viernes, 24 de julio de 2015
EL ESPIA: CAPITULO 1
Paula Chaves temía las cenas de los domingos con sus padres. La tradición era nueva, instaurada exactamente un mes después de que sus padres se retirasen y comprasen una fabulosa mansión tan impresionante como un museo e igualmente fría. Incluso los arreglos florales eran exageradamente serios y majestuosos.
Dos meses antes se le había ocurrido aparecer con un simple ramo de rosas, que había sido relegado al cuarto de la plancha, sin duda para ser tirado a la basura en cuanto ella desapareciera.
No había vuelto a cometer ese error.
Por alguna razón, a su madre le encantaba aquella casa e insistía en que a Paula, como su única hija y heredera, le gustase también.
Pero eso no iba a pasar.
La respuesta de Paula: «mamá, yo no tengo problemas económicos. Vende la casa, gástate hasta el último céntimo que tengas antes de morir, a mí no tienes que dejarme nada» probablemente no había sido muy sensible, pero lo decía completamente en serio.
Decir que Paula y su madre nunca se habían entendido la una a la otra era decir poco.
Había cuatro personas sentadas frente a la enorme mesa esa noche. La madre de Paula, su padre, su abuelo y ella misma. Seguramente la mesa redonda daba la impresión de que todos los que estaban allí tenían la misma importancia, pero la conversación decía algo muy diferente.
Paula y su abuelo intercambiaron una mirada de complicidad cuando su padre empezó un monólogo sobre cenas con altos dignatarios y gente muy importante de la que ella nunca había oído hablar. Sus padres pertenecían al cuerpo diplomático y habían viajado de un país a otro mientras Paula se quedaba con su abuelo. Aunque su puesto como general del ejército tampoco le permitía estar con ella a todas horas, jamás la había dejado sola.
Su móvil sonó en ese momento y Paula miró el bolso con el ceño fruncido. Sabía lo que iba a pasar.
—Te había dicho que lo apagases —dijo su madre, con un brillo helado en los ojos color avellana.
La gente solía pensar que los ojos castaños eran cálidos, suaves.
Pero no todos lo eran.
—Tú sabes que no puedo hacerlo, mamá. Perdonad, tengo que responder.
Se levantó para responder a la llamada y volvió un par de minutos después, colgándose el bolso al hombro.
—¿Te marchas? —el tono de su madre era más acusador que disgustado.
Paula asintió con la cabeza.
—¿Algún problema? —le preguntó su abuelo.
—Uno de nuestros agentes acaba de quedar al descubierto y tenemos que traerlo de vuelta a casa.
—Apenas te vemos —protestó su madre. Aunque antes de que se retirasen apenas se veían.
—Tú la dejabas sola a menudo cuando era pequeña —intervino su abuelo—. Al menos cuando Paula se marcha nos da una explicación.
Había suficiente verdad en esas palabras como para que su madre frunciese los labios en un gesto de ira. Suficiente verdad como para que Paula recordase…
—Pero es mi cumpleaños —había protestado en una ocasión, mientras sus padres salían por la puerta con las maletas tras ellos como obedientes mascotas—. El abuelo ha traído una tarta.
—Lo siento, cariño —había dicho su madre—. Tenemos que irnos.
—Pero solo lleváis un día en casa…
Su padre la había interrumpido para darle una seria charla sobre el sentido del deber.
—¿Dónde vais?
Había dejado de hacer esa pregunta porque jamás le decían la verdad. El mensaje siempre era que iban a un lugar muy importante donde no había sitio para ella.
—Tienes que hacerte dura —le decían sus padres una y otra vez. Y así había sido.
Que su madre, de repente, quisiera otro tipo de relación con su única hija no le preocupaba en absoluto.
—Lo siento, pero tengo que irme.
—Tu abuelo no se hace más joven, Paula. Podrías hacer algo más por él.
Quería hacerle daño con esa andanada, pero ella se limitó a sonreír amablemente. Paula veía a su abuelo dos veces por semana y lo llamaba todos los días.
Aunque su madre no sabía eso.
Y ella no tenía intención de contárselo.
—Te gustará el nuevo agente —le dijo a su abuelo—. Ha provocado un cataclismo con recursos muy limitados.
—¿Miembro del ejército?
—No, es uno de los nuestros. Muy creativo.
Estaba segura de que la próxima vez que llamara a su abuelo ya sabría de quién estaba hablando. Se había retirado años antes, pero seguía teniendo muchos contactos.
—Sí, sí, Paula, ya sabemos que tu trabajo es muy importante —dijo su madre, enfadada. Y Paula se volvió hacia la mujer inmaculadamente peinada que la había traído al mundo.
Su madre no parecía muy impresionada por su éxito profesional o por el alto puesto que ocupaba en el Servicio Secreto australiano.
—Disfrutad de la cena —dijo por fin—. He traído pastel de manzana, está en la cocina.
—¿Lo has hecho tú?
Otra pulla más de una madre que apenas había entrado en la cocina, tal vida privilegiada había llevado siempre.
—No, una amiga mía a la que he pagado por hacerlo. Es una receta de su abuela, espero que os guste.
Paula se acercó a su abuelo para darle un cariñoso beso en la mejilla y se irguió cuando sonó su móvil.
—Hora de irme.
—Supongo que es tu chófer —dijo su madre, sarcástica—. Es un poco impaciente, ¿no?
—No, solo llama para avisar de que está aquí.
—Tal vez el mes que viene puedas quedarte hasta el final de la cena. Si me molesto en seguir organizando estas cenas de los domingos.
—Lo que tú quieras, madre —Paula miró a su padre, que estaba extrañamente callado—. ¿También tú estás enfadado conmigo?
Él no dijo nada. Al fin y al cabo, era diplomático de profesión.
—¿Sabes una cosa, madre? Y tú, papá —Paula suspiró—. Por una vez, una sola vez, podríais decir que estáis orgullosos de mí y del puesto que ocupo en lugar de criticarme constantemente. Solo una vez. Tal vez entonces me portaría como parecéis esperar que me porte.
Y ese, pensó Paula con cierta tristeza, sería el final de las cenas de los domingos en casa de sus padres.
Su abuelo se levantó, siempre un caballero, para acompañarla a la puerta mientras sus padres se quedaban sentados. Aquella casa era un inmaculado mausoleo, pero jamás se les ocurriría mostrarle a ella la cortesía que mostraban hacia otros invitados.
Su madre, Marisa Stuart Chaves, había sido la respetada esposa de un embajador y sabía cómo tratar a la gente. Desgraciadamente, cuando se trataba de su hija no ofrecía las mismas atenciones.
—No le hagas caso —dijo su abuelo.
—Cada día está peor.
—Ni siquiera sabe comportarse. Yo creo que es un principio de demencia senil.
—Abuelo, yo sé lo que es la demencia senil y esto no lo es.
Lo que hacía su madre no tenía nada que ver con la demencia, era vitriolo bien calculado.
—Está celosa y en parte es culpa mía —dijo su abuelo—. Yo nunca tuve tiempo para ella, pero aprendí de mis errores y encontré tiempo para ti. Además, te va muy bien en tu profesión. Tu madre es competitiva y eso le molesta.
—¿Y a mi padre? ¿Cuál es su problema?
—¿Quién sabe? —su abuelo y el marido de su hija nunca se habían llevado bien—. Es un idiota. Demasiada sangre azul en las venas y pocas neuronas en el cerebro.
—Te llamaré mañana —dijo ella, riendo.
—Estás muy guapa esta noche, cariño.
—Halagador.
Paula siempre se arreglaba para las cenas de los domingos porque eso era lo que su madre esperaba, pero sabía que su boca era demasiado grande y sus orejas algo prominentes, hiciera lo que hiciera con su pelo.
Podía resultar «interesante», pero poco más. Con el maquillaje adecuado incluso podía resultar atractiva.
Pero nunca sería guapa.
—Llévate a casa el pastel de manzana. Pídeselo a mi madre porque ella va a tirarlo a la basura y le he pedido a Magui que lo hiciese especialmente para ti. Con extra de canela.
—Guardaré un pedazo para ti —asintió él.
—Te tomo la palabra —Paula abrazó a su abuelo, que cada día parecía más frágil—. ¿Nos vemos el miércoles?
—Claro. Y llévame carnaza, cotilleos e intrigas políticas.
Paula se dirigió al coche que la esperaba en la puerta.
—Por supuesto que sí
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