lunes, 27 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 13




Pedro estaba acostumbrado a hombres con traje de chaqueta mirándolo por encima del hombro. Estaba acostumbrado a que lo vieran como una amenaza o un arma para ser usada contra otros. Normalmente disfrutaba de cierto respeto y cuando estaba al servicio de Antonov, miedo. O deseo, también a eso estaba acostumbrado


La indiferencia era algo nuevo para él.


El hombre que estaba al otro lado del escritorio era reptiliano, frío, imponente. Ojos gris pálido y cabello gris. Debía tener cincuenta y muchos años, alto, en forma, impresionante.


—¿Me entrega la cabeza de uno de mis directores en bandeja de plata y no tiene ambición de ocupar su puesto?


La voz del hombre iba a juego con su aspecto: fría, precisa.


—No.


—No le gustan las reglas, así que se las salta o las ignora. No tiene intención de cambiarlas, aparentemente, y está a punto de acostarte con una de mis mejores jefas de sección. Dígame, Alfonso, ¿qué haría con usted mismo?


—Probablemente mandarme a algún sitio donde hiciera falta.


—¿Dónde exactamente?


—Un sitio donde no haya reglas.


—¿Por qué cree que existe un sitio así?


—Siempre hay un sitio así.


El jefe esbozó una sonrisa que no contenía el menor humor.


—Si pudiera formar un equipo sin reglas, ¿a quién elegiría?


—Adrian Sinclair y mi hermana Elena.


—Sinclair me gusta, pero su hermana resultó herida grave durante la última operación. ¿De qué le serviría?


Aquel hombre no conocía la determinación de Elena o su fiera lealtad a la familia y Pedro no se molestó en explicárselo.


—Mi hermano Sergio, mi hermana Adriana.


—¿No tendría problema en enviarlos a una zona de peligro? Su informe psicológico sugiere lo contrario.


—Ellos me seguirían fuese donde fuese.


—¿Quién más?


—Nadie más.


—¿Paula Chaves?


—Ella me limitaría, me pondría riendas.


—Si usted se lo permitiera.


—No sería fácil impedírselo.


—Dígame qué quiere, Alfonso.


—Quiero que el topo de Antonov desaparezca y luego no sé lo que quiero. No me gusta que me utilicen ni que me mientan o encontrarme solo cuando se trata de un trabajo que usted mismo ha autorizado.


El otro hombre ni siquiera tuvo la decencia de mostrarse contrito.


—Si acepta el trabajo tendrá que informarme directamente a mí o a la mujer frente a cuyo escritorio ha pasado de camino aquí.


—¿Su secretaria?


—No es una secretaria.


—¿Entonces quién es?


—Mi confidente, mi socia. Mi conciencia a veces, como yo soy la suya. Vera está en el antedespacho porque dice que la mantiene más conectada a las estrategias de la sección que si tuviera un despacho. Es su elección y la respeto por ello.


—¿Cómo espera que confíe en usted o en su socia? ¿Cómo sabría que la información que me dieran es veraz?


—Su equipo podrá comprobarlo todo de antemano —los ojos grises se entrecerraron—. Está siendo entrenado, señor Alfonso, para ocupar este sillón… en unos diez años si todo va bien. Si no le gusta el puesto puede ofrecer su renuncia cuando salga de aquí.


—¿Tengo tiempo para pensarlo?


—Si necesita tiempo para pensarlo es que no es el hombre adecuado.


Pedro sonrió.


—Yo no lo creo.


—Dígame, señor Alfonso, ¿siempre lo cuestiona todo?



—¿Y usted no?


En aquella ocasión la respuesta le valió una sonrisa aparentemente sincera.


—Si tiene un trabajo para mí ahora mismo, muéstreme el informe —dijo Pedro—. Conoceré a su socia, hablaré con la gente en la que más confío y veré si quieren acompañarme. Y entonces le diré si puedo ser lo que usted necesita.


Pedro no creía estar pasándose de la raya y si era así, bueno, tal vez era hora de marcharse.






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