hacia Celina, que dejó resbalar con gran arte la toalla para ofrecer una panorámica más reveladora de sus suaves y voluptuosos pechos. Celina no estaba mojada ni tenía el rostro rojo de ira, no tenía el pelo aplastado y lleno de barro por la lluvia. El contraste era patente. En lugar de sofisticada e irresistible, Paula estaba cubierta de barro y tenía un aspecto enfermizo. No podía competir con ella, daba pena. 


—Bueno, es que tienes mal aspecto —insistió Pedro con el ceño fruncido. 


—Sí, pero ni Cleopatra resultaría atractiva, dadas las circunstancias —respondió ella resentida, alzando la cabeza—. ¿Alguna vez, al volver a casa, encontró la Reina del Nilo a su marido arrancándole la ropa a otra mujer, y dejándola caer artísticamente por las escaleras? 


—¿Arrancarle qué?, ¿de qué estás hablando? —exigió saber él, la viva imagen de la indignación. 


—¡Eso! —gritó Paula con amargura, señalando en dirección a las escaleras. 


Pedro esbozó una expresión de confusión convincente en extremo; sus largas piernas acortaron la distancia que los separaba con impaciencia, en cuestión de segundos. 


—¡Dios mío! —comentó despacio, observando las prendas tiradas como si no las hubiera visto antes. 


La interpretación resultó brillante. No era de extrañar que hubiera conseguido ocultarle su infidelidad hasta ese momento, pensó Paula. Pedro era una estrella de Hollywood, interpretando al marido inocente acusado por error de tener una amante. 


—¿Vas recordando, o tenías tanta prisa que ni siquiera te diste cuenta de lo que hacías? —preguntó ella. 


Pedro explotó entonces de ira. Una aterradora rabia hizo presa de él, que no dudó en dirigir hacia Celina. Ella, a su vez, se tapó la boca en un gesto revelador, como diciendo: «¡qué traviesos somos!» 


—¡Eres una estúpida! 


La secretaria, por toda respuesta, se encogió de hombros y parpadeó. Paula llegó incluso a temer por ella. Pedro parecía reventar de rabia, la expresión de su rostro era atronadora. 


—¡No te atrevas a descargar tu ira en ella! —exclamó Paula consumida por la ira—. ¡Mírate a ti!, ¡eres tú quien ha provocado esta situación! ¡Tú...! 


—¡No! —gritó él girándose en dirección a Paula—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? ¡Yo no sé nada de esto! 


Ella, intimidada, dio un paso atrás. Pedro estaba dispuesto a negar la evidencia, pensó atónita. A mostrarse incluso ofendido, a afirmar que ella estaba cometiendo una injusticia. 


—En serio, ¿es que estás drogado?, ¿te ha violado, acaso? ¡No puedo creer que te atrevas a negarlo! 


—¡Es la verdad! —protestó él. 


—¡Por favor! —gritó Paula—, ¡ahórrate el esfuerzo de negarlo y fingir que eres inocente! ¡No soporto la mentira! 


Desesperada, alzó la vista hacia los ojos de Pedro y sollozó cuando vio en ellos compasión. No necesitaba su lástima, sino su fidelidad. 


—No miento —repitió él con más calma—, pero ya nos ocuparemos luego de eso. Ahora necesitas reponerte, Paula. Estás calada, cubierta de barro y... 


—¡Como si no lo supiera! 


—¡Basta ya de sarcasmos! ¿Qué te ha pasado, te has caído? —preguntó Pedro. 


—¡Sí, así de tonta soy! —exclamó ella con lágrimas en los ojos—. Vi... vi las cortinas del dormitorio echadas y... y... —tartamudeó, restregándose los ojos—... Vi tu coche, y pensé que estarías enfermo... ¡Me preocupé! ¡Dios, si hubiera sabido...! Pero corrí como una idiota, para venir a cuidarte y... resbalé en el barro... 


—¡Oh, cariño! —exclamó Pedro con una tierna expresión de preocupación, dando un paso hacia Paula con los brazos abiertos. 


—¡No te acerques a mí! —sollozó ella—. ¡No me toques! ¡Y no me llames cariño! 


—¡Pero, cariño, te juro que estás malinterpretando la situación...! 


—¡No es cierto, ojalá lo fuera! —dijo Paula, desesperada—. ¡Está bien, adelante! ¡Cuéntame lo que ha pasado! Estoy ansiosa por saber por qué estáis los dos aquí, desnudos, y por qué Celina parece tan... satisfecha. 


—Celina—dijo Pedro en tono de orden—, recoge tu ropa y... vístete. 


Paula observó a Celina. La toalla había resbalado unos centímetros más. Pedro parpadeaba con rapidez, observando de reojo el pezón, de pronto al descubierto. Parecía atónito. Paula se sintió defraudada. 


—Claro —contestó Celina tomándose su tiempo, asegurándose de montar el espectáculo—, Pero no te olvides de la reunión, dentro de una hora... 


—¡No! —negó él pasándose la mano por los cabellos, en un evidente esfuerzo por pensar con claridad—. Yo... ; Demonios! Cancela esa reunión. Llama a un taxi y sal de aquí. Quiero verte esta noche en mi despacho... 


—En tu despacho, comprendo —rió entrecortadamente la secretaria. 


—Lo dudo —respondió Pedro furioso, respirando entre dientes—. Recoge tus cosas y no vuelvas más. 


Celina abrió atónita los ojos y esbozó una expresión maliciosa, antes de decir: 
—¿Cómo puedes tratarme así, después de lo que hemos significado el uno para el otro? Ten en cuenta lo que te pierdes, Pedro, atado a esta... aburrida y desastrosa mujer. Lo hemos pasado bien, eres un tipo estupendo. Y estamos muy bien juntos. Al menos, eso dijiste. 


Celina entrecerró los ojos esbozando una expresión aductora y cómplice, para no dejar lugar a la duda. Se refería a lo viril que se mostraba Pedro en la cama con ella. Él comenzó a tartamudear con incoherencia, lleno de ira, y apretó los puños, dispuesto a abofetearla por echar a perder su única posibilidad de salir bien parado de la situación. 


—¡Desgraciada! ¡Sal de mi casa! ¡Fuera! ¡Ahora! —estalló Paula. 


Celina se bajó de la cama.Paula cerró los ojos. A su lado, ella resultaba aburrida. Era inevitable que Pedro tuviera una aventura. Él necesitaba algo más que una extraña con la que cruzarse de noche para servirle la cena y plancharle las camisas. Y esa debía ser la razón por la que él se había acercado a Celina. Más aún, su unión había significado mucho para los dos. Y dijera lo que dijera, Pedro jamás pondría de patitas en la calle a su secretaria. Celina era demasiado valiosa como profesional. El gesto de él no era más que eso, un gesto. Solo trataba de apaciguar a su mujer porque no era más que un despreciable cobarde. 


Paula comenzó a sollozar. Siempre había creído que su marido era valiente y noble, una persona en quien se podía confiar. Y sexy. En cuestión de segundos, el pedestal en el que lo había tenido se había hecho añicos. Su respeto por él había desaparecido. Deseaba gritar de desesperación, decepcionada. Su vida, hasta donde podía recordar, siempre había estado ligada a Pedro. Pero, de pronto, descubría que todo había sido una farsa. 


Paula apenas oyó la voz profunda de Pedro, que urgía a Celina a marcharse. No podía abrir los ojos. Su matrimonio había terminado, su amor se tambaleaba. De pronto, se sintió terriblemente sola y vulnerable. Entonces, sintió una náusea y se llevó la mano a la boca, sofocada, corriendo al baño. Él debió gritarle algo a Celina y seguirla luego porque, de pronto, ella sintió sus pesadas manos sobre los hombros, haciéndola prisionera, y su torso desnudo en la espalda, en un contacto íntimo y alarmante. 


—Cariño... —dijo él en voz baja, tranquilizadora. 


—¡No soy tu cariño! ¡No finjas que te importo! —exclamó Paula histérica, sacudiéndose las manos de los hombros. 


—¡Por supuesto que me importas, me preocupas! Y creo que estás enferma... 


—¡Estoy enferma, pero de rabia! ¡Vine a casa porque estoy muy constipada! —sollozó ella aferrándose al lavabo como si su vida dependiera de ello. 


—Necesitas irte a la cama... 


—¡La cama! —exclamó Paula alzando la mirada y encontrándose con la de él en el espejo. 


—¿Qué?, ¿qué he dicho? 


—¿Piensas cambiar las sábanas primero? 


Pedro hizo una mueca, como si Paula le hubiera dado un latigazo. Ella reconoció el dolor en su gesto. Estaba pálido, tenía mal aspecto, pero Paula no quiso preocuparse por eso. 


—¡No hace ninguna falta cambiar las sábanas! 


—Entonces, ¿es que no lo habéis hecho en el dormitorio? ¡Claro, supongo que no podías esperar! —gritó ella, desesperada, incapaz de soportar la idea de que su marido sintiera esa pasión por otra mujer—. ¿Dónde ha sido? ¡Dímelo, para que no me acerque! ¡Vamos, dilo! ¿En el vestíbulo? Quemaré la alfombra, arrancaré los baldosines. Los cambiaré por... 


—¡Paula, basta! ¡Estás siendo de lo más irracional...! 


—Lo sé, pero tengo una buena razón —sollozó ella—. , Eres un bruto! ¡Te detesto por lo que me has hecho! 


Incapaz de controlarse, ella se dio media vuelta y golpeó el pecho desnudo de Pedro con los puños. Él se lo permitió, como si creyera que lo merecía. Pero aquel estallido acabó con las energías de Paula. 


—Basta, Paula. Cálmate. 


—Pues dime qué ha ocurrido. ¡Tengo derecho a saberlo! —exclamó ella llorando, dejándose caer de pronto en sus brazos. 


—Te lo diré —contestó él sujetándola—. No te tortures más, por favor. Confía en mí... 


—¿Es que te has vuelto loco? —preguntó Paula apoyándose en él y sintiendo acto seguido un ataque de celos al imaginar los ojos de Pedro mirando a Celina con deseo, al imaginar sus manos tocándola, y su cuerpo excitándose—. ¡Vete, Pedro! ¡No quiero volver a verte, no quiero volver a oír nada de ti! ¡Nunca! 


—¡No digas eso! —exclamó él estrechándola—. ¡No digas eso jamás, Paula! No pienso marcharme... 


—Tendrás que marcharte, es imposible que me des una explicación satisfactoria —afirmó ella con gravedad. 


—Te equivocas, puedo explicarlo. Y te lo explicaré. Pero métete en la cama, antes de que agarres una neumonía. Tienes un aspecto... 


—¡Ya sé qué aspecto tengo! ¡Estoy horrible! ¡Vete con tu preciosa Celina, y déjame en paz! 


—¡Pobre amor mío, estás pasando un infierno! —exclamó Pedro acariciando sus cabellos sucios en una maestral interpretación de ternura. 


Paula estuvo a punto de sucumbir. Deseaba tanto sentirse amada, estrechada y querida, que se quedó inmóvil, con los ojos cerrados, esperando, deseando, adorando. Oler su fragancia, tan familiar, sentir su calor, su energía, y escuchar su seductora voz la relajaba. —Vamos, cariño. 


Ante aquel murmullo ronco, ella abrió los ojos. Pedro le estaba desabrochando la chaqueta. 


Rígida, atónita, Paula le apartó la mano pensando que había hecho exactamente lo mismo con Celina. 


—¡Eres un... un animal! ¿Es esa tu solución?, ¿es que no puedes pensar en otra cosa?, ¿solo piensas en darte un revolcón? ¿Es que no tienes conciencia?, ¿no tienes valores morales? ¡Suéltame, déjame... en paz! 


—¡Cálmate! No era esa mi intención, solo trataba de ayudar. ¿O es que piensas meterte en la cama vestida? 


—No me importa. ¡Simplemente... no... me... toques! 


—Bien, si eso es lo que quieres... 


Él se tomó la advertencia al pie de la letra, y la soltó. Paula cayó al suelo redonda, llorando de frustración. Debía de estar patética, pensó. Ridícula.Pedro y Celina podían reírse a gusto de ella. 


—¡Eres una cabezota! —musitó él entre dientes. 


Pedro le quitó las botas antes de que Paula pudiera retenerlo, y las arrojó a la bañera. Ella se acurrucó en el suelo, en posición fetal, llorando. 


—¡Vete! 


—No. 


El hizo caso omiso de sus aspavientos y patadas, y le quitó la ropa. Una o dos veces Paula acertó a dar en el blanco, pero él no se dejó amilanar. En medio de un gran silencio, ambos lucharon en el resbaladizo suelo, demostrando ella una resistencia febril. Cuando él por fin le quitó las medias, dejándola en ropa interior, Paula se rindió al fin, demasiado débil y resignada, ante a insistente determinación de Pedro de humillarla otro poco más. 


Él debía de estar comparando su cuerpo con el de Celina. 


Debía de pensar que todas las mujeres llevaban interior de encaje, seductora, en lugar de prendas sencillas de algodón. 


Y, seguramente, se alegraba en secreto de que Paula hubiera descubierto la aventura, porque así podría abandonarla y elegir a otra mujer más atractiva. 


—Me encuentro mal —musitó ella con tono débil. 


Pedro gruñó y la envolvió en una toalla. Ella se relajó, agarrándose al lavabo de nuevo con la esperanza de vomitar por fin y acabar de una vez. Pero las náuseas cesaron. Él volvió a sujetarla, le restregó el pelo con una toalla y le limpió la cara. La sensación era peligrosamente deliciosa. 


Era como cuando su madre la cuidaba de niña, cuando estaba enferma. Pero fue su perdición. 


Acurrucada en los fuertes brazos y pecho de Pedro, Paula luchó contra el urgente deseo de estrecharlo por el cuello. 


Era su marido, y aquella era la primera vez que se encontraban físicamente cerca el uno del otro en muchos meses. Por supuesto, su cuerpo no podía evitar reaccionar. 


Él le desabrochó el sujetador con rostro impasible. Sus ojos quedaron fijos en los pechos de Paula por un momento. Ella sintió la esperanza renacer. Quizá la encontrara atractiva, a pesar de todo... Pero esa esperanza murió cuando él, sin decir palabra, le alzó los brazos y le puso el camisón. Fue entonces cuando vio que Pedro estaba excitado. Debía de haberlos interrumpido, a él y a Celina, antes de hacer el amor. Él debía de estar aún insatisfecho. 


Atormentada, Paula desvió la vista y cerró los ojos en un vano intento por detener las lágrimas.


No lloraría. Necesitaba mantener la cabeza despejada, la mente clara. El malestar físico la había debilitado, pero volvería a luchar en cuanto se encontrara mejor para defender sus derechos. 


El colchón se hundió bajo el peso del cuerpo de Pedro, que alargó una mano para apartarle el cabello de la cara. 


—Lamento mucho que te encuentres mal. ¿Quieres que te traiga algo, cariño? 


—¡El divorcio! ¡Ya! 








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