martes, 28 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 14





Pedro estaba esperándola cuando salió del edificio y empezó a bajar las escaleras. Paula apresuró el paso, intentando ignorar los acelerados latidos de su corazón. 


Estaba apoyado en el capó de un coche, negro, deportivo, caro, como si tuviera todo el tiempo del mundo.


Llevaba unos vaqueros gastados, una camisa y una chaqueta de cuero y, con ese rostro tan atractivo y el brillo de inteligencia en los ojos azul oscuro, parecía el protagonista de una película de acción.


Dos de sus hermanos tenían cociente intelectual de genios. Pedro también hizo las pruebas cuando era más joven y había muchas razones para creer que había fallado deliberadamente.


Porque tenía cerebro, fuerza, una innata falta de respeto por la autoridad, valor y total lealtad a su familia.


Como jefa de sección, Paula no sabía cómo lidiar con él. 


Como mujer, sentía el deseo de meterse bajo su piel y hacer algo que los dos lamentarían.


No era una situación cómoda.


Pedro le abrió la puerta del coche y ella subió con una sonrisa en los labios.


—¿Dónde vamos? —le preguntó cuando ocupó el asiento del conductor.


—A un sitio agradable.


—¿Terreno neutral?


—Mi padre tiene un apartamento en un hotel, pero hace cinco años que no lo piso. ¿Eso es suficientemente neutral para ti?


—Ya veremos —respondió Paula—. ¿Está muy lejos?


—El conserje podría llamar a un taxi si lo necesitas.


—¿Voy a necesitarlo?


—No lo sé. En cualquier caso, puedes marcharte cuando quieras.


—Muy bien.


Paula se arrellanó en el asiento y cerró los ojos. La última reunión del día había sido difícil. Convencer a dirección para que le dieran prioridad a un proyecto siempre era agotador.


Habían quedado a cenar, pero no había tenido tiempo de pensar en ello y que Pedro se hubiera tomado la molestia de organizar la noche era de agradecer.


—¿Que tal ha ido tu reunión con los jefes?


—He conseguido algunas oportunidades profesionales inesperadas.


Podría haber dicho algo más, pero se quedó en silencio y Paula no insistió. Compartir información no era fácil para aquel hombre, había que ganarse su confianza poco a poco.
Paula abrió los ojos para mirarlo, inmediatamente cautivada por las duras líneas de su rostro y esos labios perfectamente formados. Era tan hermoso… dudaba que pudiera cansarse de mirarlo.


—Esta tarde he acariciado a un cachorro —dijo Pedro, sonriente—. No era mi cachorro, pero he pensado que sería buena idea seguir tu consejo. ¿Tienes alguna mascota, Pau?


—Mi abuelo tiene una tortuga y, aparentemente, yo voy a heredarla.


Él rio, un sonido que haría que cualquier mujer tomase nota porque era una risa, masculina, agradable y contagiosa.


El hotel al que la llevó tenía un aspecto poco impresionante por fuera. Un edificio antiguo con grandes puertas de madera y un conserje vestido de negro, pero el interior era otra cosa. Cualquiera se daría cuenta de que aquel era un lugar muy exclusivo; eso siempre que te dejasen entrar, claro.


Pedro entregó al conserje una tarjeta magnética y se colocó frente a una cámara de identificación. Paula también tuvo que entregar su documento de identidad porque en aquel hotel se tomaban la seguridad de sus clientes muy en serio.


—¿Tu familia tiene un apartamento aquí y nadie lo usa? —le preguntó mientras entraban en un ascensor con paredes de espejo y molduras de bronce, la clase de ascensor que usaría una princesa.


—Lo compró mi abuelo y mi padre lo ha conservado por razones sentimentales, creo. A veces lo usa para impresionar a alguien y, además, consigue beneficios. Tenemos un acuerdo con el hotel y cuando nadie de la familia lo usa se alquila como suite.


El apartamento al que la llevó era un ático de tres plantas con un comedor, un bar y un salón enorme en la planta baja, todo elegantemente amueblado. Era una suite que usarían altos dignatarios y jefes de Estado.


—¿Te parece bien el sitio? —le preguntó Pedro.


—Desde luego —respondió Paula. Opulencia, privacidad y el mejor servicio—. Tú sabías que me quedaría impresionada.


—No, solo esperaba que lo aprobases. No sabía qué haría falta para impresionarte.


—Lealtad, inteligencia, humor. Estoy impresionada.


—También soy vengativo, destructivo, inaccesible.


—Cosas sin importancia —dijo Paula—. Se te pasará.


Él rio, sus ojos cálidos y su expresión alegre.


—Ya veremos —murmuró, acercándose al bar—. ¿Qué quieres beber?


—Algo frío, agua con gas.


—¿Nunca bebes alcohol?


—Alguna vez, no es que no me guste. Es más bien que estoy permanentemente en guardia, esperando una llamada en cualquier momento.


—Eso es tener ética profesional.


Tal vez lo había dicho como una crítica, tal vez no. Paula no lo sabía.


—Mucha gente tiene ética profesional.


Pedro le ofreció la carta del servicio de habitaciones y se inclinó para leerla con ella. Paula no se apartó; le gustaba estar cerca de él y olía de maravilla, a madera, a sándalo. 


Debía ser su aftershave.


—Ternera con crema de verduras para mí —decidió—. Y créme brûlée después.


—Yo tomaré las costillas —dijo él—. Con patatas fritas y una ensalada para darle un aspecto saludable. Ah, y una cerveza. Soy un ser sencillo y no estoy de guardia —añadió, levantando el teléfono—. Enseguida subirán para poner la mesa y traernos unas tapas.


—Buen servicio.


—Siempre es así.


Ella inclinó a un lado la cabeza.


—¿Estás acostumbrado a este nivel de vida?


—No lo necesito —respondió él, encogiéndose de hombros—. Puedo vivir con mucho menos, pero sí, nací en una familia rica y nunca me faltó de nada. ¿Y tú?


—Yo estoy acostumbrada a mucho menos.


Pedro se acercó al estéreo y, un segundo después, las notas de una guitarra acústica llenaban la habitación. Un sonido entre español y alternativo.


—¿La has elegido tú?


—Probablemente Sergio, aunque reconozco la música. Es de mi juventud.


—¿Y esos recuerdos te relajan?


—Sí, son buenos recuerdos. Mis años de adolescencia fueron estupendos. Me creía invencible y pensaba que el mundo giraba a mi alrededor porque era así en realidad.


—¿Lo ves? Ya te he dicho que esas cosas se pasaban —dijo Paula.


Aquel hombre podría haber hecho lo que quisiera con su vida. Podría haber sido lo que quisiera, pero allí estaba.


—¿Por qué te uniste a ASIS?


—Creo que estaba buscando una causa. No sé, combinar actividades peligrosas y hacer algo que me pareciese justo.


—¿Y qué dijo tu padre de esa decisión?


—Nada —Pedro se encogió de hombros—. No es que no nos llevemos bien, pero no nos hemos visto mucho tras la muerte de mi madre. Sergio y Adriana se llevaron la peor parte, apenas lo conocen.


—¿Y les importa?


—No puedo hablar por ellos, pero quiero creer que aunque nuestro padre no les diera toda su atención cuando eran niños no se perdieron lo más importante. A Elena se le da bien unir a la gente, es muy mandona y yo también, pero los cuatro hemos sido siempre una familia. Seguimos siéndolo, aunque cada uno vive en una zona distinta del país.


—Me alegro de que te lleves bien con ellos.


—Damian también es parte de la familia —murmuró Pedro—. He estado pensando en algo que dijo el otro día, una cosa que me preguntó. Cómo afectaría a tu carrera que tú y yo estuviéramos juntos —añadió, sirviéndose un whisky.


—¿Ah, sí?


—Yo estoy pensando dejarlo todo. Si tenías intención de que fuéramos un equipo dentro de la organización, yo no estoy interesado.


Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien la sorprendió y debía notarse en su cara porque Pedro esbozó una sonrisa.


—¿Un equipo? ¿En qué sentido?


—Me han ofrecido organizar una operación, siempre que te eligiera a ti por tu experiencia. Hablaron de entrenarme para un puesto de dirección y mencionaron tu nombre. Era como si te estuvieran ofreciendo en bandeja.


Hacía falta mucho para que Paula perdiese la serenidad, pero estaba empezando a enfadarse. Tomó un sorbo de agua y dejó el vaso sobre la barra mientras intentaba recuperar la calma.


—Si quieres dejar de trabajar para la sección, hazlo. Créeme si te digo que no estoy dispuesta a ser la amante de nadie para conseguir más poder. Si lo quisiera lo buscaría sola, no necesito a nadie.


—Eres muy sexy cuando te enfadas.


Pedro sonrió de nuevo, pero Paula lo fulminó con la mirada.


—No te pases. Tú pensabas que yo estaba de acuerdo.


—No he dicho eso. Te he contado lo que me han dicho y lo que yo estaba pensando, nada más.


—Y ahora sabes lo que pienso yo.


—Desde luego, lo has dejado muy claro —Pedro tomó un sorbo de whisky—. Pero sigo queriendo conocerte, Pau. Me gustaría explorar tus límites.


Un segundo después llamaron a la puerta. Eran un hombre y una mujer con el uniforme del hotel.


Paula observó en silencio mientras preparaban la mesa, con velas y todo.


—En quince minutos subiremos la cena —dijo el hombre antes de salir.


—Puedes marcharte cuando quieras, Pau —dijo Pedro, pero ella respiró profundamente antes de sentarse a la mesa.


—Tengo hambre. Necesito comer y relajarme y me gusta tu compañía. ¿No vas a sentarte conmigo? Puedes hablarme de tu vida.


Pedro se sentó frente a ella y Paula pensó que la luz de las velas le daba un aspecto aún más atractivo.


—Cuando tenía ocho años quería vivir en un submarino —empezó a decir—. Cuando muera quiero servir de comida a los peces.


—¿Piensas mucho en la muerte?


—Pienso más bien en sobrevivir —Pedro tomó un trozo de pan.


—Cuanto yo tenía ocho años quería ser periodista —dijo Paula.


—¿En serio?


—En mi casa se escuchaban las noticias a todas horas y los corresponsales extranjeros eran mis estrellas de cine. Tendrías que haber estado allí para entenderlo.


—Seguramente no habría estado allí porque a mí me gusta el aire libre… cualquier sitio donde haya agua, el mar, la lluvia.


—¿Es una canción?


—Puedes añadir tu propia estrofa —dijo él.


—A mí me gustan las duchas caliente con varios cabezales.


—Hedonista.


La conversación continuó mientras tomaban los aperitivos.


Que Pedro quisiera ser sincero y abierto con ella no significaba que le resultase fácil. Habían pasado años desde que compartió algo de sí mismo con alguien, aunque ella se le pusiera fácil.


Poco después subieron la cena y Pedro intentó relajarse, pero cada mirada, cada gesto inflamaba su deseo.


Cuando Paula apartó su plato al final de la cena y se echó hacia atrás en la silla para estudiarlo, Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a temblar; su deseo de tocarla era tan fuerte, tan incontenible.


—Pau…


Desearía que su voz no sonase tan ronca, pero así era. 


Quería olvidar, perderse en las sensaciones, no pensar en nada más que el placer, el sexo.


—¿Cómo te gusta el sexo?


Ella lo miró con esos ojos sabios.


—Suave y dulce no te interesa, ¿verdad?


—No, pero tampoco quiero romper nada. Especialmente a ti.


—Ha pasado algún tiempo para mí. Si lo hacemos, no me importa ser un poco temeraria.


Estaba diciendo lo que él esperaba escuchar con esa voz de whisky de malta. Claro que había leído su informe psicológico…


—Estoy intentando ser sincero —le dijo. Y tal vez intentando evitar el desastre—. Aparentemente, estoy necesitado de calor humano y tengo hambre de ti. Tengo que hacer un esfuerzo para no tocarte. Es un deseo tan profundo que me cuesta contenerlo. Si empezamos esto… si tú quieres… necesito saber que no te importa que sea un poco avaricioso.


Necesitaba algo más que un simple roce, más que una simple caricia, aunque no sabía dónde iba a llevarlos o cómo terminaría.


—Normalmente llevo la iniciativa en el sexo, pero…


Que pusiera dos años de abstinencia sobre la mesa, que no fuera capaz de controlase a sí mismo era muy excitante.


Paula se levantó para servirle otro whisky y lo llevó a la mesa, rozándolo con sus pechos. Pedro cerró los ojos cuando acarició su pelo, incapaz de hacer mucho más que controlar un deseo que amenazaba con explotar de un momento a otro.


—Hay otra manera de hacer esto —susurró Paula—. Una manera de quitarte el miedo.


—¿Ah, sí?


—¿Quieres que te ate, Pedro? ¿Eso ayudaría?


Él tragó saliva.


—Sí.


Paula lo besó despacio, con cuidado.


—Levántate —susurró. Y Pedro obedeció.


De alguna forma, llegaron al dormitorio sin romper nada.


Paula lo desnudó, pero conservó su corbata en la mano. Él sabía que la seda era consistente… de hecho, le había confiado su vida en más de una ocasión, pero si pensaba que una corbata iba a sujetarlo se confundía.


El nudo que usó para atarle las manos era impresionante.


—De espaldas, en la cama, con los brazos sobre la cabeza —le ordenó Paula antes de atravesar la habitación para tomar los cordones que sujetaban las cortinas.


«Eso tal vez».


Pedro suspiró, con la dignidad destrozada. Porque… sí, eso era lo que quería esa noche.


Paula ató sus manos al cabecero de la cama. Tuvo que sentarse a horcajadas sobre él para hacerlo. O tal vez no tenía que hacerlo. En cualquier caso, Pedro no iba a quejarse.


Levantó la cabeza, buscando con los labios la suave piel del interior de sus muslos y disfrutó del sabor salado y dulce antes de que ella se apartase.


Pero quería más y Paula lo ayudó levantando su vestido para revelar un conjunto de ropa interior de encaje, inclinándose luego para ofrecerle sus pechos.


Ella misma apartó el encaje del sujetador para darle acceso a sus pezones y Pedro se tomó su tiempo, lamiendo la suave piel hasta que por fin envolvió uno con los labios y chupó con fuerza profundamente satisfecho al ver el brillo ardiente de sus ojos.


Sí, le gustaba.


Pero entonces Paula se inclinó sobre él para probar la fuerza del nudo que sujetaba sus manos.


—No puedo moverlas.


—Mejor.


Paula pasó las manos por sus brazos y sus hombros antes de deslizarse sinuosamente sobre su cuerpo, acariciándolo con los labios hasta que no era más que una masa de deseo.


—¿Te gusta? —susurró.


—Sí —respondió Pedro, con voz ronca.


Entonces empezó a besarlo; unos besos largos, lánguidos, apasionados, como si tuviera todo el tiempo del mundo. 


Mientras su cuerpo aprendía la forma del cuerpo de Pedro y al revés. Lo besó hasta que estuvo duro como una piedra, intentando soltar sus manos en un momento de desesperación.


—No —susurró.


Pedro nunca había estado tan excitado. No había tenido un orgasmo solo con caricias desde que era un adolecente, pero esa noche era posible que ocurriera.


Y así sería si ella no paraba.


—Paula —susurró, tirando de las cuerdas que lo ataban—. No hagas que termine así, no te lo perdonaría.


—Relájate —dijo ella, apartándose—. ¿Qué quieres ahora? —le preguntó, acariciándolo con la punta de los dedos—. Pídemelo.


—Quiero sentir tu boca —respondió él—. Quiero mi lengua enterrada en ti.


Le gustaba el sexo sucio, glorioso y ardiente y la quería a ella tan desatada como él.


Pero nunca había lamentado tanto no poder usar las manos como cuando Paula cambió de postura para rozar su sexo con la lengua, ofreciéndole el suyo al mismo tiempo.


—Más fuerte.


Pedro intentaba ser delicado, pero obedeció la orden, enterrando su lengua en ella. Y cuando Paula lo rodeó con la boca no pudo más.


Allí, justo allí. Chupando y lamiendo. No había nada más en el mundo que su sabor y lo disfrutó. El olor de Paula, los gemidos de Paula…


Paula, su nombre era como una letanía dentro de su cabeza y cuando se apartó para apoyar la cara contra su pelvis supo que estaba cerca del orgasmo.


Ella se corrió en su lengua, todos sus músculos tan tensos que apenas podía respirar. Necesitaba su propio alivio como necesitaba respirar, pero aún no, aún no estaba preparado para que aquello terminase.


Y entonces ella se dio la vuelta para montarlo. Pedro disfrutaba de todo, la quemazón en sus hombros por el esfuerzo de tener los brazos levantados, el roce de sus dientes en el mentón, su aliento, su miembro envuelto en aquel guante de seda.


La tendría debajo si no tuviese las manos atadas al cabecero. Pero entonces habría perdido el control y aquello…


Aquello era exquisito.


Paula se sentó sobre él y empezó a pasar las uñas sobre un diminuto pezón, tirando de él con los dedos y apretándolo con fuerza. El dolor era como un afrodisíaco.


—Estoy tan llena de ti —susurró—. Voy a terminar otra vez.


Pedro intentó empujar hacia arriba, pero ella lo detuvo.


—Yo te diré cuándo.


—Paula… —murmuró, sintiendo que estaba en un mundo donde solo existían las sensaciones.


—¿Sigues conmigo?


Pedro tuvo que concentrarse para entender sus palabras.


—Sí.


—¿Sigues queriendo esto?


—No pares ahora, por favor.


—¿Quieres correrte ahora? ¿Así, atado de manos, aceptando lo que yo esté dispuesta a darte? ¿Esa es la clase de sexo que necesitas esta noche?


Que el Cielo lo ayudase, así era.


—Sí.


Los gemidos que emitían, una mezcla de placer y dolor, eran totalmente embriagadores. Y entonces Paula empezó a mover las caderas…


Y ese fue el final para Pedro.









lunes, 27 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 13




Pedro estaba acostumbrado a hombres con traje de chaqueta mirándolo por encima del hombro. Estaba acostumbrado a que lo vieran como una amenaza o un arma para ser usada contra otros. Normalmente disfrutaba de cierto respeto y cuando estaba al servicio de Antonov, miedo. O deseo, también a eso estaba acostumbrado


La indiferencia era algo nuevo para él.


El hombre que estaba al otro lado del escritorio era reptiliano, frío, imponente. Ojos gris pálido y cabello gris. Debía tener cincuenta y muchos años, alto, en forma, impresionante.


—¿Me entrega la cabeza de uno de mis directores en bandeja de plata y no tiene ambición de ocupar su puesto?


La voz del hombre iba a juego con su aspecto: fría, precisa.


—No.


—No le gustan las reglas, así que se las salta o las ignora. No tiene intención de cambiarlas, aparentemente, y está a punto de acostarte con una de mis mejores jefas de sección. Dígame, Alfonso, ¿qué haría con usted mismo?


—Probablemente mandarme a algún sitio donde hiciera falta.


—¿Dónde exactamente?


—Un sitio donde no haya reglas.


—¿Por qué cree que existe un sitio así?


—Siempre hay un sitio así.


El jefe esbozó una sonrisa que no contenía el menor humor.


—Si pudiera formar un equipo sin reglas, ¿a quién elegiría?


—Adrian Sinclair y mi hermana Elena.


—Sinclair me gusta, pero su hermana resultó herida grave durante la última operación. ¿De qué le serviría?


Aquel hombre no conocía la determinación de Elena o su fiera lealtad a la familia y Pedro no se molestó en explicárselo.


—Mi hermano Sergio, mi hermana Adriana.


—¿No tendría problema en enviarlos a una zona de peligro? Su informe psicológico sugiere lo contrario.


—Ellos me seguirían fuese donde fuese.


—¿Quién más?


—Nadie más.


—¿Paula Chaves?


—Ella me limitaría, me pondría riendas.


—Si usted se lo permitiera.


—No sería fácil impedírselo.


—Dígame qué quiere, Alfonso.


—Quiero que el topo de Antonov desaparezca y luego no sé lo que quiero. No me gusta que me utilicen ni que me mientan o encontrarme solo cuando se trata de un trabajo que usted mismo ha autorizado.


El otro hombre ni siquiera tuvo la decencia de mostrarse contrito.


—Si acepta el trabajo tendrá que informarme directamente a mí o a la mujer frente a cuyo escritorio ha pasado de camino aquí.


—¿Su secretaria?


—No es una secretaria.


—¿Entonces quién es?


—Mi confidente, mi socia. Mi conciencia a veces, como yo soy la suya. Vera está en el antedespacho porque dice que la mantiene más conectada a las estrategias de la sección que si tuviera un despacho. Es su elección y la respeto por ello.


—¿Cómo espera que confíe en usted o en su socia? ¿Cómo sabría que la información que me dieran es veraz?


—Su equipo podrá comprobarlo todo de antemano —los ojos grises se entrecerraron—. Está siendo entrenado, señor Alfonso, para ocupar este sillón… en unos diez años si todo va bien. Si no le gusta el puesto puede ofrecer su renuncia cuando salga de aquí.


—¿Tengo tiempo para pensarlo?


—Si necesita tiempo para pensarlo es que no es el hombre adecuado.


Pedro sonrió.


—Yo no lo creo.


—Dígame, señor Alfonso, ¿siempre lo cuestiona todo?



—¿Y usted no?


En aquella ocasión la respuesta le valió una sonrisa aparentemente sincera.


—Si tiene un trabajo para mí ahora mismo, muéstreme el informe —dijo Pedro—. Conoceré a su socia, hablaré con la gente en la que más confío y veré si quieren acompañarme. Y entonces le diré si puedo ser lo que usted necesita.


Pedro no creía estar pasándose de la raya y si era así, bueno, tal vez era hora de marcharse.






EL ESPIA: CAPITULO 12





Pedro caminaba con un nuevo propósito y con cierta confianza. No estaba bien ni mucho menos; seguía durmiendo mal y se sentía indeciso, pero no podía negar que le habían quitado un peso de los hombros. Había conseguido localizar al topo del departamento de contraespionaje que hacía tratos con Antonov y tal vez a partir de ese momento podría descansar y recuperar su vida. 


Decidir qué quería hacer.


Aparte del beso.


Paula Chaves estaba sentada frente a su escritorio, mirándolo con expresión seria. Seguramente buscando señales de fatiga o angustia. No le gustaba que buscase sus puntos débiles. Lo hacía sentir… inferior.


Menos capaz. Y él nunca se había sentido así.


—He vuelto —dijo a modo de saludo—. ¿Qué has hecho con la información que te di?


—La envié arriba.


—¿Podrán librarse de él? ¿Con tu información y la mía será suficiente?


—Creo que sí. ¿Has dormido?


—En el avión —respondió Pedro. Más o menos. Sobre todo menos.


—En ese caso, sube a dirección. El jefazo quiere hablar contigo.


—Ese es un nivel de jefatura que no conozco. ¿Algún consejo?


—Intenta impresionarlo.


Pedro estaba frente al escritorio, con los pies ligeramente separados y las manos a la espalda, como era habitual cuando un agente hablaba con un superior.


Paula se levantó. Era más bajita que él incluso con zapatos de medio tacón. Aquel día llevaba un vestido de color gris con diseño geométrico, profesional y elegante. Piernas bien torneadas, bonitas curvas.


Y Pedro deseaba haberse ganado la confianza que había puesto en él.


Tal vez lo había hecho.


Pedro, mi cara está aquí arriba.


—Lo sé.


—Gracias por volver a tiempo y de una pieza. Estoy impresionada.


—¿Lo dudabas?


—Sí.


Y luego, de repente, Pedro se inclinó para buscar sus labios.


Fue un beso silencioso, ni tentativo ni abierto. Un beso de bienvenida. No quería asustarla. Pero cuando creía tener el deseo controlado, manteniendo las manos a la espalda, esas manos, como por voluntad propia, estaban en la cara de Paula y ya no podía controlarse.


Abrió sus labios con la lengua y ella respondió como esperaba. Sabía a pasión, a algo perfecto, y Pedro dejó escapar un gruñido de placer porque era un sabor que no había sabido que anhelaba hasta ese momento.


Inclinó a un lado la cabeza para liberar su ansia por ella un poco más y sintió que Paula hacía lo mismo.


La intensidad que ponía en todo lo que hacía alimentaba su deseo. Le encantaba.


La besó apasionadamente y ella abrió la boca con avidez, rendida. El deseo que sentía era desesperado, ardiente. Y Paula Chaves, su jefa, estaba allí, con él.


Disfrutando.


Como si estuviera hecha para él.


La empujó hacia la mesa un segundo después porque quería su boca en todas partes, sin limitaciones. Pero entonces Paula se apartó, poniendo una mano en su torso.


—Espera.


—¿Vas a cenar con alguien esta noche? —le preguntó Pedro, con voz ronca.


—Trabajaré hasta muy tarde.


—¿Y después?



—¿Qué? ¿No te ofreces a traer la cena?


—Quiero que nos vayamos de aquí —le dijo. Necesitaba estar en terreno neutral y no lo tendría allí—. Quiero llevarte a mi casa o a la casa de la playa, a cualquier sitio privado. Quiero estar dentro de ti, debajo de ti, encima de ti, tocándote durante mucho tiempo. Y quiero cumplir la promesa que te hice esa primera noche, en la boda de mi hermana.


Ella esbozó una sonrisa.


—No me hiciste ninguna promesa.


—Pues invéntala.


Quería explorar la curva de sus labios y cuanto antes mejor.


—Tienes que subir al despacho del jefe —murmuró Paula—. Yo terminaré aquí a las diez y volveré mañana a las seis. Necesitaré comida en algún momento y una cama en la que dormir, así que puedes venir a buscarme a las diez y cinco. Nos vemos en la entrada.


—¿No te importa que la gente sepa que te vas a casa conmigo?


—¿Qué tal si pasamos de los demás?


—Peligroso…


Eso le gustaba.


—Nada con lo que no pueda lidiar.


—¿Te han dado permiso para seducirme?


—Puedo hacer lo que tenga que hacer para conseguir tu confianza y tu cooperación. Aunque no necesito acostarme contigo para eso. No mezclemos el trabajo con el placer.


—¿Y tú quieres, Pau?


—¿Tú qué crees?


Pedro esperó hasta llegar a la puerta antes de girar la cabeza. Seguía apoyada en el escritorio, mirándolo, y se preguntó si sus labios estarían tan hinchados como los de ella.


—¿Cuántas horas de sueño necesitas?


Paula sostuvo su mirada con una sonrisa llena de promesas.


—¿Una noche normal? Seis.







EL ESPIA: CAPITULO 11




Pedro empezó por entregar dinero a las familias de los que murieron en la explosión del barco. Dinero de sangre, una tirita aplicada a su conciencia y un par de años de seguridad económica para esas familias, pero tenía que creer que serviría de algo. El dinero siempre ayudaba, manchado de sangre o no.


Después fue a buscar a Yegor Veselov, que estaba en Singapur. Tardó un día más hasta llegar a él y sacarle la información que necesitaba. Y para entonces había perdido el vuelo a Australia.


A su nueva jefa no iba a hacerle ninguna gracia, pero llamó a Sam.


—Dile que he perdido el vuelo.


—No, de eso nada. Dígaselo usted.


Pedro marcó su número y esperó, nervioso.


—¿Pedro? —respondió Paula por fin—. Espero que sean buenas noticias.


Él le dio el nombre que esperaba y sonrió cuando las primeras palabras que salieron de su boca fueron:
—Lo sabía.


—Eres muy sexy cuando te pones orgullosa.


—¿Esa frasecita te ha funcionado alguna vez?


—Nunca la había usado. Eres la primera.


—En ese caso, intentaré sentirme halagada. ¿Nuestro informativo amigo puede viajar? ¿Puedes traerlo para que testifique?


—No me parece sensato. Ahora mismo está cenando con el presidente de un país del este… ¿o eso nos da igual?


—Imagino que no —dijo Paula—. Bueno, ¿has atado todos los demás cabos?


—Aún tengo que ver al niño. Necesito un par de días más.


—Necesitas demostrar que se puede confiar en ti y volver el día que acordamos. Eso no es negociable.


—¿Aunque te haya dado el nombre que buscabas?


—¿Hay alguna razón para que tengas que ver al niño en persona?


—Muchas y todas ellas personales.


—Está tutelado por las autoridades holandesas —dijo Paula.


—Eso da igual.


—Voy a enviarte los detalles del contacto con las autoridades holandesas. Llámalo por teléfono y luego, por el futuro de tu carrera y la mía, vuelve aquí.


—¿Es una orden?


—Tú no aceptas órdenes. Me has pedido cooperación y confianza y yo te las he dado. ¿Qué tal si te la ganas?