sábado, 25 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 3





Testarudo, ¿no? —Paula se dirigió a la novia, intentando calmarla mientras el médico local, al que habían convencido para que fuese a la casa, ordenaba al novio y a uno de sus agentes que metieran a Pedro Alfonso en la cama.


La decoración de la habitación era una mezcla de arco iris y chic veneciano y Pedro, inconsciente, parecía fuera de lugar allí. Daba igual que llevase un traje de chaqueta; un lobo era un lobo llevase la piel que llevase.


—No tienes idea —Elena suspiró—. Debería haber dejado que te lo llevaras al hospital en cuanto apareció.


Pedro abrió los ojos un milímetro, lo suficiente como para fulminarlos a todos con la mirada, antes de cerrarlos de nuevo.


—¿Cómo se llama? — preguntó el médico.


Pedro Alfonso —respondió Elena—. Una pesadilla de hermano.


El hombre sacó una pequeña linterna del maletín y se inclinó hacia el paciente.


—¿Me oyes, Pedro?


Él murmuró algo.


—Voy a examinar tus pupilas para ver si respondes a la luz. No te dolerá.


—No hay conmoción. La tuve hace tres días… pero ya se me ha pasado —dijo Pedro.


—¿Ese diagnóstico viene con un título en Medicina?


—No, con la experiencia.


—¿Siempre discute tanto? —preguntó Paula.


—Sí, así es él. Prefiere llamarlo «persuasión».


—¿Tienes algún bulto en la cabeza? —preguntó el médico.


—Un par de ellos.


—¿Y el cuello? ¿Te duele? ¿Puedes moverlo?


Pedro tenía los ojos cerrados cuando respondió:
—Mi cuello está perfectamente, pero me duelen los hombros.


Pedro podía responder a las preguntas del médico sin mirar sus labios, de modo que no estaba sordo.


—No está sordo —murmuró—. La mitad de mis agentes acaban de perder una semana de sueldo.


—Sí, pero la otra mitad se ha hecho rica —bromeó Pedro, con una media sonrisa.


—¿Alguna vez sonríe abiertamente? —preguntó Paula.


Tal vez no era la pregunta más adecuada, pero nunca era malo estar bien informado y armado para la batalla.


—Hace tiempo que no sonríe así, pero tiende a ser bastante letal —bromeó Elena—. Caen países, los ángeles lloran, ese tipo de cosas.


—Amén —murmuró Pedro.


—Si no estuviera hecho polvo le quitaría esa arrogancia a golpes —dijo su hermana—. Porque lo quiero.


Sus ojos se llenaron de lágrimas y tuvo que darse la vuelta para que él no lo viera.


—Está consciente, es coherente… —empezó a decir el médico.


—No sangro por ningún orificio, estoy perfectamente —dijo el paciente—. ¿Lleva algún analgésico en el maletín?


—¿Para qué?


—Las costillas.


—Siéntate, vamos a echar un vistazo.


Pedro se sentó al borde de la cama con ayuda de Adrian. 


También aceptó ayuda para quitarse la chaqueta, pero él mismo desabrochó la camisa.


Se tomó su tiempo, pero Paula imaginó que el retraso tenía más que ver con sus problemas motores que con el deseo de retrasar el proceso. Por fin, la camisa desapareció para revelar una venda sucia sujeta con esparadrapo.


—Me disloqué un hombro, pero volví a colocarlo en su sitio.


—¿Tú mismo?


—Me ayudó una bañera.


—¿Puedes levantar el brazo?


—La última vez que lo intenté desperté dos horas después, en una playa.


—¿Cuándo fue eso?


—Hace tres días.


—¿Algún problema más desde entonces?


—Una falta de sueño insoportable.


—Voy a examinar tus pulmones y tu corazón. Luego quiero que levantes los brazos mientras lo hago de nuevo y te tumbes mientras examino esas costillas.


Pedro asintió con la cabeza.


Paula intentó girar la cabeza, pero era imposible no mirar los espectaculares cardenales en ese torso aún más espectacular mientras el médico retiraba la venda. Se había llevado una buena paliza.


El hombre puso el estetoscopio sobre su torso y le pidió que respirase. Pero luego, cuando presionó sus costillas, Pedro volvió a desmayarse.


—Es mejor que duerma.


—Desde luego.


Pedro recuperó el conocimiento unos minutos después, pero el médico puso una mano en su hombro sano.


—No se mueva —murmuró, sin dejar de examinarlo—. Sin hacerle una exploración con rayos X, creo que tiene cuatro costillas rotas.


—Todo para hacerse el valiente —dijo Elena—. ¿Qué más?


—Tiene dañados algunos tejidos blandos, como pueden ver.¿Sabemos qué le ha pasado?


—Sabemos que hubo una serie de explosiones a bordo de un yate y suponemos que Pedro fue lanzado al agua. 
También que atravesó la pared de un almacén con un camión y cruzó el desierto en un todoterreno.


Eso era todo lo que podían contarle a un médico civil.


—Y todo eso pasó hace tres días —Elena miró al hombre—. Ha estado viajando desde entonces. ¿Debería ir al hospital?


—No —respondió Alfonso, consciente de nuevo—. Ya he estado en un hospital.


—¿Dónde? —preguntó Paula.


—Pues… no me acuerdo, podría ser Budapest. Me examinaron con rayos X y luces estroboscópicas y me dieron unas pastillas.


—¿Seguro que no era una discoteca? —bromeó Paula.


—Me caes bien —dijo él.


—¿Recuerda el nombre de las pastillas? —le preguntó el médico.


Pedro soltó un bufido.


—No, pero eran buenas. He guardado la caja para futuras referencias, está en mi bolsillo.


El médico se inclinó para sacar la caja del bolsillo de la chaqueta.


—¿Cuántas pastillas le dieron?


—Cinco.


—Eso fue hace tres días, ¿no? Aquí dice una al día. ¿Dónde están las otras dos? Y no me diga que se las has tomado.


Así que el paciente no dijo nada.


—¿Qué son? —preguntó Elena.


—Un derivado de la cocaína. Eso explica que haya podido moverse con las costillas rotas.


—Solo quiero dormir.


Pedro intentó incorporarse de nuevo, con limitado éxito.


—¿Por qué hay un plato de fresas? ¿Estoy en la suite nupcial?


—No —respondió Elena—. Estás en la habitación de invitados.


Pedro seguía mirando las fresas con cara de sorpresa.


—¿Por qué? —insistió, con un tono de total desconcierto.


—Su casa, sus reglas —dijo Paula—. No lo pienses.


—¿En la habitación de invitados de tu casa hay fresas?


—Yo no tengo habitación de invitados.


—Seguramente tú dejas que los invitados duerman en tu habitación —Pedro esbozó una sonrisa—. Eso me gusta.


Pedro —lo reprendió Elena—. Jefa de sección, ¿recuerdas? Menos tonteo y más respeto.


—¿Por qué sigues aquí? —le preguntó Pedro—. ¿No deberías estar en el banquete? Lo único que voy a hacer es meterme en la cama. Estoy bien, no pasa nada. He llegado aquí, ¿verdad? Pues no hagas que lo lamente.


—Si has mentido sobre el hospital en Budapest te juro por el alma de mi flamante esposo que lo lamentarás.


—Qué mala es —murmuró Pedro—. Espero que lo sepas, Adrian.


El novio esbozó una sonrisa.


—Descansa un poco.


—Lo haría si os fuerais.


La novia y el novio salieron de la habitación, con Elena mirando por encima del hombro para advertir a su hermano que fuese bueno antes de cerrar la puerta.


Solo entonces Pedro se permitió hacer una mueca de dolor.


—Sobre esos analgésicos…


—En una escala del uno al diez, uno siendo nada y diez insoportable, ¿cuánto te duele?


—Si me quedo absolutamente quieto puedo darle un siete.


El médico sacó de su maletín dos pastillas de color azul que le ofreció con un vaso de agua.


—Esto te hará dormir. Podrás ducharte por la mañana, pero no hagas movimientos bruscos. Si es posible, nada de explosiones ni colisiones con vehículos a motor —después
de mirar al paciente durante unos segundos decidió ampliar la lista— nada de surf, boxear o artes marciales. Nada de levantar pesos, escalar montañas o hacer kayak. ¿Lo has entendido?


—Alto y claro.


—Puedes nadar, flotar y patalear en el agua como un niño de tres años. Por lo que he oído, no creo que te resulte muy difícil.


A Paula le gustaba aquel irónico médico de pueblo.


—Escucha lo que dice tu cuerpo y puede que salgas de esta en mejor forma de la que mereces.


A Paula le gustaba mucho aquel médico de pueblo.


—No estará buscando trabajo, ¿verdad? Porque nos vendría bien —le dijo.


—Me quedan dos años para retirarme y he visto todo lo que quería ver en lo que se refiere a urgencias médicas. No necesito ver más.


Una pena.


—Oiga —empezó a decir el paciente— ¿no le parece que tiene una cara muy divertida? Yo creo que sí. Me gusta mucho.


El hombre suspiró.


—Las pastillas empiezan a hacer efecto.


—Bonita voz, además —siguió Pedro—. Me hace pensar en sexo. ¿A usted le hace pensar en sexo?


—Hijo, tiene que descansar. No se esfuerce —el médico miró a Paula sin disimular una sonrisa—. Tal vez debería marcharse, antes de que empiece a hacerle proposiciones.


—Tal vez yo quiera oírlas para chantajearlo después —replicó ella.


Pensándolo bien, tal vez querría oírlas por razones egoístas.


Pero no, Pedro acababa de quedarse dormido.


—¿Podemos meterlo en un avión mañana?


El médico asintió con la cabeza.


—Hay que hacerle una exploración con rayos X en cuanto sea posible. Mantenerlo hidratado y vigilado.


—Gracias por su cooperación.


—De nada. Da igual lo que diga mi mujer. Siempre es un placer ayudar al Servicio de Inteligencia —el hombre esbozó una encantadora sonrisa—. ¿A quién le paso la factura?






viernes, 24 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 2




Se había perdido cumpleaños, dos Nochebuenas y dos celebraciones de Año Nuevo, pero no se había perdido la boda de su hermana. Eso tenía que contar.


Había llegado tarde a la ceremonia y hecho un asco, pero su hermana Elena lo había sentado en el banco principal sin vacilar antes de darle la espalda para casarse con su mejor amigo, Adrian Sinclair.


Eso había sido horas antes. El banquete había terminado y los invitados bailaban a la orilla de un río, con fuegos artificiales estallando en el cielo.


Pedro había intentado estar allí en espíritu además de en carne y hueso. Había sonreído hasta que le dolían las mejillas, había bailado con la novia y bromeado con el novio, como correspondía. Había estado de pie hasta que no podía más y después se había sentado bajo un árbol, con la espalda apoyada en el tronco, dejando que la gente se divirtiera a su alrededor.


Ya era de noche, pero los invitados parecían dispuestos a seguir con la celebración hasta el amanecer. Pedro , por otro lado, sentía que la adrenalina abandonaba su cuerpo, dejándolo agotado. Necesitaba encontrar una cama y dormir durante unos cuantos días, semanas, meses… necesitaba un sitio en el que estar, en el que alojarse.


Damian le había ofrecido su casa de la playa y tal vez eso le iría bien durante unos días, pero su familia tenía por costumbre reunirse allí y lo que Pedro quería era estar solo…


Entonces vio que Adrian se dirigía hacia él con una mujer que había llegado una hora antes y no parecía en absoluto preocupada por haberse perdido la ceremonia o el banquete. 


No debía ser una invitada.


Iba inmaculadamente vestida, elegante, con largas y torneadas piernas y unos zapatos de tacón que debían costar una pequeña fortuna. Sus dos hermanas habían pasado la fase de los zapatos caros y Pedro  los reconocía, aunque no pudiese decir la marca.


Los zapatos se detuvieron delante de él y Pedro  levantó la mirada, apoyando la cabeza en el tronco del árbol.


De cerca podía ver que la forma atlética que había adivinado de lejos tenía más millas de lo que parecía. Y quien hubiera hecho la cara de esa mujer tenía un gusto inusual. Su boca era grande, de labios carnosos, los ojos almendrados, la nariz pequeña, el pelo castaño.


Sus facciones eran demasiado raras como para ser clásicamente bellas, pero tan sorprendentes y llamativas que no podrían pasar desapercibidas.


Pedro , quiero presentarte a Paula Chaves—dijo Adrian—. La nueva jefa de contraespionaje, Sección Cinco.


Sección Cinco. Pedro  intentó hacer que su cerebro funcionase. La Sección Cinco era Europa del Este y cuando se marchó de allí dos años antes la dirigía el viejo Evans. No sabría decir si aquella mujer iba a ser una aliada o no…


Seguramente no.


—Su reputación lo precede, señor Alfonso.


Su voz era ronca, interesante. Ella se inclinó un poco, tenía que hacerlo para mirarlo a la cara.


—No es usted tan guapo como me habían dicho.


—Deme tiempo. Los cardenales desaparecen.


Ella esbozó una sonrisa agradable, abierta. Y esa sonrisa…


Era un arma letal.


—Su hermana ha sugerido que alguien lo lleve al hospital y yo tengo el coche aquí.


Pedro  se había dado cuenta: negro, grande, seguramente blindado.


—¿Por qué tanta seguridad para una boda?


Un cuarto de los invitados eran miembros de las fuerzas especiales y muchos de ellos iban armados. Como la mujer que tenía delante.


—Usted sabe la respuesta a esa pregunta, vaquero —la mujer sonrió de nuevo.


—Usted no es la jefa de mi sección.


—Y no sabe cuánto me alegro después del lío que ha organizado, pero estamos aquí para llevarlo a Canberra y asegurarnos de que no le pase nada en el camino.


—Deje que descanse el fin de semana e iré de buen grado.


—Señor Alfonso… —empezó a decir ella, con tono indulgente—. Vamos a darle esta noche y espero que nos dé las gracias. Debería haber vuelto hace dos años.


—Siento haber llegado tarde —Pedro esbozó una sonrisa para irritarla—. Es usted muy joven para ser jefa de sección.


—Tengo cuarenta años bien aprovechados.


Diez años más que él.


—De todas formas…


—No me subestime, señor Alfonso. Yo no voy a hacerlo.


—Llámame Pedro —dijo él.


Entonces notó que Adrian se ponía alerta; Adrian, su mejor amigo y a partir de aquel día su cuñado, lo miraba con expresión divertida… ¿o resignada? Tal vez tenía percepción extrasensorial o tal vez sencillamente lo conocía tan bien que sabía lo que estaba pensando, pero parecía haber notado su interés por la jefa de carita rara, voz de whisky y una sonrisa que era un arma letal.


—No —dijo su amigo.


—Sí.


—Muy mala idea.


—Las he tenido peores —Pedro volvió a mirar a la jefa.


Paula también parecía haber detectado algo.


—Hágale caso a su amigo, señor Alfonso. Me lo merendaría.


—Y yo no me quejaría.


—Sí lo haría.


Seguía sonriendo, como si estuviera acostumbrada a lidiar con todo tipo de situaciones.


—¿Si subo al coche con usted terminaré en la granja o en el cuarto de interrogatorios?


—En la granja, le doy mi palabra. No tiene que ir a la oficina hasta mañana a las nueve.


—¿Tiene idea de lo que piensan hacer conmigo después?


Su expresión se volvió seria y, en ese momento, vio la inteligencia y la diplomacia que la había hecho jefa de sección a los cuarenta años.


—Yo diría que eso depende de cómo juegue sus cartas a partir de ahora. Porque sabe jugar, ¿no?


Era más atractivo de lo que había esperado, pensó Paula, y había esperado mucho.


Su cuerpo era un arma letal y el pelo negro, cortado estilo militar, le daba un aire formidable. Por contraste, tenía un rostro que podría aparecer en una pantalla de cine, con un rictus masculino en la boca que dejaría a sus amantes soñando. Un mentón firme, altos pómulos y unos ojos que brillaban cada vez que miraba a su hermana. Pero a ella la miraban con expresión fría, calculadora.


Aquel era el hombre que había destruido un imperio de armas ilegales que valía miles de millones de dólares y había descubierto a un traidor en la unidad especial para la que trabajaba… un traidor que se sentaba en el sillón del subdirector de los Servicios Secretos. El escándalo había sido espectacular y había un fiero debate sobre si habría más traidores, si se habría guardado información para el final.


Ella lo habría hecho.


—Señor Alfonso, deje que lo lleve a la granja para que lo examine un médico. Mis hombres están haciendo apuestas sobre cuántas costillas tiene rotas o si ha perdido el oído. Por el momento, van tres a uno a que está leyendo los labios.


—Me pasa mucho —bromeó Pedro Alfonso—. A la gente le gusta apostar por mí.


—Y seguro que lo utiliza para conseguir lo que quiere —asintió ella, mirando los labios de Pedro Alfonso, que eran estupendos. «Contrólate», se dijo—. En cualquier caso, necesita que lo vea un médico.


—¿Es una orden?


—¿Aceptaría órdenes?


Él volvió a sonreír.


—De usted, seguramente sí.


—Podría usar la pistola de electrochoque —sugirió Adrian—. Eso podría funcionar.


—Podría, pero no tiene buen aspecto. Además, si lo matase tendría que rellenar muchos papeles.


—¿Le importaría que hablase con el novio en privado, jefa? —preguntó Alfonso.


Pero Paula no pensaba ir a ningún sitio hasta que supiera cuál era su estado físico.


—¿Qué tal si se levanta y me demuestra que puede caminar?


Él levantó la barbilla, mirándola con gesto de desafío.


—Puedo caminar.


—Me gustaría comprobarlo.


Pero él no se levantó.


El orgullo era un asco.


—Llévalo a la granja —dijo Paula Chaves—. Tenemos un médico esperando allí.


Sin esperar respuesta de Adrian se dio la vuelta para dirigirse a su coche. Sabía cuánto iba a costarle a Alfonso moverse de nuevo. Había estado controlando todos sus movimientos desde que el yate de Antonov explotó, la destrucción que había dejado a su paso y su obsesión por llegar a casa para la boda de su hermana. No había dormido en cincuenta horas y estaba agotado, incapaz de dar un paso.


Lo único que lo mantenía en pie era la fuerza de voluntad.


Pedro Alfonso había buscado un puesto mando desde el momento que hizo el primer examen para el servicio especial en la unidad de Servicios Secretos. Había tenido éxito en todas las misiones que le habían sido encomendadas, incluyendo el trabajo con Antonov. Ella esperaba un rostro bonito, un cerebro bien amueblado, una voluntad de hierro y una predisposición natural para causar problemas.


Y no se había llevado una desilusión.


—Bonita forma de caminar —murmuró Pedro mientras la observaba alejarse con paso seguro. Y seguían gustándole sus orejas.


—¿Tú puedes caminar? —le preguntó Adrian.


—Creo que sí. Pero no puedo levantarme.


Adrian le ofreció su brazo y Pedro se apoyó en él para levantarse, intentando no desmayarse o vomitar. O las dos cosas a la vez. Un segundo después Elena apareció a su lado, con el vestido de novia, sujetándolo por el otro brazo.


—¿Vas a la granja? —le preguntó.


—En un momento —dijo Pedro. Antes tenía que comprobar si podía dar un paso.


Sí, podía caminar.


¿O no?


—Usa la cama del dormitorio principal.


—¿Tu cama? —exclamó Pedro. ¿En su noche de bodas? No, de eso nada—. Bonito vestido, tal vez deberías apartarte.


Elena no se apartó y Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para controlar las náuseas. Su hermana no solía obedecer órdenes; se parecía mucho a él en ese aspecto. En lugar de apartarse, tomó su cara entre las manos y lo estudió con gesto preocupado.


—Tienes un aspecto horrible. Como si hubieras tenido que atravesar el Infierno para llegar aquí. Dime que no piensas volver.


—No puedo decirte eso, Elena.


Ella apretó los labios, con esa expresión obstinada que no auguraba nada bueno.


—Tengo que solucionar un asunto —dijo Pedro—. Nada demasiado agotador.


—¿Sigues teniendo trabajo?


—Espero que sí, aunque no creo que vayan a darme una medalla.


Adrian soltó un bufido.


—¿Qué ha dicho la directora? —preguntó Elena.


—Que nos vamos mañana.


—¿Te ha dicho que hay un médico esperando para examinarte? Lo llamó nada más verte.


—Las mujeres siempre exageran.


—No te atrevas a decir eso —lo reprendió Elena—. Si yo hubiese aparecido en tu boda con esa pinta me habrías llevado al hospital.


—Me voy, me voy —dijo Pedro—. Deja de mirarme como si fuera a romperme.


—Yo he tenido que aguantar esas miradas durante un año entero.


—Yo no te miraba así —protestó Pedro.


—Claro, porque no estabas aquí.


—Pero ahora estoy aquí, Elena.


Sonaba como un ruego, era un ruego. Para que lo perdonase. Y tenía que apartarse antes de que arruinase su vestido de novia.


—Me voy, buscaré una cama y haré lo que me diga el médico —Pedro apretó su mano y se inclinó hacia ella; un momento de debilidad para todos los que estaban mirando y eran muchos—. Me voy. Es que lo estaba pasando bien en la fiesta.


Respirando profundamente, dio un paso adelante. Y luego otro.


Y entonces, todo se volvió negro.







EL ESPIA: CAPITULO 1




Paula Chaves temía las cenas de los domingos con sus padres. La tradición era nueva, instaurada exactamente un mes después de que sus padres se retirasen y comprasen una fabulosa mansión tan impresionante como un museo e igualmente fría. Incluso los arreglos florales eran exageradamente serios y majestuosos.


Dos meses antes se le había ocurrido aparecer con un simple ramo de rosas, que había sido relegado al cuarto de la plancha, sin duda para ser tirado a la basura en cuanto ella desapareciera.


No había vuelto a cometer ese error.


Por alguna razón, a su madre le encantaba aquella casa e insistía en que a Paula, como su única hija y heredera, le gustase también.


Pero eso no iba a pasar.


La respuesta de Paula: «mamá, yo no tengo problemas económicos. Vende la casa, gástate hasta el último céntimo que tengas antes de morir, a mí no tienes que dejarme nada» probablemente no había sido muy sensible, pero lo decía completamente en serio.


Decir que Paula y su madre nunca se habían entendido la una a la otra era decir poco.


Había cuatro personas sentadas frente a la enorme mesa esa noche. La madre de Paula, su padre, su abuelo y ella misma. Seguramente la mesa redonda daba la impresión de que todos los que estaban allí tenían la misma importancia, pero la conversación decía algo muy diferente.


Paula y su abuelo intercambiaron una mirada de complicidad cuando su padre empezó un monólogo sobre cenas con altos dignatarios y gente muy importante de la que ella nunca había oído hablar. Sus padres pertenecían al cuerpo diplomático y habían viajado de un país a otro mientras Paula se quedaba con su abuelo. Aunque su puesto como general del ejército tampoco le permitía estar con ella a todas horas, jamás la había dejado sola.


Su móvil sonó en ese momento y Paula miró el bolso con el ceño fruncido. Sabía lo que iba a pasar.


—Te había dicho que lo apagases —dijo su madre, con un brillo helado en los ojos color avellana.


La gente solía pensar que los ojos castaños eran cálidos, suaves.


Pero no todos lo eran.


—Tú sabes que no puedo hacerlo, mamá. Perdonad, tengo que responder.


Se levantó para responder a la llamada y volvió un par de minutos después, colgándose el bolso al hombro.


—¿Te marchas? —el tono de su madre era más acusador que disgustado.


Paula asintió con la cabeza.


—¿Algún problema? —le preguntó su abuelo.


—Uno de nuestros agentes acaba de quedar al descubierto y tenemos que traerlo de vuelta a casa.


—Apenas te vemos —protestó su madre. Aunque antes de que se retirasen apenas se veían.


—Tú la dejabas sola a menudo cuando era pequeña —intervino su abuelo—. Al menos cuando Paula se marcha nos da una explicación.


Había suficiente verdad en esas palabras como para que su madre frunciese los labios en un gesto de ira. Suficiente verdad como para que Paula recordase…


—Pero es mi cumpleaños —había protestado en una ocasión, mientras sus padres salían por la puerta con las maletas tras ellos como obedientes mascotas—. El abuelo ha traído una tarta.


—Lo siento, cariño —había dicho su madre—. Tenemos que irnos.


—Pero solo lleváis un día en casa…


Su padre la había interrumpido para darle una seria charla sobre el sentido del deber.


—¿Dónde vais?


Había dejado de hacer esa pregunta porque jamás le decían la verdad. El mensaje siempre era que iban a un lugar muy importante donde no había sitio para ella.


—Tienes que hacerte dura —le decían sus padres una y otra vez. Y así había sido.


Que su madre, de repente, quisiera otro tipo de relación con su única hija no le preocupaba en absoluto.


—Lo siento, pero tengo que irme.


—Tu abuelo no se hace más joven, Paula. Podrías hacer algo más por él.


Quería hacerle daño con esa andanada, pero ella se limitó a sonreír amablemente. Paula veía a su abuelo dos veces por semana y lo llamaba todos los días.


Aunque su madre no sabía eso.


Y ella no tenía intención de contárselo.


—Te gustará el nuevo agente —le dijo a su abuelo—. Ha provocado un cataclismo con recursos muy limitados.


—¿Miembro del ejército?


—No, es uno de los nuestros. Muy creativo.


Estaba segura de que la próxima vez que llamara a su abuelo ya sabría de quién estaba hablando. Se había retirado años antes, pero seguía teniendo muchos contactos.


—Sí, sí, Paula, ya sabemos que tu trabajo es muy importante —dijo su madre, enfadada. Y Paula se volvió hacia la mujer inmaculadamente peinada que la había traído al mundo.


Su madre no parecía muy impresionada por su éxito profesional o por el alto puesto que ocupaba en el Servicio Secreto australiano.


—Disfrutad de la cena —dijo por fin—. He traído pastel de manzana, está en la cocina.


—¿Lo has hecho tú?


Otra pulla más de una madre que apenas había entrado en la cocina, tal vida privilegiada había llevado siempre.


—No, una amiga mía a la que he pagado por hacerlo. Es una receta de su abuela, espero que os guste.


Paula se acercó a su abuelo para darle un cariñoso beso en la mejilla y se irguió cuando sonó su móvil.


—Hora de irme.


—Supongo que es tu chófer —dijo su madre, sarcástica—. Es un poco impaciente, ¿no?


—No, solo llama para avisar de que está aquí.


—Tal vez el mes que viene puedas quedarte hasta el final de la cena. Si me molesto en seguir organizando estas cenas de los domingos.


—Lo que tú quieras, madre —Paula miró a su padre, que estaba extrañamente callado—. ¿También tú estás enfadado conmigo?


Él no dijo nada. Al fin y al cabo, era diplomático de profesión.


—¿Sabes una cosa, madre? Y tú, papá —Paula suspiró—. Por una vez, una sola vez, podríais decir que estáis orgullosos de mí y del puesto que ocupo en lugar de criticarme constantemente. Solo una vez. Tal vez entonces me portaría como parecéis esperar que me porte.


Y ese, pensó Paula con cierta tristeza, sería el final de las cenas de los domingos en casa de sus padres.


Su abuelo se levantó, siempre un caballero, para acompañarla a la puerta mientras sus padres se quedaban sentados. Aquella casa era un inmaculado mausoleo, pero jamás se les ocurriría mostrarle a ella la cortesía que mostraban hacia otros invitados.


Su madre, Marisa Stuart Chaves, había sido la respetada esposa de un embajador y sabía cómo tratar a la gente. Desgraciadamente, cuando se trataba de su hija no ofrecía las mismas atenciones.


—No le hagas caso —dijo su abuelo.


—Cada día está peor.


—Ni siquiera sabe comportarse. Yo creo que es un principio de demencia senil.


—Abuelo, yo sé lo que es la demencia senil y esto no lo es.


Lo que hacía su madre no tenía nada que ver con la demencia, era vitriolo bien calculado.


—Está celosa y en parte es culpa mía —dijo su abuelo—. Yo nunca tuve tiempo para ella, pero aprendí de mis errores y encontré tiempo para ti. Además, te va muy bien en tu profesión. Tu madre es competitiva y eso le molesta.


—¿Y a mi padre? ¿Cuál es su problema?


—¿Quién sabe? —su abuelo y el marido de su hija nunca se habían llevado bien—. Es un idiota. Demasiada sangre azul en las venas y pocas neuronas en el cerebro.


—Te llamaré mañana —dijo ella, riendo.


—Estás muy guapa esta noche, cariño.


—Halagador.


Paula siempre se arreglaba para las cenas de los domingos porque eso era lo que su madre esperaba, pero sabía que su boca era demasiado grande y sus orejas algo prominentes, hiciera lo que hiciera con su pelo. 


Podía resultar «interesante», pero poco más. Con el maquillaje adecuado incluso podía resultar atractiva.


Pero nunca sería guapa.


—Llévate a casa el pastel de manzana. Pídeselo a mi madre porque ella va a tirarlo a la basura y le he pedido a Magui que lo hiciese especialmente para ti. Con extra de canela.


—Guardaré un pedazo para ti —asintió él.


—Te tomo la palabra —Paula abrazó a su abuelo, que cada día parecía más frágil—. ¿Nos vemos el miércoles?


—Claro. Y llévame carnaza, cotilleos e intrigas políticas.


Paula se dirigió al coche que la esperaba en la puerta.


—Por supuesto que sí





EL ESPIA: SINOPSIS





“Su reputación le precede, señor Alfonso”


Después de dos años trabajando de incógnito, el agente especial Pedro Alfonso se sentía como un extraño en su antigua vida. Los hematomas desparecerían de su fornido cuerpo, pero no así los recuerdos. En cualquier caso, no había perdido el gusto por las mujeres guapas, y la belleza de Paula Chaves era demasiado extraordinaria como para pasar desapercibida.


La nueva directora de operaciones, Paula, había oído que el arma más poderosa de Pedro era su sonrisa. Debía conocer a Pedro íntimamente y comprobar si estaba listo para la siguiente misión, pero ninguno de los dos estaba preparado para la pasión que estalló después de un simple roce…